Capítulo 5
Orelia y Carolina bajaron del brazo por la enorme escalera. Carolina charlaba acerca de la fiesta a la que asistió la noche anterior, en la que se divirtió mucho, y casi habían llegado al vestíbulo cuando se dieron cuenta de que el marqués, que acababa de regresar de montar, las esperaba.
Orelia sintió que el rubor asomaba a su rostro al recordar, tímida y avergonzada, lo sucedido la noche anterior, pero Carolina corrió ansiosamente hacia su prometido y le dijo:
—Buenos días, Darío, espero que no hayas olvidado que prometiste llevarme a pasear al parqué esta mañana.
—Lo recordé y en este momento acabo de ordenar mi carruaje alto, pues así podrás lucir mejor tu sombrero nuevo.
—¿Sólo mi sombrero? —preguntó Carolina con coquetería—. ¡Darío, ése no es un cumplido muy efusivo!
Mientras hablaban, el mayordomo se acercó a Orelia llevando una bandeja de plata con un pequeño paquete.
—Acaban de traer esto, señorita.
Orelia lo miró sorprendida y Carolina exclamó:
—¡Orelia, un paquete para ti! ¿Qué podrá ser? ¿Te habrá mandado un regalo un admirador enfermo de amor? Se ve muy grande para contener una joya. Y, como todos sabemos, lo mejor siempre viene en paquetes chicos.
Se rió de su propia broma, pero Orelia tomó el paquete de la bandeja y dijo rápidamente:
—Creo que es… algo que… esperaba.
Sin añadir nada más, volvió a subir la escalera. Carolina la miró sorprendida, pero desvió la atención de su prima al observar a la duquesa que llegaba en ese momento del salón.
—Buenos días, Carolina —dijo la duquesa—. Y, Darío, muchas felicidades. Acabo de recordar que hoy es tu cumpleaños. ¡Tu cumpleaños! —exclamó Carolina—. ¿Por qué no me dijiste?
—Creo que es un acontecimiento en la vida de uno que debe ser olvidado —replicó el marqués indiferente.
Orelia que había llegado a lo alto de la escalera, miró por un momento hacia abajo, hacia el pequeño grupo. Se dijo que era muy típico de la duquesa recordar el cumpleaños de su nieto en el último momento y abstenerse de darle un obsequio. Se preguntó si de niño recibiría regalos de cumpleaños, pero se dijo que no era probable. Luego, recordó que, durante los años que transcurrieron después del primer matrimonio de Carolina, ella misma había vivido sola con su tío y este jamás recordó su cumpleaños. A menudo se sentía herida y absurdamente solitaria, pues la fecha transcurría sin que nadie se diera cuenta.
Corrió por el pasillo hacia su cuarto y al llegar cerró la puerta y abrió el paquete con dedos temblorosos por la impaciencia.
El paquete contenía cuatro pequeños libros forrados de cuero y una carta. Tocó los libros casi como si los acariciara y abrió la carta.
Era de una conocida firma de editores. Extendió el grueso papel y leyó:
«Señorita: Tenemos el honor de enviarle cuatro volúmenes de su libro de poemas que hoy sale a la luz. Nos encontramos sumamente satisfechos por la acogida inicial de los libreros y le incluimos un cheque por la cantidad de cincuenta libras como adelanto de regalías.
Anticipamos que su trabajo llamará grandemente la atención y apreciaríamos que en un futuro cercano discutiera con nosotros la posibilidad de editar un volumen más de sus poemas o, si lo prefiere, un libro de prosa.
Nos manifestamos, señorita, sus más atentos servidores.
Watkins y Rufus».
Orelia jadeó ligeramente y miró el cheque como si dudara de su existencia. ¡Cincuenta libras! Le pareció una increíble suma de dinero.
Luego, tomó uno de los libros. No podía creer que aquellas frases a las que dedicó tanto tiempo y esfuerzo estuvieran realmente impresas. Los volúmenes eran elegantes, encuadernados en cuero verde. Leyó el título: «Londres», por El Observador. No había ningún otro indicio acerca de la identidad del autor y Orelia lanzó un pequeño suspiro de alivio. Nadie adivinaría quien era El Observador.
Fue cuando se quedó sola, después de la muerte de su tío, que se le ocurrió la idea de tratar de expresar, a su modo, lo que a él le llevó tantos años escribir en su libro que se quedó a la mitad. No esperaba que su trabajo fuera aceptado pero, casi a vuelta de correo, recibió una entusiasta carta de reconocimiento, después de que en Watkins y Rufus leyeron el manuscrito. Aún no consideraba seriamente la idea de que el libro se vendiera bien. ¿Quién iba a interesarse en un libro escrito por un autor desconocido y anónimo?
Aunque, gracias a Lord Byron, los versos estaban de moda, no creía que lo que ella hubiera escrito fuera digno de ser llamado poesía.
Aunque Watkins y Rufus pensaran lo contrario, se decía, no era probable que llamara la atención. Al mismo tiempo, cincuenta libras le parecían una enorme cantidad y, al mirar el cheque, se le ocurrió una idea: correspondería a las amabilidades del marqués. No pretendería devolverle lo que gastó en sus vestidos, pues era imposible; sabía que habían costado mucho más de cincuenta libras y tratar de pagarle sería como echar una gota de agua en el océano. Pero podía hacerle un regalo: su regalo de cumpleaños.
Excitada con la idea, Orelia se puso el sombrero y el abrigo y bajó a toda carrera, con su cheque oculto en su bolso de mano.
