CAPÍTULO 4

—Telarañas —susurró Hagman— y musgo. Eso servirá, señor.

—¿Telarañas y musgo? —preguntó Sharpe.

—Una cataplasma, señor, de telarañas, musgo y un poco de vinagre. Se envuelve en papel de estraza y se ata al muslo.

—El médico dice que basta con mantener el vendaje húmedo, Dan, nada más.

—Sabemos más nosotros que el médico, señor. —La voz de Hagman apenas se oía—. Mi madre siempre tuvo una fe ciega en el vinagre, el musgo y las telarañas. —Se quedó callado, aunque cada respiración era un resuello—. Y en el papel de estraza —dijo después de un largo rato—. Y a mi padre, señor, cuando le disparó un guardia en Dunham on the Hill, lo trajeron de vuelta a por vinagre, musgo y telarañas. Era una mujer maravillosa, mi madre.

Sentado junto a la cama, Sharpe se preguntaba si él habría sido diferente si hubiera conocido a su madre, si hubiese sido criado por una madre. Pensó en lady Grace, muerta hacía tres años, y en que una vez le había dicho que estaba lleno de ira y él se preguntó si aquello era lo que hacían las madres, sacarle a uno la ira, y entonces su mente se alejó por completo de Grace, como hacía siempre. Sencillamente, recordar le resultaba demasiado doloroso, así que se obligó a sonreír.

—Llamaba a Amy mientras dormía, Dan. ¿Es su esposa?

—¡Amy! —Hagman pestañeó sorprendido—. ¿Amy? Hacía años que no pensaba en Amy. Era la hija del párroco, señor, la hija del párroco, e hizo cosas que ni siquiera debería haber sabido la hija de ningún párroco. —Rió entre dientes y debió de dolerle, pues la sonrisa se desvaneció y él soltó un gemido; de todos modos, Sharpe creía que ahora Hagman tenía una oportunidad, porque los dos primeros días había tenido fiebre, pero ahora el sudor había cesado—. ¿Cuánto tiempo vamos a estar aquí, señor?

—Tanto tiempo como necesitemos, Dan, aunque la verdad es que no lo sé. El coronel me dio órdenes, así que nos quedaremos aquí hasta que nos dé otras nuevas. —Sharpe se había tranquilizado con la carta del general Cradock y aún más con las noticias de que Christopher iba a reunirse con el general. Estaba claro que el coronel estaba metido hasta el cuello en su extraño trabajo, pero ahora Sharpe se preguntaba si habría malinterpretado las palabras del capitán Hogan respecto a que vigilara de cerca a Christopher. Tal vez Hogan hubiese querido decir que quería tener a Christopher protegido porque su trabajo era muy importante. Fuera como fuese, ahora Sharpe tenía órdenes que cumplir y se sentía satisfecho de que el coronel tuviera la autoridad necesaria para dárselas, aunque todavía se sentía culpable porque sus hombres y él estaban descansando en la Quinta do Zedes mientras la guerra seguía en algún lugar hacia el sur y en algún otro lugar hacia el este.

Al menos suponía que continuaba habiendo enfrentamientos, pues durante los días siguientes no tuvo noticias de verdad. Un vendedor ambulante llegó a la quinta con un surtido de botones de hueso, alfileres de acero y medallones de latón estampados con la imagen de la Virgen María, y contó que los portugueses seguían controlando el puente de Amarante, donde se enfrentaban a un gran ejército francés. También afirmaba que los franceses habían ido al sur, hacia Lisboa, y después habló de un rumor que decía que el mariscal Soult aún estaba en Oporto. Un fraile que llamó a la quinta para mendigar comida traía las mismas noticias.

—Eso es bueno —le dijo Sharpe a Harper.

—¿Y por qué, señor?

—Porque Soult no iba a quedarse en Oporto si hubiese una oportunidad de que Lisboa cayera, ¿verdad? No, si Soult está en Oporto, significa que es lo más lejos que han llegado los franceses.

—Pero ¿no están al sur del río?

—Puede que unos cuantos de su jodida caballería —dijo Sharpe en tono desdeñoso; pero era frustrante no saber qué estaba sucediendo y Sharpe, para su sorpresa, se dio cuenta de que estaba deseando que regresara el coronel Christopher para poder enterarse de cómo evolucionaba la guerra.

Sin duda Kate deseaba que su marido regresara incluso más que Sharpe. Los primeros días después de la partida del coronel había evitado a Sharpe, pero cada vez coincidían más en el cuarto en el que yacía Daniel Hagman. Kate llevaba comida al herido y se sentaba y hablaba con él y, una vez se hubo convencido de que Sharpe no era el procaz matón que pensaba que era, lo invitó al porche de la casa, donde preparó el té en una tetera decorada con un estampado de rosas de china. A veces invitaba al teniente Vicente, pero él casi no decía nada; se limitaba a sentarse en el borde de una silla y a mirar fijamente a Kate con triste admiración. Si ella le hablaba, él se ruborizaba y tartamudeaba, y Kate miraba hacia otro lado, al parecer igual de avergonzada, aunque parecía gustarle el teniente portugués. Sharpe tenía la sensación de que era una mujer solitaria y siempre lo había sido. Una tarde, mientras Vicente estaba supervisando las guardias, ella le habló de su infancia como hija única en Oporto y de su regreso a Inglaterra por causa de su educación.

—Éramos tres chicas en la casa de un clérigo —le contó. Era una tarde fría y ella se había sentado cerca del fuego que habían encendido en el hogar bordeado de azulejos del salón de la quinta—. Su esposa nos hacía cocinar, limpiar y coser, y el clérigo nos enseñaba las sagradas escrituras, algo de francés, un poco de matemáticas y Shakespeare.

—Eso es más de lo que yo aprendí nunca —comentó Sharpe.

—Usted no es la hija de un acaudalado comerciante de oporto —dijo Kate con una sonrisa. Detrás de ella, en las sombras, la cocinera hacía calceta. Cuando estaba con Sharpe o con Vicente, Kate siempre tenía a una de las sirvientas de carabina, presumiblemente para que así su marido no tuviera nada que sospechar—. Mi padre estaba decidido a darme una buena educación —continuó Kate, con aire melancólico—. Era un hombre extraño mi padre. Hacía vino, pero no lo bebía. Decía que Dios no lo aprobaba. Aquí la bodega está llena de buen vino; él seguía trayéndolo cada año, pero nunca abrió una botella para él. —Se estremeció y se acercó al fuego—. Recuerdo que siempre hacía frío en Inglaterra. Yo lo odiaba, pero mis padres no querían que me educara en Portugal.

—¿Por qué no?

—Temían que me contaminara de papismo —dijo, mientras jugueteaba con las borlas del borde de su chal—. Mi padre era muy contrario al papismo —continuó muy seria—, por eso en su testamento insistió en que debía casarme con alguien que comulgara con la Iglesia anglicana, o si no…

—¿O si no?

—Perdería mi herencia.

—Ahora está segura.

—Sí —dijo ella, levantando la mirada hacia él; la luz del pequeño fuego se reflejaba en sus ojos—. Sí, lo está.

—¿Es una herencia que merece la pena conservar? —preguntó Sharpe, sospechando al mismo tiempo que era una pregunta indiscreta, pero la curiosidad le había llevado a hacerla.

—Esta casa, los viñedos —dijo Kate, que en apariencia no se había sentido ofendida—, la bodega donde se prepara el oporto. De momento está todo en fideicomiso para mí, aunque mi madre lo disfruta en usufructo, claro.

—¿Por qué no volvió ella a Inglaterra?

—Ha vivido aquí durante unos veinte años, así que ahora tiene aquí a sus amigos. Pero después de esta semana… —Se encogió de hombros—. Puede que quiera regresar a Inglaterra. Ella siempre dice que iría a casa para encontrar un segundo marido. —Sonrió al pensarlo.

—¿No se podría casar aquí? —preguntó Sharpe, recordando a la hermosa mujer que subía al carruaje delante de Casa Hermosa.

—Aquí son todos papistas, señor Sharpe —dijo Kate en un burlón tono de reproche—. Aunque tengo la sospecha de que encontró a alguien no hace mucho tiempo. Empezó a preocuparse más de su aspecto. Sus ropas, su cabello, pero tal vez fueran imaginaciones mías. —Se quedó en silencio unos instantes. Las agujas de la cocinera seguían sonando y, en el hogar, un tronco se vino abajo con una lluvia de chispas. Una saltó el parachispas de alambre y empezó a humear sobre una alfombra, hasta que Sharpe se agachó y la aplastó. El reloj Tompion del zaguán dio las nueve—. Mi padre —continuó Kate— creía que las mujeres de su familia eran proclives a salirse del camino recto y estrecho, por eso siempre quiso que fuese un hijo quien se encargase de la bodega. Como esto no fue posible, nos dejó atadas de manos en su testamento.

—¿Tiene que casarse con un inglés protestante?

—Un anglicano confirmado, en cualquier caso —dijo Kate—, que desee cambiar su apellido por el de Savage.

