Capítulo 3

Tres días después, Rupert había mejorado y Orelia encontró tiempo para ocuparse de nuevo del vestido de muselina.

Esperaba aún ser cortado en la sala de estar que Carolina y ella usaban, cuando no salían de casa.

No salían mucho, pues después de hacerse público su compromiso con el marqués, Carolina era agasajada constantemente y Orelia ocupaba su tiempo en tratar de conseguir que Rupert recuperara la salud. No fue difícil: después de recibir la noticia de que no regresaría a Oxford, sino que entraría al ejército, luego de un momento de incredulidad, se apoderó de él una excitación que de inmediato contribuyó a su recuperación.

—¿Cómo lo logró, señorita Stanyon? ¿Cómo pudo persuadir al marqués malvado a cambiar de opinión?

Vio la sorpresa retratada en la cara de Orelia y añadió a toda prisa:

—Creí que sabía que todo el mundo llama así a mi tío.

Orelia no contestó y él añadió bastante avergonzado:

—Supongo que fue de mal gusto decir eso, sobre todo ahora que ha aceptado que me una al regimiento de mi padre. Pero sé bien que es a usted a quien debo ese generoso gesto. ¿Cómo lo logró?

Orelia sonrió.

—Creo que su señoría comprendió que era una solicitud razonable.

—¡Razonable! El nunca ha sido razonable en lo que a mí se refiere. No, usted debe tener un poder mágico sobre él. ¿Será que está enamorado de usted?

—¡Ésa es una impertinencia!

Orelia se irguió orgullosamente y sus ojos centellearon. Rupert capituló.

—Le pido mil disculpas; por favor, no se enoje conmigo, señorita Stanyon. Me siento perplejo y, por supuesto, tan excitado, que no hay palabras para describirlo. ¡De todas maneras, es usted tan encantadora, que nadie podría culparla!

Aunque Orelia trató de ponerse seria, era difícil enojarse con aquel encantador joven, que aún no se encontraba completamente restablecido.

Los meses, tal vez los años de disipación, infligieron su castigo. Rupert necesitaba recuperar sus fuerzas antes de dedicarse a algo tan agotador como la vida en el ejército.

El médico no la impresionó mucho, pues sólo sabía tratar al paciente aplicándole ventosas. Después de tres sangrías la fiebre bajó, pero el joven quedó tan débil que Orelia volvió a darle hierbas medicinales y trató de despertar su apetito con platillos nutritivos. También estaba convencida que el sueño era un remedio mejor que cualquier cosa que recetara el médico.

Esa mañana, Rupert se despertó de muy buen humor y tomó un desayuno razonable. Pero después de un rato, cesó de conversar acerca de lo que haría en el ejército y se le cerraron los párpados.

Orelia abandonó la habitación, pues sabía que dormiría hasta bastante tarde.

Se dio cuenta, casi con una sensación de alivio, que por fin tenía tiempo de pensar en sí misma. Necesitaba ropa nueva.

Aunque Carolina le prometió varios vestidos, los que escogió para su ajuar no le fueron entregados de inmediato y, con tantos compromisos sociales, su prima necesitaba todos los que poseía para su propio uso.

Orelia se arrodilló sobre la alfombra y extendió la muselina, mientras estudiaba uno de los trajes de Carolina que colgó sobre una silla para que le sirviera de modelo.

Se ensimismó tanto en su tarea, que no se percató de que la puerta se abría a sus espaldas y le sobresaltó escuchar una voz familiar que decía:

—¿Sería una impertinencia preguntarle qué hace?

Orelia se sentó sobre los talones y alzó la vista para ver al marqués. Como de costumbre, se sintió irresistiblemente consciente de lo elegante que se veía, de la blancura de su corbata y del cinismo con que torció los labios al bajar la vista para mirarla.

—¡Trato de hacerme un vestido, su señoría! Pero con poco éxito.

—¡Hacerse un vestido! —repitió el marqués con una nota de incredulidad en la voz—. ¿Es algo que realiza a menudo?

—Siempre me he hecho mi ropa —replicó Orelia sencillamente.

Mientras hablaba, tuvo deseos de reír, pues sabía que con su gran fortuna y viviendo en el elegante bello mundo, el marqués jamás había estado en contacto con alguien tan pobre como ella.

El marqués no hizo más comentarios pero después de un momento le dijo:

—Acabo de enterarme por mi secretario, que ha rehusado acompañarnos al baile que esta noche ofrece la Duquesa de Devonshire. ¿Puedo preguntar la razón?

—Es muy sencillo —sonrió Orelia—. Todas las mujeres se quejan que no tienen nada que ponerse, pero en mi caso, es cierto.

—No entiendo…

—Déjeme que le explique. Sólo tengo un vestido de baile que muy amablemente me regaló Carolina, pero desgraciadamente, anoche uno de los criados le vació una taza de café encima. El daño es irreparable. Carolina tuvo la bondad de regalarme otro, pero no he tenido tiempo de arreglarlo. Ésa es la razón, su señoría, por la que no puedo asistir al baile.

—Así que el traje que usó era de Carolina. No creo que el color la favoreciera —añadió el marqués pensativo.

—En realidad no. Pero, su señoría, hay un viejo dicho que quizá usted no conoce. Dice: «A caballo regalado no se le miran los dientes».

