Capítulo 2

Durante todo el camino a Londres, Carolina deleitó a Orelia con relatos de sus aventuras en Italia y Francia.

—El conde estaba loco por mi —repitió una docena de veces, refiriéndose a u joven francés que conoció en Paris.

—Pero seguramente eso sucedió antes que te comprometieras con el marqués ¿verdad?

Carolina la miró de reojo, maliciosamente.

—Trato de enseñarte a no ser provinciana, Orelia.

—¿Realmente quieres decirme que aun después que le prometiste al marqués que te casarías con él, seguiste flirteando con el conde?

—Por supuesto. ¿O acaso imaginas que porque voy a casarme tengo que comportarme como monja?

—Tal vez no como monja, pero con toda seguridad el marqués espera cierto grado de decoro.

—Me comporté con el mayor decoro. Sólo nos veíamos de noche, en el jardín del castillo o, si llovía, él trepaba a la casa por el balcón.

—¡Carolina! ¡Realmente eres una desvergonzada! ¿Cómo pudiste ser tan atrevida? Además, ¿qué hubiera sucedido si el marqués te descubre?

—Estoy segura de que su señoría estaba aún ocupado con sus propios amoríos tan numerosos que ni siquiera sé de quiénes se trata.

—Pero ¿qué va a pasar cuando te cases? —preguntó Orelia preocupada.

En realidad le inquietaba la actitud de Carolina con respecto a su matrimonio. Sabía que su prima necesitaba un marido que no sólo la adorara sino que supiera dominarla.

A pesar de su frivolidad, su alegría y su insaciable necesidad de nuevas diversiones, Carolina era afectuosa por naturaleza, pero cómo era tan bella, la echaron a perder desde pequeña.

Semejaba ahora un caballo indómito, listo a enfrentarse a cualquier cosa con tal de salirse con la suya y en grave peligro, tarde o temprano, de volverse tan irresponsable y desenfrenada como lo fue su marido.

Por las venas de los Stanyon corría sangre salvaje: Harry incapaz de ejercer ningún control sobre sí mismo, se arruinó por disponer de demasiado dinero cuando aún era demasiado joven y Carolina, a menos que alguien la tratara con mano firme, podía seguir el mismo camino, ya que la admiración y los halagos se le subían a la cabeza como el vino.

—En Roma había un príncipe… —comenzó a decir y procedió a relatarle a Orelia una intrigante aventura amorosa.

Aunque parecía excitante por la forma en que Carolina la contaba con aquella voz alegre y fascinadora, era solo, como Orelia sabía demasiado bien, una escapada que, de ser descubierta, hubiera arruinado la reputación de su prima.

—Pero Carolina, ¿amabas a ese hombre? —le preguntó cuando le contó de besos robados durante un baile, de citas a las que acudían disfrazados, de horas transcurridas a la luz de la luna junto a un lago plateado.

—Estaba loca por él —contestó Carolina con voz profunda y los ojos entornados en un éxtasis repentino.

—Entonces, ¿por qué no se casó contigo si te amaba?

—Porque ya estaba casado.

Orelia se sentó rígidamente contra los cojines del landó. —¡Carolina! ¿Cómo pudiste comportarte con tan poco decoro… y con un hombre casado?

—Suena mal ¿verdad? Pero, Orelia, era tan apuesto y exigente. Yo estaba lejos de casa y no parecía importar tanto lo que hiciera. Además, me afligía la muerte de Harry… necesitaba consuelo.

—¡Eso son puros cuentos! Harry jamás te importó un comino. La única vez que fuiste desgraciada fue cuando George partió.

—No puedes esperar que llore a George toda la vida —replicó Carolina con cierta brusquedad—. Quiero que quede muy claro, Orelia: en el futuro, voy a divertirme mucho.

Levantó la barbilla, obstinada, gesto que no era nuevo para Orelia.

—Al marqués no le importa lo que haga mientras no provoque un escándalo. Tendré todo el dinero que desee y vestidos fabulosos y extravagantes, con los que asombraré a todas esas mujeres elegantes que hasta ahora me han mirado con la nariz en alto.

Dejó oír una risa que más parecía una burla.

—Se van a ver muy estúpidas, te lo aseguro, porque tendrán que ser amables con la marquesa de Ryde. Deberán adularla servilmente y rendirle pleitesía, aunque sus maliciosos corazones revienten de rabia al hacerlo.

Orelia no contestó nada, pero luego, inesperadamente, tomó la mano de Carolina entre las suyas.

—Queridísima Carolina, no te eches a perder. Siempre fuiste dulce y amable en el fondo. Cuando hablas así eres una extraña… alguien que jamás conocí.

Su voz era alentadora al continuar:

—Jamás te has sentido amargada por nada. Has sido infeliz, que es algo muy distinto y yo quiero, sobre todo en el mundo, que encuentres la felicidad… la verdadera felicidad.

Carolina apretó los dedos de Orelia. Luego dijo en voz muy baja, casi infantil:

—Trataré, Orelia, de verdad. Pero creo que de alguna manera he perdido el corazón. En su lugar sólo hay un espacio vacío, pero no deseo llorar por eso. Quiero reír, estar alegre.

—Por supuesto que sí, pero no dejes que eso altere tu verdadero ser.

—Trataré que no suceda —dijo Carolina casi en un susurro.

Y como la conmovieron realmente las palabras de su prima apartó la mano y, con uno de esos rápidos cambios de humor que Orelia conocía tan bien, le dijo:

—¡Ropa! En eso tenemos que concentrarnos tú y yo por el momento.

