Capítulo 10

Lord Rotherton bajó del pescante con una sonrisa de satisfacción en el rostro. Estaba convencido de que había roto la marca de velocidad de Londres a Epsom. Había sido más listo que el marqués de Ryde y, en unas horas, Orelia sería su esposa.

Tenía la intención de casarse con ella porque una vez que fuera legalmente suya, ningún poder sobre la tierra, ni siquiera el del marqués, se la podría quitar.

Todo salía según lo planeado. Observó a sus mozos soltar a los cuatro sudorosos caballos de la pértiga y sabía que otros cuatro, también de pura sangre, espesaban para tomar su lugar.

Le hizo una señal afirmativa al lacayo que bajó del pescante al mismo tiempo que él y el hombre abrió la puerta del carruaje para que Lord Rotherton entrara.

En un momento de estupor, creyó que Orelia había escapado, pero luego la vio tendida en el piso, con la cabeza contra el asiento y los ojos cerrados.

—¿Estas enferma?

Ella abrió lentamente los ojos, con aparente esfuerzo.

—Es el… vaivén… del carruaje. E-stoy… mareada. ¿Podría… acostarme, por favor… por unos minutos?

—¡Mareada! Eso es algo que no preví.

Al verla tan pálida y agotada tomó una decisión.

—¡Muy bien! Te daré diez minutos. Un poco de coñac te revivirá. La ayudó a ponerse de pie. Ella evitó un estremecimiento cuando él la tocó y le permitió sostenerla unos pasos hasta la posada. El posadero los esperaba obsequioso.

—La dama está indispuesta. Llévela a la mejor habitación que tenga y envíe una copa de su mejor coñac.

—Muy bien, milord, enseguida, milord —dijo el posadero y después gritó por encima del hombro—. ¡Moll!

Casi enseguida apareció una joven de sonrosadas mejillas que llevaba la cofia en la cabeza y un impecable delantal blanco. Rodeando a Orelia con un brazo, la ayudó a subir la angosta escalera de roble y abrió la puerta que daba a una agradable habitación con ventanas al jardín.

En cuanto entraron, Orelia se liberó del brazo de Moll, se dio vuelta y cerró rápidamente la puerta con llave.

—¡Escucha, necesito tu ayuda! —le dijo a la joven.

La chica la miró sorprendida.

—Este caballero me lleva consigo en contra de mi voluntad y quiero que encuentres a alguien que lleve un recado a los establos del Marqués de Ryde. ¿Conoces esos establos?

—No señora, pero Jim debe saber.

—¿Quien es Jim? —preguntó Orelia y al mismo tiempo se sentó cerca del tocador.

Extrajo de su bolso una de las hojas de papel de escribir que la duquesa había metido en el fondo del falso paquete. Luego sacó un estuche de maquillaje que Carolina le había obsequiado. Era algo que usaban las damas elegantes para retocarse durante el día o en un baile. Contenía un espejo, colorete en un lado y en el otro polvo. Pero, lo más importante: había un pequeño lápiz para oscurecer y arquear las cejas.

A toda prisa escribió en el papel:

«Lord Rotherton me conduce a su casa cerca de Guilford». Por el momento estoy en la posada «El Águila Vigilante. ¡Sálvame, por piedad!».

Firmó, dobló el papel y escribió en el exterior con letra de imprenta: «Para el noble Marqués de Ryde».

Se lo dio a Moll, quien la observaba asombrada. Luego, abrió su monedero y le dio a la chica una libra esterlina de oro.

—Dale esto a Jim y dile que habrá otra moneda igual esperándolo si se apura para alcanzar al marqués antes que regrese a Londres.

—Encontrará a su señoría —dijo Moll confiada—. Eso es mucho dinero para Jim.

—Y aquí tienes la misma cantidad para ti.

—¡Oh, señora! Es más de lo que gano en meses.

—¡Un momento! Debes advertirle a Jim que no permita que nadie vea el recado, ni le informe a los hombres del patio adónde va. Y dile que se apure, es muy importante.

—Se lo diré.

—Y si el caballero de abajo pregunta algo, le dices que estoy muy enferma.

