Capítulo 9

Orelia sintió crujir el papel entre las manos del marqués. Luego, lentamente, como si cada palabra lo sorprendiera, el marqués leyó en voz alta y profunda:

«¡Un beso… es cosa insignificante para ti!

Sin embargo, yo escuché cantar a los ángeles.

Todas las estrellas descendieron del cielo

y no podemos olvidarlo… mi corazón y yo.

Morden Green 1818».

Cuando terminó de leer, se quedó en silencio un instante antes de decir en un tono que no le había escuchado jamás:

—¿Realmente crees que para mí no fue nada? ¡Lo supe entonces! Me dije que era una jugarreta de la luz que se desvanecía, o el ponche que bebí en la posada, o que estaba demasiado cansado después de un día entero de cacería. ¡Pero supe! ¡Por supuesto que supe!

Curiosa, pero casi en contra de su voluntad, Orelia volvió la cabeza y dijo asustada.

—¿Qué… supo?

—Supe que me había ocurrido algo que nunca me pasó antes: me había enamorado.

—¡No! ¡No! ¡No puede ser… verdad!

—Por supuesto que sí. ¿Crees que he olvidado la suavidad de tus labios? La maravilla que sentí al tocarlos está grabada en mi memoria con letras de fuego. Sabía que te amaba cuando te besé, pero como me había vuelto tan cínico en lo que se refería a la vida y a las mujeres, mi cerebro me persuadió de que me equivocaba. ¡Te amo, Orelia, y sabes que te estoy diciendo la verdad!

—No… debemos… hablar de eso —dijo Orelia.

Sin embargo, en su interior estaba profundamente conmovida al saber que él la amaba también.

—Estuve a punto de regresar al día siguiente. No dormí toda la noche pensando en ti, pero después ocurrieron dos cosas que evitaron que fuera.

Ella no le preguntó nada, pero él supo que esperaba la respuesta.

—No creí poderte ofrecer… matrimonió y no quise echar a perder algo tan perfecto ofreciéndote algo diferente.

Hizo una pausa y continuó:

—La otra razón fue que, ante la posibilidad de desilusionarme de nuevo, no creí poder soportarlo.

Orelia se retorció los dedos. Le dolía la pena que percibía en su voz y que le indicaba cuánto sufría. Luego él dijo, casi en un gemido:

—¡Es la única cosa buena que hice jamás en mi vida! ¡Y después pretenden que hay un Dios misericordioso!

—No, no debes… hablar así. Fue maravilloso… divino… ¡no debemos echarlo a perder!

—¡Oh, mi dulce amor! ¿Qué podemos hacer? —dijo él con voz trémula.

Orelia se puso rígida instintivamente.

—No hay… nada que podamos hacer. Estás comprometido con… Carolina.

—Supongamos que le confieso la verdad y le ruego que nos ayude.

—¡No, no puedes hacerlo! Si Carolina rompiera el compromiso, todo el mundo creería que tú te habías, burlado de ella. Se reirían a su costa, la compadecerían y yo no podría permitirlo.

—Ya conoces mi apodo. Toda mi vida he tenido mala reputación y, ante la sociedad, soy un hombre irresponsable y malvado, pero siempre hice honor a mi palabra y jamás me porté de manera deshonesta.

—Ya lo sé. Por ello, ¿crees que ahora te permitiría hacer algo que no sólo hiriera a Carolina sino que difamara nuestro amor?

—¡Oh, mi dulce, mi pequeña primavera! Me vuelves loco de celos. Algunas veces, cuando pienso que otros hombres se te acercan, que te dicen lo que yo no puedo decirte que te ofrecen no sé cuántas cosas, me siento enloquecer.

Su voz se hizo más profunda.

—¿Cómo podré vivir sin ti, sin tu belleza, cuando conozco tu dulzura y la música de tu voz?

—Tenemos que… ser valientes.

—¡Todo esto es tan innecesario, tan cruel! Yo estaba determinado a no casarme jamás. Creí que nunca encontraría a una mujer que fuera lo que yo necesitaba, que me amara con un amor puro y desinteresado, por mí mismo, no por mi título ni mis posesiones.

Hizo una pausa y luego preguntó:

—¿Así es como me amas, Orelia?

