Capítulo 7
Por un instante, Orelia sólo percibió un resplandor que se filtraba sobre ella. Fue un éxtasis desconocido. ¡Era el amor!, Era lo que anhelaba, lo que siempre supo que encontraría en algún rincón del mundo. Luego, como si recibiera un golpe, recordó que el marqués le pertenecía a Carolina y se sintió humillada y avergonzada de ser tan desleal con su prima. Y, sin embargo, era imposible negar aquel milagro y la sensación de seguridad, la alegría que la embargaba porque él estaba a su lado.
En ese momento comprendió por qué acudió a él cuando sintió temor, y por qué el mundo le había parecido aquel día tan oscuro sólo porque discutieron.
Carolina estaba a su cargo. Su tío así lo dispuso. ¡Orelia era su conciencia! ¿Cómo pudo llegar a algo tan despreciable, tan vergonzoso, como amar al hombre con quien su prima se iba a casar? Pero a su mente llegó la respuesta: el amor que sentía por el marqués no podía herir a nadie, a menos que ella lo permitiera.
Era su secreto. Estaba en lo más hondo de su corazón y precisamente porque lo amaba, no podía mancillar aquel amor rebajándolo a algo diferente al maravilloso éxtasis de aquel momento. Pero, como también quería a Carolina, tenía que ayudar a ambos.
Su amor debía hacerla comprender mejor las dificultades que ellos pudieran tener. Como deseaba su felicidad por encima de todo, debía olvidarse de sí misma al tratar de unirlos más, de traspasarles algo del dorado esplendor que en ese momento sentía en su interior.
Orelia no reparó en el largo silencio en que se sumió. Absorta en sus pensamientos contemplaba el jardín, hasta que oyó la voz del marqués:
—¡Todavía no contestaste mi pregunta!
—¿Qué pregunta?
Tantas preguntas se habían sucedido en su mente, que no recordaba si él las había formulado, o si se las hizo a sí misma.
—Te pregunté si me perdonabas, porque ahora sé que lo que dije y lo que pasó, fue imperdonable. Sólo quiero suplicarte, Orelia, que vuelvas a confiar en mí.
—Hice mal… hablar como lo hice… Le tengo confianza, milord, siempre se la tuve. Fue sólo que… me sentí muy herida… al verlo pensar tales cosas de mí.
—Orelia, espero que seas sincera y me perdones de corazón. Y quiero que me prometas algo.
—¿Qué cosa?
—Que jamás volverás a colocarte en una situación tan peligrosa; que antes acudirás a mí en busca de consejo o ayuda por difícil que sea tu problema. Te juro que no abusaré de tu confianza y trataré de ayudarte del modo que quieras… no necesariamente como yo crea mejor.
—Es usted muy generoso, milord, porque tengo la impresión que no aprobará muchas de las cosas que quiero hacer.
—Dame la oportunidad de demostrarte que merezco tu confianza —le rogó el marqués con voz sincera.
—Lo prometo.
—Y algo más. Dime siempre la verdad. Jamás me mientas, porque no lo soportaría.
—Creo que siempre digo la verdad.
—En efecto y es una de tus mejores virtudes. Muy pocas mujeres son veraces. ¿Me lo prometes entonces?
—¡Sí… por supuesto!
Le pareció que exhalaba un suspiro de alivio y, mientras esperaba que hablara, ocurrió una repentina interrupción. Carolina entraba en ese momento por la puerta de la terraza.
—¡Oh, estás aquí, Darío! Me preguntaba dónde te habías metido. Su excelencia y yo te hemos buscado por toda la casa.
Al oírla, Orelia supo que mentía. Había vivido demasiado tiempo con su prima para no conocer cada entonación de su voz. Cuando trataba de ocultar algo, asumía una actitud alegre y despreocupada, canturreando al hablar, señales inconfundibles para Orelia.
Nadie más, ni siquiera el marqués, sospecharía nada, pero cuando miró a su prima y luego al hombre que la acompañaba, comprendió enseguida lo que Carolina se traía entre manos.