—Así que ahora es el coronel Savage, ¿no?

—Lo será —dijo Kate—. Dijo que firmaría un papel ante un notario en Oporto y que entonces lo enviaríamos a los fideicomisarios en Londres. No sé cómo vamos a enviar ahora cartas a casa, pero James encontrará la forma. Es muy ingenioso.

—Lo es —dijo Sharpe secamente—. Pero ¿quiere él quedarse en Portugal y elaborar oporto?

—¡Oh, sí! —dijo Kate.

—¿Y usted?

—¡Claro que sí! Amo Portugal y sé que James quiere quedarse. Lo dijo no mucho después de llegar a nuestra casa en Oporto. —Contó que Christopher había llegado a Casa Hermosa en Año Nuevo y que se había alojado allí por un tiempo, aunque pasaba la mayor parte de los días recorriendo el norte. No sabía lo que hacía él por allí—. No era asunto mío —le dijo a Sharpe.

—¿Y qué está haciendo ahora en el sur? ¿Tampoco es asunto suyo?

—No a menos que él me lo cuente —respondió ella a la defensiva, y después frunció el ceño—. A usted no le gusta él, ¿no es así?

Sharpe se sintió incómodo, sin saber qué decir.

—Tiene buenos dientes —dijo por fin.

Aquella declaración evasiva hizo que Kate pareciera dolida.

—Me ha parecido que el reloj daba las nueve…

Sharpe entendió la indirecta.

—Es hora de pasar revista a los centinelas —dijo. Se dirigió hacia la puerta y se volvió para mirar a Kate, dándose cuenta, y no por primera vez, de lo delicada que era su belleza y cómo su pálida piel parecía brillar a la luz del fuego. Después intentó olvidarla, mientras empezaba su ronda de los centinelas.

Sharpe estaba haciendo que los fusileros trabajaran duro, que patrullaran las tierras de la quinta, que cavaran en su camino de entrada, que trabajaran muchas horas para que la poca energía que les quedaba la gastaran refunfuñando, pero Sharpe sabía lo precaria que era su situación. Christopher le había ordenado muy a la ligera que se quedara y cuidara de Kate, pero la quinta nunca podría ser defendida contra una pequeña fuerza francesa. Estaba situada bien alta en la ladera de una colina arbolada, pero tras ella la colina ascendía aún más y había densos bosquecillos en el terreno más elevado que podrían ocultar a un cuerpo de infantería, que entonces sería capaz de atacar la casona desde más altura, con la ventaja añadida de que los árboles le proporcionarían cobertura. Pero aún más arriba acababan los árboles y la colina ascendía hasta una cima rocosa, donde una vieja atalaya se iba desmoronando por los vientos; Sharpe pasaba horas observando el paisaje desde allí.

Veía tropas francesas todos los días. Había un valle al norte de Vila Real de Zedes con una carretera que llevaba hacia el este, a Amarante; cada día pasaban por la carretera carros de artillería, de infantería y suministros y, para mantener la seguridad, grandes escuadrones de dragones patrullaban el valle. Algunos días había intercambios de disparos, distantes, débiles, apenas entreoídos; Sharpe suponía que la gente del campo tendía emboscadas a los invasores, y miraba a través de su catalejo para ver dónde se desarrollaba la acción, pero nunca vio las emboscadas y ninguno de los partisanos llegó a acercarse a Sharpe, tampoco los franceses, aunque estaba casi seguro de que sabían que un escuadrón de fusileros ingleses se había detenido en Vila Real de Zedes. Una vez incluso llegó a ver a unos dragones trotando a un kilómetro de la quinta y dos de sus oficiales miraron hacia la elegante casa a través de sus catalejos, aunque no hicieron ningún movimiento hostil. ¿Lo habría arreglado todo Christopher?

Nueve días después de que Christopher hubiese partido, el jefe del pueblo llevó a Vicente un periódico de Oporto. Era una hoja mal impresa y Vicente se quedó perplejo al verla.

—Nunca oí hablar del Diario do Porto —le dijo a Sharpe—, y son todo disparates.

—¿Disparates?

—¡Dice que Soult debería autoproclamarse rey de la Lusitania del Norte! Dice que hay muchos portugueses que apoyan la idea. ¿Quiénes? ¿Por qué iban a hacerlo? Ya tenemos un rey.

—Los franceses deben de estar pagando ese periódico —conjeturó Sharpe, aunque las demás cosas que estuvieran haciendo los franceses eran un misterio, pues a él lo estaban dejando en paz.

El médico que fue a visitar a Hagman pensaba que el mariscal Soult estaba reuniendo a sus tropas para preparar un ataque en el sur y que no quería malgastar hombres en pequeñas y amargas escaramuzas por las montañas del norte.

—En cuanto se apodere de todo Portugal —dijo el médico—, entonces vendrá a perseguirles.

Arrugó la nariz mientras retiraba la apestosa compresa del pecho de Hagman y después movió la cabeza sorprendido porque la herida estaba limpia. La respiración de Hagman era más tranquila, ya podía sentarse en la cama y estaba comiendo mejor.

Vicente se marchó al día siguiente. El médico había llevado noticias sobre el ejército del general Silveira en Amarante y sobre cómo estaba defendiendo el puente sobre el Támega con valentía, y Vicente decidió que era su deber ayudar en aquella defensa, pero tres días después regresó porque había demasiados dragones patrullando los campos entre Vila Real de Zedes y Amarante. El fracaso hizo que se desanimara.

—Estoy perdiendo mi tiempo —le dijo a Sharpe.

—¿Cómo son sus hombres de buenos? —preguntó Sharpe. La pregunta sorprendió a Vicente.

—¿Buenos? Tan buenos como cualquiera, supongo.

—¿De verdad? —preguntó Sharpe, y aquella tarde hizo formar a todos los hombres, tanto fusileros como portugueses, y les hizo disparar a todos tres veces en un minuto con los mosquetes portugueses. Lo hizo delante de la casa y midió el tiempo de los disparos con el gran reloj de pie.

Sharpe no tuvo ninguna dificultad al hacer los tres disparos. Llevaba media vida haciéndolo; además, los mosquetes portugueses eran de fabricación inglesa y a Sharpe le resultaban familiares. Abrió el cartucho de un bocado, notó el sabor a sal de la pólvora, cargó el cañón, atacó bien el taco y la bala, cebó la cazoleta, amartilló, apretó el gatillo y sintió el retroceso del arma en el hombro, y después bajó la culata y mordió el siguiente cartucho. La mayoría de sus hombres estaban sonriendo porque sabían que era bueno.

El sargento Macedo fue el único hombre, aparte de Sharpe, que hizo sus tres disparos en cuarenta y cinco segundos. Quince de los fusileros y doce de los portugueses consiguieron disparar un tiro cada veinte segundos, pero los demás eran lentos y tanto Sharpe como Vicente se pusieron a instruirlos. Williamson, uno de los fusileros que había fallado, farfulló que era una estupidez hacerle aprender a disparar un mosquete de ánima lisa cuando él era un fusilero. Pronunció su queja en voz lo bastante alta como para que la oyera Sharpe y con la esperanza de que decidiera ignorarla, y después pareció sentirse agraviado cuando Sharpe lo sacó a rastras de la formación.

—¿Tiene alguna queja? —le retó Sharpe.

—No, señor. —Williamson, poniendo cara de hosquedad, miró más allá de Sharpe.

—Míreme —Williamson obedeció a regañadientes—. La razón por la que está aprendiendo a disparar un mosquete como un verdadero soldado es porque no quiero que los portugueses piensen que nos reímos de ellos. —Williamson aún parecía mohíno—. Y además —añadió—, estamos tirados a unos kilómetros de las líneas enemigas, y entonces, ¿qué pasa si su rifle se rompe? Y hay aún otra razón más.

—¿Y cuál es, señor?

—Que si no le da la gana de hacer esto, le daré otra tarea, luego otra y después de ésa otra más, hasta que esté tan harto de las tareas de castigo que tendrá que dispararme para librarse de ellas.

Williamson miró a Sharpe con una expresión que sugería que nada le gustaría más que dispararle. Sharpe se limitó a mantenerle la mirada y Williamson miró hacia otro lado.

—Nos quedaremos sin munición —dijo Williamson en un tono despectivo, y en eso probablemente tuviera razón. Sin embargo, Kate Savage abrió la puerta de la sala de armas de su padre y encontró un barril de pólvora y un molde para balas, así que Sharpe pudo hacer que sus hombres prepararan nuevos cartuchos usando páginas de los libros de sermones que había en la biblioteca de la quinta para envolver la pólvora y las balas. Las balas eran demasiado pequeñas, pero eran buenas para practicar; durante tres días sus hombres dispararon sus mosquetes y rifles al otro lado del paseo. Los franceses tuvieron que oír los disparos resonando débilmente desde las colinas y tuvieron que ver el humo de pólvora por encima de Vila Real de Zedes, pero no se acercaron. Tampoco lo hizo el coronel Christopher.