—Sabes que sí…

El la miró y Orelia advirtió el inmenso esfuerzo que le costó evitar acercarse a ella y tomarla en sus brazos. Luego, continuó diciendo:

—Seguía pensando en ti cuando me fui al extranjero. En París, me vi envuelto en uno más de mis acostumbrados escándalos. No pretendo que no fuera por mi culpa. Deliberadamente buscaba el peligro y, cuando me di cuenta de que había llegado muy lejos y que mi comportamiento podía causar un incidente internacional, le pedí a Carolina que se casara conmigo.

Respiró profundamente.

—Fue la salida más fácil, pero jamás pretendí hacerle creer, debes aceptar mi palabra, que la amaba o que nuestro matrimonio sería otra cosa que un arreglo amistoso entre dos personas que se beneficiarían mutuamente.

—Carolina… te tiene afecto.

—¿Crees que Carolina se casaría conmigo si yo fuera pobre y no tuviera una posición social? Ambos aceptamos el compromiso con los ojos abiertos y luego, el día que llegaste, cuando te vi a su lado en el salón, supe tan claramente como si oyera hablar al mismo diablo, que ése era mi castigo. Así es como debería pagar por mis pecados… no una sola vez, sino por el resto de mi vida.

—¡No, por favor, no! ¡Eso no es así! Para mí… es maravilloso amarte… algo que está más allá de las palabras… y también es maravilloso saber que tú me quieres.

—¡Te amo! ¿Por qué no decirlo? ¡Te amo más que lo que pensé posible que un hombre amara a una mujer! Me reí del amor en el pasado, lo consideraba un cuento romántico para adolescentes y tontos. ¿Cómo saber que iba a llegar a sentir lo que siento ahora? Debilidad y a la vez orgullo; sufro las agonías de los condenados y al mismo tiempo me siento elevado al cielo con una emoción divina que nunca creí posible.

—Tenemos… que hacer… lo correcto.

—¿Y qué sucederá contigo, mi adorada? Antes que ella respondiera, agregó con rudeza.

—Te casarás, por supuesto, pero no sé si podré soportarlo.

—Jamás me casaré.

—Eso no tiene sentido y lo sabes.

Ella movió la cabeza.

—Cuando me di cuenta de que te amaba y lo acepté, supe por qué todos los demás hombres… desmerecían al compararlos contigo. Creo que soy una de esas personas que sólo pueden amar una vez en la vida y seguiré amándote… estés donde estés… y estés con quien estés.

—¿Cómo puedes decir eso? Eres tan bella, más de lo que cualquier hombre puede esperar en una mujer. ¿No comprendes que debes casarte y tener hijos? Además, querida mía, seamos prácticos: no puedes vivir sola y no tienes suficiente dinero.

—Lo ganaré.

—¿Con otro volumen de «El Observador»?

—¿Adivinaste?

—Mi amor, aunque las palabras no hubieran sido casi idénticas a aquéllas con las que me agrediste cuando regresaste del alojamiento de Wrotham, tu rostro te traicionó cuando Henry comenzó a leer tus versos en voz alta.

—¿Estás… avergonzado de lo que he escrito?

—¡Avergonzado! ¡No! Me siento muy orgulloso, aunque asombrado al mismo tiempo. ¿Cómo puedes saber tanto de los sufrimientos de los pobres?

—¿Nunca te habló Carolina del libro de su padre?

—¡No tenía idea de que el conde fuera escritor!

—No lo era hasta que comenzó a interesarse en las horrorosas condiciones de las minas de carbón. Luego, conoció a William Cobbett.

—¿Te refieres al reformador, el hombre a quien el gobierno sentenció a prisión por denunciar los azotes a los amotinados?

—Sí, y cuando mi tío y yo vinimos a Londres en 1817, pasamos mucho tiempo con él. Fue él quien nos habló de las «casas de paso» y nos mostró la de St. Giles. Claro que yo no pude entrar, pero esperé en el carruaje y vi entrar y salir a esos niños miserables.

—¡Cobbett te llevó a St. Giles! ¡Debe haber estado loco!

—Creo que apenas si notó que yo existía. Estaba muy ocupado en convertir a mi tío a su forma de pensar. Después, recibimos cartas suyas, de Henry Bennett y de muchos otros radicales, reformadores e inconformes, todos interesados en ayudar a mi tío a juntar material para el libro que escribía.

Suspiró.

—Jamás lo terminó y por eso pensé que tal vez yo podría ayudar a las causas que defendía, si escribía unos cuantos versos fáciles de leer y entender.

—Ya causaron bastante conmoción en la Cámara de los Comunes y en la de los Lores.

—¿De verdad?

