Capítulo 1

La puerta de la posada «Jorge y el Dragón» se abrió y un caballero salió al aire helado del mes de noviembre.

El sol se ocultaba tras los árboles, cuyas ramas desnudas semejaban los raquíticos dedos recortados contra el cielo dorado.

El ruido y las risas de la posada disminuyeron cuando el caballero cerró la puerta. Luego, se colocó gallardamente el sombrero de copa sobre el cabello oscuro y miró a través de los pastos comunales de la villa, al faetón negro y amarillo tirado por cuatro caballos castaños que lo esperaba.

Sus caballos no eran los únicos animales finos que se veían en el patio, los había cazadores, cansados y lodosos, que eran llevados lentamente a casa por sus palafreneros, y los faetones, los carros abiertos, los cerrados landós, cuyos propietarios habían pasado un día agotador en la silla de montar, esperaban para transportar cómodamente a sus amos.

El caballero estaba a punto de cruzar el angosto camino que lo separaba de su carruaje, cuando escuchó una voz musical, aunque ligeramente asustada, que decía:

—Por favor, señores… les ruego que me dejen pasar.

—¡No! ¡Tienes que elegir! ¡Debe ser cualquiera de nosotros!

El caballero reconoció la voz de un libertino barón y, mirando distraídamente en dirección a la posada, pudo ver en el escalón superior de una casita de campo de barda blanca y negra, a una joven que llevaba una capa azul adornada con piel gris.

La capucha le cubría la cabeza pero, aun a esa distancia, él distinguió el pequeño y blanco rostro en el que sobresalían unos enormes ojos oscuros.

Frente a ella se encontraban el barón y otro joven, vestidos ambos con pantalones de ante blanco salpicados de lodo y chaquetas de caza rosadas con las solapas verdes del Morden Chase.

—¡Vamos, decídete! —insistió el barón.

A juzgar por sus balbuceos era evidente que el ponche caliente que le sirvieron en «Jorge y el Dragón» le había hecho mucho efecto.

El caballero dio un paso más hacia su carruaje. Después de todo, si el joven Haydon y su amigo deseaban perseguir a una joven de la localidad no era asunto suyo, y él no iba a echarles a perder la diversión.

—¡Por favor… por favor, déjenme seguir… se los ruego!

El tono de voz de la joven lo hizo retroceder. Parecía una chica tan joven y tan indefensa que lo impulsó a volver sobre sus pasos.

—¡Creo que yo gané!

Fue el amigo del barón quien habló. No cabía duda de que era muy ladino y de que el licor había exacerbado sus instintos.

—¡Vamos, preciosa! —Se adelantó y estiró los brazos haciendo ademán de rodear con ellos a la joven que se encontraba en el escalón.

Ella retrocedió atemorizada y el caballero dijo entonces secamente:

—¡Creo que oyó decir a la dama que la dejara pasar!

Dijo aquello con voz ligeramente divertida, pero el barón se volvió a mirarlo fijamente y, casi de inmediato, su rostro adquirió una expresión de disculpa.

Pero su amigo tardó más en descubrir quién había hablado.

—¿Qué diablos tiene que ver con…? —comenzó a decir, pero al reconocer al caballero abandonó confundido su actitud agresiva.

El caballero los ignoró a ambos y se inclinó irónico ante la pequeña figura parada en la puerta.

—¿Me permite escoltarla a su carruaje, Madame… si es que trajo alguno?

Ella levantó la cabeza para mirarlo. A pesar de la escasa luz reinante, sus grandes ojos y extraordinaria juventud no pasaron desapercibidos al caballero.

—Gracias… —contestó sin aliento.

Bajó el escalón para detenerse a su lado e ignoró al barón y a su amigo, quienes la dejaron pasar sin añadir una palabra más.

Era muy pequeña; su cabeza apenas llegaba a los amplios hombros del caballero. Aunque él era excepcionalmente alto y poseía, pensó ella nerviosamente mientras lo miraba, cierta sobrecogedora fuerza interior.

No se trataba tanto de su apariencia como de su presencia de ánimo y pudo comprender por qué los hombres que la habían estado acosando como a una presa acorralada, se habían intimidado ante él.