—¿Tan pobre es?

—No tengo un solo centavo. No se muestre tan sorprendido; sé que no es probable que su señoría haya tenido contacto personal con los pobres y necesitados. Sin embargo, le aseguro que existen aunque, debo admitirlo, no en el interior de la casa Ryde.

Dijo aquello despreocupadamente, con los ojos risueños, pero vio que el marqués no sonreía y que fruncía la frente.

—Esto no tiene sentido. Estoy seguro que me permitirá…

—¡No, por supuesto que no! Y le ruego que no diga lo que sospecho que tiembla en sus labios. Es muy amable y muy generoso de su parte, pero sabe tan bien como yo que no podría aceptar nada así de usted.

—¿Pero, por qué? ¿Teme que al hacerle un favor exija mi recompensa?

Durante un momento, Orelia se quedó callada. Abrió los ojos asombrada y lo miró. Luego, involuntariamente, sin elegir las palabras exclamó:

—¡Así que lo recuerda!

—¿Se imagina que olvidaría alguna vez un momento tan mágico?

Los oscuros, penetrantes ojos se posaron en los suyos y ella sintió afluir la sangre a sus mejillas. Y como no pudo quitarle los ojos de encima, el color se esfumó, dejándola más pálida que antes.

—Un momento de total y completo encantamiento —dijo él, casi para sí mismo.

Sin decir nada más, dio media vuelta y salió del cuarto. Orelia se quedó curiosamente conmovida y sin poder moverse por largo rato.

* * *

Orelia trabajó muy poco antes del regreso de Carolina.

—El marqués y yo vamos a almorzar con una de sus numerosas amistades —le dijo Carolina—. Te quedarás con la duquesa. ¡No pongas esa cara de susto, Orelia! Milady no va a comerte.

—Admito que me atemoriza. Es tan indiferente, tan mundana, que siento que vive en un mundo diferente al mío.

—¡Se le olvida que ha envejecido! Milady cree que puede dar órdenes a todos, como lo hizo cuando estaba en la cúspide de su belleza.

Orelia se conmovió.

—Debe ser triste envejecer para alguien que fue tan bella.

—¡Oh! No le tengas lástima a la viuda, o abusará cruelmente de ti. Esta mañana sostuve con ella una «verdadera batalla» acerca de una aburrida asamblea a la que quería que asistiera, pero mi terquedad venció.

—Hay muchas cosas que quiero decirte, pero Darío me espera y le irrita muchísimo la gente impuntual.

—Entonces, vete enseguida. No quisiera que encolerizaras al marqués.

—En realidad, le haría bien. ¡Siempre le gusta salirse con la suya!

Orelia, bajó la escalera con aprensión. Carolina tuvo razón al decir que le tenía miedo a la duquesa.

Algo en la abuela del marqués infundía temor y Orelia la encontró en el salón, vestida de blanco, como de costumbre, viéndose esplendorosa con su fantástica colección de joyas.

—Date prisa, criatura —dijo su voz aguda al ver aparecer a Orelia—. No podemos entretenemos con el almuerzo; tenemos mucho que hacer esta tarde y ordené que el carruaje estuviera listo a la una y media.

—¿El carruaje? ¿Vamos a ir a algún lugar en especial, señora?

—Vamos a ir de compras. Me enteré que tienes gran necesidad de nuevos vestidos e intento proveerte de un pequeño ajuar. No tan amplio como el de Carolina, pero sí lo suficientemente provisto de todo lo que una dama joven y elegante necesita en su primera temporada en Londres.

Orelia respiró profundamente.

—Lo siento, señora, pero no puedo aceptar su generosidad. Sospecho quién le habló de mis necesidades y, aunque me siento sumamente agradecida por tanta bondad, la respuesta es «no».

—¡No me digas! ¿Hay alguna razón por la que Carolina no debía informarme que no tenías nada que ponerte para al baile de esta noche?

—¿C… Carolina… le dijo?

—Por supuesto, ¿quién si no ella?

Orelia no podía responderle nada y ello la hizo sentirse confundida.

—Imaginé que estarías complacida y tal vez agradecida conmigo por este regalo que tanto necesitas.

—¿Usted… señora, me va a… regalar los v… vestidos?

—Ésa era mi intención. ¡No esperarás que presente ante el bello mundo a una chica de campo mal vestida!

—Pero señora… —comenzó a decir Orelia, sólo para darse cuenta de la inutilidad de sus protestas.

Estaba convencida que el marqués le había pedido a su abuela que le comprara alguna ropa y que después ella le presentaría las cuentas. Pero ¿por qué resultaba todo tan obvio?

Miró el rostro de la duquesa y creyó descubrir en las otrora bellas facciones, una mirada de desdén. Pero sólo podía limitarse a aceptar con gratitud, la supuesta generosidad de la dama.

—Gracias… señora. En realidad… es muy amable de su parte. Tres horas más tarde, regresó a casa con la cabeza hecha un torbellino.

Jamás, ni por un instante, creyó llegar a poseer una colección de vestidos, abrigos, pellizas y ropa interior tan encantadora y soberbia.

La duquesa estaba decidida a proveerla de todo y hasta eligió bolsos de mano que armonizaran con los vestidos y con los chales ribeteados de plumas de cisne que usaría en las noches frescas.

