Capítulo 11

¡Diablos, me veo más pálida que un fantasma! —exclamó Carolina—. Dame el colorete, Martha.

La doncella le dio lo que le pedía y Orelia dijo:

—Te ves encantadora, elegantísima.

Era cierto. El vestido de boda de Carolina era blanco pero, como era viuda, el cuello, las mangas y el dobladillo estaban bordados con lentejuelas de oro.

La larga cola, que caía desde los hombros y que iba a ser sostenida por cuatro pajes, también estaba completamente bordada con armiño blanco en los bordes.

En la cabeza llevaba la tiara más hermosa de la colección Ryde. Era casi una corona y relumbraba con cada uno de sus movimientos, tanto como los brillantes que le rodeaban el cuello y las muñecas.

Su velo, de encaje de Bruselas, enmarcaba armoniosamente su cabello oscuro y, en una mesa lateral, esperaba un ramillete de lirios amarillos, atados con cintas doradas.

—Lo que realmente necesito es una copa de champaña —dijo Carolina—. Martha, ve a ordenar que me la traigan. No sé por qué a nadie se le ocurre que puedo necesitar algo que me sostenga para enfrentarme a lo que me espera.

—Te queda muy poco tiempo —le dijo Orelia cuando Martha salió del cuarto—. No debes retrasarte y hacer esperar al marqués.

—¡Se lo merece!

—Te vas a portar… amable con él, ¿verdad, Carolina? Necesita bondad… y comprensión.

Carolina se rió con una risa desagradable.

—¡Darío necesita bondad y comprensión! —se burló—. ¿Y yo qué? Durante todo el día de ayer, su señoría se portó muy hosco conmigo. Nadie lo imaginaria como un novio ardiente e impaciente.

Su voz expresaba sarcasmo y Orelia le preguntó titubeante:

—¿Eres… desdichada, Carolina?

—¡No, por supuesto que no! Además, la luna de miel será breve y Adelco me esperará al regreso. Juró serme fiel hasta que me viera de nuevo y creo que mantendrá su promesa.

—¡Carolina! Prometiste que te comportarías con decoro después de estar casada.

—¿Y a qué llamas tú decoro? Además, deseo intensamente ver a Adelco de nuevo, siempre y cuando el admirador que dejé en París, no resulte más atractivo. Recuerda, pasaremos varias semanas en la Ciudad Luz.

—¿Qué puedo decirte?

Como si no pudiera soportar el dolor que evocaban las palabras de Carolina, se levantó para pararse al lado de su prima, que se miraba al espejo.

—Quiero que… ambos sean felices.

—Cuando tú y yo hablamos de felicidad, hablamos de algo completamente diferente. Por Dios, Orelia, deja de sermonearme y ve a ver qué pasa con el champaña.

—Lo haré.

Dio media vuelta para marcharse, pero al escuchar unas voces regresó al lado de Carolina.

—Ya lo traen, pero tienes que salir de aquí en tres minutos para llegar a tiempo a la iglesia.

Las voces del exterior sonaban cada vez más fuertes, como si dos hombres discutieran. Luego, se abrió la puerta y un caballero penetró en la habitación, empujando al lacayo que trataba de impedirle el paso. Se le veía perturbado; el cabello despeinado le caía sobre el rostro quemado por el sol y llevaba las botas y pantalones de montar salpicados de lodo, y la chaqueta gris llena de polvo.

Por un momento, permaneció inmóvil. Luego, con un agudo grito que resonó por toda la habitación, Carolina se puso de pie.

—¡George! ¡George! —gritó y corrió hacia él.

—¡Carolina! —Exclamó el caballero tomándola en sus brazos—. ¿Llego a tiempo? Me enteré de que vas a casarte.

—¡Regresaste! ¡Oh, George, regresaste!

Carolina gritaba y sollozaba a la vez y él la miraba a la cara y la apretaba en estrujante abrazo.

—¡Mi barco ancló ayer en Southampton y me dijeron que ibas a casarte. Cabalgué toda la noche! ¡Carolina, amada mía! ¡No puedes hacerlo!

—Creí que habías muerto. ¡Oh, George! ¿Dónde estuviste?

—Haciendo fortuna. Ahora soy un hombre rico, dulce amor mío.