Los prados comunales se extendían a la derecha de la posada y al frente de otras casas de campo de bardas blancas y negras.

Los cercaban troncos de árboles y, al otro lado, el Estanque de los Patos donde, según la leyenda, más de una docena de brujas se enfrentaron a la muerte siglos atrás.

En el centro del prado había una calesa antigua de la que tiraba, mientras pastaba, un enorme y rollizo pony moteado, contrastando absurdamente con los elegantes vehículos y los caballos de pura sangre que rodeaban la posada.

La joven de la capa azul se dirigió de prisa hacia la calesa y, como sus pasos eran tan cortos, parecía correr para poder ir a la par del caballero, que caminaba con lentitud.

Sólo después de que estuvieron lejos de las cabañas y los dos frustrados cazadores no podían escuchar, ella se decidió a hablar de nuevo. Con aquella vocecita suave que atrajo antes la atención del caballero, dijo:

—Le estoy muy agradecida, señor. Todo sucedió por mi culpa… olvidé que los participantes de la cacería se reunían hoy aquí.

—Creo que eso acontece cada año.

—Así es, pero lo olvidé.

—El año entrante deberá tener más cuidado.

—Lo tendré.

Para entonces, ya habían llegado a la calesa y él observó las riendas anudadas y atadas con cuidado al guardafango.

—¿Va muy lejos?

Ella sacudió la cabeza.

—Sólo a corta distancia. Gracias de nuevo.

El bajó los ojos para mirarla. El sol que se había ocultado, envió un postrer rayo de luz que atravesó los árboles desnudos y brilló sobre su rostro. Era muy hermosa…

Había algo etéreo en aquella pequeña cara ovalada, algo espiritual, que el caballero jamás había visto antes o, por lo menos, desde hacía mucho tiempo, en ninguna mujer.

Le recordaba una pintura famosa, aunque por el momento no acudía a su mente el nombre del artista.

Advirtió en ese instante que sus ojos eran azules. No era el tono azul que uno esperaba ver de acuerdo al cabello rubio pálido que asomaba bajo de la capucha, sino el azul profundo y tempestuoso de un mar invernal aunque curiosamente las largas pestañas que los rodeaban, eran oscuras.

«Ojos extraños» —se dijo—. «Ojos misteriosos».

A su vez, aquellos ojos, que sostenían su mirada, parecían fascinados.

—Tiene que cuidarse mejor —le dijo él con voz profunda y luego, torciendo ligeramente los labios preguntó—: ¿Recibiré una recompensa?

—¿Recompensa?

Ella lo seguía mirando. Jamás imaginó que un hombre pudiera ser tan bien parecido, tan increíblemente gallardo y a la vez tan cínico, tan sardónico y… quizá la palabra correcta era… ¡pícaro!

Diciéndose que su rostro le recordaba al de un pirata, bajó la vista confundida, apoyándose en la calesa.

—La salvé y ello tiene un precio. ¿No les enseñan en el campo que las deudas de honor se pagan?

Perpleja, lo miró de nuevo.

—Creo que no… sé… lo que quiere decir —susurró.

—Creo que sí —replicó y, levantándole el mentón con los dedos de la mano derecha, se inclinó y la besó en los labios.

Durante un largo rato, ninguno de los dos se movió. Ella sintió como si se hubiera vuelto de piedra. Le pareció increíble lo que le estaba sucediendo. No podía comprender cómo, de pronto, la cálida boca de él se apretaba fuertemente sobre la suya.

La mantenía prisionera de sus labios y ella, desde algún rincón oscuro de su mente, comprendió que tenía que tratar de escapar.

¡Debía apartarse de él! Sin embargo, confundida, había perdido la voluntad y permanecía inmóvil.

Entonces, él levantó la cabeza y la liberó.

—No cabe duda de que hará sumamente feliz a un rústico campesino —dijo con voz seca y burlona, y se alejó.

Ella se quedó muy quieta al verlo marchar. Le costaba trabajo creer lo sucedido: un hombre, a quien jamás había visto en su vida, la había besado.

Increíblemente, ajena a toda modestia, se abstuvo de luchar contra él o de evitar que la besara. Sólo permaneció estática, dejando que los labios de aquel hombre se apoderaran de los suyos.