Había pantuflas bordadas, y camisones de dormir tan transparentes, que podían haber pasado por el proverbial anillo nupcial. Guantes de todos los largos y aun diademas de flores y plumas que armonizaban con los brillantes trajes.

—¡No! ¡Por favor! ¡Ya nada más! —suplicó Orelia mil veces, pero la duquesa no le prestó atención. Compró y compró, hasta que Orelia perdió la cuenta de lo adquirido. Sombreros, chales, sombrillas… la duquesa era insaciable.

Cuando al fin se dirigían a casa en el carruaje abierto, Orelia sólo pudo tartamudear:

—Señora… ¿cómo podré agradecérselo… jamás?

—Haciendo un matrimonio brillante. Ahora estoy segura de ello. En realidad, aunque pensé que eras bonita, no aquilaté tu hermosura hasta que te vi vestida de blanco o con los suaves tonos azul y verde que van tan bien con tu cabello rubio.

Hizo una pausa antes de continuar:

—De seguro tienes el suficiente gusto como para comprender que los colores de los trajes que te dio Carolina no te quedaban bien.

Orelia no contestó. Comprendió la inutilidad de explicarle a aquella dama rica que, o usaba lo que Carolina desechaba, o tenía que ir desnuda.

¿Cómo podían la duquesa o su nieto, con toda su riqueza y sólida, posición social, sospechar siquiera lo que era ser pobre?

Cuando se vio a solas con Carolina le preguntó:

—¿Es muy rica la duquesa?

—¡Cielos, no! Constantemente le exige a Darío que le dé todo lo que quiere. El mes pasado él le compró un carruaje nuevo y dos caballos pura sangre para tirar del vehículo.

Orelia exhaló un gran suspiro. Había sospechado quién pagaría por el extravagante guardarropa que le obsequiaron esa tarde, y aquélla confirmaba su suposición.

Tembló de indignación. ¿Cómo se atrevía él a hacerle eso? ¿Cómo osaba comportarse de una manera tan atroz? Sin embargo, si ella le reclamaba, de seguro pretendería no comprender de qué se trataba y sin duda le juraría que había sido un regalo de su abuela.

¡Cómo se atreve! ¡Cómo se atreve! Se dijo una y otra vez.

Pero cuando estuvo lista para cenar en su nuevo vestido de baile, no pudo dejar de sentirse emocionada con su aspecto.

La duquesa había elegido un vestido de uno de los más afamados diseñadores franceses en toda la calle Bond. Le sentaba a Orelia más que cualquier vestido que jamás usó. Era de gasa blanca bordada con diminutos diamantes que rutilaban con cada movimiento y que hacían que Orelia, con su cabello rubio y blanquísima piel, semejara una criatura de otro mundo.

Había algo tan etéreo, tan mágico en su apariencia, que ella misma creía flotar en vez de caminar y le parecía que en cualquier momento podía desaparecer en el luminoso cielo de la noche, en vez de tener que bajar prosaicamente la escalera hacia el salón donde se reunirían antes de cenar.

Al entrar al salón descubrió los ojos del marqués fijos en ella. Pero como estaba enojada, se dijo que si se mostraba fría y reservada, él se daría cuenta de su enfado.

Mantuvo los ojos bajos mientras se movía por el salón hacia los grupos de personas invitadas a cenar, quienes conversaban con su anfitrión.

Luego, como si una ola, más fuerte que su voluntad, la arrastrara al lado del marqués, se encontró mirándolo a la cara.

—Así es como deseaba verla.

Antes que ella pudiera contestar, se alejó para atender a otros invitados.

Orelia vio la diferencia entre asistir a un baile o una recepción en ropa poco favorecedora y el llegar ataviada como una princesa, luciendo tan hermosa que provocaba la admiración de cuantos la veían.

Se vio asediada por hombres que la invitaban a bailar. Un rostro seguía a otro y se encontró entablando la misma conversación, con el mismo tipo de admiradores, una y otra vez.

No se había formado ningún juicio en particular, pero estaba asombrada por la grandiosidad de la Casa Devonshire.

La belleza de las estatuas, los cuadros, el mobiliario y el caleidoscopio que formaban las damas con sus relumbrantes joyas, las condecoraciones de los caballeros, todo aquel esplendor que refulgía a la luz de las velas de los candelabros de cristal, no le dejaron tiempo de pensar en otra cosa.

Fue entonces cuando se dio cuenta de que bailaba por segunda vez con un caballero que le presentó la duquesa al empezar la velada: el Conde de Rotherton.

—Aquí hace un calor endiablado —le dijo él después de dar una vuelta por el salón de baile—. ¿Salimos a tomar un poco de aire?

—Creo que sería muy agradable, milord —repuso Orelia.

Bajaron la escalera de piedra que llevaba desde el balcón del salón de baile al jardín. Centelleantes luces iluminaban las orillas de los senderos y brillaban entre las flores, mientras unas linternas chinas pendían de las ramas de los árboles.

En el jardín había tantas personas como en el salón de baile, pero el conde llevó a Orelia a un asiento bajo la sombra de un enorme sauce, cuyas hojas los ocultaban de la multitud.