—Pero nadie debe saber que tú eres la autora porque querida mía, la gente te excluiría, se horrorizaría de que supieras tanto y ayudaras a denunciar la indolente indiferencia del gobierno hacia tantas injusticias sociales.

—Sí, lo comprendo. Pero ¿puedo seguir escribiendo?

No se percataba de que, al pedirle autorización, le estaba dando el derecho de dirigir su vida, ansiosa sólo de complacerlo.

—Mientras no te comprometas demasiado, o te envuelvas personalmente en asuntos tan desagradables. Porque eres tan bella, tan inocente y tan intacta, que es un sacrilegio pensar que puedas verte envuelta en algo tan sórdido.

—¡Viviré en el campo!

—¿Para que nunca te pueda ver? ¡Dios del cielo! ¿Puedes imaginar lo que significará no tener el consuelo de ver tu rostro, de oír tu voz y saber que, aunque no pueda tocarte, estás cerca de mí?

—Sería preferible no vernos. Tarde o temprano la tensión se apoderaría de nosotros… y podríamos traicionarnos. No quiero herir a Carolina.

—¡Carolina! ¡Carolina! Se interpone entre nosotros como el ángel de la espada llameante, y no puedo culpar a nadie más que a mí.

—¡Ya es inútil arrepentirse! Pero quiero que sepas que siempre me sentiré agradecida de habernos conocido y de saber que me… amas un poco. ¡Eso me alentará y me ayudará por el resto de mi vida!

—Tal vez sea suficiente para ti, pero te aseguro, amor mío, que no lo es para mí. Viviré en un desierto vacío; sólo espero no vivir demasiado.

—¡No! ¡No debes decir eso! —exclamó Orelia.

Sin pensarlo siquiera, se acercó y le tendió las manos. El la miró, pero dijo duramente:

—No me tientes demasiado, Orelia. Soy humano y, en lo que a ti se refiere, me siento sumido en un infierno tan oscuro, tan sin esperanza, que sólo ambiciono el olvido.

Orelia dejó caer las manos a los costados. Luego, al mirarlo, los ojos se le llenaron de lágrimas; no podía soportar la agonía que adivinaba en su voz. El, saliendo de la habitación, cerró con fuerza la puerta a sus espaldas.

Durante unos momentos, Orelia permaneció inmóvil, con la vista fija en la puerta cerrada, tratando de ordenar sus pensamientos. Lentamente se dejó caer en un sillón y escondió el rostro contra el suave brocado del asiento.

¡El la amaba! Todo lo demás se desvanecía, salvo ese pensamiento. ¡La amaba! Como jamás amó a ninguna mujer…

Más tarde, ese mismo día, Orelia supo, por Carolina, que el marqués se había marchado al campo a solucionar algunos asuntos que requerían su atención.

Se dio cuenta que su partida obedecía a la lucha que libraba consigo mismo, pues probablemente no se sentía capaz de enfrentarse ni a ella ni a Carolina. A Orelia también le costó mucho trabajo comportarse normalmente; escuchar a su prima deshacerse en elogios sobre el embajador; conversar con la duquesa de asuntos triviales y cuidarse de que nadie sospechara el súbito cambio que había ocurrido en ella.

Estaba consciente de ello: toda su vida había cambiado. Hasta entonces, se sintió sola, asustada, apartada de los demás. Ahora, aunque no lo pudiera ver, aunque no pudieran siquiera tomarse las manos, se sentía cerca del marqués.

Su amor los convertía en uno solo… almas que encontraron su otra mitad y que se completaban en la gloria y perfección de su amor.

Pensaba en él todo el tiempo y caminaba como suspendida en el aire. Soñó con él esa noche: en el mundo no parecía haber nadie aparte de él. Sólo existía el sonido de su voz, sus palabras de amor, la expresión de su rostro y su mirada.

«Lo amo», susurró una y otra vez con la cara metida en la almohada y le emocionaba saber que él la correspondía.

El marqués no regresó al día siguiente y Carolina pasó unas horas felices con el embajador.

Sólo faltaban dos días para que se celebrara el matrimonio en la iglesia de San Jorge.

El martes por la mañana, Orelia se enteró que el marqués había regresado la noche anterior, cuando todos dormían. ¡La estremeció pensar que lo vería de nuevo! Entonces, se dijo con firmeza que ella tenía que ser la más fuerte de los dos.

Tenía que hacer ver al marqués que podía ser feliz con Carolina, aunque no conociera el maravilloso éxtasis del verdadero amor.