Sus ojos brillaban, el rubor cubría sus mejillas y en sus labios descubrió una suavidad que ya le conocía o que indicaba a las claras: que había sido besada. Y, cuando presentó al caballero que la acompañaba, supo que estaba en lo cierto, porque era muy bien parecido: exactamente el tipo de hombre que le gustaba a Carolina.
—Su excelencia, le presento a mi prima, Orelia Stanyon. Orelia, éste es su excelencia, el Conde Adelco di Savelli, el embajador italiano. Por supuesto, usted y mi prometido se conocen.
—Por supuesto que sí —replicó el embajador—. ¿Cómo está usted milord?
—Muy bien, gracias, su excelencia, pero en una noche como ésta no se soporta el calor adentro.
—Yo me moría por salir —dijo Carolina con voz ligeramente afectada.
Orelia no pudo dejar de notar la zapatilla que asomaba bajo el vestido de gasa de Carolina. Estaba llena de polvo, como si hubiera paseado por el jardín.
—Y ahora, Darío, tú y yo tenemos que bailar, o en caso contrario, tráeme una copa de champaña. ¿Vamos al salón de baile, o al buffet?
—Decididamente al buffet.
—Su excelencia desea bailar contigo, Orelia. Abandonaste la pista de baile, pero no puedo creer que fuera por carecer de pareja.
—Yo también me sentí muy acalorada en el salón de baile, —dijo Orelia.
—Entonces, tal vez se haya refrescado lo suficiente, señorita Stanyon —sugirió el embajador—, para arriesgarse a bailar conmigo un vals lento.
Orelia deseaba rehusar, pero antes que pudiera hacerlo, Carolina la interrumpió:
—Acepta, Orelia; su excelencia es un magnífico bailarín. Y ¿cómo piensas lucir tu vestido nuevo parada en la oscuridad de la terraza? Dio una palmada y agregó:
—Corran, hijos míos, Darío y yo nos comportaremos como las viudas y, después de tomar champaña, los observaremos desde el pabellón.
Orelia no pudo hacer otra cosa que aceptar y permitir que el embajador la condujera a través del iluminado salón y a lo largo del corredor hasta la sala de baile.
Carolina parecía tener alguna razón para desear que bailara con su excelencia, aunque no imaginaba cuál.
No cabía duda que el embajador italiano era un hombre muy atractivo. Parecía demasiado joven para un cargo tan importante, se dijo, mientras él la hacía girar alrededor del salón con una gracia y un ritmo que confirmaba su condición de magnífico bailarín.
—Señorita Stanyon —dijo él por fin en voz baja—. Quiero pedirle algo.
Hablaba muy bien inglés, aunque con un acento inconfundible y tampoco tenía nada de inglesa la mirada que le dirigió.
—¿De qué se trata?
—Carolina y yo necesitamos su ayuda.
—¿Carolina y… su excelencia?
—Ambos dependemos de usted, por eso Carolina quería que bailara conmigo.
—¿De qué se trata?
Casi podía anticipar lo que le diría.
—Carolina me dijo que puedo confiar en usted. ¿Le sorprendería saber que estoy muy enamorado de ella?
Orelia se puso rígida.
—Su excelencia debe comprender que mi prima está comprometida con el Marqués de Ryde.
—Lo sé, pero en mi país, señorita Stanyon, los matrimonios son concertados por nuestras familias. Se trata de encontrar a alguien con el debido rango, una buena dote y adecuados antecedentes, que en nada se asemeja a lo que los franceses llaman un affaire de coeur.
—En Inglaterra las cosas son distintas.
—Señorita Stanyon, ¿sugiere acaso que su adorable prima está locamente enamorada de su prometido?
—¡Creo, su excelencia, que eso es asunto de ellos! —repuso fríamente Orelia.
El embajador se rió.
—Es usted encantadora cuando se porta tan formal y trata de ponerme en mi lugar. Pero le juro, señorita Stanyon, que tengo el permiso de Carolina para hablar con usted. Me dijo que usted la quería.
—Por lo menos eso es cierto.
—Entonces, déjeme darle un poco de felicidad. Todo lo que necesitamos es su ayuda.
—¿Qué puedo hacer yo? Y además, quiero que quede muy claro que no estoy de acuerdo.