La luz de una linterna china dorada, brillaba sobre el pálido cabello de Orelia, buscando destellos sobre las diminutas estrellas de diamantes que Carolina le prestó y que adornaban sus rizos.

—Es usted muy hermosa.

Orelia se volvió paró mirarlo. Era un hombre de cerca de cuarenta años, cabello oscuro de sienes plateadas ojos duros y audaces, surcados de obvias líneas de disipación y una boca gruesa que le pareció repulsiva.

Sin embargo, debía ser atractivo para la mayoría de las mujeres y Orelia recordó que, cuando la duquesa se lo presentó, le dijo que era un amigo muy especial del marqués.

—Éste es el primer baile importante al que asisto —dijo Orelia en tono convencional y esperó que no advirtiera que se ruborizaba ante el halago que le dirigió.

—Usted es una joven ingenua y dulce, y muy bella.

Sintió su mano sobre el hombro desnudo y se apartó más de él.

—Creo… que tal vez no me conoce lo suficiente para decir… tales cosas.

—Eso se remedia con facilidad. Llegaremos a conocernos mejor… mucho mejor.

—Creo… que tal vez debo regresar al… salón de baile. Tengo comprometida la próxima pieza.

Trató de levantarse pero el conde extendió la mano y la puso en su brazo.

—No hay prisa. Deseo hablarle.

—¿De qué?

—De usted. Cuando la vi esta noche, supe que debíamos conocernos, ¿de dónde viene? ¿Cómo pudo aparecer de pronto en el firmamento social y nadie la notó hasta ahora?

—Vivo en el campo y sólo vine a Londres para acompañar a mi prima Carolina hasta que contraiga matrimonio con el Marqués de Ryde.

—Así que ésa es la explicación. ¿Y usted está comprometida? ¿O es posible que sea soltera y su corazón no tenga dueño?

—Soy soltera y mi corazón está libre —trató de decirlo con ligereza y despreocupación, pero se dio cuenta de que la mano del conde asía aún su brazo y que, inexplicablemente, parecía acercarse más a ella. Sabía que era estúpido de su parte, pero sintió miedo.

—¡Míreme! —le ordenó el conde.

Ella volvió obedientemente la cabeza pero encontró su cara muy cerca de la suya y sus oscuros ojos que la miraban de un modo impertinente.

—Tengo que regresar… al salón de baile —dijo con voz asustada y se puso de pie de un salto.

—Regresaremos juntos, porque deseo tenerla en mis brazos. Además, hay muchas cosas que quiero decirle.

—Tengo… comprometido este baile.

—Yo me encargaré de todo.

Trató de protestar pero, cuando regresaron al salón, se encontró de nuevo bailando con él y, al terminar la pieza se dio cuenta de que no podía eludirlo.

La llevó a una de las antesalas e insistió en que se sentaran en un sofá, en un rincón oscuro.

—¿Crees en el amor a primera vista, Orelia?

—No le he dado permiso de llamarme por mi nombre de pila y estoy segura de que la duquesa no lo aprobaría.

Trató de hablar severamente, pero su voz se escuchaba demasiado juvenil y le faltaba el aliento.

Milady aprobará cualquier cosa que yo haga, sobre todo en lo que se refiere a ti.

—¿Qué quiere decir?

—Creo que sabes a qué me refiero. Las ancianas son casamenteras inveteradas y la duquesa no es la excepción.

Orelia sintió que se ruborizaba.

—No entiendo… lo que… dice.

Escuchó al conde reír en voz baja y supo que no se engañó con sus palabras.

—¿Crees en el amor a primera vista, dulce, inocente criatura?

—¡No, no! ¡Por supuesto que no!

—¡Qué vehemencia! Creo que tal vez no escuchas los latidos de tu corazón.

Orelia adivinaba que aquel hombre trataba de atraparla, de asirla contra él y aplacar su resistencia antes que pudiera expresarla en voz alta.

—¿Quieres que te diga algo? —murmuraba el conde y su tono sedoso y seductor la hacía sentirse aún más asustada.

—¿Qué es?

—Creo en el destino. Fue el destino el que me trajo esta noche aquí. Fue el destino el que te hizo venir a Londres para que nos pudiéramos conocer. Y creo que es, bella mía, obra del destino que lleguemos a significar mucho el uno para el otro.

—¡No! ¡No!… —¡Eso no… es cierto! ¡Está usted equivocado… muy equivocado!

El sonrió y ella se sintió como un pequeño pájaro atrapado en una red, donde sólo podía aletear débilmente, sin esperanza de escapar.

—Eres adorable y anhelo besar tus labios con una ansiedad que no he sentido en muchos arios.

—No tiene derecho a decir… esas cosas.

—¡Entonces dame el derecho! —Insistió él con voz casi hipnótica. Ella lo miró, y la expresión atrevida y algo amenazadora de sus ojos, la hizo ponerse de pie.

Esta vez, antes que él lo pudiera evitar, Orelia se levantó y echó a correr lejos del sofá donde estuvieron sentados, cruzó la antesala y se acercó a la muchedumbre que se movía por el corredor hacia el salón de baile.

Caminó entre los bailarines, tratando de encontrar a la duquesa, que suponía sentada entre las grandes damas que rodeaban el salón, pero sin conseguirlo.