—No importa. No me importa en absoluto. Es a ti a quien quiero. Siempre te he amado, George. Jamás quise a nadie más.

—¡Carolina, Carolina! —dijo musitando su nombre contra sus labios.

Orelia, que había estado presenciando todo, muda de asombro, se dio cuenta de que el marqués estaba a punto de presentarse en la iglesia.

Carolina y Lord Faringham, uno en brazos del otro, se olvidaron de su presencia. Los dejó a, toda prisa y salió de la habitación.

Corrió a lo alto de la escalera, Debajo, cruzando el vestíbulo de mármol, pudo ver al marqués.

—Milord —lo llamó Orelia.

Las palabras se ahogaban en su garganta y no logró que la oyera.

—¡Milord! —volvió a llamar y esta vez él levantó la vista antes de llegar a la puerta.

Su rostro se veía adusto y sus ojos sin brillo cuando la miró.

—Carolina desea… hablar con su señoría.

El pareció querer rehusar y ella agregó de prisa.

—¡Es algo muy importante!

Con un gesto de impaciencia, como si le molestara que se alteraran sus planes para salir de casa, se volvió y subió lentamente la escalera.

Se veía más apuesto que nunca y una docena de condecoraciones brillaban en su chaqueta de raso.

Llegó a lo alto de la escalera y, sin mirar a Orelia, cruzó hacia la puerta que conducía a la alcoba de Carolina.

Golpeó con los nudillos y al mismo tiempo le dio vuelta al picaporte. La puerta se abrió y vio a Carolina en brazos de Lord Faringham. Se besaban ambos apasionadamente.

El marqués, por un momento, se quedó petrificado de estupor. Luego, Carolina levantó la vista.

—¡Darío, perdóname! —gritó en el colmo de la felicidad—. ¡Perdóname, pero no puedo casarme contigo!

Orelia no soportó el seguir escuchando y, caminando unos pasos, cerró la puerta detrás del marqués.

Era demasiado doloroso. Estaba demasiado comprometida para quedarse ahí y saber que toda su felicidad, todo su futuro, dependía de la respuesta de él.

Sintió un ruido a sus espaldas y al volverse vio al lacayo que llevaba una bandeja de plata con una botella de champaña y varias copas de cristal.

—En este momento no se puede molestar a lady Carolina; deje el champaña sobre la mesa.

Indicó una mesa lateral en el descanso y, cuando el lacayo hizo lo que le pedía, le dijo:

—Tengo que irme al campo. Por favor, ordene que preparen el landó de inmediato y dígale al cochero que espere en la puerta trasera.

El lacayo estaba demasiado acostumbrado al extraño comportamiento de la nobleza para preguntarse por qué alguien quería irse al campo justamente antes de celebrarse una boda.

—Muy bien, señorita.

Orelia corrió a su alcoba. No podía quedarse, presenciar cómo se desbarataba el matrimonio y la conmoción que causaría o, la otra alternativa, enterarse de que las cosas habían ido demasiado lejos y que Carolina debía casarse con el marqués como estaba planeado. Después de todo, el regente esperaba ya en la iglesia y la recepción estaba preparada en la Casa Carlton.

Tomó la capa que usó en Morden Green la primera vez que la besó el marqués y buscó la maleta que llevaba la noche que él le impidió escapar. Arrojó en ella, casi sin saber lo que hacía, sus libros de poemas, un vestido y una o dos cosas más de su tocador. Luego, recordando que mucha de su ropa había quedado en Morden, salió de la habitación a toda carrera, bajando por la escalera angosta que llevaba a las habitaciones de los criados.

No vio a nadie, pues la mayoría de ellos ya se había ido a la iglesia. Se habían dispuesto asientos para ellos en la galería de la iglesia de Saint George. Todos querían ver casarse a su amo y tener el privilegio de contemplar a los brillantes personajes del bello mundo, que estarían presentes en tan elegante ceremonia.

El landó esperaba, pero no había nadie para despedir a Orelia. Después de dar las órdenes pertinentes al cochero, se recostó contra los cojines, entrelazó las manos y rezó:

«¡Por favor, Dios mío, pase lo que pase, que sea para su felicidad! Lo que más deseo en el mundo es que él sea feliz».

* * *

Hacía cuatro días que Orelia había regresado a Morden Park.