—Pero los franceses van a venir —le dijo una tarde Sharpe a Harper mientras subían por la colina de detrás de la quinta.

—Es más que probable —dijo el hombretón—. Quiero decir que no es que no sepan que estamos aquí.

—Y nos cortarán en rodajas cuando lleguen.

Harper se encogió de hombros ante tan pesimista opinión, y después arrugó el ceño.

—¿Hasta dónde vamos a subir?

—Hasta la cima —dijo Sharpe. Había guiado a Harper a través de los árboles y ahora estaban en la ladera rocosa que llevaba a la vieja atalaya en la cima de la colina—. ¿Nunca ha estado aquí arriba?

—Yo crecí en Donegal —respondió Harper—, y hay una cosa que aprendemos allí: «No subas nunca a la cima de las colinas».

—¿Por qué?

—Porque cualquier cosa de valor habrá rodado cuesta abajo hace mucho, señor, y lo único que lograrás es quedarte sin respiración para descubrir que ya no hay nada. ¡Por Jesucristo!, desde aquí se puede ver la mitad del camino hacia el cielo.

El sendero seguía un promontorio rocoso que llevaba a la cumbre; a ambos lados del sendero la cuesta se iba haciendo más empinada, hasta que sólo una cabra podría haber encontrado asidero en aquel traicionero pedregal, aunque el sendero, que acababa en la ruina de la antigua atalaya, era bastante seguro.

—Vamos a levantar un fortín aquí arriba —anunció Sharpe entusiasmado.

—Que Dios se apiade de nosotros —dijo Harper.

—Nos estamos volviendo vagos, Pat, blandos. Perezosos. Y eso no es bueno.

—Pero ¿para qué vamos a levantar un fortín? —objetó Harper—. ¡Esto ya es una fortaleza! Ni el mismísimo diablo podría tomar esta colina si estuviera defendida.

—Hay dos maneras de subir aquí —dijo Sharpe, ignorando la pregunta—: este camino y otro por la ladera sur. Quiero unos muros que crucen cada sendero. Muros de piedra, Pat, lo bastante altos como para que un hombre pueda colocarse de pie detrás de ellos y disparar por encima. Hay mucha piedra por aquí.

Sharpe condujo a Harper a través del arco roto de la torre y le mostró cómo se había levantado aquel viejo edificio alrededor de una fosa natural en lo alto de la colina y cómo, al ir desmoronándose, la torre había llenado la fosa de piedras.

Harper echó un vistazo a la fosa.

—¿Y quiere que movamos toda esa mampostería y que construyamos muros nuevos? —Su voz sonó consternada.

—Estuve hablando con Kate Savage de este lugar —dijo Sharpe—. Esta vieja torre fue construida hace cientos de años, Pat, cuando los moros estuvieron aquí. Como por entonces mataban cristianos, el rey construyó la torre para poder ver cuando se acercaba una partida de asalto de los moros.

—Qué considerado fue al hacerlo —ironizó Harper.

—Y Kate me contó que la gente de los valles enviaba sus objetos valiosos aquí arriba. Monedas, joyas, oro. Todo eso está aquí arriba, Pat, para que esos cabrones infieles no se lo arrebataran. Y después hubo un terremoto y la torre se derrumbó y los de por aquí creen que hay un tesoro bajo esas piedras.

Harper parecía escéptico.

—¿Y entonces por qué no han excavado esto, señor? La gente de pueblo no me parece tonta. Quiero decir, ¡Jesús, María y José!, que si yo supiese que en lo alto de una colina hay una puñetera fosa repleta de oro, no estaría perdiendo mi tiempo con el arado o la grada.

—Exacto —dijo Sharpe. Se estaba inventando la historia mientras la contaba y pensaba con desesperación en una respuesta para la objeción del todo razonable de Harper—. Verás, había un niño enterrado con el oro y la leyenda dice que el niño se aparecería en la casa de quien desenterrara sus huesos. Pero sólo en caso de que fuera una casa de aquí —añadió a toda prisa.

Harper resopló ante aquella floritura, después miró atrás hacia el sendero.

—Así que quiere un fortín aquí.

—Y necesitamos traer unos barriles de agua. —Ése era el punto débil de la cima: no había agua. Si venían los franceses y tenía que retirarse a lo alto de la colina, no quería rendirse sólo por culpa de la sed—. La señorita Savage —seguía sin pensar en ella como la esposa de Christopher— nos encontrará unos barriles.

—¿Aquí arriba? El agua se pondrá rancia —le advirtió Harper.

—No con un chorrito de brandy en cada barril —dijo Sharpe, que se acordaba de sus viajes de ida y vuelta a la India y de que el agua siempre tenía un leve regusto a ron—. Yo encontraré el brandy.

—¿Y de veras espera que me crea que hay oro debajo de estas piedras, señor?

—No —admitió Sharpe—, pero quiero que los hombres se lo medio crean. Construir unos muros aquí va a ser duro, Pat, y soñar con tesoros no hace daño a nadie.

Así que levantaron el fortín y nunca encontraron oro, pero a la luz del sol de primavera convirtieron lo alto de la colina en un reducto donde un puñado de soldados de infantería podía criar canas bajo un asedio. Los antiguos constructores habían elegido bien al escoger no sólo el pico más alto en muchos kilómetros a la redonda para construir su atalaya, sino también un lugar fácilmente defendible. Los atacantes sólo podían llegar desde el norte o el sur, y en ambos casos tendrían que abrirse camino a lo largo de angostos senderos. Un día, mientras exploraba el sendero sur, Sharpe encontró una punta de flecha oxidada debajo de una peña y se la llevó a la cima para mostrársela a Kate. Ella la sostuvo bajo el ala de su ancho sombrero de paja y le dio una y mil vueltas.

—Es probable que no sea muy vieja —dijo.

—Pensé que a lo mejor había herido a algún moro.

—Aquí aún se cazaba con arcos y flechas en tiempos de mi abuelo.

—¿Su familia ya estaba aquí entonces?

—Los Savage se establecieron en Portugal en 1711 —dijo ella orgullosa. Había estado mirando hacia el suroeste, en dirección a Oporto, y Sharpe sabía que vigilaba la carretera con la esperanza de ver llegar a un jinete, pero el transcurso de los días no traía señales de su marido, ni siquiera una carta. Tampoco llegaban los franceses, aunque Sharpe sabía que debían de haber visto a sus hombres trabajando duro en la cima mientras apilaban piedras para levantar terraplenes a través de los dos senderos y subían con esfuerzo por aquellas pistas con los barriles de agua, que depositaron en la gran fosa, ya limpia, de la cima. Los hombres rezongaban porque los hacían trabajar como mulas, pero Sharpe sabía que eran más felices con el cansancio que con la pereza. Algunos, animados por Williamson, se quejaban y decían que estaban perdiendo el tiempo, que deberían haber abandonado aquella colina dejada de la mano de Dios con su torre derrumbada para encontrar un camino hacia el sur por el que llegar junto al ejército, y Sharpe pensaba que probablemente tenían razón, pero él había recibido órdenes, y por lo tanto se quedaba.

—Todo esto —decía Williamson a sus compinches— es por esa tipa. Nosotros estamos cargando pedruscos y él entretiene a la mujer del coronel. —Y si Sharpe hubiese oído aquella opinión, puede que incluso hubiese estado de acuerdo; aunque no estaba divirtiendo a Kate, él sí estaba disfrutando de su compañía, y se había convencido de que, con órdenes o sin ellas, debía protegerla de los franceses.

Pero los franceses no llegaban y tampoco el coronel Christopher. En su lugar apareció Manuel Lopes.

Llegó en un caballo negro, galopando por el paseo y frenando tan rápido al semental que éste se encabritó y caracoleó, y Lopes, en lugar de caer como le habría pasado al noventa y nueve por ciento de los demás jinetes, permaneció sereno y controló su montura. Tranquilizó a su caballo y sonrió abiertamente a Sharpe.

—Usted es el inglés —dijo en inglés—, y yo odio a los ingleses, pero no tanto como odio a los españoles, y odio a los españoles menos de lo que odio a los franceses. —Bajó de su silla de montar y le tendió la mano—. Me llamo Manuel Lopes.

—Sharpe.

Lopes miró la quinta con el ojo de un hombre que calculara un botín. Era un par de centímetros más bajo que el metro ochenta de Sharpe, pero parecía más alto. Era un hombre grande, no gordo, sólo grande, de rostro fuerte, ojos rápidos y sonrisa presta.

—Si fuese un español —dijo—, y todas las noches doy las gracias al Señor por no serlo, entonces tendría un nombre teatral. El Carnicero, quizás, o el Degüella Cerdos o el Príncipe de la Muerte —aludía a los líderes partisanos que hacían tan miserable la vida de los franceses—, pero soy un humilde ciudadano de Portugal, así que mi apodo es el Maestro.

—El Maestro —repitió Sharpe.