Luego, cuando salió del salón de baile y llegó a lo alto de la escalera, se encontró al marqués solo, mirando hacia abajo, al hueco del vestíbulo, como si buscara a alguien. Sin pensarlo, corrió a su lado.

No pronunció una palabra, pero extrañamente se sintió a salvo al llegar junto a él. El se volvió a mirarla, advirtiendo el temor en su rostro y el movimiento de sus senos bajo la suave gasa del vestido.

—¿Qué ha sucedido? —le preguntó.

—No podía… encontrar a su abuela, pero lo vi a usted y ahora… ahora todo está bien.

—¿Qué fue lo que la asustó?

—Nada, me porté… tontamente. ¿No es hora de irse a casa?

El marqués levantó las cejas.

—La mayoría de las jóvenes se sentirían horrorizadas ante la idea de dejar la Casa Devonshire tan temprano, pero si realmente lo desea, buscaré a mi abuela y le diré que desea retirarse.

—No, no, pensaría que soy una malagradecida… pero ¿puedo… puedo quedarme… con usted hasta que la encuentre?

Miró apresivamente sobre su hombro al hablar, temiendo ver salir al conde del salón de baile para buscarla.

—Si no tiene prisa por irse, le sugiero que vayamos al comedor, pues hace rato que sirvieron un refrigerio.

—¿Podemos… hacerlo? —preguntó Orelia un poco sofocada y luego añadió—: Gracias, su señoría, me encantaría.

Bajaron al enorme comedor, donde todo estaba dispuesto para cenar. Sobre las pequeñas mesas dispuestas para cuatro personas, había velas encendidas en los candelabros. El marqués encontró una mesa desocupada en un rincón del salón.

Cuando Orelia se sentó, sintió que su agitación disminuía. No era probable que el conde la encontrara allí y, de todas formas, estaba con el marqués.

El conde no se atrevería a hablarle de esa manera y se abstendría de galanteara si alguien más estaba presente.

Luego, recordó su enojo contra el marqués. Vio sus ojos revolotear sobre su traje como si adivinara sus pensamientos y le dijo respetuosa:

—Su señoría fue extremadamente bondadoso conmigo, pero eso estuvo mal hecho, como bien sabe.

—Si viera usted un hermoso cuadro abandonado negligentemente en un rincón oscuro de una habitación —le preguntó—, ¿no desearía usted enmarcarlo y Colocarlo en un sitio donde le proporcionara placer a cuantos lo vieran?

—Usted tiene una respuesta para todo, ¿verdad?

—¡Botticelli! —exclamó el marqués inesperadamente.

Ella levantó la vista para mirarlo y él prosiguió:

—Me torturaba desde que nos conocimos… desde la primera vez… era algo que usted me recordaba. ¡Ahora lo sé!: Los cuadros que vi en Florencia cuando estuve ahí el invierno antepasado… los cuadros de Botticelli.

Hizo una pausa.

—Son lo que usted es: una Venus que surge de las olas, la diosa de la primavera. Botticelli pintaba con tal delicadeza, que jamás pensé que podría encontrar en el mundo a una de esas exquisitas criaturas.

Orelia bajó la vista. No comprendía por qué pero, cuando el marqués le hablaba así, sentía como si la llama de una pequeña vela ardiera dentro de su pecho.

—Se está burlando de mí, milord.

—¿Realmente lo cree? Sólo digo la verdad.

Orelia sintió que sus palabras le quitaban el aliento. Luego cuando iba a contestar, vio a Carolina que se dirigía hacia ellos, escoltada por un elegante petimetre que llevaba un cuello de puntas tan altas y una corbata anudada tan intrincadamente alrededor de su garganta, que casi le impedía mover la cabeza.

—¡Oh, aquí estás, Darío! Te he buscado por todas partes. Y, Orelia… Lord Rotherton le pregunta a todo el mundo por ti. Jura que tu verdadero nombre es Cenicienta y que, como ella, te viste forzada a desaparecer a medianoche.

—¿Quién es Cenicienta? —preguntó curioso el acompañante de Carolina.

—El personaje del cuento de Perrault —explicó Orelia y agregó—: y su hada madrina le dio un traje para que pudiera ir al baile.

Mientras hablaba, miraba maliciosamente y de soslayo al marqués.

—Prefiero el cuento de la princesa que durmió durante cien años —le dijo en voz baja.

Se volvió hacia Orelia mientras hablaba y los otros, que trataban de sentarse a la mesa, no lo escucharon.

Orelia lo miró a los ojos, sorprendida de que hubiera leído el mítico folklore que a ella le gustaba. Luego, al recordar que la princesa fue despertada con un beso, se ruborizó.

Carolina estudiaba el espléndido menú.

—Con el éxito que Orelia ha tenido esta noche —dijo—, no imagino por qué se desapareció. Lord Rotherton está muy preocupado. Miró a su prima a través de la mesa.

—¿No deberías regresar al salón y bailar con él?

—Estoy… estoy cansada. He tratado de encontrar a mi lady para decirle que estoy lista para regresar a casa.

Carolina se rió.

—No podrás arrancar a la duquesa de la mesa de juego y menos cuando está ganando, como en este momento. Pero tal vez cuando hayamos terminado de cenar, cambie de idea.

—Espero que sí.