Debía olvidarse de ella misma, pero no podía evitar sobresaltarse apenas oía el sonido de una puerta al abrirse, no podía contener el ansia de escuchar de nuevo aquella voz, de ver otra vez los anchos hombros del marqués, y su rostro, del que creía conocer cada línea y cada expresión.

Pero no había señales de su señoría cuando bajó. Cuando esperaba en el salón por la duquesa, Carolina llegó corriendo y abanicándose, tocada con su mejor sombrero.

—¡Querida, acabo de enterarme que su señoría acaba de irse a Epsom! —dijo en voz baja—. Estará ausente todo el día inspeccionando los caballos que allí se entrenan. Yo también voy a salir. Trata de que la duquesa no sospeche nada.

—No necesito preguntarte adónde vas. Pero ¿te das cuenta de que vas a casarte pasado mañana?

—Sí, lo sé, y por eso ésta es una oportunidad maravillosa de estar con Adelco… tal vez por última vez.

—¡Carolina, ten cuidado!

—Lo tendremos. Un amigo de Adelco, que vive en Chelsea, nos ha prestado su casa hoy. Estaremos solos.

—¡Carolina, ésa es una locura!

—Por el contrario, es una aventura excitante que tengo muchos deseos de vivir —besó a Orelia y añadió—: Divierte al viejo dragón. Voy a irme antes que empiece a hacer preguntas.

Antes que Orelia pudiera seguir protestando, Carolina se marchó. La duquesa, sorprendentemente, no demostró curiosidad por saber adónde iba a pasar el día.

—Dijo que tenía unas citas —comentó Orelia vagamente, pero tal vez acompañe a su señoría.

—¡Podías decirme lo que sucede! Llegó un montón de regalos de boda hace unas horas y aunque las secretarias están haciendo la lista, Carolina debía, al menos, echarles un vistazo. ¡Debería estar interesada!

—Creo que lo está, señora, pero antes de una boda, siempre hay muchas cosas que hacer.

—¿Y cómo puede saberlo tú?

La duquesa continuó con el mismo desagradable humor toda la mañana. Ella y Orelia almorzaron temprano, pues la dama deseaba visitar por la tarde a una amiga que vivía en Hampstead. A la una, Orelia ya la esperaba lista en el vestíbulo, con un nuevo abrigo de crepé azul turquesa muy pálido.

Su sombrero se adornaba con cintas del mismo color y el encaje entrelazado dentro del ala confería a su rostro un aspecto casi infantil.

La duquesa bajó vestida en raso violeta, con un sombrero de plumas de avestruz del mismo tono. En la mano llevaba un paquete pequeño.

Parecía un libro y Orelia pensó que era un regalo que le llevaba a su amiga.

El carruaje las esperaba y el lacayo desenrolló una alfombrilla roja para que cruzaran el pavimento.

Orelia siguió a la duquesa pero, al llegar al la puerta, la dama se detuvo.

—Acabo de ver —dijo en voz baja para que sólo Orelia la oyera—, el landó de mi vieja amiga, la Condesa de Barrington, ¿serías tan amable de entregarle este regalo?

Señaló al mismo tiempo con el dedo.

—Como ves, su carruaje se ha detenido a cierta distancia. Debido a una discusión que tuvo con su señoría, no quiere entrar en la casa Hazle saber que espero verla en la boda.

La duquesa le dio el paquete a Orelia.

Un lacayo con sombrero de copa y librea oscura que estaba de pie con una mano sobre la manija de plata, abrió la puerta al ver acercarse a Orelia. Ella se inclinó para mirar el interior del landó y hablarle a la condesa, pero los visillos estaban corridos y el carruaje a oscuras. Trató de ver a través de la penumbra y dijo:

—La duquesa le envía…

Apenas había pronunciado aquellas palabras, sintió que alguien la sujetaba con fuerza y la introducía violentamente en el carruaje. La puerta se cerró de golpe y aunque ella gritó, horrorizada por la rudeza con que fue tratada, los caballos comenzaron a moverse y el carruaje partió. Por un momento, Orelia no comprendió lo que sucedía.

—¡Deténgase! Hay un error…

Se dio cuenta de que estaba sola en el carruaje, con medio cuerpo en el asiento y casi tirada contra el piso, incorporándose se sentó para recobrar el aliento.

Luego, golpeó en el frente del carruaje que daba al pescante donde se sentaba el cochero.

—¡Deténgase! ¡Deténgase! —volvió a gritar desesperada, aunque casi sin fuerzas.

Su voz era apagada por el ruido de las herraduras y las ruedas que se movían por las calles empedradas.