—Porque eso es lo que yo era —respondió Lopes enérgicamente—. Tenía una escuela en Braganza donde enseñaba inglés, latín, griego, álgebra, retórica y equitación a ingratos cabroncetes. También les enseñaba a amar a Dios, a honrar al rey y a cagarse en las narices de todos los españoles. Ahora, en vez de malgastar mi aliento con imbéciles, mato franceses. —Le ofreció a Sharpe una extravagante reverencia—. Y soy famoso por ello.

—Pues no he oído hablar de usted.

Lopes tan sólo sonrió ante el desafío.

—Los franceses han oído hablar de mí, senhor; y yo he oído hablar de usted. ¿Quién es ese inglés que vive seguro al norte del Duero? ¿Por qué lo dejan en paz los franceses? ¿Quién es el oficial portugués que vive bajo su sombra? ¿Por qué están aquí? ¿Por qué están levantando un fuerte de juguete en la colina de la atalaya? ¿Por qué no están luchando?

—Buenas preguntas —dijo secamente Sharpe—, todas ellas.

Lopes volvió a mirar la quinta.

—En cualquier otro lugar de Portugal, senhor; en el que los franceses han dejado su estiércol, han destruido sitios como éste. Han robado las pinturas, han destrozado los muebles y se han bebido hasta la última gota de sus bodegas. ¿Y, en cambio, la guerra no llega a esta casa? —Se volvió para mirar paseo abajo, donde habían aparecido unos veinte o treinta hombres—. Mis alumnos —explicó—; necesitan descansar.

Sus «alumnos» eran sus hombres, una banda desharrapada con la que Lopes había estado hostigando a las columnas francesas que llevaban munición a los artilleros en lucha contra las tropas portuguesas que aún defendían el puente de Amarante. El Maestro había perdido unos cuantos hombres buenos en los combates y admitió que sus primeros éxitos le habían vuelto demasiado confiado, hasta que, justo dos días antes, los dragones franceses habían sorprendido a sus hombres en campo abierto.

—Odio a esos cabrones de verde —gruñó Lopes—, a ellos y sus espadones. —Cerca de la mitad de sus hombres había muerto y el resto había tenido la suerte de escapar—. Así que los traje aquí para que se recuperaran, porque la Quinta do Zedes parece un puerto seguro.

Kate se molestó cuando supo que Lopes quería que sus hombres se quedaran en la casa.

—Dígale que se los lleve al pueblo —le dijo a Sharpe, y Sharpe le transmitió su sugerencia al Maestro.

Lopes rió cuando oyó el mensaje.

—Su padre también era un cabrón arrogante —dijo.

—¿Lo conoció?

—De oídas. Hacía oporto, pero no lo bebía a causa de sus estúpidas creencias, y tampoco se quitaba el sombrero cuando el sacramento pasaba a su lado. ¿Qué tipo de hombre es ése? Hasta un español se quita el sombrero ante los benditos sacramentos. —Lopes se encogió de hombros—. Mis hombres estarán contentos en el pueblo. —Sacó un cigarro de aroma apestoso—. Nos quedaremos lo justo para que sanen los que están peor. Después regresaremos a la lucha.

—Nosotros también —dijo Sharpe.

—¿Ustedes? —Al Maestro le hizo gracia—. ¿Entonces ahora no están luchando?

—El coronel Christopher nos ordenó permanecer aquí.

—¿El coronel Christopher?

—Ésta es la casa de su esposa —dijo Sharpe.

—No sabía que estaba casado —respondió Lopes.

—¿Lo conoce usted?

—Vino a verme a Braganza. Entonces la escuela aún era de mi propiedad y yo tenía reputación de ser un hombre influyente. Así que el coronel vino a visitarme. Quería saber si los ánimos en Braganza eran favorables a combatir a los franceses, y yo le dije que en Braganza los ánimos estaban a favor de ahogar a los franceses en su propia orina, pero que si eso no fuese posible, entonces lucharíamos contra ellos. Y eso hacemos. —Lopes hizo una pausa—. También oí que el coronel tenía dinero para cualquiera que quisiera combatir contra ellos, pero nunca vimos un centavo. —Se volvió y miró la casa—. ¿Su esposa es la dueña de la quinta? ¿Y los franceses no tocan este sitio?

—El coronel Christopher —dijo Sharpe— habla con los franceses justo ahora está al sur del Duero, adonde se ha llevado a un francés para hablar con el general inglés.

Lopes miró a Sharpe durante un par de segundos.

—¿Por qué iba a hablar un oficial francés con los ingleses? —preguntó. Esperó a que Sharpe respondiera, pero lo hizo él mismo mientras el fusilero permanecía en silencio—. Sólo por una razón —sugirió Lopes—: para firmar la paz. Inglaterra se va a retirar, va a dejar que suframos.

—No lo sé —dijo Sharpe.

—Los machacaremos con o sin ustedes —dijo Lopes airado, y se marchó enfadado por el paseo, gritando a sus hombres que le trajeran su caballo, recogieran su equipaje y lo siguieran al pueblo.

El encuentro con Lopes sólo sirvió para que Sharpe se sintiera aún más culpable. Otros hombres estaban luchando mientras él no hacía nada, de modo que aquella noche, después de la cena, le pidió a Kate si podía hablar con ella. Era tarde y Kate había enviado a los sirvientes de vuelta a la cocina; Sharpe esperaba que ella llamara a alguno para que actuara de carabina, pero en lugar de eso hizo que Sharpe entrara en el gran salón. Estaba oscuro, pues no había velas encendidas, así que Kate fue hacia una de las ventanas y corrió las cortinas, mostrando una pálida noche iluminada por la luz de la luna. La glicinia parecía brillar bajo la luz plateada. Las botas de un centinela crujieron en el paseo.

—Sé lo que me va a decir —dijo Kate—: que ha llegado el momento en que tiene que marcharse.

—Sí, y creo que debería venir usted con nosotros.

—Debo esperar a James. —Se acercó a un aparador y, a la luz de la luna, sirvió una copa de oporto—. Para usted —dijo.

—¿Cuánto tiempo le dijo el coronel que estaría fuera? —preguntó Sharpe.

—Una semana, tal vez diez días.

—Han pasado más de dos semanas —constató Sharpe—, casi tres.

—Él le ordenó que esperara aquí —contestó Kate.

—Pero no toda la eternidad —replicó Sharpe. Fue hacia el aparador y tomó el oporto, que era el mejor de los oportos de los Savage.

—No puede dejarme aquí sola.

—No pretendo hacerlo —dijo Sharpe. La luna hizo una sombra sobre la mejilla de Kate y brilló desde sus ojos, y él sintió una punzada de celos hacia el coronel Christopher—. Creo que debería venir.

—No —dijo Kate con un punto de irritación, y después volvió su rostro implorante hacia Sharpe—. ¡No puede dejarme aquí sola!

—Soy un soldado —dijo Sharpe—, y ya he esperado bastante. Se supone que hay una guerra en este país, y yo estoy aquí sentado como un pelele.

Kate tenía lágrimas en los ojos.

—¿Qué le habrá pasado?

—A lo mejor le dieron nuevas órdenes en Lisboa —sugirió Sharpe.

—Entonces, ¿por qué no escribe?

—Porque ahora estamos en territorio enemigo, señora —dijo Sharpe brutalmente—, y puede que no haya podido hacernos llegar su mensaje. —Aquello era bastante improbable, pensó Sharpe, porque Christopher parecía tener multitud de amigos entre los franceses. Quizás el coronel había sido arrestado en Lisboa. O había muerto a manos de los partisanos—. Probablemente estará esperando que vaya usted al sur —dijo, en vez de expresar aquellos pensamientos.

—Habría enviado un mensaje —protestó Kate—. Estoy segura de que está en camino.

—¿Está segura? —preguntó Sharpe.

Ella se sentó en una silla dorada, mientras miraba hacia fuera por la ventana.

—Tiene que regresar —dijo en voz baja y, por su tono, Sharpe podía decir que casi había abandonado sus esperanzas.

—Si usted cree que él va a volver, entonces debe esperarle. Pero yo me voy a llevar a mis hombres al sur. —Saldría la noche siguiente, decidió. Marcharía a oscuras, iría al sur, encontraría el río y registraría su orilla en busca de una embarcación, una cualquiera. Hasta un tronco de árbol serviría, cualquier cosa que pudiera llevarlos flotando a través del Duero.

—¿Sabe por qué me casé con él? —preguntó Kate de repente.

Sharpe estaba tan sorprendido por la pregunta que no contestó. Simplemente se quedó mirándola.

—Me casé con él —dijo Kate— porque la vida en Oporto es muy aburrida. Mi madre y yo vivimos en la gran casa de la colina, los abogados nos cuentan lo que ocurre en los viñedos y en la bodega, y otras damas vienen a tomar el té, y nosotras vamos a la iglesia anglicana los domingos, y eso es todo cuanto ocurre, siempre.

Sharpe seguía sin decir nada. Estaba incómodo.

—Usted cree que él se casó conmigo por el dinero, ¿verdad? —exigió saber Kate.

—¿Y usted no? —respondió Sharpe.