—Tan joven, tan criticona y tan severa. Tengo la impresión de que no es tan incomprensiva como aparenta. Quiero decirle que me enamoré locamente de Carolina desde el momento en que la vi.
—¡Pero ella pertenece a otro!
—Todavía no.
—¿Quiere decirme que desea casarse con Carolina?
—¡Desgraciadamente eso es imposible!, mi compromiso con una dulce y rica joven… esencial para mí en mi posición… fue arreglado hace años.
—¿Y qué cree que sentiría ella si supiera que estaba enamorado de otra mujer?
—Gianetta está todavía en un colegio de monjas. Dentro de uno o dos años será presentada en sociedad y entonces se anunciará nuestro compromiso.
—No entiendo ni me agradan sus extrañas costumbres y le ruego a su excelencia que no trate de inducir a Carolina a hacer algo tonto y peligroso que podría destruir todo su futuro.
—Jamás le haría daño a la bella Carolina, se lo aseguro. Me doy cuenta de que no debe haber escándalo: Eso es algo que no sólo sería muy desagradable sino, como usted dice, peligroso para Carolina, y también para mí y es por eso, señorita Stanyon, que necesitamos su ayuda.
—Me temo que no entiendo.
Se sintió conducida por un intrincado laberinto de dificultades. Debía hablar con Carolina, hacerle ver lo estúpido e irresponsable que sería comprometerse en ese momento en una aventura amorosa, y tampoco sería justo para el marqués.
Al pensar en él, volvió a verlo como al solitario niño que creció sin amor, sin nadie que lo cuidara, sin nadie a quien contarle sus problemas.
—No puede hacer eso —dijo en voz alta—. Su excelencia debe comprender cuán fácil sería que usted y Carolina se convirtieran en la comidilla de los chismosos. Son demasiado conocidos para que ello no ocurra.
—Lo sabemos, y por eso entenderá cuando le pido que me permita aparecer como admirador suyo y no de ella. Espero que acepte por el cariño que le tiene a Carolina.
Por un momento, Orelia creyó no haber escuchado bien. Luego, al ver su rostro, observó dos oscuros ojos suplicantes y supo que no se había equivocado.
—¡Jamás aceptaría tal cosa! —contestó con agudez—. ¿Cómo puede pensar en sugerírmelo? Además, sería alentar a Carolina a seguir con esta locura, que de seguro perjudicaría a ambos.
—No, si somos listos y le aseguro, señorita Stanyon, que tengo mucha experiencia en esta clase de asuntos.
—¡Puedo creerlo! —dijo sarcástica Orelia—. Y quiero añadir que no deseo comprometerme en sus intrigas y que haré cuanto esté a mi alcance para evitar que Carolina se comporte de manera tan ridícula, cuando oficialmente está comprometida con alguien tan importante como el Marqués de Ryde.
—¡Muy bien dicho! La admiro por sus principios, señorita Stanyon, pero como sé que quiere a Carolina, sufriría al verla víctima de las tontas insinuaciones del bello mundo o de verse arruinada por el escándalo. Por eso sé que nos ayudará.
—¡No, no lo haré!
—Creo que Carolina la persuadirá.
En aquel momento terminó la pieza y Orelia dijo, en medio de la pista de baile:
—Por favor, excelencia, no lo haga. Es un error y puede traer graves consecuencias. ¡Le ruego que se vaya y olvide a Carolina!
—Las dos son tan hermosas, que se necesitaría tener un corazón de piedra para rehusarle algo a cualquiera de ustedes. Pero no puedo renunciar a la felicidad de Carolina ni a la mía. Por lo tanto, señorita Stanyon, aunque me gustaría acceder a su ruego, le respondo que no puedo estar de acuerdo en lo que sugiere. Sólo espero que los sentimientos de su corazón sean más fuertes que el frío sentido común de su linda cabecita.
Le sonrió seductoramente y se llevó su mano enguantada a los labios. Era un gesto que ningún inglés prodigaría a una joven soltera en la pista de baile y Orelia, consciente de que los observaban, sintió que se ruborizaba cuando trató de apartar su mano.
—Es usted encantadora —dijo él en un tono lo suficientemente alto para que lo oyeran otros.