—Haré lo que me dice, señora.

Orelia se acercó al lavamanos para lavarse el rostro, pues se sentía sucia por haber estado tan cerca de Lord Rotherton. Por fin, recostada en la cama, rezó para que Jim encontrara al marqués.

Su corazón le decía que él la salvaría. Sabía que, amándolo como lo amaba, el que otro hombre, sobre todo Lord Rotherton, la tocara era una humillación tan vil, tan bestial, que se volvía loca sólo de pensarlo.

Oyó voces en la escalera y comprendió que Lord Rotherton hablaba con Mol. La muchacha le contestó, pero Orelia no pudo oír lo que decían. Un momento después, Moll entró al cuarto con una copa de coñac.

Orelia esperó a que la puerta se cerrara antes de susurrar:

—¿Está todo bien? ¿Entendió Jim?

—Conoce los establos Ryde y, como era necesario correr, agarró su caballo, aunque no está lejos.

—Gracias —dijo Orelia y lanzó un suspiro.

—El caballero abajo dice que tienen que irse.

—Baja y dile que estoy tan enferma que crees que sería conveniente mandar por el médico.

—Le diré, pero dudo que me haga caso, señora.

Bajó obedientemente la escalera, pero, tal como Orelia temió, unos momentos más tarde se escucharon las pisadas de Lord Rotherton. Tocó a la puerta para cubrir las apariencias al tiempo que abría.

—¿Qué te pasa? ¡Un ligero mareo jamás dañó a nadie! ¡Vamos, Orelia, el párroco nos espera!

—¿El… párroco?

—Eso es lo que dije y jamás conocí a una mujer que no se sintiera mejor con una argolla matrimonial en el dedo.

—Se da cuenta que no deseo… casarme con usted, milord…

—¡Pero yo sí lo deseo! ¡Vamos, Orelia, habrá bastante tiempo para descansar después de la ceremonia!

Por un momento, sus ojos recorrieron el cuerpo que yacía en la cama frente a él, deteniéndose en la dulce turgencia de los senos y en la suave curva de las caderas.

—Si es que… te dejo… —agregó casi para sí mismo. Orelia permanecía con los ojos cerrados. Podía sentir toda la fuerza de su maldad y la lascivia que lo poseía.

—¿Vas a caminar al carruaje —preguntó él—, o prefieres que te lleve en mis brazos?

Ella rechazó la idea instintivamente y dijo a toda prisa:

—¡Caminaré! El se rió, como si supiera que su enfermedad era más un pretexto que una realidad.

—¿Sigues tratando de escapar, Orelia? ¡Es demasiado tarde! ¡Te dije que siempre consigo lo que quiero!

Orelia se levantó de la cama y tomó su sombrero.

—No tengo nada que decirle, milord, excepto que jamás creí que alguien que se precia de ser un caballero, pudiera comportarse de manera tan despreciable con una mujer sola e indefensa.

—Se te olvida que estoy preparado a casarme contigo. Otros hombres tal vez no te ofrecerían eso.

—¡Si espera que acepte convertirme en su esposa en cualquier ceremonia o frente a cualquier clérigo, se equivoca!

—Dudo que digas eso dentro de unas horas.

Algo en su forma de hablar y en sus ojos entrecerrados la hizo apartarse más de él, como si se tratara de un reptil venenoso. Cuando él lo advirtió, se rió.

—Agradecerás que haga de ti una mujer honesta —bromeó y tomándola del brazo la llevó hacia la puerta. Orelia no pudo hacer otra cosa que subirse al carruaje.

Echó una rápida ojeada a los caballos y luego, descorazonada, vio que el cochero sostenía las riendas. Como lo pensó, Lord Rotherton subió al carruaje y se sentó a su lado. El lacayo se sentó en el pescante y el cochero sacó a los caballos del patio hacia el camino principal.

Orelia se sumió en un rincón del landó, aprensiva y temerosa, preguntándose desesperadamente cuánto tiempo le llevaría a Jim encontrar al marqués, quien tal vez ya había salido de Epsom.

Lord Rotherton, observándola con aquella mirada que la horrorizaba, esperó a que los caballos apuraran el paso para atraerla hacia él.