¡Fue un sueño, algo inverosímil que sucedió a pesar de todo!

Subió a la calesa. El sol se había puesto y la alta figura de anchos hombros que se alejaba se perdía en la penumbra. No deseaba mirarlo ya. Debía regresar a casa y tratar de explicarse a sí misma si podía, cuanto ocurrió.

El pony moteado avanzaba lentamente y con desgano por el camino. Dejaba atrás el suave pasto, pero le esperaba un establo cómodo y heno fresco.

Apuró un poco el paso y apenas había recorrido un cuarto de kilómetro, se introdujo a través de una entrada de piedra.

Después de un corto trecho, al salir de la sombra de los viejos árboles de roble, apareció a la vista una hermosa mansión isabelina de ladrillo rojo, techo de madera, ventanas con gabletes y puerta principal de roble tachonado.

Apenas divisó la calesa, un sirviente, que parecía estar esperándola, se adelantó corriendo.

—Llega tarde, señorita Orelia —dijo con el reproche familiar de un viejo criado.

—Lo sé, Abbey —replicó Orelia—, pero la pobre Sarah murió hace sólo una hora.

—¿Murió al fin, señorita?

—Sí, Abbey, y debemos alegrarnos. Sufrió muchos dolores en estos últimos meses.

—Lo sé, señorita, y de seguro agradeció el tenerla a usted allí.

—Creo que me quería —dijo Orelia sencillamente. Apenas se bajó de la calesa, se abrió la puerta principal. Otro anciano, de más de sesenta años, aguardaba.

—Al fin regresó, señorita Orelia, iba a mandar a Abbey a buscarla.

—¿El tío Arturo? —preguntó Orelia ansiosa.

—El doctor está con él, pero no creo que haya mucha esperanza.

—Subiré a verlo.

Orelia se desabrochó la capa y se la entregó al mayordomo. Se pasó una mano por aquel cabello rubio pálido… tan pálido, que recordaba el brillo del sol que anuncia la primavera.

Su vestido era sencillo y ligeramente pasado de moda, pero no acertaba a ocultar la delgada, flexible gracia de su joven figura y las suaves curvas de sus senos. Sobre ellos el esbelto cuello confería al pequeño rostro de claro cabello un porte y una belleza etérea que la hacía parecer un ser de otro mundo, como una ninfa o una joven diosa del Olimpo.

Subió la escalera con tanta prisa que sus zapatillas parecían volar sobre la gastada alfombra.

Luego, se detuvo un momento en el descanso antes de abrir la puerta de la alcoba, los ojos sombríos de ansiedad y aprensión.

No fue sino hasta el día siguiente que Orelia tuvo tiempo de volver a pensar en el caballero que la rescató de las torpes atenciones de los dos jóvenes cazadores borrachos, sólo para insultarla a su vez.

Pero ¿fue en realidad un insulto? ¿No perdonó ella su comportamiento al abstenerse de protestar? El le restó importancia, desde luego, a su persona: «No cabe duda que hará extremadamente feliz a algún rústico campesino», le había dicho.

Recordaba su voz y aquel tono seco y burlón que indicaba a las claras que ni siquiera la consideraba digna de ser la esposa de un caballero. Pero, por supuesto, ninguna dama noble o bien nacida, viajaría sola.

Deseó haber podido explicarle por qué se llevó al pueblo la calesa tirada por el rollizo pony, sin que la acompañara ningún sirviente.

Abbey debía recoger una medicina en casa del médico y el chico que lo ayudaba en el establo estaba enfermo. Si deseaba visitar a la vieja Sarah, que agonizaba, tenía que ir sola.

¿Cómo pudo ser tan tonta de olvidarse de la reunión del Morden Chase en «Jorge y el Dragón»? ¿Y cómo pudo permanecer impasible, cuando el desconocido la besó?

Pensó que tal vez estaba azorada y aturdida debido a la muerte de Sarah, la querida y vieja Sarah, a quien conocía desde niña, y quien la cuidó cuando llegó a Morden a vivir con su tío Arturo, la única madre que había conocido en su vida.

Pero ahora Sarah se había ido y también el tío Arturo.

Murió antes del amanecer, sosteniendo la mano de Orelia, aunque hablaba de personas que, o bien habían muerto hacía mucho tiempo, o ella no conoció.