Pero Orelia tuvo que esperar hasta después de las dos para poder persuadir a la duquesa a regresar a casa y eso sólo porque Carolina dijo que estaba cansada ya que había asistido a fiestas por cinco noches consecutivas.

El marqués no las acompañó, pero después de escoltarlas al carruaje les dio las buenas noches. Cuando se alejaban de la Casa Devonshire, Carolina comentó:

—Me imagino que su señoría tiene un compromiso en el Club Blanco, Estoy segura de que si sigue ganando ya nadie aceptará jugar con él.

—¿Ha estado ganando mucho? —preguntó la duquesa con evidente envidia.

—Su señoría siempre gana —replicó confiada Carolina.

—¡Ten cuidado! —le advirtió la duquesa y en su voz había un dejo de rencor—. ¡Afortunado en las cartas, desafortunado en amor!

—Darío es la excepción a todas las reglas —contestó Carolina—; tendrá suerte en las dos cosas.

La duquesa no contestó, pero mientras el carruaje proseguía hacia Park Lane, le dijo a Orelia:

—Hija mía, fuiste un gran éxito esta noche. Me complace pensar que nadie podía haber encontrado un vestido que te sentara mejor.

—Realmente no —intercaló Carolina antes que Orelia pudiera hablar—. ¡Hiciste una conquista muy importante, Orelia! El conde de Rotherton es un gran partido, ¿no es verdad, señora?

—Por supuesto. Siempre me he preguntado por qué no se ha vuelto a casar.

—¿Estuvo casado antes? —preguntó Orelia.

—Sí; su esposa murió a los veinte años… de parto. Fue una tragedia porque, por supuesto, como su señoría es de una familia tan rica y tan antigua, necesita un heredero.

—¿Por qué cree que ha permanecido soltero? —preguntó Carolina.

La duquesa se encogió de hombros.

—Su señoría ha tenido muchas amigas íntimas, como pueden imaginar. Una en especial, una dama de mucho rango con quien no se pudo casar, salió ahora de Inglaterra para vivir en Francia. Por ese motivo creo que ahora su señoría está considerando seriamente reincidir en el matrimonio. ¿Y qué mejor esposa podría encontrar que nuestra pequeña y dulce Orelia?

No hubo sarcasmo alguno en la voz de la duquesa, pues alabó a Orelia con sinceridad.

—¡No! —se apresuró a replicar Orelia—. ¡No! ¡No! Estoy segura de que su señoría no me ha tomado en consideración en ese sentido. De todos modos, jamás me casaría con él.

—Hablas tontamente, niña. Debías saltar de júbilo ante esa oportunidad, como lo haría cualquiera de las jóvenes solteras que estuvieron en el baile esta noche.

La semana siguiente, Orelia creyó vivir una pesadilla. Al día siguiente del baile, antes que despertara, llegaron enormes canastos de flores enviadas por el conde, así como una invitación para llevarla a dar un paseo por el parque.

Orelia deseaba rehusar, pero él fue lo suficientemente astuto para invitar también a Carolina.

Aunque su prima no tenía muchas ganas de ir, cuando supo que Orelia rehusaba la invitación y no asistiría sola, insistió en que ambas debían aceptarla. Pero aquélla fue solo la primera de una serie de invitaciones del conde, y Orelia, obligada por la insistencia de Carolina, tuvo que aceptarlas.

Afortunadamente, Carolina conversaba con su habitual animación y Orelia no tenía mucho que decir. Pero el conde la observaba y aprovechaba cualquier oportunidad para acercársele y tomarle la mano, más tiempo del necesario, aunque ella lo rechazaba con cada fibra de su cuerpo.

Cada vez se convencía más de que, en lo que a ella se refería, era un hombre peligroso. La perseguía sistemáticamente y Orelia no encontraba salida a la trampa que la esperaba.

En cierta ocasión, mientras Carolina hablaba con otra persona en el parque, el conde le dijo en Voz baja:

—¡Serás mía… no hay poder en la tierra que pueda apartarte de mí!

Lo miró asombrada, pensando que no había oído bien, pero al advertir el fuego de sus ojos y la avidez de sus labios volvió la cabeza aterrorizada, quedándose sin hablar. ¡Comprendió que él no la dejaría escapar!

—¿Qué te ocurre, Orelia? —le preguntó Carolina tres días después—. Su señoría está enamorado… eso se ve a primera vista. ¡Y es tan rico! ¡Es todo lo que siempre quise para ti!

—Es demasiado… viejo y… viudo.

—Tiene una magnífica propiedad cerca de Guildford —repuso Carolina—, y posee algunos de los mejores caballos de carrera del país. Su casa en Londres es tan magnífica como ésta, y el príncipe regente lo honra con su amistad. ¿Crees acaso poder encontrar un mejor partido?

—¡Yo no quiero nada! ¡No deseo casarme!

—¡Tonterías! Orelia, hay momentos en que siento deseos de abofetearte. Por supuesto que quieres casarte. ¿Qué sería de ti en caso contrario? Claro que en mi casa siempre habrá lugar para ti, querida, pero sabes tan bien como yo que no es lo mismo que tener una casa propia y un marido. Inevitablemente, te guste o no, a pesar de mi cariño, serás relegada a la posición de parienta pobre.