Trató de abrir la puerta, pero viajaban tan rápido, que si se arrojaba por ella existía la posibilidad de que fuera arrastrada por los caballos.

Aunque cualquier cosa era mejor que caer en poder de Lord Rotherton.

Las manijas no se movían; al tratar de abrirlas, comprendió que las puertas estaban cerradas con llave. Levantó el visillo de una de las ventanas. Ya había pasado Hyde Park y ahora se dirigían hacia calles laterales pero transitadas. Orelia levantó los puños para golpear la ventana pero las dejó caer de nuevo. ¿De qué servía? Aunque lograra atraer la atención de alguna dama o un caballero que pasaran por la calle, ¿qué ganaría con ello? Con la velocidad que llevaban, antes de que alguien se diera cuenta de lo que sucedía, los caballos casi se habrían perdido de vista. Además, ¿quién se atrevería a interferir con un carruaje que pertenecía a un miembro de la nobleza?

Recostándose en el asiento, trató de pensar con calma en su situación.

Le parecía imposible que un caballero de la posición de Lord Rotherton tratara de hacerle daño o que la llevara a algún sitio donde no pudiera comunicarse con la duquesa o Carolina. Sin embargo, recordó desmoralizada su enloquecida mirada cuando lo vio en la Casa Carlton. Esa noche le dijo que la haría a toda costa su esposa o, si ella lo prefería, su amante. Temblando de temor, Orelia se preguntó si aquél era su destino.

Siempre le tuvo miedo. Siempre lo odió y adivinó la maldad que emanaba de él y ahora sabía que no se equivocó. Era un hombre perverso y su presentimiento de que no podría escapar de él no fue infundado.

El landó corría tan rápido, que Orelia se preguntaba si un cochero podía atreverse a castigar tan brutalmente a sus caballos. Pero en aquel momento supo que aquél no era un cochero como todos, sino el mismo Lord Rotherton.

Tuvo que contener un grito de horror cuando lo vio al mirar por la ventanilla y darse cuenta de que ya habían salido de la ciudad y viajaban por el campo.

«¿Adónde me llevará?», se preguntó.

¿Cómo podría escapar si la llevaba a las profundidades del campo? Comenzó a temblar violentamente y se cubrió el rostro con las manos pero, respirando con fuerza, se dijo que su única esperanza era comportarse con valentía. El miedo no la llevaría a ninguna parte; era demasiado pequeña y débil para luchar físicamente con él. Debía mantener alerta sus sentidos. Tenía que discurrir cómo huir, pues de otro modo sería suya para siempre.

Pensar en el marqués le dio valor. Luego recordó que Carolina le contó que Lord Rotherton tenía una finca cerca de Guildford. De modo que ahí la llevaba, a Guildford.

Pero como Guildford estaba lejos de Londres, con la velocidad que llevaban era seguro que tendrían que cambiar de caballos en alguna parte de la ruta. Aquella parada era su única oportunidad de escapar. Sin embargo, tembló ante la idea de fracasar y de verse arrastrada por los criados de Lord Rotherton, de vuelta al carruaje.

Aunque sus ojos estaban secos, sollozó ligeramente. Luego advirtió en el piso del carruaje el paquete que llevaba cuando la empujaron en forma tan poco ceremoniosa por la puerta: el que la duquesa encargó que le diera a su amiga. Comprendió entonces que la duquesa lo había planeado todo con Lord Rotherton. El debió pedírselo aquella noche en la Casa Carlton. Fue ella quien arregló la hora exacta de salir de la Casa Ryde para que el landó de Rotherton estuviera esperando.

Furiosa ante aquella perfidia, Orelia levantó el paquete del suelo y lo abrió. No contenía nada, sólo unas cuantas hojas de papel de carta dobladas cuidadosamente para formar el paquete.

¿Cómo se atrevió a hacer una cosa así? Y, ¿qué explicación le daría a Carolina y al marqués de su ausencia?

¡Conocía la respuesta! Les diría que había escapado deliberadamente con Lord Rotherton. Les diría que había cambiado de opinión y que decidió, después de todo, aceptar su ofrecimiento y que, como no quería deslucir la boda de Carolina el jueves, aceptó casarse en secreto y tranquilamente, sin que nadie estuviera presente. Casi podía oír a la duquesa contándoles esa historia. Carolina se sorprendería, pero no sospecharía nada. El marqués no lo creería pero ¿qué podría hacer ya? Aunque fuera en su busca, sería demasiado tarde. Cuando llegaran a rescatarla no tendría otra alternativa que casarse con Lord Rotherton, si es que él aún estaba dispuesto a ofrecerle matrimonio.