Cuando se refirió al padre de Orelia, dejó entrever cuán profundamente amó a su hermano. Pero había otros parientes a quienes debió conocer cuando era niño y que eran sólo nombres para Orelia.

Luego, poco tiempo antes de morir, preguntó:

—¿Y Carolina? ¿Dónde está Carolina?

—En el extranjero, tío Arturo —contestó Orelia—. Estaría contigo ahora si supiera que la necesitabas, pero ni siquiera sé su dirección.

—En el extranjero. Siempre vagando por ahí, jamás contenta de estar en casa, siempre metida en problemas. Tienes que ayudarla, Orelia.

—Me temo que Carolina no me escuche, tío Arturo.

—Lo hará —insistió él débilmente, aunque con convicción.

—Siempre te hacía caso. Fuiste una buena influencia… para Carolina. Te quedarás con ella, no la dejes meterse en líos… prométemelo.

—Trataré de hacerlo.

—¡Prométemelo! —insistió su tío.

—Lo prometo.

No estaba segura de lo que prometió, pero comprendió que el juramento que se hacía a un moribundo debía tener algún significado.

Era curioso que su último pensamiento, sus últimas palabras coherentes, estuvieran dedicadas a Carolina. En los últimos años significó muy poco en su vida y algunas veces parecía que casi la había olvidado y que era a Orelia a quien miraba como hija, ya que tenían tantos intereses en común.

No se podía esperar que Carolina se contentara con la pobreza, la incomodidad y la falta de diversiones de Morden.

Era tan bella, tan vivaz y sentía tantas ansias por la vida social, que no era sorprendente que casi no supieran de ella.

Pero ahora que su padre había muerto, Orelia se dijo que debía ponerse en contacto con Carolina de alguna manera, que ella debía regresar a casa, que debía reclamar la herencia que él le dejó, por pequeña que fuera.

En los meses que siguieron, Orelia comprendió que todo dependía del regreso de Carolina.

Tenía que poner cuanto estuviera de su parte para seguir adelante, para conservar la propiedad como estaba, hasta que la hija y heredera de la casa regresara al hogar.

Los abogados aceptaron adelantar cierta suma de dinero para pagar a los ancianos sirvientes y para el cultivo de las tierras, pero no ocultaron que lo hacían con renuencia, pues no tenían autoridad de pagar nada sin el permiso de Lady Carolina.

—Creo que está en Roma —les dijo Orelia—, pero no estoy segura. Hace unos meses, un mensajero nos trajo una carta suya. Nos dijo que viajaba por Italia y que intentaba quedarse por algún tiempo en Roma. Eso es todo lo que sé. Envié una carta por barco a la dirección que mandó, pero pudo haberse mudado, por supuesto.

—Entonces, señorita Stanyon, confiamos en que no gastará mucho —dijo el abogado.

Su voz, precisa y seca, parecía carecer de la menor pizca de humanidad.

—Haré lo mejor que pueda.

Unos parientes lejanos asistieron al funeral y cuando terminó se leyó el testamento. Era muy simple.

El quinto Conde de Morden, dejó cuanto poseía a su única hija, Lady Carolina Stanyon. Pero, en un codicilo con fecha 9 de septiembre de 1917, agregó:

«También confío a mi hija el cuidado y tutela de mi sobrina, Orelia Stanyon, cuya bondad y atenciones hacia mí durante estos años, me produjeron gran felicidad. Ordeno a mi hija que permita a su prima Orelia considerar esta casa como su hogar, y a Orelia le pido a cambio que ayude a mi hija Carolina y que sea, como en el pasado, su inspiración y su guía».

Orelia sintió que el rubor afloraba a sus mejillas cuando el abogado leyó la extraña solicitud.

Los parientes presentes la miraron con curiosidad y ella advirtió la expresión de alivio que asomó a sus rostros, al saber que no tenían que hacerse cargo de ella, ni ofrecerle ningún tipo de hospitalidad.

Cuando todos se fueron y se quedó sola en la casa, se enfrentó con aprensión al futuro.

¿Qué pensaría Carolina de las curiosas instrucciones de su padre? ¿Estaría preparada para actuar como tutora de una joven con la que creció y con quien ahora tendría, obviamente, muy poco en común?