Ella lo miró en silencio. Él casi esperaba que ella se pusiera furiosa, pero ella sólo movió la cabeza y suspiró.

—No me atrevo a pensarlo —dijo—, aunque creo que el matrimonio es una apuesta y no sabemos si saldrá bien, pero aun así tenemos esperanzas. Nos casamos con esperanzas, señor Sharpe, y a veces somos afortunados. ¿No cree que ésa es la verdad?

—Nunca me he casado. —Sharpe esquivó la pregunta.

—¿Y no ha deseado hacerlo? —preguntó Kate.

—Sí —dijo Sharpe, pensando en Grace.

—¿Qué ocurrió?

—Ella era viuda, y los abogados estaban aprovechándose del testamento de su marido, y pensamos que, si se casaba conmigo, eso sólo complicaría las cosas. Lo dijeron sus abogados. Odio a los abogados. —Dejó de hablar, herido como siempre por los recuerdos. Se bebió el oporto para esconder sus sentimientos, después se acercó a la ventana y recorrió con la mirada el paseo iluminado por la luna, hacia donde el humo de los hogares del pueblo velaba las estrellas sobre las colinas del norte—. Al final ella murió —concluyó de forma abrupta.

—Lo siento —dijo Kate en voz muy baja.

—Y yo espero que a usted las cosas le salgan bien —dijo Sharpe.

—¿Sí?

—Por supuesto —dijo él. Entonces se volvió hacia Kate, y estaban tan cerca que ella tuvo que echar hacia atrás la cabeza para verlo—. Lo que de verdad espero es esto. —Y se inclinó y la besó en los labios con mucha ternura, y por una milésima de segundo ella se puso tensa, pero luego dejó que la besara, y cuando él se enderezó, ella bajó la cabeza y él supo que estaba llorando—. Espero que sea feliz.

Kate no levantó la vista.

—Debo cerrar la casa —dijo ella, y Sharpe supo que podía marcharse.

Dio a sus hombres el día siguiente para prepararse. Había botas que reparar y tenían que llenar macutos y morrales con comida para la marcha. Sharpe se aseguró de que todos los rifles estuvieran limpios, los pedernales fueran nuevos y las cajas de cartuchos estuvieran llenas. Harper disparó a dos de los caballos de los dragones y los descuartizó en trozos de carne que se pudieran transportar, y después subió a Hagman a otro de los caballos para asegurarse de que sería capaz de montar sin demasiado dolor. Sharpe le dijo a Kate que ella debía montar en otro y ella protestó, argumentando que no podía viajar sin una acompañante, pero Sharpe le dijo que ya se podía ir haciendo a la idea.

—Tanto si se queda como si viene, señora, saldremos esta noche.

—¡No puede dejarme aquí! —dijo Kate enojada, como si Sharpe no la hubiera besado y ella no hubiese permitido el beso.

—Soy un soldado, señora —respondió Sharpe—, y me voy.

Pero no se fue, porque aquella tarde, al anochecer, regresó el coronel Christopher.

El coronel iba montado en su caballo negro y vestía totalmente de negro. Cuando Dodd y Pendleton, que eran los vigilantes en el paseo de la quinta, lo saludaron, el coronel Christopher se limitó a llevarse la empuñadura de marfil de su fusta a una de las esquinas con borlas de su bicornio. Luis, el sirviente, lo seguía. El polvo de los cascos de sus caballos se posó sobre las flores de glicinia caídas que se acumulaban en hileras a ambos lados del paseo.

—Parece lavanda, ¿verdad? —le comentó Christopher a Sharpe—. Deberían intentar cultivar lavanda aquí —añadió mientras se bajaba de su caballo—. Se daría bien, ¿no cree? —No esperó una respuesta, sino que subió deprisa los escalones de la quinta y mantuvo los brazos abiertos para Kate—. ¡Mi dulce amor!

Sharpe, de pie en la terraza, se encontró mirando a Luis. El criado levantó una ceja como para expresar exasperación y luego llevó los caballos detrás de la casa. Sharpe miraba los campos de alrededor, que empezaban a oscurecerse. Ahora que el sol se había ocultado, había un cierto frescor en el aire, un retazo de invierno que persistía en la primavera.

—¡Sharpe! —La voz del coronel llamaba desde dentro de la casa—. ¡Sharpe!

—¿Señor? —Sharpe entró por la puerta, que estaba abierta.

Christopher estaba en pie frente al fuego del salón, con los faldones del abrigo alzados hacia el calor.

—Kate me dice que se ha portado usted bien. Se lo agradezco. —Vio el trueno que cruzó el semblante de Sharpe—. Es una broma, hombre, sólo una broma. ¿Es que no tiene sentido del humor? Kate, querida, un vaso de buen oporto sería más que bienvenido. Estoy muerto de sed, totalmente muerto de sed. Entonces, Sharpe, ¿no hay señales de actividad entre los franceses?

—Se acercaron —dijo Sharpe cortante—, pero no lo suficiente.

—¿No lo suficiente? Ha tenido suerte en eso, pensaría yo. Kate me ha contado que se van.

—Esta noche, señor.

—No, no se van. —Christopher cogió el vaso de oporto de manos de Kate y lo vació de golpe—. Está delicioso —dijo, mientras miraba el vaso—, ¿es uno de los nuestros?

—El mejor de los nuestros —dijo Kate.

—No demasiado dulce. Ése es el truco de un oporto excelente, ¿no está de acuerdo, Sharpe? Y debo decir que me ha sorprendido el oporto blanco. ¡Más que aceptable! Siempre pensé que ese mejunje era execrable, como mucho un trago para mujeres, pero el blanco de los Savage es realmente exquisito. Tenemos que hacer más barricas cuando lleguen los días del fin de las barricadas, ¿no te parece, queridísima?

—Si tú lo dices —dijo Kate, sonriendo a su marido.

—Eso ha sido bastante bueno, Sharpe, ¿no cree? ¿Barricas de oporto? ¿Los días del fin de las barricadas? Una barrica de ingenio, diría yo. —Christopher esperaba un comentario de Sharpe; cuando vio que no llegaba, frunció el ceño—. Se quedarán aquí, teniente.

—¿Y eso por qué, señor? —preguntó Sharpe.

La pregunta sorprendió a Christopher. Se esperaba una contestación más cortante y no estaba preparado para una pregunta tan suave. Arrugó la frente, mientras pensaba cómo expresar su respuesta.

—Estoy a la espera de acontecimientos, Sharpe —dijo unos instantes después.

—¿Acontecimientos, señor?

—No es en absoluto seguro —siguió Christopher— que la guerra vaya a continuar. De hecho, es posible que estemos en el mismísimo inicio de la paz.

—Eso es bueno, señor —dijo Sharpe con voz inexpresiva—, ¿y es por eso por lo que vamos a quedarnos aquí?

—Usted se quedará aquí, Sharpe. —Ahora la voz de Christopher sonó áspera, pues se había dado cuenta de que el tono neutro de Sharpe era insolencia—. Y eso le afecta a usted también, teniente. —Se refería a Vicente, que acababa de entrar en la habitación saludando a Kate levemente con la cabeza—. Las cosas están dispuestas —siguió el coronel— con precariedad. Si los franceses encuentran tropas inglesas vagando al norte del Duero, pensarán que estamos quebrantando nuestra palabra.

—Mis tropas no son inglesas —observó Vicente con tranquilidad.

—¡El principio es el mismo! —dijo Christopher, brusco—. No echemos más leña al fuego. No hagamos peligrar semanas de negociación. Si este asunto puede resolverse sin más derramamiento de sangre, debemos hacer todo lo posible para asegurarnos de que se resuelva así, y su contribución a este proceso es permanecer aquí. ¿Y quiénes son esos puñeteros matones que están en el pueblo?

—¿Matones? —preguntó Sharpe.

—Unos veinte hombres, armados hasta los dientes, se quedaron mirándome mientras pasaba. ¿Quiénes son?

—Partisanos —dijo Sharpe—, conocidos por lo demás como aliados nuestros.

A Christopher no le gustó aquella pulla.

—Idiotas, más bien —gruñó—, listos para desbaratar todos los planes.

—Y los dirige un hombre al que usted conoce —continuó Sharpe—, Manuel Lopes.

—¿Lopes? ¿Lopes? —Christopher frunció el ceño, intentando recordar—. ¡Ah, sí! El tipo que dirigía una escuela a latigazos para los pocos hijos de la burguesía de Braganza. Un personaje turbio, ¿eh? Bien, tendré unas palabras con él por la mañana. Le diré que no estropee las cosas, y lo mismo va por ustedes dos. Y esto —miró de Sharpe a Vicente— es una orden.

Sharpe no discutió.

—¿Trae usted una respuesta del capitán Hogan? —preguntó en cambio.

—No vi a Hogan. Dejé su carta en el cuartel general de Cradock.

—¿Y el general Wellesley no está aquí? —preguntó Sharpe.