Caminaba por el jardín con papel de escribir en las manos, un tintero y una pluma. Sentía relumbrar el sol sobre su cabello y penetrar su ligero vestido de muselina. A pesar de ello, experimentaba un extraño frío. No apreciaba la belleza del jardín; sólo estaba consciente de la terrible soledad que le helaba el corazón, como un dolor incesante para el que no había remedio.

En uno de los rincones del jardín, había una réplica de un templo griego donde Lord Morden siempre trabajó. Encontró ahí un escritorio al lado de un sofá y cómodas sillas, ahora un poco gastadas y polvorientas. Depositó el papel y tinta sobre el escritorio y, al sentarse, se dijo seriamente que ya era tiempo de que comenzara a ganarse la vida. ¡El marqués no había acudido en su busca!

Ahora sabía que lo había perdido. Ignoraba si se casó con Carolina o si, simplemente, ya no estaba interesado en ella. Por un tiempo, vivió en un milagroso mundo de fantasía, concibió un sueño que jamás se volvió realidad y ahora había despertado.

Qué tonta fue, se dijo al mirar la hoja de papel en blanco. ¿Cómo pudo suponer que él realmente querría a alguien tan insignificante como ella para esposa?

Se acostumbró tanto a pensar en él… primero, como en un niño solitario y luego como en un hombre desdichado, que olvidó lo importante que era.

Omitió considerar sus vastas posesiones, su puesto en la corte y su importancia en el mundo social.

Qué infantil, qué presuntuosa fue al pensar que pudo significar para él algo más que un interés pasajero… algo que llegó a desear sólo porque no estaba a su alcance.

Tomó la pluma y trató de concentrarse en la composición de un poema.

¿Escribiría acerca de las «casas de paso», de los niños que trabajan en los molinos, de las madres a quienes robaban sus bebés, o se los pedían prestados para ser usados por las limosneras a fin de despertar compasión?

Se sentía a menudo molesta y perturbada por tanto sufrimiento. Pero ahora, sólo podía pensar en el marqués.

¿Cómo lo amaba, Dios mío, cómo lo amaba?

Una lágrima cayó sobre el blanco papel. Debió haberse quedado mirando mucho tiempo la hoja, porque no escribió una sola palabra. De pronto, oyó una voz profunda que decía:

—¿Llorando? ¡Y yo, presumido de mí, que creí, amada mía, que te sentirías encantada de verme!

Orelia dio un grito de asombro y se puso de pie de un salto, la pluma esparció la tinta sobre el papel, pero ella sólo tenía ojos para el marqués, quien llegó caminando tan calladamente por el pasto, que no escuchó sus pasos.

Llevaba el sombrero de copa y los guantes en una mano y en aquel momento los arrojó para mirar a Orelia que, con los ojos desorbitados, se apoyó en el respaldo de la silla.

—¡Has venido!

Dijo asombrada las palabras, como para sí.

—¿No me esperabas? Tal vez te pareció que tardaba, corazón mío. Debes perdonarme, pero tuve que arreglar unos asuntos importantes.

Orelia se sintió feliz y con gran esfuerzo le dijo en voz baja:

—Hay… algo que quiero… decirte.

—Te escucho.

No trató de acercarse, sino que se recostó cómodamente, sin prisas, contra uno de los pilares. Esperó un momento y al ver que ella no decía nada, insistió amablemente:

—¡Estoy esperando!

—Es dificil de explicar. Es que… como dijiste ciertas cosas… el día que… me rescataste de Lord Rotherton… no estabas libre entonces… y tal vez no habrías hablado… en diferentes circunstancias.

Hizo una pausa y luego continuó con gran esfuerzo.

—No quisiera que ahora… te sintieras atado.

—Supongamos que te digo que no me siento atado. Estoy atado, Orelia, irremediablemente.

—No sólo es eso. Es también… que yo no soy… la persona adecuada.

—¿La persona adecuada para qué?

—Para ocupar… una posición tan importante.

—La posición que te ofrezco es muy sencilla: ser mi esposa.

Por un momento, Orelia tembló de éxtasis. Luego, oyó que él le decía:

—Mírame, Orelia.