—¡No se atreva a tocarme! —Orelia trató de luchar, pero comprendió su indefensión ante aquella fuerza y el hambre de sus labios.

Se retorcía; pero lenta, irremediablemente, él se acercaba más. Aprisionó una mano de ella contra su cuerpo y le inmovilizó la otra con el brazo que la rodeó, mientras la mano derecha del conde quedaba libre.

Le tomó la barbilla con los dedos y le hizo volver la cara hacia él. —Muy valiente, pero inefectiva— le dijo sonriendo.

Cuando aquellos labios se apoderaron de los suyos, sintió que un estremecimiento de horror la recorría, sintiéndose arrastrada a la más profunda oscuridad y degradación.

Había algo espantoso en la cálida pasión de sus labios y luego, cuando trató inútilmente de zafarse, sintió aquellas manos hurgando bajo su abrigo, sobre la suave muselina que cubría sus senos.

Trató desesperadamente de librarse, de apartar sus labios de los de él, sin conseguirlo. El horror que le producía su contacto, el modo como la dominaba y la hacía su cautiva, estuvieron a punto de hacerla desmayarse.

Cuando todo se oscurecía ante su vista, los caballos se detuvieron repentinamente y se oyeron voces.

Lord Rotherton apartó sus labios de los de Orelia, aflojó su brazo, lo que le dio ocasión a ella de liberarse buscando refugio en un rincón. En aquel momento se abrió la puerta del carruaje.

—¿Qué diablos sucede? —preguntó furioso Lord Rotherton al lacayo.

—Hay dos caballeros del otro lado del camino y uno de ellos desea hablar con su señoría.

—¡Que se vayan al diablo! ¡No hablaré con nadie! ¡En marcha!

—Creo que no, Rotherton —dijo una voz grave y Orelia lanzó un pequeño grito de alegría.

Era el marqués; había acudido a salvarla como ella supo que haría cuando se enterara de su situación.

—¡Ryde! —oyó exclamar a Lord Rotherton.

—Sal del carruaje, deseo hablarte.

Por un momento pensó que Lord Rotherton rehusaría, pero lo oyó contestar:

—Muy bien, ¡escucharé lo que tienes que decir, Ryde!

Se levantó como si intentara salir del landó pero, al hacerlo, levantó el asiento delantero. Debajo había una caja, y Orelia recordó que a menudo era usada por los caballeros, para ocultar sus tesoros de los bandoleros.

Lord Rotherton metió la mano y sacó una pistola. Todo sucedió con mucha rapidez y cuando se pasó el arma a la otra mano, Orelia comprendió sus intenciones.

Lanzó un grito de terror en el momento justo en que Rotherton apuntaba al marqués con la pistola.

—¡Cuidado! ¡Cuidado! —le advirtió.

El marqués se hizo a un lado cuando Rotherton disparó. El tiro no dio en el blanco y, antes que Rotherton pudiera disparar de nuevo, el marqués le retorció el brazo y la pistola rodó al suelo. Luego, arrastró a Lord Rotherton fuera del carruaje y le asestó fuerte puñetazo en la mandíbula.

Lord Rotherton cayó de rodillas pero, poniéndose de pie, se lanzó contra el marqués como un toro furioso. El marqués le dio otro puñetazo y un hilo de sangre le corrió de la nariz a la boca, insensible al dolor, se incorporó de nuevo. Hábilmente, el marqués se puso en guardia y por tercera vez lo arrojó al piso.

Esta vez, Lord Rotherton se quedó inmóvil tendido en la tierra. Sin embargo, el marqués lo tomó del cuello y lo levantó.

—Cerdo, ¡no te zafarás de esto con tanta facilidad! —le gritó golpeándolo una y otra vez hasta que le corrió la sangre por la cara y le cerró ambos ojos.

Cuando por fin Lord Rotherton cayó de cara al suelo, aparentemente inconsciente, el caballero que se encontraba sobre el otro caballo se desmontó y tomó al marqués del brazo.

—¡Ya basta, Darío!

—¡Quiero matar a ese canalla!