—No, no está —dijo Christopher—, pero sí está el general Cradock, que sigue al mando, y está de acuerdo con mi decisión de que permanezcan ustedes aquí. —El coronel vio el ceño arrugado en el rostro de Sharpe y abrió un bolsillo de su cinturón del que sacó un pedazo de papel que tendió a Sharpe—. Ahí tiene, teniente —dijo con voz de seda—, en caso de que le preocupe.

Sharpe desdobló el papel. Era una orden firmada por el general Cradock y dirigida al teniente Sharpe, a quien situaba bajo el mando del coronel Christopher. Éste había conseguido la orden de Cradock tras haberlo convencido de que necesitaba protección, si bien la realidad era que simplemente le divertía tener a Sharpe bajo su mando. La orden terminaba con las palabras pro tem.

—¿Pro tem, señor? —preguntó.

—¿Nunca aprendió latín, Sharpe?

—No, señor.

—Dios santo, ¿a qué escuela fue usted? Significa por el momento. De hecho, hasta que no lo necesite; pero estará de acuerdo, teniente, en que ahora está usted rigurosamente bajo mis órdenes, ¿no?

—Desde luego, señor.

—Guarde el papel, Sharpe —dijo Christopher irritado cuando Sharpe intentó devolverle la orden del general Cradock—; va dirigida a usted, por el amor de Dios; mirarlo de vez en cuando podrá recordarle su obligación, que es obedecer mis órdenes y permanecer aquí. Si hay una tregua, no será malo para nuestra posición en las negociaciones decir que tenemos tropas establecidas al norte del Duero, así que clave bien sus talones aquí y manténgase bien tranquilo. Ahora, si me perdonan, señores, me gustaría pasar algo de tiempo con mi esposa.

Vicente volvió a inclinar la cabeza y salió, pero Sharpe no se movió.

—¿Se quedará usted aquí con nosotros, señor?

—No. —Christopher pareció incomodarse con la pregunta, pero sonrió forzadamente—. Tú y yo, querida mía —se volvió hacia Kate—, regresaremos a Casa Hermosa.

—¡Van a irse a Oporto! —Sharpe estaba atónito.

—Ya le he dicho, Sharpe, que las cosas están cambiando. «Ello es, Horacio, que en el cielo y en la tierra hay más de lo que puede soñar tu filosofía.» Así que buenas noches, teniente.

Sharpe salió al paseo; Vicente estaba de pie junto al muro bajo desde el que se veía el valle. El teniente portugués miraba el cielo oscuro punteado por las primeras estrellas. Le ofreció a Sharpe un basto cigarro y después el suyo para que lo encendiera.

—Hablé con Luis —dijo Vicente.

—¿Y? —Sharpe raras veces se permitía fumar y casi se ahogó con el áspero humo.

—Hace cinco días que Christopher ha vuelto al norte del Duero. Ha estado en Oporto hablando con los franceses.

—Pero ¿fue al sur?

Vicente asintió.

—Fueron a Coímbra, se encontraron con el general Cradock y después volvieron. El capitán Argenton regresó a Oporto con él.

—Entonces, ¿qué demonios está pasando?

Vicente exhaló el humo hacia la luna.

—Puede que firmen la paz. Luis no sabe de qué hablaron.

Así pues, quizá llegara la paz. Hubo tratados similares tras las batallas de Rolica y Vimeiro y los franceses derrotados fueron devueltos a sus casas en barcos ingleses. Entonces, ¿se iba a firmar un nuevo tratado? Al menos Sharpe estaba seguro de que Christopher había visto a Cradock, y ahora tenía órdenes definitivas que le quitaban una parte de la incertidumbre.

El coronel partió poco después del amanecer. Al alba se oyó el crepitar intermitente del fuego de mosquetes en algún lugar hacia el norte. Christopher se reunió con Sharpe en el paseo y observó la niebla del valle. Sharpe no podía ver nada con su catalejo, pero Christopher quedó impresionado por la lente.

—¿Quién es AW? —le preguntó tras leer la inscripción.

—Alguien que conocí, señor.

—¿No será Arthur Wellesley? —La voz de Christopher sonó divertida.

—Sólo alguien que conocí —repitió Sharpe testarudo.

—Al tipo debió de gustarle usted, porque es un puñetero regalo muy generoso. ¿Le importa que lo suba al tejado? Desde allí podría ver más, y mi propio catalejo es algo malo.

A Sharpe no le gustaba desprenderse de su lente, pero Christopher no le dio ocasión de negarse y simplemente se alejó. Evidentemente no vio nada que le preocupase, pues ordenó que se preparara la calesa y le dijo a Luis que reuniese los caballos que quedaban de los que había capturado Sharpe en Barca d’Avintas.

—Usted no puede ocuparse de los caballos, Sharpe —dijo—, así que se los quitaré de en medio. Dígame, ¿qué hacen sus muchachos durante el día?

—No hay mucho que hacer. Estamos instruyendo a los hombres de Vicente.

—Lo necesitan, ¿verdad?

—Podrían ser más rápidos con sus mosquetes, señor.

Christopher había sacado una taza de café de la casa y ahora soplaba en ella para enfriar el líquido.

—Si hay paz, entonces podrán volver a ser remendones o lo que sea que hagan cuando no están zascandileando por ahí con esos uniformes mal ajustados. —Bebió un sorbo de café—. Por cierto, Sharpe, ya es hora de que se haga usted uno nuevo.

—Hablaré con mi sastre —dijo Sharpe y a continuación, antes de que Christopher pudiera reaccionar a su insolencia, hizo una pregunta seria—: ¿Cree que habrá paz, señor?

—Algunos gabachos piensan que Bonaparte se ha servido más de lo que puede comer —dijo Christopher alegremente—, y España, desde luego, debe de resultar indigesta.

—¿Y Portugal no?

—Portugal es un desastre —respondió desdeñoso Christopher—, pero Francia no puede tomar Portugal si no acaba de tomar antes España. —Se volvió para mirar a Luis, que estaba sacando la calesa de los establos—. Creo que se masca en el ambiente una auténtica posibilidad de cambio radical. Y usted, Sharpe, no lo ponga en peligro. Manténgase aquí oculto durante una semana aproximadamente y yo le enviaré un mensaje cuando pueda llevar a sus hombres hacia el sur. Con un poco de suerte, estará en casa para junio.

—¿Quiere decir de vuelta con el ejército?

—Quiero decir en casa en Inglaterra, por supuesto —dijo Christopher—. Buena cerveza, Sharpe, tejados de paja, críquet en Artillery Ground, campanas de iglesia, ovejas gordas, párrocos rollizos, mujeres complacientes, buena carne, Inglaterra. Algo que se anhela, ¿eh, Sharpe?

—Sí, señor —dijo Sharpe, y se preguntó por qué cuando el coronel intentaba ser campechano todavía desconfiaba más de él.

—En cualquier caso, no tiene ningún sentido que intente usted marcharse. Los franceses han quemado todas las barcas del Duero, así que mantenga a sus muchachos lejos de los problemas durante una o dos semanas. —Christopher tiró el resto de su café y le tendió la mano a Sharpe—. Y si no vengo yo mismo, enviaré un mensaje. Por cierto, dejé su catalejo en la mesa del zaguán. Ya tiene usted una llave de la casa, ¿verdad? Mantenga a sus hombres fuera de ella, sea buen chico. Que tenga un buen día, Sharpe.

—Igualmente, señor —dijo Sharpe, y después de haberle dado la mano, el coronel se la limpió en sus calzones franceses.

Luis cerró la casa, Kate sonrió tímidamente a Sharpe y el coronel tomó las riendas de la calesa. Luis reunió los caballos de los dragones y siguió a la calesa por el paseo en dirección a Vila Real de Zedes.

Harper se acercó a Sharpe.

—¿Vamos a quedarnos aquí mientras ellos firman la paz? —Era evidente que el irlandés había estado escuchando a escondidas.

—Eso es lo que dijo ese hombre.

—¿Y es eso lo que piensa usted?

Sharpe miró hacia el este, hacia España. Allí el cielo era blanco, sin nubes, pero caliente, y se oía un golpeteo procedente de aquella zona oriental, como unos latidos irregulares, tan lejanos que resultaba difícil oírlos. Eran cañonazos, lo que demostraba que los franceses y los portugueses aún estaban luchando cerca del puente de Amarante.

—A mí esto no me huele a paz, Pat.

—La gente de aquí odia a los franceses, señor. También los odian los peces gordos.

—Lo que no significa que los políticos no firmen la paz —dijo Sharpe.

—Esos cabrones babosos harían cualquier cosa con tal de enriquecerse —afirmó Harper.

—Pero el capitán Hogan en ningún momento ha olfateado la paz en el ambiente.

—Y en eso no hay muchos que lo superen, señor.

—Pero tenemos órdenes, órdenes directas del general Cradock.

Harper hizo una mueca.

—Usted es demasiado bueno como para obedecer órdenes, señor, demasiado bueno.