—Está bien, pero no podrás gastar demasiado, ni siquiera en tu ajuar de bodas. Sabes que el abogado dijo que aún hay que pagar una hipoteca de la propiedad.

Carolina rió.

—Por supuesto que no voy a tratar de comprar un ajuar con la miseria que me dejó papá.

—¿Pero, cómo?… ¿No querrás decir que vas a pedirle dinero al marqués? No sería correcto.

—Por supuesto que no voy a pedirle al marqués que pague por mi ajuar antes de casarme con él, pero es natural esperar que un esposo se haga cargo de las deudas de la esposa.

—¡Carolina, no puedes hacer algo tan deshonesto!

—¡Puedo y lo haré! El marqués es tan rico, que ni siquiera se dará por enterado si gasto miles de libras en mis galas nupciales. Y no voy a ir al altar en un ridículo traje barato para que el bello mundo se ría.

—Estoy segura que no es lo correcto —dijo Orelia desconsolada.

—No te preocupes, cariño y, de paso, será para tu beneficio. Podrás quedarte con toda mi ropa usada y aunque necesitará muchos ajustes porque eres de menor estatura que yo, te verás encantadora. Así como te ves ahora en mi abrigo de viaje azul que a mí nunca me gustó. Y ese sombrero es encantador.

—Los dos son muy lindos y realmente estoy muy agradecida, Carolina. No hubiera podido ir a Londres con mi capa vieja.

—Por supuesto que no; no quiero avergonzarme de ti. Además, si te ves andrajosa, como eres mi prima, la gente sospechará que yo tampoco tengo dinero. Y no deseo hacer públicamente el papel de criada indigente del marqués.

—Puedo hacerme algunos vestidos. En realidad, no pensé en ropa para Londres hasta ahora.

—¡No puedo imaginar en qué piensas! Pero vivir en Morden mes tras mes, sin nada que rompa la monotonía, salvo una ocasional visita del párroco, es para volver loco a cualquiera.

—En realidad no era tan malo como todo eso. ¡Te aseguro que tío Arturo me mantenía muy ocupada!

—En esos papeles suyos tan aburridos. ¡Pobre papá! ¿Los leerá alguien alguna vez? Pero no importa, querida, estoy determinada a que tengas éxito y, aunque no seas mundana, te aseguro que la ropa en el bello mundo es una necesidad, no una extravagancia.

—Entonces será mejor que regrese enseguida al campo.

—Déjamelo a mí, ya imaginaré algo. Mientras tanto, comienza a arreglar la que te di, porque te aseguro que jamás la volveré a usar.

—¡Carolina! ¡Si está casi nueva!

—Por supuesto que sí, pero no imaginarás que en mi posición voy a ponerme un vestido mas que unas cuantas veces.

Orelia no contestó y ella prosiguió:

—Por supuesto, eres más pequeña que yo y, aunque me pese decirlo, mucho más esbelta, pero por fortuna es más fácil estrechar que aumentar. Hasta que podamos encontrar algunos vestidos realmente Fabulosos que sean todos tuyos, sé que te verás muy bonita con los que te regalé.

—Me siento muy rara un ellos porque la cintura cambió.

—En París se están usando los corsés muy apretados y verás que dentro de un año todos nuestros trajes sueltos estarán pasados de moda. Así que empezaremos por hacer que la gente nos mire cuando nos presentemos, de acuerdo a la moda francesa, con una cintura pequeñísima.

—En realidad, creo que no deseo que me miren —repuso Orelia con voz suave, pero Carolina no la escuchaba.

Se encontraba enfrascada en contar cómo un admirador francés la colmó de elogios cuando asistió a un baile en las Tullerías, usando uno de los vestidos que le regaló a Orelia.

Sin duda ambas jóvenes eran tan encantadoras como para hacer volver la cabeza a cualquier caballero que se las encontrara.

Carolina, en su abrigo rojo adornado de armiño y Orelia, en uno azul pálido, parecían salidas de las páginas del Ladies Journal.

Pero aunque un hombre pudiera sentirse instantáneamente atraído por la belleza algo llamativa de Carolina, el encanto etéreo de Orelia y sus grandes ojos preocupados, serían los que quedarían impresos en su memoria.

Sin embargo, aunque a Orelia no le interesaba la ropa, se alegró de llegar a Londres razonablemente presentable cuando el carruaje arribó a la Casa Ryde en Park Lane.

Al principio, Orelia se sorprendió y se mostró aprensiva cuando Carolina le comunicó que se quedaría en la mansión del marqués.

—¿Será correcto, si se considera que estás comprometida con su señoría?

—El marqués invitó a su abuela, la duquesa viuda de Wantage, para que nos acompañara y, además, la casa es tan grande que puede haber docenas de personas en el mismo lugar sin que uno se sienta incómodo.

—No imaginé que pudieras causarle molestias al marqués. Lo que me parece extraño es que vivas bajo su techo antes de casarte.

—Su señoría dicta sus propias leyes y me parece tonto que tú y yo tomemos una casa, una extravagancia que no nos podemos permitir, sólo por un mes.

—¡Por un mes!

Carolina se rió.

—No pongas esa cara de sorpresa, querida. Tienes que comprender que mientras más pronto tenga el anillo en mi dedo, más confiada estaré en mi buena suerte y en el hecho de que realmente capturé al escurridizo Marqués de Ryde.

—¿Temes acaso que su señoría pueda arrepentirse?

Orelia no ignoraba que, cuando un hombre se comprometía, empeñaba su palabra de honor en una forma tan sagrada e ineludible como en una deuda de juego.