Una cosa era que Carolina le tuviera cariño a su prima menor cuando eran niñas y permitiera que Orelia se ocupara de ella, la obedeciera, la quisiera y estuviera orgullosa de ser su confidente y otra que estuviera dispuesta a ser su tutora.

Orelia recordó cuán a menudo se sentaba en la cama de Carolina para escuchar los relatos de sus conquistas amorosas. Desde los trece años, Carolina incitaba a los hombres a que la persiguieran y a Orelia no la sorprendía. No había nadie más encantadora, más seductora o coqueta que su prima.

Con sus rizos sueltos y oscuros, el rostro ovalado, los negros ojos vivaces y la boca roja como botón de rosa, resultaba una irresistible provocación para cualquier hombre joven de las cercanías.

Luego, cuando creció, se fue a Londres con su madrina, una parienta lejana, y regresó entusiasmada del éxito logrado.

Desde el amanecer hasta el anochecer hablaba de los enamorados que a todo lo largo y lo ancho de la calle St. James, pusieron el corazón a sus pies, entonaron odas a sus ojos y brindaron por ella.

Carolina se enamoró a los diecisiete años.

Fue entonces cuando Orelia le resultó indispensable, pues tenía que hablar siempre de sus sentimientos, de sus enamorados, y sus planes futuros y Orelia se sentía muy feliz de escucharla.

Había una diferencia de tres años entre las primas y, sin embargo, algunas veces, a los catorce años, Orelia se sentía mayor que Carolina.

Carolina jamás se tomaba tiempo para pensar; era impetuosa, irresponsable y se dejaba llevar fácilmente por la excitación del momento. Jamás se detenía a reflexionar antes de actuar.

—¡Oh, Carolina, por favor no hagas eso! —le rogaba Orelia.

—¿Por qué no? ¿A qué esperar? ¡Esto es vida! ¡Esto es vivir! ¡Quiero disfrutar cada momento, Orelia. Es muy fácil perderse algo y yo no intento privarme de nada!

Carolina no se privó de nada. Al cumplir dieciocho años, impetuosamente, se casó con un apuesto primo lejano, un Stanyon, joven derrochador, jugador y valentón.

Sucedió como reacción a su primera relación amorosa, como Orelia sabía. Fue un gesto desesperado para evitar ser herida, para pretender que su corazón no sufría, que no extrañaba al hombre amado, quien la dejó precisamente por quererla demasiado.

No tuvo otra salida, pues a la muerte de su padre se quedó endeudado y con una propiedad empobrecida.

—Sí, soy Lord Faringham —le había dicho amargamente—: un noble con un techo que gotea y con la bolsa vacía. ¿De qué sirve mi corazón en tales circunstancias?

Hubo abundantes lágrimas por parte de Carolina y exclamaciones incoherentes del hombre que la adoraba desde la cuna. Entonces, una mañana, él desapareció.

—Haré una fortuna, amada mía —escribió—. ¡Espérame… te amo, te amo!

Pero Carolina no esperó. Se negó a ser infeliz y, huyendo de sus propias emociones, perdió la cabeza por un experto y joven libertino.

Fue un matrimonio idiota… destinado al fracaso, pero nada de lo que Orelia pudiera decir impediría que Carolina se casara con Harry Stanyon.

Y, a los seis meses de matrimonio, murió Harry, de la misma manera loca en que vivió: montando con los ojos vendados en una carrera a campo traviesa en la que dos hombres salieron gravemente heridos y tres caballos tuvieron que ser sacrificados.

Aquella tragedia innecesaria hizo decir a la gente que el desenfreno de la regencia había llegado demasiado lejos y que el regente era una influencia nociva y ofrecía un mal ejemplo a los jóvenes caballeretes que lo rodeaban, que la sociedad debía mostrar más sentido del decoro y que algo se debía hacer al respecto.

El asunto fue la comidilla de nueve días… Los chismosos no hablaron de otra cosa y se publicaron caricaturas y artículos alusivos en los periódicos, pero después, todo se olvidó con rapidez.

Pero el hecho fue, que Harry Stanyon murió y Carolina se convirtió en viuda antes de cumplir diecinueve años.