Una repentina timidez la hizo resistirse pero volvió la cabeza y sus ojos se encontraron. Contuvo la respiración; jamás lo vio tan joven, tan feliz y despreocupado, y ahora, como si fuera presa de un hechizo, se acercó a él, los ojos fijos en los suyos y los labios entreabiertos. El se movió cuando ella se acercó y lentamente, como si saboreara el momento y quisiera prolongarlo, la tomó en sus brazos. Fue entonces cuando ella ocultó la cara contra su hombro.

El la sostuvo así por un momento, apoyando la mejilla contra el pelo de ella y luego, con el mismo ademán que empleó la primera vez que se vieron, la tomó de la barbilla y le viró el rostro, obligándola a mirarlo.

—Si sólo supieras cómo he soñado con esto —dijo suavemente y la besó.

Fue un beso muy tierno, como si temiera profanar la suavidad y dulzura de su boca. Luego, cuando los labios de Orelia respondieron, él estrechó su abrazo y ella conoció un éxtasis que jamás soñó que pudiera existir.

¡Era suya, suya, por fin! Y debía rendírsele en cuerpo, corazón y alma, porque él se lo exigía.

Fue un momento tan perfecto, tan espiritual que a Orelia le pareció que no estaban ya en este mundo, que eran un hombre y una mujer tocados por la Divinidad.

Temblaba y tuvo la sensación de que a él le ocurría lo mismo, cuando levantando la cabeza dijo en una voz curiosamente inestable:

—¿Ya cayeron las estrellas, dulce corazón?

—No… tú me elevaste a ellas.

El la estrujó contra su pecho y la besó salvaje, apasionadamente, como un hombre que hubiera regresado a la vida de la tumba…

* * *

Mucho más tarde, Orelia se encontró sentada en el viejo sofá en la parte posterior del templo griego con la cabeza apoyada en el hombro del marqués.

—¿Se casó Carolina?

—Jamás vi a una novia más radiante.

—¿Cuándo se casaron?

El marqués sonrió.

—Le di a Faringham mi ropa, mi carruaje, el anillo de boda, y mi puesto en el altar.

Orelia lo miró sorprendida.

—¿Quieres decir que se casó en tu lugar?

—Hubo un retraso, pero muy ligero. Faringham no iba a arriesgarse perder a Carolina. Como él mismo dijo, apenas pudo llegar a tiempo, pues su barco estuvo a punto de hundirse en la Bahía de Biscay.

—Pero ¿qué dijo el regente? ¿Y los comensales?

—El regente apreció el lado divertido del asunto cuando le expliqué lo que pasó. Y le causó un gran alivio que el desayuno de bodas no se echara a perder.

Los ojos del marqués brillaban al continuar diciendo:

—Por lo que respecta a los comensales, dio algo de qué hablar, y la satisfacción de creer que el Marqués de Ryde había recibido al fin su merecido. Eso les encantó.

Se rió y luego dijo con más serenidad:

—Es por eso, querida mía, que estoy determinado a evitar las habladurías con respecto a ti. He urdido un plan con el que espero estés de acuerdo.

—Sabes que haré… todo lo que quieras. Pero me alegro por Carolina. Jamás amó a nadie excepto a George.

—Ciertamente lo ama ahora. Cuando partieron a su luna de miel, Carolina corrió a su alrededor y obedecía sus menores deseos.

—¿Realmente hizo fortuna?

—Me asegura que es tan rico como Creso y, si no lo fuera, yo estaría dispuesto a darle la mitad de mi fortuna. Yo había perdido toda esperanza y jamás pensé que, con la última carta, ganaría.

—Tuvimos suerte —dijo Orelia—, tanto que aún todo esto me parece un sueño.

—Es una realidad, preciosa mía y ahora, ¿puedo exponerte mis planes?

—¿Cuáles son?

—Esta mañana, temprano, envié dos caballos a tu establo, aunque tú no te diste cuenta. Si cabalgamos a través del campo, lo que resultará más rápido que ir por el camino, podemos llegar a Ryde Park en menos de tres horas. Esta noche podemos casarnos en mi capilla privada.

—¡Esta noche! ¿Realmente podemos casarnos tan pronto?

—Nada puede impedirlo, a menos que ya no me ames.

—Sabes que sólo quiero… estar contigo por el resto de nuestras vidas.

El le besó las mejillas y presionó los labios contra aquella suave piel, esforzándose por continuar.