Ningún caballero de buena cuna dejaría plantada a su novia, aunque llegara a desear hacerlo por determinadas circunstancias.

—No, por supuesto, no temo que el marqués rehúse casarse conmigo después de todo lo que dijo y espero que el anuncio de la boda ya esté en la Gaceta. Lo sabremos cuando lleguemos a Londres pero, al mismo tiempo, algo podría impedirla… un accidente, una muerte… no sé.

Hizo una ligera pausa.

—Tengo miedo, Orelia. Mi suerte es demasiado buena para que dure y tengo que aferrarme a ella mientras está presente.

—¡Oro ficticio! —dijo Orelia con ligera sonrisa.

Recordó que, cuando era niña, trató de buscar el oro escurridizo que se suponía que las hadas dejaban escondido en los bosques para atraer a los viajeros tontos y codiciosos.

—¡Exactamente! —aceptó Carolina—. Pero, por lo que a mí respecta, no se va a tratar del oro que desaparece al toque de los dedos humanos. Va a ser oro verdadero, porque eso es lo que quiero y lo que intento obtener.

De nuevo su voz adquirió un tono duro, lo que hizo suspirar a Orelia, pero cuando entró a la casa Ryde pudo comprender, en cierta medida, por qué Carolina ansiaba convertirse en la castellana de ese lugar.

La casa, de piedra gris, coronada por torreones, era enorme. Tenía los verdes árboles de Hyde Park enfrente y un jardín atrás.

Contemplaban los canteros de flores, los arbustos de lirios blancos y morados y los dorados árboles de codeso de los Alpes, cuando el landó del marqués, en el que viajaron a Londres, se detuvo ante el enorme pórtico de la entrada principal.

Las habitaciones de la casa tenían techos altos ornamentados con el más fino enyesado y los muros estaban cubiertos con cuadros de gran antigüedad y valor.

Los muebles, heredados de una a otra generación, merecían conservarse en un museo.

Había en la casa tal atmósfera de majestad, que hasta Carolina tuvo que dejar de parlotear y bajar la voz mientras eran conducidas a través del vestíbulo de mármol hacia el enorme salón que daba al jardín de atrás.

Ahí todo era también magnífico, pero Orelia sólo tenía ojos para una dama de edad que estaba sentada junto a la chimenea y que se levantó al verlas entrar.

Debía frisar en los ochenta años, pero retenía aún algo de su legendaria belleza. Sus rasgos, en un tiempo de corte clásico y su blanco cabello que le caía sobre la frente oval, todavía eran atractivos.

En su tiempo, la duquesa fue aclamada como una belleza y todavía parecía rodearla la aureola de sus triunfos.

Vestida toda de blanco, color habitual para las viudas, según se enteró Orelia más adelante, llevaba una hilera de enormes perlas, numerosos brazaletes de diamantes y dos enormes anillos de rubí, demasiado pesados para sus delgados y envejecidos dedos.

A su lado un pequeño chiquillo negro con turbante, empuñaba un enorme abanico de plumas de pavo real.

Cuando Carolina se inclinó para hacer una reverencia, la anciana duquesa recordó en un tono casi divertido:

—Oí decir, Carolina Stanyon, que tengo que ofrecerte a ti y a mi nieto, mis mejores deseos por su felicidad.

—Gracias, señora y gracias también por consentir en acompañarnos a mi prima y a mí. Es mucho más divertido y en realidad mucho más cómodo alojarse en la casa Ryde, que rentar unos alojamientos inferiores en esta época del año.

—Me encantará acompañarlas. Me aburro demasiado viviendo en el campo, sin tener nada que me distraiga aparte del cacareo de los gallos y gallinas.

Carolina se rió.

—No puedo creerlo, señora. Según me contó su señoría, usted está constantemente en Londres y siempre pasa la temporada de moda con él.

Los ojos de la viuda brillaron.

—Veo que mi nieto te ha contado historias acerca de mí. Ahora, preséntame a tu prima.

—Señora, ésta es Orelia. Nos criamos juntas y, como puede ver, hay mucha diferencia entre nosotras y no sólo en el aspecto sino en el carácter.

Orelia se dio cuenta de que los ojos de la duquesa, brillantes y astutos a pesar de su edad, parecían notar cada detalle de su aspecto. Luego dijo, casi con rudeza:

—¿Y qué esperas encontrar en Londres, niña? ¿Un marido?

Como Orelia no esperaba aquella pregunta, se ruborizó.

—Por supuesto que no, señora. Me siento muy feliz de acompañar a mi prima Carolina.

—No tendríamos ninguna dificultad en encontrar un excelente partido para ti. Con tu aspecto y, como Carolina dijo, el curioso contraste entre las dos, me doy cuenta de que la casa se verá asediada por, admiradores importunos.

Sus ojos parecieron revolotear sobre las dos jóvenes cuando continuó diciendo:

—Al mismo tiempo, seré muy estricta. Nadie que no sea un partido adecuado será tomado en cuenta por un solo instante. Tu prima, Carolina, también debe realizar un matrimonio envidiable.

—Eso es exactamente lo que yo digo, señora. Orelia tiene que casarse y, con su ayuda, estoy segura de que le conseguiremos un hombre encantador y adecuado para ella.

—¿Tan adecuado como mi nieto? —preguntó la duquesa con cierto sarcasmo en la voz.

—Dudo que alguien pueda compararse a él, pero la verdad es que su señoría es único en su género, ¿verdad?

—Así lo he creído siempre y también que, como él mismo me dice tan a menudo, no es fácil de sonsacar. Tengo que felicitarte, Carolina. Capturaste la ciudadela… que tantas otras fallaron en conquistar.