Orelia lo miró furiosa, no podía decir nada sin empeorar las cosas. Luego, al mirar hacia arriba, vio en la puerta al marqués, que acababa de entrar en ese momento. ¡Los observaba!
A Orelia le pareció que el resto de la velada transcurría lentamente. Bailó con varios jóvenes cuyos nombres apenas recordaba y el embajador la invitó de nuevo, pero como se trató de una contradanza, no hubo oportunidad para volver a conversar en privado.
Al fin, se encontró camino a casa al lado de la duquesa, quien hacía comentarios maliciosos y disparatados acerca de todo el mundo.
Orelia, sumida en sus propios pensamientos, no se tomó la molestia de escuchar.
Le preocupaba Carolina y le preocupaba también la muda acusación de su conciencia por amar al marqués. Luego se preguntó qué pensaría él acerca del comportamiento del embajador italiano.
Llegó agradecida a su habitación y estaba a punto de quitarse el vestido, cuando Carolina irrumpió en el cuarto.
—¡Queridísima! ¿Qué te parece él? ¿No es divino?
—Si hablas de su excelencia, creo que se comporta despreciablemente para un hombre de su posición.
—¡Pamplinas! ¡Sabía que te escandalizarías, pero tienes que ayudarme! No podemos prescindir de ti y yo tengo que verlo. Entiende; lo encuentro absolutamente irresistible.
—¿Cómo puedes ser tan tonta, Carolina? ¿No te das cuenta del escándalo que se producirá si alguien se entera? ¿Y cómo dejará de saberse que un hombre tan importante como el embajador italiano está enamorado de ti?
—¡De eso se trata, de que nadie lo sepa! Creerán que te galantea.
—¡No, Carolina, no puedes hacer eso!
—Orelia, no te rehúses a ayudarme a que yo lo vea algunas veces. ¡Si supieras que es el cielo estar en sus brazos!
—Carolina, no digas esas cosas.
—¡Pero así es! ¡Así es! Besa divinamente, aún mejor que mi otro enamorado italiano, y está loco por mí, de verdad. No soy ninguna tonta, sé cuando un hombre flirtea y cuando piensa en serio. Adelco piensa en serio.
—¿Y adónde te llevará eso? No se casará contigo, me lo dijo hoy. Está comprometido con una muchacha rica.
—«Si yo tuviera dinero, la abandonaría enseguida», eso me dijo.
—Eso es fácil de decir cuando sabe que estás comprometida para casarte, igual que él.
—¡Si yo fuera suficientemente rica, se casaría conmigo! No lo dudes. Y si él fuera bastante rico, tal vez yo me casaría con él, pero ninguno de los dos puede darse ese lujo. Lo único que podemos hacer es aceptar este regalo de los dioses, que no son muy generosos, pues sólo tenemos una semana.
—¡Una semana! ¿Por qué? ¿Va a regresar su excelencia a Italia?
—No, voy a casarme entonces.
—¿Dentro de una semana? ¿Pero por qué tanta prisa? Creí que esperarías hasta fines de junio.
—El regente ofreció ser el padrino y permitir que la recepción tenga lugar en la Casa Carlton. Claro que eso es un gran honor y todo el bello mundo rechinará los dientes de envidia.
Se rió al pensarlo y prosiguió:
—Su alteza real piensa marcharse en una semana porque Lady Hertford prefiere el castillo de Windsor, donde llevará a toda su familia. De modo que tenemos que casarnos antes que empiecen las carreras en Ascot, cuando el regente estará ya en Windsor. Después, ya no regresará a Londres.
¡Una semana! Orelia sintió que una mano fría le oprimía el corazón. Cuando Carolina se casara, abandonaría la Casa Ryde. No volvería a ver al marqués, excepto de vez en cuando.
Se sintió repentinamente desolada, como si tuviera ante su vista un desierto, un vacío que la atemorizaba. Y de nuevo le abochornó amar al hombre que se casaría con Carolina.
—¡Sólo una semana! —repetía su prima—. ¡Sólo una semana, Orelia! Después, tendré que comportarme con mucha discreción, no sólo con su excelencia, sino con todos. Darío jamás permitiría que su mujer diera un escándalo.