—Serian necesarias muchas explicaciones —dijo su amigo—, y además, Rotherton está acabado. Le disparó a un hombre desarmado y eso es imperdonable. Yo me encargaré de que nadie le dirija la palabra en el futuro.

—Si vuelvo a ponerle los ojos encima —dijo el marqués—, terminaré lo que no me permites hacer en este momento.

Al decir esto, el marqués sacó el pañuelo de su bolsillo y se limpió la sangre de los nudillos. Entonces se escuchó el ruido de las ruedas de un faetón negro y amarillo que venía por el camino tirado por cuatro zainos. El marqués miró el vehículo y se dirigió a la puerta del landó. Orelia había puesto un pie en el escalón, pálida y con los enormes ojos llenos de luz.

—¡Viniste! —Susurró suavemente cuando el marqués se acercó a ella.

—¿,Te sientes lo suficientemente bien para viajar en mi faetón?

—Por supuesto.

Recogió su sombrero y se lo puso a toda prisa. El marqués la ayudó a bajar del carruaje y la guió al faetón, donde la acomodó en el asiento alto al lado del cochero.

Luego, quitándole las riendas al cochero le dijo:

—Cabalga a casa con Thunder. Ve detrás de nosotros, Harris.

—Muy bien, milord.

El marqués le sonrió a su amigo.

—Gracias, Charlie. Te estoy muy agradecido. Haré lo mismo por ti algún día.

—¡Haré que cumplas tu promesa! —dijo él riendo y se volvió a montar en su caballo.

El marqués se alejó. Ni una sola vez se volvió a mirar el cuerpo de Lord Rotherton que yacía en tierra, ni a sus consternados sirvientes.

Orelia se había quedado sin aliento, pero viajaron más de un kilómetro antes que el marqués le preguntara:

—¿Te lastimó?

Ella comprendió lo que quería decir y repuso:

—No, no… manejó los caballos… él mismo… hasta que llegamos a Epsom… Sólo después… trató…

Hizo una pausa porque no encontraba palabras para expresar lo ocurrido.

El marqués no contestó nada y, conforme proseguían el viaje, Orelia comenzó a sentirse mejor. Su temor se desvaneció: en cuanto oyó la voz del marqués, supo que estaba a salvo. Sólo le horrorizó ver que Lord Rotherton se disponía a dispararle. Pero ahora, él estaba junto a ella.

Pasaron por Epsom y luego, como a dos kilómetros al otro lado del camino, el marqués se detuvo en una pequeña posada a la que rodeaban unas cuantas casas de campo.

—Creo que a los dos nos vendría bien un vaso de vino —dijo.

Un hostelero corrió a detener los caballos y el marqués ayudó a Orelia a bajar del faetón.

Los condujeron a una salita privada y el marqués ordenó vino y carnes frías. Cuando la puerta se cerró detrás del posadero, Orelia sintió que el marqués la miraba por primera vez.

Se quitó el sombrero y el abrigo mientras él ordenaba. Se veía muy pequeña e indefensa en el vestido azul turquesa que los rudos dedos de Rotherton desgarraron.

Los ojos de ambos se encontraron. Sin darse cuenta de lo que hacía, Orelia se acercó al marqués y ocultó el rostro en su hombro.

—Creí… que… iba a matarte.

—Tu grito me salvó la vida, pero estaba dispuesto a morir, porque tú me necesitabas.

—Recé… para que llegaras. Creí… que debías saber lo que me sucedía.

—Es curioso que lo digas. Estuve intranquilo todo el día, como si algo anduviera mal. Tenía prisa de regresar a Londres, tal vez para verte.

—¡Lo sabía! Sabía que no era posible que… te llamara con tanta desesperación y que… no lo sintieras.

Los brazos de él se apretaron a su alrededor y luego le dijo tranquilamente:

—Orelia, ¿te quieres ir conmigo? Nos casaremos en el extranjero. La gente hablará por un tiempo, pero cuando regresemos a Inglaterra todo estará olvidado.

La sintió respirar profundamente, como si por primera vez se diera cuenta de lo cerca que estaba de él y se apartó.

El no trató de detenerla y ella se quedó mirando la chimenea vacía.