—¡Tal vez tuve suerte o estaba especialmente bien armada!

Orelia escuchó el intercambio de frases entre Carolina y la duquesa con perplejidad.

Le parecía que las dos mujeres, una tan vieja y la otra tan joven, usaban tácticas evasivas y que la ironía de sus voces y la sofisticada mirada de sus ojos, decían mucho más que sus palabras.

En ese momento, la puerta se abrió y un caballero penetró en el salón.

Carolina dio un pequeño grito de alegría antes de correr a su lado con las manos extendidas, mientras las plumas de su sombrero se agitaban con la rapidez de sus pasos.

—Así que llegaste a salvo —dijo una voz profunda.

Orelia sintió como si su corazón dejara de latir y no pudo respirar.

No podía ser cierto… era demasiado fantástico. ¡Una coincidencia muy grande! Y sin embargo, supo a primera vista y aun antes que él hablara, que lo había visto antes, que una vez se vio presa de su hechizo.

Comenzó a temblar, pero después respiró profundamente y se dijo que no debía traicionarse, pues no era posible que el marqués la reconociera.

No creía que se hubiera dignado pensar en ella ni siquiera durante unos minutos después que salió del pueblo o, si lo hizo, la recordaría como una joven vestida con una vieja capa, una simple campesina sin rango social alguno.

No podía imaginar que aquella pueblerina a quien besó con desdeñosa arrogancia, estuviera ahora en su propio salón en Park Lane, vestida a la moda con un sombrero francés y un abrigo de viaje azul comprado en París.

Haciendo un sobrehumano esfuerzo, Orelia trató de aparecer serena y calmada cuando, moviéndose lentamente por el salón con el brazo de Carolina enlazado al suyo, avanzó hacia ella el hombre a quien jamás esperó volver a ver.

Sin embargo, sus rasgos estaban aún impresos en su memoria.

Recordaba exactamente aquel rostro de expresión sardónica, la forma como torcía la boca, la indolente caída de sus párpados.

Muy cerca ya de ella, lo vio tomar la mano de la duquesa y acercársela a los labios, antes de besarla en la mejilla.

—Perdóname, abuela —dijo—. Debí estar aquí para presentarte a Carolina, pero me retrasé.

—¿Fue la baraja, un caballo o una mujer? —preguntó la duquesa con los ojos brillantes de malicia.

—Esa pregunta merece ser ignorada, pero la responderé: un caballo. ¿Te causo una desilusión?

—Depende quién montara el caballo —replicó la duquesa y el marqués se rió.

Luego, se volvió hacia Orelia. Ella no se atrevía a mirarlo, pero sus pestañas destacaban oscuras contra las pálidas mejillas al inclinarse para dedicarle una reverencia.

—Ésta es mi prima Orelia —oyó decir a Carolina—. Ya te hablé de ella, Darío, y de cómo papá dispuso en su testamento que me sirviera de ejemplo y me impidiera proceder mal.

—Indudablemente se empeñó en una tarea formidable —dijo el marqués con ese tono de voz burlón que Orelia había escuchado antes.

Al incorporarse lo miró, sin descubrir nada especial en su expresión, salvo una formal cortesía.

Era evidente que no la había reconocido y, de todos modos, Orelia supuso que debía haber olvidado por completo a la joven a quien besó en el prado del pueblo. Ello le causó alivio y, al mismo tiempo, cierta desilusión.

Conversaron acerca del viaje y de los planes que el marqués había hecho esa noche para Carolina. Orelia estaba callada, pero muy consciente de su anfitrión.

No se había atrevido siquiera a soñar que volvería a encontrar al caballero que fuera el primer hombre que jamás tocó sus labios.

Lo miró furtivamente y luego se sintió confundida cuando él se volvió hacia ella y le dijo:

—Señorita Stanyon, espero que se divierta en Londres. Haremos lo posible para que su visita sea memorable, lo que será una grata tarea.

—Gracias… su señoría.

Sintió que se burlaba de ella, como si sus ojos penetraran a través de sus elegantes ropas y adivinara, aunque no recordara haberla visto antes, que no era sino una joven e ignorante campesina sin importancia.

Durante los días siguientes, Orelia se dio cuenta de que Carolina había dicho la verdad cuando mencionó que la casa era tan grande que podía alojar a cualquier número de invitados, sin incomodar a los propietarios.

Casi nunca veía al marqués. El salía con Carolina a pasear en carruaje por Hyde Park y las dos primeras noches después de su llegada a Londres cenaron con sus amistades, reuniones a las cuales no fueron invitadas ni Orelia ni la duquesa.

Orelia empleaba la mayor parte del tiempo en visitar las tiendas.

Jamás creyó, ya que sólo conocía la vida del campo, que la moda londinense hubiera cambiado tanto o que los trajes pudieran ser creaciones tan bellas y tan costosas.

Con el mayor optimismo, quiso copiar algunos de los vestidos de Carolina pero después de ver el tipo de traje que se esperaba que usara, comprendió que le sería imposible y se preparó a aceptar agradecida y sin protestar, aquellos que su prima insistía en regalarle.

Sin embargo, podría hacerse unos cuantos vestidos sencillos de muselina para las mañanas.

Por lo tanto, rehusó acompañar de nuevo a la duquesa y a Carolina de compras y decidió quedarse en casa y tratar de cortar un vestido nuevo, igual a una de las creaciones más sencillas de Carolina.

Se llevó el rollo de muselina que compró a una sala de estar del primer piso que le fue cedido a ella y a Carolina como su santuario privado, donde Carolina contestaba sus invitaciones y escribía las cartas de agradecimiento.