—Como no puedo permitir que nadie hable de ti, amada mía, será una boda secreta y pasado mañana nos iremos al extranjero. Primero voy a llevarte a Florencia, para que puedas ver tu retrato, pintado hace casi cuatro siglos por Botticelli.

Le besó el cabello.

—Después, exploraremos los canales de Venecia y tal vez visitemos Roma. Dos meses después de nuestra ausencia, se anunciará que nuestro matrimonio se efectuó en el extranjero. Cuando regresemos, la gente ya se habrá cansado de hablar de nosotros. ¡Tendrán entre manos algún otro escándalo más interesante!

—Parece maravilloso.

—Entonces, hay que partir. Anhelo enseñarte mi casa, que será nuestro hogar en el futuro.

Orelia dejó que él la ayudara a levantarse antes de decir:

—Acabo de recordar que no tengo traje para montar. Lo dejé en Londres y tiré el viejo cuando Carolina y yo fuimos a hospedarnos contigo.

—Traje conmigo todo lo necesario cuando salí de Londres esta mañana.

—¡Piensas en todo!

—Pienso en ti; en realidad, me es imposible pensar en otra cosa.

Ella acercó la mejilla a su brazo con un gesto afectuoso cuando caminaron por el jardín.

Jamás le parecieron a Orelia las flores más brillantes, ni las mariposas con tanto colorido, ni el canto de los pájaros más alegre.

Los criados de la casa Morden les proporcionaron una comida ligera y, al terminar, Orelia y el marqués montaron en los dos magníficos caballos árabes y cabalgaron a través del campo hacia Ryde Hall.

Era un día soleado y una ligera brisa aliviaba el calor. Se cernía la bruma sobre el río y los campos de campánulas semejaban una alfombra extendida en honor a ellos y de su felicidad.

Cabalgaron sin prisa. Se detuvieron en una pequeña posada a tomar sidra y, después, el marqués insistió en que descansaran a la sombra de un árbol en el bosque por un rato.

Orelia comprendió que era una excusa para poder besarla y, después de desmontar y amarrar los caballos, se derritió en sus brazos, que eran un refugio que jamás volvería a abandonar.

Se sentaron sobre un árbol caído cubierto de musgo, junto a un riachuelo que corría a través del bosque, observando las libélulas que se deslizaban iridiscentes en el agua.

—¿Feliz, amada mía? —preguntó el marqués mirando su rostro. Ella lo miró y él vio la respuesta en sus ojos.

—No sabía que uno pudiera ser tan feliz… desearía quedarme aquí contigo para siempre… solos… lejos del mundo… sólo tú y yo.

—No tienes que asustarte de nada, ahora que estoy contigo.

—No estoy asustada, realmente, sino un poco aprensiva. ¿Y si te fallo?

—Jamás podrías hacerlo.

—Creo que tengo miedo de que después de un tiempo me encuentres sosa. Has conocido a tantas mujeres bellas, inteligentes y con gran talento, que yo siento que no puedo ofrecerte nada más que mi amor.

—¿Crees que quiero otra cosa? —Le tomó la mano y le besó cada uno de los dedos—. Tienes que saber, amada mía, que un hombre, lo admita o no, siempre busca a la mujer que será su otra mitad. Cuando la encuentra le parece perfecta. Pero hasta que llega ese momento, tiene que buscarla entre muchas otras mujeres, para desilusionarse cada vez.

—¿Soy tu otra mitad?

—Sabes que sí, excepto que eres la mitad mejor. Todo lo bueno, perfecto y bello, mientras que yo soy un malvado.

Ella le puso los dedos contra los labios.

—No vuelvas a decir eso. Fue un apodó que te dieron por que los desafiabas, pero tu desafió no provenía del mal o del vicio sino de tu soledad… porque tuviste que luchar sólo contra el mundo.

Su voz era muy suave.

—Para mí, siempre has significado cuanto es bueno, noble y amable y no voy a permitir que se hable de ti de otro modo.

El marqués la abrazó con tanta fuerza que dio un pequeño grito. Luego, enterró la cara en su cuello.

—¡Te amo! —dijo él—. ¡Dios, cómo te amo! ¡Haz de mí lo que quieras; conviérteme en el hombre en el que crees!

* * *

Era tarde cuando por fin llegaron a Ryde Hall. Apareció de pronto, al cabalgar por lo alto de una loma: abajo se extendía la enorme casa con sus ventanales brillando como el oro a la luz de la tarde.