—Y el general quiere que nos quedemos aquí. Dios sabrá por qué. Hay algo extraño en el aire, Pat. Puede que sea la paz. Sabe Dios qué haremos usted y yo después. —Se encogió de hombros. Luego se dirigió a la casa a recoger su catalejo, pero no estaba allí. En la mesa del zaguán no había más que un soporte de plata para cartas.

Christopher le había robado el catalejo. El muy cabrón, pensó Sharpe, el maldito y miserable hijo de la grandísima puta. Porque el catalejo no estaba.

—Nunca me gustó el nombre —dijo el coronel Christopher—. ¡Si ni siquiera es una casa bonita!

—Lo escogió mi padre —dijo Kate—. Es de El progreso del peregrino.

—Una lectura aburrida. Dios mío, ¡qué aburrida!

Estaban de vuelta en Oporto. El coronel Christopher había abierto las descuidadas bodegas de Casa Hermosa para descubrir polvorientas botellas de oporto envejecido y otras de vinho verde, un vino blanco que casi era de color dorado. Bebió un poco mientras daba un paseo por el jardín. Las plantas estaban floreciendo, la hierba estaba recién segada y lo único que estropeaba el día era el olor de las casas quemadas. Hacía casi un mes de la caída de Oporto y el humo aún se elevaba desde algunas de las ruinas de la parte baja de la ciudad, donde el hedor era mucho más intenso a causa de los cadáveres que había entre las cenizas. Se contaban historias sobre cuerpos de ahogados que emergían a la superficie con cada corriente.

El coronel Christopher se sentó bajo un ciprés y observó a Kate. Era muy bella, pensó, bellísima; aquella mañana él había llamado a un sastre francés, el sastre personal del mariscal Soult, y, para vergüenza de Kate, el sastre le había tomado medidas a ella para confeccionarle un uniforme de húsar francés.

—¿Por qué iba yo a querer vestir algo semejante? —había preguntado Kate. Christopher le dijo que había visto a una francesa vestida justo con ese uniforme, con los calzones muy ceñidos y la casaca bien corta para que dejara ver un trasero perfecto, y que las piernas de Kate eran más largas y tenían mejor silueta. Y Christopher, que se sentía rico por los fondos que el general Cradock había liberado para él, porque el coronel lo había convencido de que eran necesarios para animar a los amotinados de Argenton, había pagado una suma escandalosa al sastre para que cosiera el uniforme a toda prisa.

—¿Por qué vestir ese uniforme? —respondió él a su pregunta—. Porque verás que es más fácil montar a caballo vistiendo unos calzones, porque el uniforme te sienta bien, porque garantiza a nuestros amigos franceses que no eres una enemiga y, lo mejor de todo, querida mía, porque a mí me gustaría. —Y esta última razón, por supuesto, había sido la que la convenció—. ¿De verdad te gusta el nombre de Casa Hermosa?

—Estoy acostumbrada a él.

—¿No es por compromiso? ¿No es por una cuestión de fe?

—¿Fe? —Kate, que llevaba un vestido de lino blanco, frunció el ceño—. Me considero cristiana.

—Una cristiana protestante —la corrigió su marido—, como lo soy yo. Pero ¿acaso el nombre de la casa no es en sí mismo una ostentación en una sociedad católica, apostólica y romana?

—No creo —dijo Kate con una inesperada aspereza en la voz— que nadie haya leído aquí a Bunyan.

—Alguno lo habrá leído —respondió Christopher—, y sabrán que los están insultando. —Le sonrió—. Soy un diplomático, recuérdalo. Mi trabajo es enderezar lo torcido y volver llanos los lugares escabrosos.

—¿Es eso lo que estás haciendo aquí? —preguntó Kate, señalando con un gesto la parte baja de la ciudad, donde los franceses gobernaban sobre casas expoliadas y gente amargada.

—Oh, Kate —dijo Christopher apenado—. ¡Esto es el progreso!

—¿Progreso?

Christopher se levantó y anduvo de un lado a otro del jardín, animándose mientras explicaba a Kate que el mundo a su alrededor estaba cambiando rápidamente.

—«En el cielo y en la tierra hay más de lo que puede soñar tu filosofía» —le dijo. Y Kate, que ya había oído aquello más de una vez durante su aún breve matrimonio, reprimió su irritación y escuchó a su marido mientras éste describía cómo se estaban desmoronando las antiguas supersticiones—. Han destronado reyes, Kate, y países enteros ya se las arreglan sin ellos. ¡Y eso antes se consideraba algo impensable! Se habría considerado un desafío a los planes de Dios para el mundo, pero estamos viendo una nueva revelación. Éste es el nuevo ordenamiento del mundo. ¿Y qué ve aquí la gente corriente? ¡La guerra! Sólo la guerra, pero ¿la guerra entre quiénes? ¿Francia e Inglaterra? ¿Francia y Portugal? ¡No! La guerra entre la vieja forma de hacer las cosas y la nueva. Se están cuestionando las supersticiones. No estoy defendiendo a Bonaparte. ¡Por Dios que no! Es un bravucón, un aventurero, pero también es un instrumento. Está quemando lo malo de los viejos regímenes y dejando un espacio que ocuparán las nuevas ideas. ¡La razón! Eso es lo que anima los nuevos regímenes, Kate, ¡la razón!

—Pensaba que era la libertad —sugirió Kate.

—¡La libertad! El hombre no tiene más libertad que la de obedecer las leyes, pero ¿quién dicta las leyes? Con suerte, Kate, serán hombres razonables quienes dicten leyes razonables. Hombres inteligentes. Hombres sutiles. Al final, Kate, será una camarilla de hombres sofisticados la que dictará las leyes, pero se dictarán de acuerdo con los principios de la razón, y en Inglaterra algunos de nosotros entendemos que deberemos llegar a un acuerdo sobre esa idea. También tendremos que ayudar a darle forma. Si la combatimos, entonces el mundo se renovará sin nosotros y seremos derrotados por la razón. Así que deberemos trabajar con eso.

—¿Con Bonaparte? —preguntó Kate con voz de disgusto.

—¡Con todos los países de Europa! —contestó Christopher entusiasmado—. Con Portugal y España, con Prusia y Austria, con Holanda y, sí, con Francia. Tenemos más cosas en común que cosas que nos separan, ¡y aun así luchamos! ¿Qué sentido tiene esto? No puede haber progreso sin paz, Kate, ¡en absoluto! ¿No deseas la paz, mi amor?

—De todo corazón —dijo Kate.

—Entonces, confía en mí, confía en que sé lo que estoy haciendo.

Y ella confiaba en él porque era joven y su marido era mucho mayor, y ella sabía que él conocía opiniones que eran mucho más complejas que sus intuiciones. Pero la noche siguiente esa confianza fue puesta a prueba cuando cuatro oficiales franceses y sus amantes fueron a cenar a Casa Hermosa. El grupo estaba encabezado por el brigadier general Henri Vuillard, un hombre alto y de porte elegante, que fue encantador con Kate, besó su mano y la felicitó por la casa y el jardín. El criado de Vuillard traía una caja de vino como regalo, aunque no resultó demasiado pertinente, pues el vino era el mejor de los Savage, robado de uno de los barcos ingleses que habían quedado atrapados por los vientos desfavorables en los muelles de Oporto cuando los franceses tomaron la ciudad.

Después de cenar, los tres oficiales más jóvenes entretuvieron a las mujeres en el salón, mientras Christopher y Vuillard paseaban por el jardín y sus cigarros dejaban un rastro de humo entre los cipreses negros.

—Soult está preocupado —confesó Vuillard.

—¿Por Cradock?

—Cradock es una abuelita —dijo Vuillard con mordacidad—. ¿No es cierto que quiso retirarse el año pasado? Pero ¿qué hay de Wellesley?

—Es más duro —admitió Christopher—, pero de momento no parece nada seguro que vaya a venir. Tiene enemigos en Londres.

—Supongo que enemigos políticos, ¿no?

—Así es.

—Los enemigos más peligrosos para un soldado —afirmó Vuillard. Tenía la edad de Christopher y era el favorito del mariscal Soult—. No, Soult está preocupado porque estamos derrochando tropas para proteger nuestras líneas de suministros. En este maldito país, si mata usted a dos paisanos armados con mosquetes de chispa, otros veinte más saldrán de debajo de las piedras, y esos veinte ya no llevarán mosquetes de chispa, sino buenos mosquetes ingleses suministrados por su maldito país.

—Tomen ustedes Lisboa —dijo Christopher— y háganse con todos los demás puertos, y se acabará el suministro de armas.

—Así lo haremos —prometió Vuillard—, en su momento. Pero podríamos arreglamos con otros quince mil hombres.

Christopher se detuvo al final del jardín y miró más allá del Duero durante unos segundos. La ciudad se extendía abajo, ante él, y el humo de miles de cocinas enturbiaba el aire nocturno.

—¿Soult va a autoproclamarse rey?

—¿Sabe cuál es ahora su apodo? —preguntó Vuillard divertido—. ¡Rey Nicolás! No, no hará la proclamación si es que le queda algo de sentido común, y probablemente le queda el justo para eso. La gente de aquí no lo aprueba, el ejército no lo apoyaría y el Emperador le retiraría sus armas por algo así.