Después de una pequeña pausa agregó lentamente:
—El puede tener mala fama y burlarse de los convencionalismos, pero cuando se trata del honor de la familia, es excesivamente orgulloso.
—Y con mucha razón. ¡Carolina, no alientes al embajador! ¡Despídelo ahora! Será peor para ti si te enamoras más de él. Carolina se arrojó sobre la cama.
—¿Estoy realmente enamorada de él? Me lo pregunto. Francamente, Orelia, no lo sé. Cuando estoy con él, me excita. Ansío que me bese y quiero estar en sus brazos. Me estremecen las cosas fascinantes que dice, la forma en que me toca.
Hizo una pausa.
—Pero de algo puedes estar muy segura, mi querida Conciencia, no voy a escaparme con él, ni cosa que se le parezca. Aunque él me lo propusiera… lo que es improbable porque es demasiado ambicioso, me negaría.
—Entonces no estás verdaderamente enamorada de él —repuso Orelia.
«El verdadero amor», pensó, «se sobrepone a todos los obstáculos y no repara en cuestiones de dinero».
—¡Pero lo deseo! ¡Lo deseo! Sin embargo, aunque no lo creas, soy lo bastante sensata para no arriesgar la posición que obtendré como Marquesa de Ryde o para despertar la cólera de Darío, así que no te preocupes tanto. Si me ayudas, me portaré discretamente.
Al escuchar aquellas palabras, Orelia se cubrió las mejillas con las manos.
—Me estás chantajeando y eso es poco escrupuloso.
—Querida, todo lo que quiero es divertirme un poco antes de adoptar el respetable estado matrimonial. Imagínate lo aburrido que resultará si tengo un hijo el primer año de casada, sin nada que me distraiga, aparte de los comentarios cínicos del marqués. Por eso quiero divertirme en mi última semana de libertad.
—En realidad no sé qué esperas de mí.
Carolina se sentó en la cama.
—¡Eso quiere decir que lo harás! ¡Queridísima, te adoro! ¡Eres la prima más dulce y maravillosa que nadie tuvo jamás!
—No te prometo nada hasta saber qué debo hacer.
—Es muy fácil. ¿No te lo dijo Adelco? Pretenderás que él te galantea y yo le diré a la duquesa que lo considero muy buen partido. Te invitará a salir pero, como es extranjero, debo acompañarte. Por eso cenaremos con él mañana.
—¿Solas?
—Bueno, ¡no creo que él vaya a invitar al marqués y a su abuela!
—A ellos les parecerá muy extraño —dijo Orelia con voz preocupada.
—¡No! Ya lo tengo arreglado, déjamelo todo a mí. Mañana temprano recibirás una invitación para ir a cenar a la embajada italiana. Yo le diré a la duquesa que su excelencia me habló a mí del asunto y que estuve de acuerdo en que fueras, como por supuesto ansías hacer, siempre que yo te acompañara. Si Darío sugiriera que deseaba ir, cosa muy improbable, le diría que me enteré que el embajador había invitado a un número exacto de personas a la mesa y que otro hombre provocaría una confusión.
—¿Y de verdad no temes que a la duquesa le parezca extraño todo esto?
—Ya debe estar acostumbrada a que los hombres se encaprichen contigo. Antes que nos marcháramos esta noche, vi a Lord Rotherton exponiéndole sus cuitas.
Orelia no contestó nada. Pensaba en la expresión del marqués cuando vio que el embajador la besaba en la mano en el salón de baile.
—Por favor, Carolina —dijo desesperada—, por favor, ¡no quiero hacerlo!
—Si no lo haces, ello no impedirá que acuda a la cita con Adelco. No puedo dejarlo. Es lo más excitante que me ha sucedido en muchos meses. Mañana por la noche cenaré con él en la embajada italiana, y al diablo con las consecuencias.
Orelia suspiró profundamente. Sabía que cuando Carolina se mostraba tan obstinada, era muy difícil que cambiara de idea. Siempre fue así, desde niña.