Tenía todo preparado para empezar a trabajar cuando advirtió que había dejado su bolsa de costura en la planta baja, en el salón principal.

Le había enseñado a la duquesa una tela de tapicería que estaba bordando antes de dejar su hogar, con el propósito de tapizar algunas de las viejas sillas del comedor, cuyo diseño estaba casi borrado por el uso.

La duquesa la felicitó por el excelente trabajo, pero en aquel momento se anunció la llegada de unos visitantes y Orelia ocultó la bolsa tras un sofá y después se olvidó de recogerla.

Bajó ahora la escalera, y al hacerlo, vio que uno de los lacayos abría la puerta principal y un joven entraba al vestíbulo.

Orelia no pudo dejar de mirarlo sorprendida, pues traía las botas, los pantalones de montar y hasta la chaqueta salpicados de lodo.

Llevaba la copa del sombrero toda aplastada. Quizá por haberse caído del caballo y la arrugada corbata toda deshecha. Se veía increíblemente fuera de lugar en medio de la grandeza de la Casa Ryde.

Apenas entró, a Orelia le pareció que se tambaleaba. El mayordomo se acercó a toda prisa.

—¡Señor Rupert! ¿Qué le sucede?

—¿Dónde está… mi… tío?

Por el tono de voz, Orelia comprendió que estaba embriagado.

—Su señoría no está en este momento —replicó el mayordomo.

—Debo… verlo… ¿entiende?… debo… verlo… Al pronunciar la última palabra se desplomó al suelo. Orelia bajó la escalera a toda prisa.

—¡Está enfermo! —le dijo al mayordomo quien, inclinado sobre la rodilla, se encontraba al lado del joven.

—¡Está bien, señorita! Creo que es sólo que el señor Rupert tomó unas copas de más. Lo llevaré arriba.

—Es más que eso; tiene fiebre. Sería mejor meterlo en la cama. Tengo un té de hierbas que lo ayudará.

—Si no me equivoco, parece que el señor Rupert cabalgó desde Oxford, señorita. ¡Desde Oxford!

Dos sirvientes subieron cargando al desmayado joven y Orelia se dirigió a su cuarto.

De Morden trajo unas hierbas consigo, las cuales solía usar con objeto de aliviar a la gente enferma del pueblo y que cultivó en el Jardín de Hierbas, inaugurado desde los tiempos de Enrique VIII.

Ella misma las puso a secar, encontrando que eran de incalculable valor para tratar fiebres y todo tipo de malestares en personas de cualquier edad.

Después de preparar la tisana y agregarle dos cucharadas de miel, la llevó a la habitación donde vio a los criados transportar al joven.

Sabía de quién se trataba, pues oyó a la duquesa hablar de su bisnieto, Rupert Charington, que era pupilo del marqués y cuyos padres habían muerto.

—Darío le tenía mucho afecto a su hermana —le había dicho la duquesa a Orelia—, pero encuentra muy fastidioso a su sobrino.

Orelia la escuchó con simpatía, como siempre acostumbraba cuando le contaban algo. Pero hasta aquel momento no se sintió particularmente interesada.

Al ver el pálido rostro del joven y sus profundas ojeras, comprendió que se trataba de algo más que las consecuencias de una francachela.

Al mismo tiempo, al verlo tan joven, sintió lástima por él.

Cuando el lacayo lo desvistió y lo metió en la cama, parecía un niño con el oscuro cabello revuelto contra las almohadas y moviéndose inquieto murmurando incoherencias.

—Dudo que el señor Rupert quiera tomar eso, señorita —dijo en voz baja el mayordomo al ver la tisana que Orelia sostenía en la mano.

—Tratemos de que lo haga. Se le pasará la embriaguez.

—Muy bien, señorita.

A pesar de su incredulidad, el mayordomo rodeó al joven con los brazos y lo ayudó a sentarse.

—Vamos a ver, señor Rupert. Esta amable jovencita trajo algo que lo hará sentirse bien.

—¡Quiero ver… a mi tío!

—En cuanto su señoría regrese, le diré que está usted aquí, señor —dijo el mayordomo tranquilizándolo—. Podrá hablar con más facilidad cuando haya tomado algo.

—¡Eso es! Tengo hambre… mucha hambre.

—Por favor, tómese esto primero —le rogó Orelia.

—¡Me caería bien… un trago! —replicó Rupert casi rudamente. Tomó la taza que ella le tendía y bebió su contenido rápidamente, sin reparar en el sabor. Luego, se rió brevemente.

—Esperaba que fuera… algo más fuerte que… ese brebaje.

—Creo que por el momento ya tomó bastante licor —dijo Orelia con amabilidad—. Trate de dormir, y cuando despierte, si ya no tiene fiebre, podrá comer algo.

Le puso la mano en la frente cuando él se apoltronó entre las almohadas.

—¡Está bien! —dijo con voz ronca—. Estoy demasiado cansado para… discutir.

—Entonces, duerma —le dijo ella suavemente.

Una hora después, regresó a la habitación y vio que Rupert Charrington abría los ojos en ese momento después de dormir profundamente, como esperaba.

—¿Qué diablos hago en la cama? —preguntó él cuando la vio.

—Se desmayó al llegar. ¿Cabalgó toda la noche?

—Cabalgué y bebí.

—Eso pensé. Si es inteligente se quedará aquí por el resto del día.

Se le había pasado la embriaguez y hablaba sensatamente, pero aún se veía enfermo. Tenía el rostro pálido y los ojos hundidos y sin brillo.