Carolina hizo una pausa esperando el efecto que debía producir sus palabras y añadió:

—Deja de ser terca y tan cabeza hueca, ya te lo he dicho antes. Jamás conseguirás un partido como su señoría. Por la forma en que te miraba hoy, sólo deberás sonreírle y se declarará.

—¡No! ¡No! ¡No puedo soportarlo!

Pero pronto descubrió que el conde era un hombre demasiado experimentado para aceptar que una joven, tan tímida e inocente que se asustaba de sus atenciones, lo rechazara.

Fue Carolina quien le dio la noticia.

—¡Ya se declaró! —gritó en forma teatral y entró como tromba al salón donde Orelia esperaba con la duquesa a que les sirvieran el té.

—¿Quién? —preguntó la duquesa antes que Orelia pudiera hablar.

—El honorable Conde de Rotherton solicitó mi permiso para cortejar a mi pupila, la señorita Orelia Stanyon.

Orelia palideció, y la duquesa sonrió.

—Así que resultó tan bien como se esperaba. Supe que quería hacer todo muy formal cuando me preguntó quién era la tutora de Orelia. Hija mía, te felicito. De haber estado yo en tus zapatos no lo habría hecho mejor y eso es un halago.

Orelia respiró profundamente.

—Como su señoría se dirigió formalmente a ti, Carolina, te ruego que le comuniques mi respuesta. Aunque estoy profundamente consciente del honor que me hace, no puedo aceptar su proposición.

—¡Orelia, no lo dices en serio! ¡Debes estar loca! Y quiero que sepas, de una vez por todas, que no tengo la intención de darle ese mensaje a su señoría. Le diré que lo aceptas.

—¡Pero no será cierto!

—Lo Será.

—Por supuesto que sí —intervino la duquesa—. Eres una joven ingenua y te abruma que alguien tan importante te desee. Pero aceptarás, agradecida, a su señoría.

—¡No lo haré!

—¡Oh, sí, lo harás! —insistió la duquesa—. Claro que es apropiado cierto titubeo, porque hoy día las jóvenes son muy atrevidas y tratan de pescar marido abiertamente. Sé que su señoría, que es un conocedor, apreciará que no te le eches encima como un salmón hambriento.

Se rió y continuó diciendo:

—Puede que no sepas sacar las uñas, pero sí que sabes lograr que un hombre te desee ardientemente. A los hombres les gusta ser los perseguidores.

—¡Por supuesto! —dijo Carolina con alivio—. Ahora veo que Orelia es astuta. Que piense que tienes cierta renuencia, querida. No titubearé en decírselo… le hará bien sentirse un poco inseguro. Es obvio que ya está harto de las mujeres que sin duda corren tras él para conseguirlo.

—Por favor… entiende que no pienso casarme jamás con su señoría.

Sus palabras parecieron no ser escuchadas. Parecía que la duquesa y Carolina conspiraban contra ella.

Orelia no encontró la ocasión de hablar a solas con el conde para poder decirle, firme y categóricamente, que no tenía la menor intención de convertirse en su esposa.

Cuando él visitaba la Casa Ryde, Orelia siempre estaba acompañada en su presencia y cada vez que trataba de dejar sentado que jamás se celebraría ese matrimonio, sus palabras eran acalladas al instante.

Se dijo que él debía estar tan frustrado como ella, pero su mirada decía a las claras que estaba muy al tanto de sus sentimientos y que los ignoraba deliberadamente.

Determinada a decirle la verdad, le escribió una carta y después de sellarla se la entregó al mayordomo para que se la llevara a la Casa Rotherton. Pero, aunque jamás pudo confirmar sus sospechas, casi estuvo segura de que la carta no llegó a su destino.

Quizá el mayordomo le preguntó a la duquesa si debía obedecer aquella orden, y podía adivinarse cuál había sido la respuesta.

Mientras tanto, Orelia seguía recibiendo flores y recados afectuosos del conde. La duquesa y Carolina discutían acerca de su matrimonio, planeaban su ajuar y hasta su luna de miel; Orelia se sentía ya a punto de gritar.

Por último, le pareció que sólo le quedaba una salida… escapar.

Sus protestas no surtían efecto y cuando deseaba discutir el asunto era acallada tan terminantemente, que experimentó el repentino terror de despertar una mañana y verse arrastrada a la iglesia por la fuerza para casarse con él conde, antes de poder hacer nada al respecto.

Se dijo mil veces que era ridículo, que debía ver a solas a su señoría para informarle con firmeza que no se casaría con él pero cuando pidió ver al conde sin testigos, la duquesa le contestó que era innecesario y nada convencional.

—Tal vez será posible —agregó la viuda—, después que el anuncio del compromiso se envíe a la Gaceta. Su señoría piensa hacerlo la semana entrante.

—¡Pero no me casaré con él! ¡Ya le dije que no me casaré con él!

—Cuando yo era joven, las chicas que se comportaban de un modo tan estúpido, eran azotadas y encerradas en sus habitaciones a pan y agua, hasta que volvieran a sus cabales.

Orelia se quedó callada y la viuda agregó rencorosa:

—¿No te has puesto a pensar lo molesto que sería para Carolina y para mi nieto tenerte a su alrededor para siempre? Tú misma dices que no tienes dinero. Espero que, por orgullo al menos, evitaras convertirte en una carga para ellos.