—Como te dije antes, me estás chantajeando. Muy bien, cenaré en la embajada italiana, pero prométeme que no te propasarás, que recordarás con quién vas a casarte y que tratarás de comportarte correctamente.
—¡Trataré de hacerlo en público, pero en privado será muy diferente!
—Entonces no quiero saber nada del asunto. ¡Odio esta farsa, este subterfugio! Aborrezco verte comprometida en una intriga tan sórdida.
—¡Por lo menos eres franca, Orelia!
Su voz sonó tan fría y en sus ojos se expresaba tanto dolor, que Orelia no pudo menos que abrazarla.
—Queridísima Carolina, no es mi intención ser mala contigo. Es sólo que estoy muy asustada, preocupada de que eches a perder tu vida comportándote de manera tan alocada.
—Tengo que ser alocada a veces. ¿No comprendes, Orelia, que algo dentro de mí anhela la excitación, la emoción de ser amada?
—Creo que eso te sucede porque no sabes amar lo suficiente. ¿No has tratado de amar a su señoría?
—He tratado. Sabes que le tengo mucho afecto a Darío, pero como te dije antes, siento que siempre me está criticando. ¡Si sólo me hablara como Adelco! Si sintiera que su corazón latía desaforadamente, si supiera que respiraba con más rapidez porque yo estaba cerca de él. Si lograra excitarlo hasta hacerlo perder el control de sí mismo, entonces tal vez trataría realmente de enamorarme de él.
—Quizá, cuando estén casados… —comenzó a decir Orelia. Carolina dejó escapar una áspera carcajada.
—¿Eres realmente tan romántica? Te aseguro que sólo en los libros de cuentos, el amor llega después del matrimonio. Cuando el hombre te persigue, cuando no está seguro de conseguirte, cuando va tras lo inalcanzable… es entonces cuando el amor arde con más brío… ¿o tú lo llamarías infatuación?
—Lo llamaría pasión, deseo, pero no amor, Carolina. Y sabes bien en lo profundo de tu corazón, que ése no es el amor con que soñábamos cuando éramos muy jóvenes.
Carolina volvió a reírse.
—El príncipe encantado que iría a rescatar a la pequeña Cenicienta y la llevaría al castillo donde vivirían felices para siempre —la voz de Carolina era amarga—. Esos cuentos no ocurren en la vida. Orelia, demasiado lo sabes. ¡No se puede tener todo! No se puede tener a un príncipe hermoso y rico y a la vez locamente enamorado de ti.
Hizo una pausa.
—Ningún hombre lo reúne todo. Puedes tener a un príncipe o a un mendigo; uno te dará amor, el otro dinero. A menos que seas lista como yo. Puedo tener las dos cosas.
—¡Pero es deshonesto!
—Deshonesto o no, es lo que pienso hacer. Y ahora, debo irme a la cama, porque quiero verme arrebatadora para Adelco mañana en la noche —rodeó a Orelia con sus brazos—. Gracias, querida, sabía que no me fallarías. Por el momento, guarda tu conciencia en el fondo de un cajón oscuro. La podrás volver a sacar el día que me case.
—¡Oh, Carolina, Carolina! —le dijo Orelia riéndose, aunque con lágrimas en los ojos—. ¡No sé que hacer contigo!
—¡Entonces, haz lo que yo quiero! —repuso Carolina y salió de la habitación.
Orelia se desvistió lentamente y se metió en la cama. Supuso que no podría dormir debido a Carolina, a la preocupación por su futuro, pero en vez de eso se encontró pensando en el marqués.
Ahora sabía que se había enamorado de él desde el primer momento, cuando la besó en Morden. Desde entonces, le fue imposible olvidarlo y pensaba en él cada noche. Trataba de alejarlo de su mente, sin comprender que se había convertido en parte de su vida.
Pero ahora se enfrentaba a la verdad. ¡Lo amaba! ¡Lo amaba! El estuvo en lo cierto al compararla con la princesa de «La Bella Durmiente del Bosque», pues su beso la despertó. Jamás sintió antes el contacto de unos labios masculinos y, mucho después que él la tuvo entre sus brazos sin que ella opusiera resistencia, le parecía aún sentir la presión de aquella boca sobre la suya y comprendió que algo extraordinario había sucedido en su corazón.