—¿Qué se ha hecho, niño tonto? —preguntó Orelia.

Por un momento lo miró como a uno de los niños del pueblo a quienes cuidó tan a menudo cuando estaban enfermos. Olvidó que un estudiante universitario se consideraba a sí mismo una persona de importancia, merecedor de que se le hablara con más respeto.

Pero Rupert no pareció resentir sus palabras. Por el contrario, extendió una mano, para tomar la suya.

—Tengo que ver a mi tío. Debo convencerlo de que ya no aguanto más ese sitio.

—¿Qué sitio?

—Oxford. ¡No lo soporto! Es horrible, se lo juro, y me hicieron ir con ellos anoche. Yo no quería… me rehusé… pero fueron a mi alojamiento y me sostuvieron mientras me vaciaban una botella de vino por la garganta. ¡Sabía que iba a ser terrible! ¡Lo sabía!

—¿Qué fue terrible?

Era evidente que algo lo había trastornado y le hizo perder todo el control. Hablaba con voz agitada y febril y su mano, que apretaba la de ella, estaba rígida.

Orelia comprendió que, en aquel momento, él no tomaba en cuenta que ella era una joven, o siquiera una mujer. Era sólo alguien con quien hablar, con quien desahogar sus penas.

Era lo mejor: contar lo que le sucedía, fuera lo que fuera, explayarse. Aunque no debía estar aún en sus cabales, pues de lo contrario no sería tan franco con una extraña.

Había pasado el efecto de la bebida, pero se le soltó la lengua y después de dormir, se encontraba en un estado de relajamiento que lo disponía a confiar en cualquiera que quisiera escucharlo.

—¿Qué lo tiene tan alterado? —le preguntó Orelia con aquella voz suave y comprensiva que había provocado en su corta vida, cienos de confidencias de toda clase de personas.

—El caballo. ¡Eso fue lo que me hizo comprender que ya no podía aguantar más! Carlos lo empaló contra los rieles de hierro del patio de la iglesia. ¡El animal gritaba! ¿Alguna vez ha oído gritar a un caballo?

—¡No, y espero no oírlo jamás!

—Fue horrible —dijo él moviendo la cabeza de un lado a otro, cerrando los ojos—. ¡Pobre bestia… aún me parece verla! Se estremeció antes de continuar.

—Fue Garvin quien insistió en que cabalgáramos a través de todos los cementerios… todos… brincando por las tumbas, forzando nuestra salida a través de las rejas y brincando los muros y cercas si estaban cerrados. Yo opiné que era una idea muy tonta, pero nadie me hizo caso.

Su mano apretó aún más convulsivamente la de Orelia.

—Creo que Carlos se mató. Se cayó cuando su caballo se empaló en la cerca. ¡El cayó de cabeza y estoy seguro de que está muerto!

—No piense en él. Más tarde podrá enterarse de lo ocurrido.

—¡No puedo esperar! —gritó Rupert—. Di media vuelta y partí al galope. No sé adónde fui primero… Me detuve y tomé un trago, varios tragos, en una posada. Fue entonces cuando decidí venir a Londres.

—¿A ver a su tío?

—Sí. A comunicarle al tío Darío que no puedo seguir en Oxford. El dijo que ahí me haría hombre, pero no quiero ser ese tipo de hombre.

—¿Habló antes con el marqués acerca de esto?

—¡No me hizo caso! Insistió en que tenía que; quedarme ahí, a pesar de mis protestas. Luego, me forzaron a pertenecer al Club.

—¿Qué club?

—El de «Los Charlatanes». Tenemos que hacer un montón de cosas estúpidas… como… derribar a los guardias. La última vez que lo hicimos, uno de los pobres viejos quedó inconsciente, con una herida de cuatro pulgadas por lo menos en la mejilla.

—¡Qué cosa tan insensata!

—Insensata y cruel. ¡Y todo porque beben tanto! Tres botellas es lo mínimo. Y si es uno un fanfarrón como Garvin, se toma cuatro o cinco.

Suspiró profundamente.

—Yo nunca fui buen bebedor. La bebida me enferma. No me alegra y al día siguiente me siento muy mal.

—¿No puede renunciar al Club?

—Eso quisiera, pero no me dejan. Anoche traté de quedarme en casa, pero me fueron a buscar. Lo odio, le digo que odio todo esto.

El joven se quedó silencioso por un momento y luego continuó diciendo:

—Había una joven… ella también gritó. No era más que una niña.

—No piense en eso. Trate de olvidarlo.

—¿Cómo podría? —preguntó—. Pero juro que si tío Darío me obliga a regresar, me mataré. No puedo seguir así. ¡Los odio! Odio las cosas crueles y sin sentido que hacemos. Siempre he odiado a Oxford.

—¿Qué le gustaría hacer?

—Quiero entrar al ejército… al regimiento de mi padre. Ése es mi lugar. Si a él no lo hubieran matado en Waterloo me hubiera dejado hacer lo que quiero. Pero tío Darío tiene otras ideas y, como se cree Dios Todopoderoso, tengo que obedecerlas.

—¿Habló con su tío acerca de esto?

—Traté de hacerlo durante las últimas vacaciones, pero no quiso escuchar. Ya sabe como es… frío, desinteresado, inaccesible. Lo odio.

Hizo una pausa y luego añadió:

—No voy a regresar ¡No lo haré! Carlos está muerto y era el mejor de todos ellos. Jamás podré expulsar de mi mente los sonidos proferidos por ese caballo. ¡Ayúdeme!… por favor, ¡ayúdeme!