Fue entonces cuando por primera vez en su vida, se sintió un poco deprimida y aprensiva hacia el futuro y su madrina acudió a rescatarla.

Antes que se sintiera en Morden el impacto de lo sucedido, y de que el conde pudiera darse cuenta de la clase de ambiente en que su hija se desenvolvía, Carolina se había marchado a Europa en un largo viaje.

Sólo por alguna carta ocasional, Orelia y su padre se enteraban de su paradero y de sus asuntos.

Pero aun las escuetas líneas que les mandaba, permitían adivinar claramente que Carolina no sólo había recobrado el buen ánimo, sino que se divertía intensamente.

Ahora, al pensar en su prima, Orelia exhaló un ligero suspiro. A menos que se encontrara otro marido, ¿qué iba a hacer a su regreso? Era obvio que Morden le parecía demasiado aburrido. Aunque, como estaban cerca de Londres, no sería difícil invitar amigos para que la visitaran y Carolina podría reanudar la vida social que tanto disfrutaba.

Pero, se dijo Orelia, ¿cómo obtendría dinero? Ése era el verdadero problema, el punto crucial: el dinero.

Estaba cansada de oírlo… se necesitaba dinero para la tierra, para la casa, para los salarios… y una cosa era segura, aunque nunca se quejaba: jamás había dinero para ella.

Entonces comenzó a pensar. Tenía mucho tiempo para hacerlo, porque la nieve los aisló esa Navidad.

Afortunadamente, había bastante leña para mantener el fuego en la casa y la vieja cocinera, quien había estado casi cincuenta años en Morden, tenía preparadas aves y pescado para que hubiera suficiente comida, además de los jamones colgados de los maderos en la cocina y las palomas que abundaban en el palomar. Aunque Orelia no se preocupaba demasiado de lo que comía.

Se le ocurrió de pronto una idea mientras ordenaba los papeles en los que su tío trabajó hasta que murió. Ella lo había ayudado: copió su desaliñado manuscrito en su bella y distinguida letra; archivó los libros de referencia para poderlos consultar nuevamente en un momento dado y, tomó tantas notas que al final conocía ya tanto del tema como su tío.

Cuando llegaban papeles de Londres, a menudo los leía y luego le indicaba a su tío los fragmentos que podían aplicarse al libro que resumía.

Las copias de Hansard y el reporte oficial diario de los discursos en las Casas del Parlamento llegaban regularmente y Orelia los revisaba, cuando su tío no tenía tiempo, en caso de que tuvieran algún significado especial que a él pudiera interesarle.

Pero el libro no estaba terminado cuando él murió. Sólo llegó a la mitad y Orelia comprendió que ella no podía terminarlo. Sin embargo, había algo que sí podía hacer. Mientras más lo pensaba más segura se sentía de que era capaz de realizarlo.

Durante todo diciembre y pasada la Navidad, Orelia estuvo trabajando en el estudio de su tío y, al final de enero, hizo un paquete y lo mandó a Londres.

Cuando lo despachó, se sintió extrañamente agotada, como si hubiera dado todo lo que era capaz de dar de sí misma.

En Morden la vida siguió su curso y no fue sino hasta mediados de mayo que Carolina regresó sin avisar.

Un momento antes, el lugar había estado callado y oscuro y al siguiente instante todo fue ruido, excitación. El sol brillaba de nuevo… ¡Carolina estaba en casa!

Descendió de un costoso carruaje tirado por cuatro caballos sudorosos y por unos segundos Orelia tuvo dificultad en reconocerla.

Jamás la había visto tan bella ni tan elegante. Su abrigo de viaje de terciopelo rojo adornado con pequeñas bandas de armiño, armonizaba con el gorro adornado de plumas rojas de avestruz, amarrado bajo la barbilla con cintas de raso.

—¡Orelia, estoy en casa! Tengo mucho que contarte.

Era la misma Carolina, de siempre, no había duda.

Entró como una tromba en el vestíbulo. Reía, hablaba, sonreía a los viejos criados, pedía refrescos y arrojaba su manguito de armiño sobre una silla y sobre otra su sombrero.

Orelia sintió como si la vida hubiera vuelto a la casa y en lo profundo de su corazón se aprestó a recibirla.