La voz de la viuda se escuchaba aguda y sus palabras semejaban dagas dirigidas al corazón.

¡Era cierto! Sería exactamente eso: una carga, no sólo para Carolina, sino para el marqués.

Tal vez él le había regalado toda esa hermosa ropa porque deseaba casarla. Lo había visto pocas veces desde la noche del baile y jamás hablaron a solas.

Era posible que, deliberadamente, se apartara de ella por considerarla una redomada tonta al no aceptar a su amigo, el conde de Rotherton.

Se fue a la cama, sintiendo una inexplicable neblina a su alrededor. Le repugnaba el conde y a la vez le temía. Recordó su boca, de gruesos labios, y se estremeció.

Pero ¿cómo escapar de él? ¿Tenía otra alternativa que casarse? ¡El se veía tan seguro de hacerla suya! Esa tarde, en una recepción que la duquesa ofreció a algunas amistades íntimas, Orelia se había encontrado al conde a su lado cuando, al ir a recoger un cojín para colocarlo a los pies de una anciana invitada, se dirigió al extremo del enorme salón.

—¿Sabes que estás encantadora? —le preguntó.

Los ojos de él se deslizaron desde su rostro hasta la suave curva de sus senos, insinuada bajo la fina seda del vestido, haciéndola sentir como si la desnudara.

—Estoy ocupada ahora, milord.

—Yo también estaré ocupado hablándote de mi amor. Y una vez que seas mía, inocente amor mío, no tendrás tiempo para nada ni para nadie más.

No fueron sus palabras, sino la lujuria con que las pronunció, lo que la asustó. Era la oportunidad de hacerle saber al conde que jamás se casaría con él, pero apenas abrió los labios para hablar, la mano de él codiciosamente posesiva, se apoderó de la suya. Fue como si la tocara un reptil… tomando el cojín, se alejó de él a toda carrera, presa de terror incontenible.

¡Tenía que librarse de él! ¡Tenía que hacerlo!

De pronto, en medio de la oscuridad de su mente, brilló una luz. Saltó rápidamente de la cama y, acercándose al ropero, sacó ropa y la puso en una maleta de lona que, por fortuna, había sido depositada en su armario que estaba justamente afuera de su habitación. Era una maleta que ella misma podía cargar y como solo guardó lo que poseía antes de llegar a Londres, no pesaba mucho.

En el guardarropa quedaron colgados los elegantes vestidos que la duquesa le compró en la calle Bond; atrás quedó la transparente ropa interior que, por su elegancia, sólo pudo venir de París. Buscando en el fondo del armario, encontró la vieja capa azul que ella misma se confeccionó y que usó durante tantos años.

Miró el reloj y se dio cuenta de que aún no daban las dos; debía esperar hasta el amanecer. Después, se escurriría por la escalera antes que la servidumbre comenzara sus quehaceres. Tomaría un carruaje de alquiler que la llevara a Regent’s Circus, donde sabía que podría abordar una diligencia que la dejaría a dos kilómetros de Morden.

Afortunadamente, todavía tenía suficiente dinero para el viaje. Era suyo, reflexionó agradecida, pues ahorró unas cuantas libras antes de salir del campo y no gastó nada desde que llegó a Londres. Pensó usar ese dinero en recompensar a los sirvientes después de haber permanecido tres semanas en la Casa Ryde, pero ahora debía emplearlo en escapar de regreso a su hogar. Una vez a salvo en su ambiente familiar, le escribiría al conde comunicándole su decisión de no aceptar su propuesta de matrimonio. Por otra parte, el hecho de escaparse de la mansión, convencería de una vez por todas a la duquesa y a Carolina de que su intención de rechazar al conde era seria.

Después de vestirse, se acostó de nuevo en la cama, pensando en los problemas que le esperaban. Tenía que procurarse el sustento de algún modo, pues a menos que Carolina se ocupara de ella, ni siquiera podía pagar por sus alimentos en Morden. Pero esa dificultad se subsanaría más tarde. Por el momento, sólo podía pensar en escapar.

Al escuchar que el reloj daba las cuatro, supo que había llegado la hora. A las cinco, se levantaban los sirvientes.

Amanecía ya y los pálidos rayos del sol se filtraban renuentes en la profunda oscuridad de la noche. Orelia se puso la capa, se bajó la capucha sobre la frente como para ocultar su identidad y recogió la maleta. Con lentos y silenciosos movimientos, se deslizó por la escalera y llegó al vestíbulo. Como esperaba, las velas casi se habían apagado ya en sus candelabros y aún no se despertaba ningún lacayo.

Se dirigió a la puerta principal y tuvo que usar las dos manos para soltar el pestillo inferior. Cuando trató de mover el superior, se encontró en dificultades. Era tan pequeña que sólo podía alcanzarlo con las puntas de los dedos y, como estaba muy duro, necesitaba de toda su fuerza para moverlo siquiera ligeramente. Mientras luchaba por abrirlo, oyó que una voz a sus espaldas le preguntó:

—¿Podría ayudarla?

¡Fue tan inesperado que se volvió con un pequeño grito!

Ahí, observándola inmaculado en su ropa de etiqueta, se encontraba el marqués con una nueva expresión en el rostro.