—¡Caro… lina! —dijo casi en un susurro.

—Carolina sentirá su orgullo herido. Pero, sin lugar a dudas, se seguirá consolando con el embajador o con alguien como él. Orelia se le quedó mirando.

—¿Lo sabías?

—¿Realmente crees que soy tan tonto como para dejarme engañar por la farsa de Carolina y Savelli?

—¿No estás… enojado con… Carolina?

—¿Enojado? ¿Quién soy yo para juzgar a Carolina? Ella le ha dado sus labios y su cuerpo al embajador, pero yo, querida, te he entregado mi alma y mi corazón.

Su voz sonó amargada cuando agregó:

—Eso no quiere decir que valgan mucho.

—Para mí… significan todo en el mundo.

El marqués le tendió los brazos, pero en ese momento se abrió la puerta y el posadero llegó con el vino y un plato de carnes frías. Colocó todo en la mesa abrió la botella de vino y se quedó mirando al caballero.

—Nos serviremos solos. No deseamos que se nos moleste.

—Muy bien, milord.

El hombre salió del cuarto y cerró la puerta a sus espaldas. Orelia se asomó a la ventana que daba a un jardín lleno de flores. Todo estaba muy tranquilo.

El marqués permanecía en silencio y después de un momento, ella se volvió a mirarlo.

—Ésta será la primera vez que comeremos los dos solos. ¿No podríamos pretender, aunque fuera por poco tiempo, que somos dos personas comunes y corrientes que se conocieron y se tienen… cariño?

El no contestó y ella siguió diciendo:

—Ignoremos los horrores que quedaron a nuestras espaldas… y la infelicidad que nos espera. Sólo existe el hoy… y nosotros. El marqués se rindió a la súplica de su voz.

—Sólo hoy, este momento, y dos personas… muy enamoradas, Orelia.

Le agarró una mano con ademán de besársela, pero en su lugar mirándola con detenimiento la sostuvo entre las suyas.

—Una mano tan pequeña y encierra, sin embargo, todo lo que yo anhelo en la vida.

Ella se apartó de él y se acercó a la mesa. Se sentaron y luego, como si él aceptara el juego que ella propuso, comenzó a hablar de sus caballos, de las carreras que esperaba ganar en Ascot; de los proyectos acerca de sus establos para el próximo año.

Orelia le contó que los editores le habían pedido otro libro y pensaba en los temas que le gustaría escribir. Mientras conversaban se miraban a los ojos y hubo momentos en que no parecía importante lo que dijeran, pues sus corazones hablaban un idioma diferente.

—Y ahora, amada mía, necesito saber qué pasó antes. Sé que no quieres hablar del asunto, pero tengo que saberlo.

—¿No… podemos olvidarlo? —le preguntó Orelia, pues le parecía vergonzoso contarle la parte que representó su abuela. Pera, ¿cómo explicarle sin decirle la verdad, por qué se metió al landó?

—Necesito saberlo —repitió el marqués.

Titubeante, Orelia le contó lo sucedido, apenada de que se sintiera humillado, debido al gran orgullo que sentía por el honor de la familia.

Ella continuó diciéndole, a toda prisa, cómo engañó a Lord Rotherton al pretender estar mareada y cómo escribió el recado en el cuarto y pidió que se lo llevaran a los establos.

—¡Oh, se me olvidó! ¡Le prometí a Jim que le daría otra libra!

—No te preocupes. Yo se la di. Mil le hubiera dado de haberlas llevado conmigo, Le arrojé la primera moneda que encontré y galopeé a través del campo mientras Charlie me seguía.

Respiró profundamente antes de continuar.

—Desde el momento en que recibí la nota estuviste a salvo, mi amor. Si no hubiéramos visto el carruaje viajando por el camino, hubiera ido a la casa de Rotherton a matarlo antes que te forzara a casarte con él.

Orelia se emocionó al oír aquella furia contenida en la voz del marqués.

—Esta vez logré salvarte, Orelia, pero en el futuro, ¿qué será de ti, mi amor? ¡No puedes vivir sola! Ni aun una dama de compañía que me he propuesto buscarte, será suficiente protección. Siempre habrá hombres que enloquecerán con tu belleza, que se propondrán hacerte suya de algún modo.