Desde que llegó a la Casa Ryde, qué claro estaba ahora, estuvo agudamente consciente de su anfitrión: en cuanto lo veía entrar a la habitación en que ella se encontraba, sentía, al mirarlo, un nudo en la garganta y un vuelco en el corazón.
Rehusó comprender lo que significaba la constante ansiedad de su presencia, de verlo atravesar una habitación, de encontrarlo a la cabecera de la mesa del comedor, de observarlo cabalgar en el parque, casi formando parte de su caballo. ¡Lo amaba! Las dos palabras martilleaban incesantes en su cerebro.
Al decir sus plegarias, rezó con fervor tanto por la felicidad de Carolina, como por la de él.
Tenía que luchar por ello, tratar de que su futuro juntos fuese lo más dichoso posible, aunque no conocieran el éxtasis del amor. Pero supo, desesperada, que al ayudar a Carolina a disfrutar de una momentánea diversión, conspirando para ocultar su amorío con el embajador italiano, no ayudaba precisamente al marqués.
Se dijo que aquello estaba mal, pero no podía evitar que Carolina viera a su excelencia. Si no hacía lo que le pedían, la voluntariosa Carolina llevaría de todos modos adelante su capricho sin importarle las consecuencias.
Carolina confiaba en que no la descubrirían, en que los ojos resentidos no advertirían su comportamiento y que escaparía a las lenguas viperinas. Debido a su naturaleza, respondería siempre al llamado de sus sentidos. Era como una criatura que devorara una rebanada de pastel tras otra sin imaginar que pudieran hacerle daño.
Estaba determinada a verse con el embajador y no había nada, pensó Orelia con profundo suspiro, que ella pudiera hacer al respecto, excepto tratar de protegerla de las consecuencias de su propia estupidez.
Recordó que aquella misma noche le había prometido al marqués que jamás le mentiría y ahora debía representar una farsa que afectaría la propia vida de él. Con repentina angustia, Orelia hundió el rostro en la almohada. Se preguntó qué sería peor: ¿dejar que se sintiera herido al enterarse de la verdad, o mentirle, a pesar de su promesa, con la esperanza de que nunca se enterara?
Se dio cuenta de que no le quedaba otra salida que representar el papel que le exigían. Mientras su mente le señalaba que ése era el menor de los dos males, su corazón le gritaba que la única cosa que le preocupaba era proteger al marqués, porque lo amaba.
A la mañana siguiente, ni la duquesa ni Carolina se dejaron ver temprano. Como Orelia no pudo dormir, se levantó para realizar pequeños trabajos pendientes, antes que Carolina despertara. Al fin su prima llegó al saloncito, luciendo extremadamente bella.
—Buenos días, Carolina —dijo Orelia—. ¿Dormiste bien?
—Como un bebé. Estaba cansada y feliz, Orelia; es la combinación perfecta. Además, me dormí pretendiendo que estaba en brazos de Adelco.
Al notar la expresión del rostro de Orelia estalló en carcajadas.
—Querida, es una broma. Jamás tuviste sentido del humor en lo que a mí respecta.
—No cuando hablas así. ¡Carolina, ten cuidado, los muros de esta casa tienen oídos!
—Entonces ya tendrán mucho de qué hablar. ¡Vamos, Orelia! ¡Bajemos a ver si alguien nos lleva a pasear!
Orelia la miró con recelo, pero Carolina ya había salido del cuarto y bajaba a toda carrera la escalera. Orelia la siguió y, al llegar al vestíbulo, observó un enorme canasto de orquídeas blancas sobre una de las mesas doradas.
—¡Qué flores tan bellas! —exclamó involuntariamente.
—¿Quién las habrá enviado? —dijo Carolina y luego exclamó—: ¡Si son para ti, Orelia!
—¿Para mí? Eso es impos…
Al hablar, vio los ojos de Carolina y se quedó callada.
—Hay adjunta una carta —dijo Carolina con intención.
En ese momento se abrió la puerta de la biblioteca y el marqués entró al vestíbulo. Orelia se dio cuenta de su presencia porque todos los nervios de su cuerpo se pusieron tensos.