Christopher sonrió.

—Pero ¿se siente tentado?

—Oh, sí, se siente tentado, pero Soult suele detenerse antes de ir demasiado lejos. Normalmente. —Vuillard hablaba con cautela de Soult porque justo el día anterior éste había enviado una carta a todos los generales de su ejército sugiriendo que animaran a los portugueses a declarar su apoyo para que se convirtiera en rey. Vuillard pensaba que era una locura, pero Soult estaba obsesionado con la idea de ser monarca—. Le dije que, de hacerlo, provocaría un amotinamiento.

—Y lo hará —dijo Christopher—, y usted tiene que saber que Argenton estuvo en Coimbra. Se reunió con Cradock.

—Argenton es tonto —refunfuñó Vuillard.

—Es un tonto útil —observó Christopher—. Deje que siga hablando con los ingleses y no harán nada. ¿Por qué iban a esforzarse si el ejército de ustedes va a autodestruirse por amotinamiento?

—Pero ¿sucederá? ¿En nombre de cuántos oficiales habla Argenton?

—De bastantes, y tengo sus nombres.

Vuillard rió entre dientes.

—Podría hacer que lo arrestaran, inglés, y que lo entregaran a un par de sargentos de dragones que le sonsacarían esos nombres en dos minutos.

—Tendrá esos nombres —dijo Christopher—, a su debido tiempo. Pero de momento, brigadier, le entrego esto a cambio. —Le tendió un sobre a Vuillard.

—¿Qué es esto? —El jardín estaba demasiado oscuro como para leer nada.

—La orden de batalla de Cradock —dijo Christopher—. Algunas de sus tropas están en Coimbra, pero la mayoría están en Lisboa. En resumen, tiene dieciséis mil bayonetas inglesas y siete mil portuguesas. Todos los detalles están ahí; comprobará usted que andan especialmente escasos de artillería.

—¿Cómo de escasos?

—Tres baterías de cañones de seis libras y una de tres libras. Hay rumores de que vienen más cañones, cañones más pesados, pero esos rumores siempre resultaron falsos en el pasado.

—¡Cañones de seis libras! —Vuillard se rió—. Eso sería lo mismo que si nos tirasen piedras. —El brigadier dio unos golpecitos en el sobre—. ¿Y qué quiere usted de nosotros?

Christopher dio un par de pasos en silencio, después se encogió de hombros.

—Me da la impresión, general, de que Europa va a ser gobernada desde París, no desde Londres. Ustedes van a colocar aquí a su propio rey.

—Cierto —dijo Vuillard—, e incluso podría llegar a ser el rey Nicolás si es que toma Lisboa lo bastante deprisa, pero el Emperador tiene una cuadra llena de hermanos holgazanes. Probablemente sea uno de ésos el que consiga Portugal.

—Pero sea quien sea —dijo Christopher—, puedo resultarle de utilidad.

—¿Por darnos esto —Vuillard blandió el sobre— y un par de nombres que yo podría sacarle a tortas a Argenton cuando lo deseara?

—Igual que todos los soldados —dijo Christopher con suavidad—, es usted poco sutil. Una vez que conquisten Portugal, general, tendrán que pacificarlo. Yo sé en quién se puede confiar aquí, quiénes trabajarían con ustedes y quiénes son sus enemigos secretos. Sé qué hombres dicen una cosa y hacen otra. Le ofrezco todo el conocimiento del Ministerio de Asuntos Exteriores de Inglaterra. Sé quiénes espían para Inglaterra y quiénes son sus pagadores. Conozco los códigos que emplean y las rutas que siguen sus mensajes. Sé quién trabajará para usted y quién trabajará contra usted. Sé quién le mentirá y quién le dirá la verdad. En resumidas cuentas, general, puedo ahorrarle miles de muertes, a menos, claro está, que prefiera enviar sus tropas contra los paletos de las colinas.

Vuillard soltó una risotada.

—¿Y qué pasará si no conquistamos Portugal? ¿Qué ocurrirá con usted si nos retiramos?

—Entonces seré propietario de los bienes de los Savage —respondió Christopher tranquilamente—, y en casa mis superiores pensaran únicamente que fracasé al intentar promover el motín entre sus filas. Pero dudo que pierdan ustedes. ¿Qué ha detenido al Emperador hasta ahora?

—La Manche —respondió Vuillard tajante, refiriéndose al canal de la Mancha. Dio una calada a su cigarro—. Vino usted a mí con noticias sobre un motín, pero nunca me dijo lo que quería a cambio. Dígamelo ahora, inglés.

—El comercio del puerto —respondió Christopher—, quiero el comercio del puerto.

La simplicidad de su respuesta hizo que Vuillard detuviera sus pasos.

—¿El comercio del puerto?

—Todo. Croft, Taylor Fladgate, Bunnester, Smith Woodhouse, Dow’s, Savages, Gould, Kopke, Sandeman, todas las bodegas. No quiero ser su propietario, ya lo soy de Savages, o lo seré, sólo quiero ser el único exportador.

Vuillard se tomó unos segundos para entender el alcance de la demanda.

—¡Controlaría la mitad de las exportaciones comerciales de Portugal! ¡Sería usted más rico que el Emperador!

—No tanto —dijo Christopher—, porque el Emperador me gravaría con impuestos, y yo no puedo imponérselos a él. El hombre que se hace impresionantemente rico, general, es el hombre que recauda los impuestos, no el que los paga.

—Aun así será rico.

—Y eso, general, es lo que quiero.

Vuillard bajó la mirada a la oscurecida hierba. Alguien estaba tocando un clavicordio en Casa Hermosa y se oía el sonido de las risas de las mujeres. La paz, pensó, acabará llegando y tal vez este refinado inglés pueda contribuir a que así ocurra.

—No me está dando los nombres que quiero —dijo—, y me ha dado una lista de las fuerzas inglesas. Pero ¿cómo sé que no me va a engañar?

—No lo sabe.

—Quiero algo más que listas —dijo Vuillard con aspereza—. Necesito saber, inglés, que está dispuesto a entregar algo palpable para demostrar que está usted de nuestro lado.

—Quiere sangre —dijo Christopher con voz suave. Había estado esperando aquella exigencia.

—La sangre servirá, pero no sangre portuguesa. Sangre inglesa.

Christopher sonrió.

—Hay un pueblo llamado Vila Real de Zedes —dijo—, donde los Savage tienen unos viñedos. Curiosamente ha quedado intacto por la conquista. —Aquello era cierto, pero sólo porque Christopher lo había acordado con el coronel Argenton y compañero suyo de conspiración, cuyos dragones eran responsables de patrullar aquella franja de territorio—. Pero si envía allí una fuerza pequeña, encontrará una unidad simbólica de fusileros ingleses. Sólo son una veintena, pero tienen con ellos a algunas tropas portuguesas y a algunos rebeldes. Digamos que unos cien hombres en total. Son suyos, pero a cambio le pido una cosa.

—¿Qué?

—Respete la quinta. Pertenece a la familia de mi esposa.

El estruendo de un trueno resonó por el norte y la silueta de los cipreses se iluminó por el destello de un relámpago.

—¿Vila Real de Zedes? —preguntó Vuillard.

—Un pueblo no muy alejado de la carretera de Amarante —explicó Christopher—. Desearía darle algo más, pero le ofrezco lo que puedo como prueba de mi sinceridad. Las tropas de allí no le darán ningún problema. Las dirige un teniente inglés y no me parece que sea particularmente ingenioso. Ese hombre debe de tener treinta años, ni uno más, y aún es teniente, así que no puede ser capaz de mucho.

El restallido de otro trueno hizo que Vuillard mirara nervioso el cielo del norte.

—Tenemos que regresar al cuartel antes de que llegue la lluvia —dijo, pero después se calló—. ¿No le inquieta estar traicionando a su país?

—No traiciono nada —dijo Christopher, y después, para variar, habló con sinceridad—. Si las conquistas de Francia, general, son gobernadas sólo por franceses, entonces Europa no les considerará más que unos aventureros y unos explotadores, pero si comparten su poder, si cada nación de Europa contribuye al gobierno de todas las demás naciones, entonces habremos entrado en el mundo prometido de razón y paz. ¿No es eso lo que quiere su Emperador? Un sistema europeo, ésas fueron sus palabras, un sistema europeo, un código legal europeo, una judicatura europea y una única nación en Europa, los europeos. ¿Cómo puedo traicionar a mi propio continente?

Vuillard hizo una mueca.

—Nuestro Emperador habla mucho, inglés. Es corso y tiene sueños salvajes. ¿Es eso lo que es usted? ¿Un soñador?

—Soy realista —contestó Christopher. Había utilizado sus conocimientos sobre el motín para congraciarse con los franceses, y ahora se aseguraría su confianza ofreciéndoles un puñado de soldados ingleses como sacrificio.

Así que Sharpe y sus hombres debían morir para que pudiera llegar el glorioso futuro de Europa.