—¡Estaré a salvo en el campo, donde todos me conocen! Y no veré a muchos extraños; Morden es muy tranquilo.

—¿Y crees por un momento que podré estar tranquilo pensando que estás sola y en posible peligro, o tal vez desdichada, sin yo enloquecer por no poder estar contigo? ¿Cómo podré pasar los días si todo lo que quiero, todo lo que le pido a la vida, es tenerte a mi lado?

Orelia sintió vibrar la pasión en su voz.

—Dijimos que nos comportaríamos como dos personas enamoradas. Muy bien, Orelia, debo decirte que estoy locamente enamorado de ti. No puedo dejarte y vivir solo del recuerdo de aquella vez que supe del sabor de tus labios y del de hace un momento cuando te tuve en mis brazos.

Hizo una pausa.

—¿No comprendes que lo que más quiero en la vida, más que la esperanza de alcanzar el cielo, es besarte como debes ser besada, sentir que tus labios responden a los míos, besar tus ojos, tus mejillas y tu cuello?

Su voz sonaba ronca cuando continuó:

—Y luego, cuando sienta, tal vez, que te emociona un poco mi contacto… me gustaría besarte, desde la punta de tu preciosa cabeza hasta llegar a tus diminutos pies. Eso es lo que quiero, Orelia, y creo que en lo más profundo de tu corazón, tú también lo deseas.

Su voz se apagó y Orelia lo miró. Observó el fuego de sus ojos y, temblorosa, se emocionó ante aquel milagro.

—Te deseo desesperadamente, Orelia. No puedo dejarte. ¡Escapémonos!

Orelia se oprimía el pecho como para acallar el tumulto de su corazón y él vio temblar sus labios, como si ya sintieran la pasión de sus besos y, en lo hondo de sus ojos, una repentina llamita que reflejaba el fuego de los suyos.

Se quedaron mirándose y Orelia, muy cerca de él, sintió que le pertenecía y que se rendía totalmente a sus exigencias.

—¿Te irás conmigo? —le preguntó el marqués y su voz era tan trémula que Orelia casi no la reconoció.

—Por favor, por favor, no me pidas… que te conteste. ¡Ya no puedo pensar! ¡Sólo sé cuán profunda… cuán inmensamente te amo! No soy fuerte y buena en lo que a ti se refiere… soy débil, y ya no sé qué es bueno o malo. Te amo y nada más parece importar en el mundo.

Hizo una pausa y cuando continuó había lágrimas en sus ojos.

—No puedo contestarte porque… no me siento capaz, pero quiero estar contigo… hacerte feliz… Por lo tanto, tú debes decidir… por ambos. Tienes que decidir lo… mejor para ti y para mí.

Su voz se quebró y luego, casi patéticamente, agregó:

—No puedo luchar… contra mi corazón… no puedo hacerlo.

—¿Me pides a mí, adorada, que te proteja de ti misma?

—No lo sé… pero haré lo que tú me digas.

Durante largo rato él se quedó mirándola. Luego, repentinamente, se puso de pie, con tanta rudeza que su silla cayó hacia atrás y golpeó el piso.

—¡Vamos! Te llevaré de regreso a Londres.

Cuando estaban a punto de llegar, Orelia lo miró y le dijo:

—Te amo… te amaré toda mi vida… pero también te… respeto y te honro.

El no contestó. ¡Su rostro estaba tan desolado como si se enfrentara al verdugo! Después, detuvo los caballos fuera de la Casa Ryde y Orelia bajó y entró al vestíbulo.

—Willand, tengo dolor de cabeza —le dijo ella al mayordomo—. Por favor, avísele a la duquesa y a lady Carolina que me he retirado y que no deseo que se me moleste bajo ninguna circunstancia.

—Muy bien, señorita.

Una vez sola, se sintió perdida por un momento, antes de quitarse el abrigo y el sombrero y ponerlos sobre la silla. Luego, algo pareció estallar en su interior y corrió a la cama, ocultando el rostro entre las almohadas. Comenzó a llorar desesperadamente, sin esperanza.