Orelia sabía que era una de las casas más grandes de Inglaterra y que fue restaurada por el abuelo del marqués. Sin embargo, sintió un repentino temor al verla tan grande e imponente.

Luego, se volvió hacia el marqués y notó que él la observaba.

—¡Allí vivirás! —dijo ella suavemente y fue una aseveración más que una pregunta.

—¡Siempre! —prometió él.

—Yo hubiera preferido una casita… donde pudiera trabajar para ti, cocinar para ti y cuidarte.

—Pero como no es así, ¿me tomas como soy?

Pronunció esas palabras con gran ternura. Jamás conoció a ninguna otra mujer, que deseara que su hogar fuera sólo una casita.

—¡Sí… por favor! —contestó Orelia sencillamente y le tendió la mano.

El le besó los dedos y luego, impulsivamente, azuzaron a los caballos como si ambos estuvieran llenos de deseos de llegar a la casa y todo lo que les esperaba.

La habitación a donde fue conducida Orelia, era magnífica. Se le conocía como el Cuarto de las Novias y, cuando entró por la puerta, experimentó una felicidad casi irreal.

La esperaba un baño perfumado con esencia de rosas. Dos doncellas la ayudaron a desvestirse y cuando se preguntó qué ropa se pondría, el ama de llaves sacó del guardarropa un vestido que jamás había visto.

—Su señoría lo envió de Londres, señorita, con el resto de su ropa.

Orelia miró el vestido y se dijo que ésa era quizá una de las razones por las que el marqués se retrasó. Era el vestido más bello que jamás había visto, hecho de gasa blanca y rebordeado con pequeñas estrellas.

Cuando se lo puso, encontró que había una tiara de estrellas de diamantes para adornar su cabello y un collar igual.

El marqués debió haber recorrido todo Londres para encontrar estas joyas, que ella sabía que no pertenecían a la colección de la familia y Orelia se sintió inmensamente feliz al ver que su preocupación por ella se extendía a todos los detalles.

—¡Es usted una novia preciosa, señorita! —exclamó el ama de llaves y las doncellas se le quedaron mirando como si fuera la princesa de un cuento de hadas.

Por fin estuvo lista para bajar. Se puso el velo de encaje tan fino que parecía la tela de una araña. La envolvió como una nube haciéndola lucir curiosamente etérea, como si surgiera de pronto de la loca imaginación de un hombre.

Cuando bajó al vestíbulo donde el marqués la esperaba, observó que él se quedaba sin aliento al verla y, al tomar el ramillete que le entregó, Orelia comprendió que era simbólico. No era de lirios ni de exóticas orquídeas; era sólo un ramillete de diminutos capullos de rosa.

El marqués le tomó una mano y se la llevó a los labios. Sin hablar, le enlazó el brazo con el suyo y la condujo a lo largo de los sinuosos corredores hasta que llegaron a la capilla.

Un órgano tocaba una suave melodía, pero no había nadie en los tallados asientos. Ante el altar, sólo se encontraba el capellán.

La luz del atardecer brillaba dorada a través de los emplomados de las ventanas y se respiraba un aroma de rosas y madreselvas. Cuando comenzó el servicio religioso, a Orelia le pareció que toda la capilla se inundaba con el canto de los ángeles.

El marqués sostenía fuertemente la mano de Orelia cuando repitieron los solemnes votos con voz grave.

Luego, regresaron por donde habían venido y el marqués la llevó a un hermoso saloncito que daba al jardín de rosas.

Un lacayo cerró la puerta a sus espaldas y, entonces, el marqués se quedó mirando a Orelia por un momento antes de tomarla en sus brazos.

—¡Esposa, amor mío, mi vida! —exclamaba lleno de emoción.

Orelia no pudo recordar después, cuánto tiempo estuvieron juntos en el salón. Sólo supo que le emocionó sentir su contacto, que experimentó un arrobamiento completamente desconocido.

Después, se dirigieron a otra habitación, donde la cena estaba servida en una pequeña mesa ovalada decorada con flores blancas.

—Nuestra segunda cena juntos.

Ninguno de los dos supo qué comió, pero se quedaron ahí sentados conversando, hasta mucho rato después de que los criados se retiraron.