«Prefiero morir», murmuró Orelia para sí y se dijo que, si no había otra alternativa, se mataría. Pero no podía entregarse a la desesperación. Encontraría la forma de engañar a Lord Rotherton, aunque por el momento él tuviera todas las cartas en la mano.

Pidió a Dios que la ayudara a escapar de ese hombre, pues aunque no debía amar al marqués, aquélla sería una degradación terrible, un escarnio de todo lo bello y sagrado que podría brindar el amor.

El landó oscilaba de un lado a otro mientras corría por el camino principal. El terreno estaba seco y atrás quedaban grandes nubes de polvo. Miró por la ventanilla y se preguntó cuánto tiempo tardarían en llegar al sitio donde efectuarían el relevo de caballos. Tal vez entonces, Lord Rotherton le diría adónde la llevaba.

En un sitio del camino, el corazón de Orelia dio un vuelco. Claramente vio escrito: «Epsom 8 Kms».

Lanzó un grito. ¡Epsom! ¡Era allí donde estaba el marqués! Fue el sitio donde Carolina le dijo que él inspeccionaría sus caballos. ¡Epsom! Tenía la impresión de que era también el lugar donde Lord Rotherton cambiaría de caballos.

«¡Ayúdame! ¡Oh, Dios, ayúdame!», rogó de nuevo.

Comenzó a maquinar qué diría, qué haría. Necesitaba trazar un plan, encontrar la forma de salir del carruaje a fin de encontrar al marqués.

Sería fácil encontrar sus establos; pero en el pescante se encontraban Lord Rotherton y un lacayo para evitar que escapara.

Se preguntó por qué Rotherton decidió guiar él mismo los caballos, en vez de sentarse a su lado en el landó. Luego, se dijo que se debió a la urgencia de llevarla lo más pronto posible a su casa, donde podría hacer de ella lo que deseara. O, tal vez, quiso impresionarla con su destreza. Pero sólo un loco encerraría a una mujer a la que pretendía amar, en un carruaje trepidante casi dos horas.

¿No comprendía que una mujer sensible estaría agitada, casi histérica al verse tratada así? Tal vez era eso lo que intentaba. ¡Asustarla! Hacerle comprender que no podía escapar, que él era el amo y que ella estaba tan indefensa en su poder como cualquier esclava en un mercado oriental. Se dijo que era un hombre bestial. Pero, no tenía objeto perder el tiempo en recriminaciones. Necesitaba un plan para escapar.

«¡Oh, Dios, ayúdame!», rogó. «Necesito pensar en algo, cualquier cosa que me ayude a escapar. De no ser así, aunque esté mal quitarse la vida, debo morir. No podría vivir con ese hombre, ni permitir que me tocara».

Se estremeció al pensarlo. Le parecía estar viendo los ojos de Lord Rotherton llameantes sobre los suyos, los sensuales labios que buscaban su boca y la voraz brutalidad de sus manos.

Contuvo su creciente pánico con un esfuerzo de voluntad casi sobrehumano. Tenía que pensar rápido, se acercaban a Epsom ¡Si sólo pudiera ponerse en contacto con el marqués!

Pensó en la sensación de seguridad que la invadió aquella noche en la Casa Carlton cuando, al escapar de Lord Rotherton, vio al marqués en la terraza.

Le pareció entonces encontrar un tranquilo refugio después de una tempestad en el mar y, al acercarse a él, supo que estaba a salvo.

«¡Piensa en mí ahora! ¡Te necesito! ¡Te necesito!», gritó su corazón.

Su pensamiento voló hacia él como si estuviera muy cerca, le hablara y calmara sus temores, indicándole el camino a seguir. En voz alta dijo:

—¿Qué debo hacer? ¡Dímelo, amor mío!

Cerró los ojos y lo imaginó a su lado. Podía ver su rostro, la curva de sus labios y se estremeció.

Los caballos comenzaron a aminorar el paso. Orelia abrió los ojos: estaba en las afueras de Epsom. Había tránsito en las angostas calles, y casas.

El trotar de los caballos se hizo aún más lento y, un momento después, traspasaron la arcada de la cochera de la posada. Orelia pudo ver el nombre en un anuncio de madera oscilante: «El Águila Vigilante».

Entonces, como si una luz repentina iluminara la oscuridad, supo lo que debía hacer.