—Queridísima Orelia ¿qué te hiciste? —exclamó Carolina—. Pero, por supuesto, ¡ya sé lo que es! Creciste, y yo que seguía pensando en ti como en una niñita que se sentaba en mi cama y escuchaba mis sensacionales aventuras de amor.

—No podemos dejar de crecer —rió Orelia—. ¡Tengo dieciocho años, Carolina, y tú cumplirás veintidós en julio!

—No me lo recuerdes. Pero tú… tú, estás preciosa, Orelia. No tenía idea que llegarías a ser una belleza.

—Una muy insignificante a tu lado —dijo cándidamente Orelia.

—Tonterías, hacemos un contraste perfecto, como de costumbre. Tú siempre fuiste el angelito bueno y yo el travieso diablillo negro ¿no te acuerdas?

—Recuerdo que siempre fuiste bonita y la persona más excitante que jamás conocí.

Carolina rió, obviamente encantada con el halago.

—Tengo tanto que contarte —dijo, y luego, al mirar alrededor del cuarto, agregó—: ¡Cielos, qué gastado está todo! ¡Gracias a Dios que podemos irnos de aquí! ¡Nos iremos a Londres y tú vendrás conmigo! Hice planes para llevarte como mi dama de compañía y ahora que te veo, comprendo que tu belleza no puede seguir escondida en este agujero aburrido y deprimente.

Enlazó su brazo al de Orelia.

—Las dos juntas, prenderemos fuego a la ciudad. ¿Cómo nos llamarán? Porque, como bien sabes, en el bello mundo todos tienen apodos.

—Oí que tú eres «¡la incomparable entre las incomparables!».

—Ése es sólo uno de los apodos, pero ya verás cómo nos vamos a divertir. Deslumbraremos al mundo social con nuestra presencia. Me pareció extraordinario que papá me nombrara tu tutora. Seré muy mala tutora; ¡espero que tú me cuides a mí, Orelia!

—¿Ya te enteraste de lo de tío Arturo?

—Encontré una carta de los abogados esperándome en casa de mi madrina en Londres.

—Yo te escribí a Roma.

—Ya me había marchado, pero un amigo me la llevó a París. Tú sólo me comunicabas que papá había muerto. La semana pasada, cuando regresé, encontré junto con la comunicación de los abogados, una copia del testamento.

—Carolina, me temo que hay muy poco dinero —dijo Orelia disculpándose—. Cuando hablas de ir a Londres, me pregunto cómo podremos darnos ese lujo.

Carolina echó riendo la cabeza hacia atrás. Se veía tan bonita al hacerlo, que a Orelia le pareció un alegre ave del paraíso y se preguntó cómo sería posible explicarle a esta reluciente y gloriosa criatura que no podría obtener ninguna de las cosas que deseaba, porque no podía pagar por ellas.

—No te he contado mis novedades —dijo Carolina—. Ahora, pon atención, porque realmente es algo estupendo. ¡Voy a casarme!

—¿A casarte? Pero ¿con quién?

—¡Jamás lo adivinarías, ni en mil años! Es algo maravilloso, increíblemente excitante. El marqués de Ryde se me declaró.

—¿El marqués de Ryde? ¿Se supone que debo saber quién es?

—¿No conoces al marqués de Ryde? ¡Qué vergüenza, Orelia! Realmente vives atrasada si jamás has oído hablar del «marqués malvado».

—¿El «marqués malvado»? —repitió Orelia tontamente—. Pues me imagino que si lo llaman así no desearás casarte con él.

—¿No desear casarme con el marqués de Ryde? Orelia, debes ser realmente una boba si no te das cuentas de que pesqué al soltero más evasivo, más codiciado y sensacional de toda la Gran Bretaña.

Exhaló un profundo suspiro.

—Su señoría es rico, tiene mucho poder y tantas posesiones que hasta él mismo ha perdido la cuenta. Es hermoso, exigente y por supuesto, malvado. ¡Es irresistible!

—¿Y te ama?

—No creo que el marqués ame a nadie más que a sí mismo y así ha sido siempre, pero desea un heredero y una esposa que haga honor a su mesa, a sus joyas y a sus posesiones y, ¿quién mejor que yo?