Casi deliraba y Orelia, al tocar su frente, notó que le había subido la fiebre.

—Trate de dormir. Enviaré a buscar un médico.

Rupert murmuró algo, pero estaba demasiado cansado para decir nada más. Orelia comprendió al mirarlo que tenía que ayudarlo.

Jamás nadie le rogó algo en vano, pero nunca se había encontrado con una tarea tan dificil.

¿Cómo enfrentarse al marqués? ¿Cómo atreverse a discutir los planes que tenía para su sobrino y retar sus decisiones? Pero Rupert le había pedido ayuda y, costara lo que costara, no podía rehusarse.

Salió del cuarto y al cerrar la puerta vio al mayordomo que venía caminando por el corredor.

—¿Está despierto el señor Rupert, señorita?

—Sí, pero creo que se dormirá de nuevo. Tiene fiebre y sería conveniente mandar a buscar al médico.

—Lo haré, señorita, pero iba a decirle al señor Rupert que su señoría ya regresó.

—¿Está abajo?

—Sí, señorita, en la biblioteca. Y no parece muy contento con la inesperada llegada del señor Rupert.

—Yo iré a hablar con su señoría. ¿Me puede enseñar el camino a la biblioteca y después mandar por el médico?

—Muy bien, señorita.

El mayordomo era un hombre demasiado bien entrenado para mostrar sus sentimientos pero, mientras la precedía, Orelia se dio cuenta de que todo su comportamiento expresaba a las claras su desaprobación.

Las damas jóvenes que se alojaban en la Casa Ryde, no eran las indicadas para dar las órdenes o encargarse de cuidar a alguien como el señor Rupert, quien debía estar en Oxford en vez de molestar a su señoría al aparecerse en tal estado de ebriedad.

Orelia cometió aún otro desacierto ante los ojos del mayordomo cuando, al cruzar el vestíbulo y ver donde estaba la biblioteca, señaló:

—No es necesario que me anuncie, ¡gracias!

El mayordomo abrió silenciosamente la puerta mientras Orelia entraba sola a la biblioteca.

El no comprendía la lucha que Orelia libraba contra su timidez y sus temores y que la hacía pensar que era mejor que entrara sin ceremonias.

En la biblioteca, tres largas ventanas hacían las veces de puertas y el resto de las paredes estaba tapizado del piso al techo con libros. En el centro de la habitación, el marqués escribía en un enorme escritorio.

Se le veía muy elegante, vestido con una chaqueta de finísima tela gris y pantalones de un amarillo pálido. El nudo de su corbata blanca era muy elaborado y sus botas relucían a la luz del sol.

Al levantar la vista, frunció las cejas sorprendido. Vio a Orelia en el umbral y se puso lentamente de pie.

—¿Puedo hablar un momento con su señoría?

—Por supuesto —replicó cortésmente.

Dirigiéndose a la chimenea, le indicó un sillón de terciopelo rojo y respaldo alto. Orelia se sentó al borde de la silla, aprensiva, el cabello dorado pálido enmarcaba su pequeño rostro y sus enormes ojos oscuros lo miraban ansiosos al decirle titubeante:

—Su señoría, creo que ya se ha enterado de que su sobrino está enfermo.

Apareció una arruga en el ceño del marqués.

—¿Mi sobrino? ¿Es ésa la razón por la que desea verme?

—Lo vi llegar y desmayarse. Ya durmió una hora, pero tiene fiebre y le pedí al mayordomo que enviara por el médico.

—Me atrevería a decir que es completamente innecesario.

Lo incisivo de su voz la sobresaltó. Era tan alto… y se veía tan irresistible como la primera vez que lo vio, pero no era sólo su apostura lo que la perturbaba. Era algo que parecía emanar de su persona… algo en su aspecto que la hizo darse cuenta de por qué Rupert le tenía miedo.

Como el joven estaba tan atemorizado, había sido en realidad un acto de valentía el haber venido a Londres.

Sin duda se había embriagado para darse valor durante el viaje y si a ello se sumaba todo lo que se vio forzado a aceptar en Oxford, no era de extrañar que se hubiera desmayado. A pesar de todo, se trató de un rasgo de valentía.

Orelia apretó juntas las manos.

—Por favor, hay algo que deseo decirle a su señoría pero ¿no se podría sentar? Se ve usted tan alto y lo que deseo decirle es difícil de expresar en palabras.

El marqués la miró extrañamente, pero, luego sonrió.

—No deseo asustarla, señorita Stanyon. ¿Le parece que inspiro temor?

—¡Sí, mucho! —contestó con franqueza Orelia—. Y su sobrino también le tiene miedo. Por eso fue muy valiente de su parte cabalgar desde Oxford para venir a verlo.

—¿Para venir a verme?

—Para decirle que no puede quedarse ahí por más tiempo —dijo Orelia trastabillando un poco con las palabras—. Está perturbado, aterrorizado, asqueado de todo y necesita su simpatía.

El marqués se sentó al otro lado de la chimenea. Se le veía tranquilo y relajado, al recostarse con las piernas cruzadas contra el terciopelo del sillón. Su voz sonó dura al replicar:

—Rupert es un apocado y un tonto. No tiene derecho a molestarla con tales tonterías.

—¡Para él no son tonterías! ¡Está desesperado!

—Rupert regresará a Oxford en cuanto se levante. No puedo creer que alguien tan pobre de espíritu sea pariente mío.

—No es cobardía admitir que no se pueden combatir las fuerzas del mal sin ayuda. Mejor es reconocer que algunas cosas son tan nocivas que lo mejor es apartarse de ellas.