Casi sin reparar en lo que hacía, tomó la carta que Carolina le dio y la abrió. En la parte superior podía verse el escudo de la embajada italiana. Comenzó a leer.
«Encantadora, adorable señorita Stanyon:
¿Puedo rogarle que esta noche honre mi embajada con su presencia para la cena? Esperaré ansiosamente que acepte mi invitación y enviaré un carruaje a recogerla a la Casa Ryde a las siete y media. Anoche me dijo que no estaba comprometida y por ello no acierto a expresar la ansiedad con que aguardo su llegada.
Quedo, su más humilde admirador.
Adelco di Savelli».
—¡Que carta tan encantadora! —exclamó Carolina al leerla sobre el hombro de Orelia—. Pero querida, no creo que sea correcto que vayas sola. Después de todo, no sabe uno si confiar en estos extranjeros, ¿verdad, Darío?
Al hablar, miró al marqués, quien observaba con actitud desdeñosa el canasto de orquídeas.
—¿De quién hablas, Carolina?
—De su excelencia, el embajador de Italia, que ha perdido el corazón por Orelia. Anoche lo noté en sus ojos y me pidió permiso para invitarla a cenar esta noche. Dije que lo consideraba posible, pero estoy segura de que pensarás que tuve razón al sugerir que yo debía acompañarla.
Orelia no se atrevía a mirar al marqués; se quedó mirando estúpidamente la carta que aún sostenía en la mano. Pensaba romperla, tirarla y anunciar que no tenía intenciones de asistir a la embajada italiana.
Entonces oyó decir al marqués:
—Por supuesto que Orelia debe hacer lo que desea y si crees que es tu deber acompañarla para proteger su reputación, hazlo.
Hubo algo en el tono de su voz que hizo sospechar dolorosamente a Orelia que él intuía la verdad. Pero luego se dijo que era sólo su imaginación. ¿Cómo iba a saber él que el embajador estaba en realidad interesado en Carolina?
—Las orquídeas están preciosas —comentó Carolina—. Y ahora, querida mía, debes subir a escribirle una nota al embajador, diciéndole que ambas estamos encantadas de aceptar su invitación.
—¿Vamos a pasear, Carolina —preguntó el marqués cortante—, o tienes otros planes para esta mañana?
El modo como dijo «otros planes» hizo sospechar a Orelia. No se atrevió a mirarlo a los ojos y, temiendo hablarle, subió corriendo la escalera como si todos los diablos del infierno la persiguieran. Al llegar al rellano, oyó decir a Carolina:
—Darío, creo que el embajador sería un partido muy apropiado para Orelia.
No pudo oír la respuesta del marqués porque entró corriendo a la sala de estar y cerró la puerta de golpe.
Era intolerable que Carolina la pusiera en aquella posición, pensó. Y luego, humildemente, se dijo que la opinión que el marqués tuviera de ella no era de importancia. Había sido amable, era cierto, pero ella sólo era la prima de su prometida, una chica que se encontraba bajo su protección y que ignoraba por completo las normas sociales y él había tenido, casi innecesariamente, que hacerse responsable por ella.
Recordó su gentileza de la noche anterior, la forma en que le dijo que semejaba un rayo de luna. Sólo palabras: cualquier hombre podía admirar la belleza de una mujer sin interesarse en ella como persona. Una vez el marqués la comparó con un cuadro de Botticelli. Eso era ella para él, un objeto de admiración y nada más.
Ayer se había enfurecido por su acción indiscreta, pero todo se debió al disgusto que le causó su supuesta depravación. Sin embargo, jamás olvidaría el tono de su voz cuando le pidió perdón.
Orelia enterró el rostro entre sus manos. Anoche creyó que se metía a un laberinto, pero ahora sabía que se trataba de algo peor. Se sentía atrapada en la tela de una araña gigante, enredándose más cada vez que se movía.
Quería escapar, ocultarse, pero sabía que debía quedarse. Tenía que ayudar a Carolina y engañar al marqués, aunque deseara, desesperadamente, ayudarlos a los dos. Aunque pensó, desalentada, que existía la posibilidad de que ella saliera crucificada en el proceso.