Carolina dijo aquello con voz alegre y despreocupada y luego, en un tono más confidencial agregó:

—Orelia, jamás creí que lo lograría. Nos conocimos en París y me dijo que me admiraba. Pero con el marqués, nunca se puede estar segura. Es uno de esos hombres que la hacen sentir a una que jamás es sincero. Pero creo que estaba metido en un lió.

—¿Qué quieres decir?

—Oí rumores, vagos, porque el marqués cubre sus pasos con mucha habilidad, de que estaba involucrado con una dama muy importante, tan absorbente que podía causar un escándalo político.

Carolina dejó escapar una risita y continuó.

—De todas maneras, después de portarse en forma muy agradable, pero nada más, se me declaró de pronto. ¿Puedes creerlo? Seré la marquesa de Ryde, la figura social más importante de toda Inglaterra después de la familia real.

Orelia se alejó de su prima.

—¿Y qué pasará con George?

Durante un momento pareció que todo el cuarto se quedaba quieto. Luego, con una voz completamente diferente, Carolina replicó:

—¿George? George debe estar muerto. Hace más de un año que no sé de él. Estaba en la India entonces o en otro de esos ridículos lugares. No tiene objeto pensar en George. Además, ¿cómo puedes compararlo con el marqués de Ryde?

—Lo amabas. Sólo te casaste con Harry porque te sentías desgraciada cuando él se fue. Pensé que tal vez ahora que Harry está muerto, esperarías su regreso.

—¡No va a regresar! ¡Jamás lo hará! Y además, aunque así fuera, creo que nuestros sentimientos han cambiado. Yo sólo tenía diecisiete años, Orelia, ¿qué sabia yo del amor y qué sabía George?

—Se fue porque te amaba tan desesperadamente, que no te quiso pedir que compartieras incomodidades y pobreza. Te pidió que esperaras hasta que pudiera hacer fortuna.

—¿Y cuánto puede tardar eso? ¡No seas absurda, Orelia! El marqués de Ryde me acaba de hacer el ofrecimiento más espléndido, más brillante que cualquier mujer puede desear. ¡Voy a ser su esposa! Ningún hombre en el mundo podría ofrecerme mejor posición social.

—¡El «marqués malvado»! —dijo Orelia pensativamente—. ¿Por qué es malvado?

Carolina se encogió de hombros.

—Lo llaman así, por ser tan apuesto; porque cada mujer a la que chasquea los dedos corre tras él como un perrito faldero en busca de sus favores.

Carolina se rió, pero Orelia no sonrió siquiera.

—Todos los maridos están celosos de él. Y, por si fuera poco, además de ser rico, su señoría gana todas las noches una fortuna en las cartas, sus caballos tienen éxito en el hipódromo y el regente le consulta todo. Por eso, inevitablemente, hay personas siempre listas a atribuirle todo tipo de crímenes, simplemente porque los consume la envidia.

—¿Eso es todo? —preguntó Orelia.

—Por supuesto que no. En Roma, ofreció orgías tan fantásticas, que se dice que el Papa amenazó con excomulgar a cualquiera que asistiera. En Venecia, una princesa trató de cortarse la yugular cuando el marqués se cansó de ella.

—¿Murió?

—No, la salvaron. En París, su señoría causó tal conmoción en las salas de juego del Palais Royal que él mismo declaró que ya era hora de irse a casa. Te aseguro que se ganó su apodo.

—¿Y realmente crees que es malvado?

Carolina no ignoró la pregunta de Orelia, pero se encogió de hombros nuevamente.

—Eso espero. Por lo menos, así no será tan aburrido como otros hombres.

—¿Y crees —insistió Orelia—, que llegarás a amarlo con el tiempo?

—¡Amor! El marqués no desea amor. Una esposa entremetida y abnegada lo aburriría soberanamente. Querida y tonta Orelia, realmente tendré que educarte para que funciones en el bello mundo. Su señoría y yo haremos un trato… yo le daré el heredero que necesita y él me dará todo lo que quiero.

Hubo una pequeña pausa y, por un fugaz instante, sus ojos se quedaron sin expresión. Luego, desafiante, agresiva casi, exclamó en voz alta:

—¡Todo lo que pueda desear, Orelia!