—Habla usted de un niño idiota y sin sesos que no tiene la fuerza de carácter suficiente para saber cuidarse —se, burló el marqués.

—Es posible que él sea todo eso, pero lo cierto es que vino a Londres a pedirle ayuda, a rogarle ayuda y comprensión. ¿No lo escuchará?

El marqués apretó los labios.

—Creo que estoy en mi derecho al decirle que éste no es asunto suyo, señorita Stanyon. Siento mucho que se haya involucrado en mis asuntos privados. Pero si quiere una respuesta a su pregunta, se la daré: mi sobrino regresará a Oxford.

Algo en su implacable tono hizo que Orelia perdiera su timidez y se llenara de enojo. ¡Con razón decía Rupert que su tío se sentía Dios Todopoderoso! —Si lo obliga, su señoría, podría empujarlo muy lejos. Ya amenazó con matarse con tal de no seguir tomando parte en la bestialidad y degradación a que lo han llevado sus contemporáneos en un Club llamado «Los Charlatanes».

El marqués levantó las cejas.

—Así que ésa es la compañía que escogió este joven tonto. ¡Sólo un idiota se afiliaría a algo tan reprensible!

—Haya hecho o no una tontería al afiliarse, ahora es un miembro y lo obligan a tomar parte en cosas que no desea —repuso Orelia—. Anoche, un amigo… alguien llamado Carlos… empaló a su caballo en la cerca del patio de una iglesia. Rupert cree que Carlos está muerto.

Hizo una pausa, pero como el marqués no respondió, continuó diciendo:

—Fue insensato cabalgar a través de los cementerios de Oxford, pero han hecho cosas peores y Rupert ya no aguanta más. Debe ayudarlo; no tiene a nadie más que a usted.

Dijo esto en un tono de voz muy suave, pero el marqués replicó:

—Como le he dicho, Rupert regresará a sus estudios. Y antes que se vaya le diré exactamente lo que pienso acerca de un joven que se lamenta con una mujer.

—Muy bien —dijo poniéndose de pie—, si ésa es su última palabra, su señoría, no hay nada que hacer al respecto. Pero sólo quiero decirle que le han puesto un apodo muy adecuado, porque es algo malvado, verdaderamente malvado, el destruir a alguien tan joven e indefenso.

Suspiró profundamente, porque su corazón latía con violencia, antes de proseguir:

—Es posible que Rupert sea débil de carácter. ¿Es acaso su culpa? Puede no tener su fortaleza, su seguridad, su desdén por el mundo y por las personas. Pero tampoco es su culpa y, si usted le enseñara, con el tiempo podría llegar a ser tan duro y cruel como su señoría. Quizá entonces esté orgulloso de ser hombre, pero tal vez no viva lo suficiente para lograrlo. ¡En su debilidad es posible que se quite la vida, como amenaza hacerlo! Para usted tal vez no tenga importancia, pero su muerte será entera y absolutamente su responsabilidad.

—¡Basta!

Se volvió a mirarlo con los ojos empañados de lágrimas. —¿Siempre lucha tan apasionadamente por lo que desea?— le preguntó él en un tono muy diferente al de antes.

—No estoy luchando por mí, sino en contra de la injusticia.

Lo odiaba, se dijo. Era duro y brutal. ¡Sí, lo odiaba!

—Se ha referido a mi persona con palabras muy duras… y ahora me dice que soy injusto.

—Tal vez todo se resuma en la palabra cruel. No hay nadie más cruel que aquel que es insensible, que no entiende las debilidades de los demás. Es muy fácil ser fuerte y resuelto cuando se es así por naturaleza, pero qué difícil es enfrentarse a las cosas cuando se es interiormente débil, cuando se siente el dolor en forma más aguda que otros.

—Aboga usted por mi sobrino a quien jamás había visto antes y de quien sabe muy poco —dijo el marqués y Orelia percibió el cinismo de su voz.

—Es un ser humano. Aún es joven e indefenso… no mucho mayor que un niño.

El marqués no pareció conmoverse y Orelia hizo un último y desesperado esfuerzo.

—Su abuela me dijo que le tenía usted afecto a su hermana. ¿Qué sentiría ella si pudiera verlo mandar a Rupert de regreso, si no a la muerte… a una degradación que ninguna mujer… podría desear para su hijo?

Dándole la espalda al marqués trató de asir la manija de la puerta.

—Muy bien —repuso él en voz baja—. ¡Ganó usted la batalla!

Ella se volvió a mirarlo, incrédula; no creía haber oído correctamente. No podía ser cierto.

—Vaya y dígale a ese joven mequetrefe, si es capaz de escuchar, que su tío fue derrotado por un adversario formidable.

—¿Lo dice en serio?

—Así es. ¿Qué quiere el muchacho? ¿Un regimiento de caballería?

—¡Eso es lo que quiere y usted lo sabe! Quiere seguir los pasos de su padre.

—Muy bien. Me encargaré de eso. Pero recuerde que, de ahora en adelante, será su responsabilidad. Si él vuelve a fallar, usted será la única culpable.

—Gracias —le dijo suavemente—. Gracias, hizo usted algo bueno.

—¿Realmente cree que puede absolverme con tanta rapidez? —preguntó él con sarcasmo—. Como bien me lo recordó, mi apodo es el correcto.

—¡En este momento, no!

El bajó la mirada y sus ojos se encontraron. Aquella mirada la dejó extrañamente sin aliento… experimentó la misma sensación que la primera vez que lo vio.

—Perdóneme… por… haberlo ofendido —murmuró y bajando la vista salió de la biblioteca a toda carrera.