Tenían tanto que decirse, tanto que contarse a fin de conocerse bien, que a Orelia le sobresaltó escuchar las campanadas del reloj sobre la chimenea y darse cuenta de lo avanzado de la hora.

Su voz se apagó. Miró al marqués y sin que él pronunciara una palabra, supo lo que le pedía.

Se puso de pie y, por un momento, ambos se miraron a los ojos. El no la tocó. Luego, ella subió la escalera y entró al Cuarto de Novias.

Las doncellas esperaban. Le quitaron el vestido y la tiara de estrellas y le cepillaron el cabello. Finalmente, apagaron las velas, dejando solo una a cada lado de la cama y se retiraron.

El enorme cuarto estaba oscuro, lleno de sombras y, sin embargo, a Orelia le pareció estar envuelta en el amor que se alojaba ahí desde hacía siglos, el amor de otras novias, de otras mujeres que llegaron a aquella enorme casa para convertirla en su hogar y el de sus esposos e hijos.

Se arrodilló al lado de la cama para decir sus plegarias y cuando terminó y abrió los ojos vio que el marqués había entrado en la habitación sin que ella lo escuchara.

Vestía una larga bata de brocado con cuello de terciopelo, y miraba a Orelia con una expresión desconocida.

Luego, la alegría de su corazón la hizo ponerse de pie y correr a su lado, ansiosa como una criatura, olvidándose que sólo llevaba puesto un camisón de suave y transparente gasa.

Se arrojó en sus brazos y él la estrechó ansioso, mientras su corazón latía con fuerza contra el de ella.

—¡Oh, Darío!

Apenas susurró las palabras. El no la besó: la miró tan sólo con la misma extraña expresión del rostro.

—¿Rezabas por mí?

—No, agradecía a Dios que nos hubiéramos encontrado… que estuviéramos juntos. Querido, ¡estoy tan agradecida por nuestro amor!

—Escucha, amada mía, tengo algo que decirte.

A Orelia le aterrorizó la seriedad que percibió en la voz del marqués; no quería que nada empañara su dicha.

—¿Qué… cosa?

—Hace poco tiempo que nos conocemos. Nos hemos tratado poco, por lo que quiero que pienses en lo que tengo que decir.

—¿Pasa algo?

—No. Nada puede pasar ahora que eres mi esposa, ahora que puedo llamarte mía. Pero, mujer de mis sueños, si prefieres esperar un poco antes de pertenecerme, no sólo de nombre, sino en cuerpo y alma, esperaré. Te amo tanto y tan desesperadamente, Orelia, que no podría soportar el atemorizarte en ninguna forma.

Hizo una pausa antes de proseguir:

—Sabes que te deseo como un hombre desea a una mujer. Es un fuego que me consume las entrañas, pero también te adoro por tu bondad, tu pureza, tu inocencia. Por ello, si lo deseas, esperaré… aunque sea duro… hasta que estés lista para mí.

En aquel momento, Orelia comprendió cuánto la amaba. Estaba dispuesto a hacer el sacrificio más grande que podía exigírsele a un hombre.

Ya antes, el marqués había deliberadamente hecho a un lado sus propios deseos, porque sabía demasiado bien que, aunque ella hubiera estado dispuesta a romper los convencionalismos, lo habría considerado impropio y en contra de sus más profundos instintos.

Ahora, se controlaba… no sólo le ofrecía su corazón, sino su cuerpo, para que hiciera con él lo que quisiera.

Por un momento, Orelia se quedó muda ante la inmensidad de su sacrificio y luego dijo, muy suavemente.

—Sé que nuestro amor es divino… sé que fue bendecido por Dios… pero del mismo modo como tú me deseas… como mujer… yo te deseo… como hombre.

El se le quedó mirando un momento, pero luego sus brazos la estrecharon tan fieramente, que casi gritó de dolor.

—¿Comprendes lo que estás diciendo? ¿Estás segura, amor mío? ¿Realmente segura?

—Te amo —susurró ella—. Y quiero ser tuya… completa y absolutamente… tuya… por favor, Darío… hazme tú… esposa.

No pudo decir más porque los labios del marqués, triunfales, posesivos, desesperadamente apasionados, buscaron los de ella.

Luego, perdido en un éxtasis, para el que no existían palabras, la levantó en brazos.

FIN