El marqués y Carolina debían haberse marchado de paseo, pues no la vieron, pero la duquesa estaba en el salón con una vieja amiga que fue a visitarla.
—Discúlpeme, señora, ¿podría salir de compras? Necesito algo con mucha urgencia.
La duquesa levantó la vista con expresión aburrida y un brillo de resentimiento en los ojos, lo que hizo ver claramente a Orelia que a milady le había molestado la intervención de su nieto en su favor.
—Pídele a una de las doncellas que te acompañe.
Orelia salió del salón y se alegró de poder ir adonde deseara. Le pidió al mayordomo que le ordenara el landó que siempre estaba a disposición de Carolina y subió a buscar al ama de llaves.
La señora Mayhew, una mujer mayor que tenía más de treinta años al servicio del marqués, no objetó que una de las doncellas acompañara a Orelia.
—Llévese a Emma, señorita. La chica se ve un poco desanimada últimamente y un poco de aire fresco le hará bien. Es del campo y a menudo pienso que a esas chicas las deprime el clima de Londres. También extrañan el ejercicio que tienen cuando trabajan en las otras casas de su señoría.
—Me gustaría llevarme a Emma.
Emma la asistía a menudo cuando la doncella que les asignaron a Carolina y a ella se veía en dificultades para ayudarlas a vestir las dos al mismo tiempo.
Emma, con sus mejillas sonrosadas, brillantes ojos y suave acento de Hertfordshire, era la compañera ideal en aquel momento. Era un lindo día y el sol brillaba radiante cuando viajaban por Piccadilly hacia su destino, el banco del señor Boutts en el Strand.
Emma, con su burdo gorro de paja amarrado con cintas negras bajo la barbilla, estaba frente a Orelia, de espalda a los caballos. Observaba todo con tal interés que Orelia comprendió que, hasta ese momento, la chica, que tenía algo más de diecisiete años, había visto muy poco de la ciudad.
—¡Oh, señorita! Mire a aquel mono con abrigo rojo encima del organillo —y después—: ¡Un oso bailarín! Había oído de esas cosas, señorita, pero nunca creí que las vería con mis propios ojos.
—Las calles están llenas de cosas excitantes —sonrió Orelia—. Recuerdo que la primera vez que visité Londres, hace unos cinco años, también me quedé asombrada. Luego volví en 1817, después de cumplir diecisiete años, y encontré que podían verse muchas cosas extraordinarias en un paseo, como ahora.
—Es un lugar enorme…
Orelia cobró su cheque en el banco, donde la atendieron solícitamente desde el momento en que cruzó la impresionante entrada. Luego, de regreso en el carruaje, ordenó al cochero que se dirigiera a la calle Bond.
En una tienda cercana al sitio donde la duquesa le compró los vestidos, había visto una caja de rapé que le llamó la atención y se dijo que sería un regalo especialmente apropiado para el marqués. No sabía por qué, pero la caja la hizo pensar en él la primera vez que la vio y, por lo que hablaron la noche anterior, parecía ser exactamente el regalo apropiado para su cumpleaños. Era de esmalte de Chelsea en bellos tonos de azul profundo y rojo oscuro y la tapa estaba pintada hábilmente. Representaba la figura de un hombre, o tal vez un dios, sentado en lo alto del mundo en los escalones de piedra de un templo en ruinas, con un impresionante paisaje a sus pies.
Había algo omnipotente y a la vez muy solitario en la figura masculina.
—Es una caja muy fina, señorita —le informó el tendero—. El artista que la confeccionó se está volviendo famoso.
—¿Es muy cara?
Sabía que los petimetres y los caballeretes pagaban a menudo sumas astronómicas por sus cajas de rapé y temió que, a pesar de sus cuidadosos planes, no le alcanzara el dinero que llevaba en el bolso.
El tendero titubeó un momento.
—Como deseo que siga siendo mi clienta señorita le daré un precio especial… veinticinco guineas. Le aseguro que mi utilidad es poca, pero me gustaría que volviera de nuevo por acá.
—Temo no poder venir a menudo, pero me gustaría comprar esta caja y tengo las veinticinco guineas conmigo.
Sacó el dinero del bolso, mientras el tendero le envolvía la caja de rapé. Orelia pensó emplear el dinero que le sobró en un regalo de bodas para Carolina. Trataba de decidir qué podría comprarle a su prima, que parecía tener todo cuanto una mujer puede desear, pero estaba segura de que, tarde o temprano, encontraría algo que Carolina necesitara realmente y que fuera un recuerdo apropiado de su amistad y del afecto que se profesaban.
Al salir de la tienda, el tendero le hizo una impresionante reverencia y Orelia se volvió a subir al carruaje.
—Ya podemos regresar a casa —le informó al lacayo que cerró la puerta y que se sentó al lado del cochero cuando los caballos echaron a andar.
—¿Ya terminamos, señorita? —preguntó Emma.
—Por hoy sí, pero tengo que hacer arreglos para sacarte de nuevo. Veo que disfrutaste del paseo.
—Por supuesto que sí, señorita; fue maravilloso. Jamás había viajado en un carruaje, aunque siempre lo quise hacer.
—Entonces tendrás que salir conmigo otra vez.
Una sombra pareció cruzar por el rostro de Emma y luego, para sorpresa de Orelia, los ojos de la joven se llenaron de lágrimas al decir:
—Desearía hacerlo, señorita, pero no estaré aquí.
—¿No estarás en la Casa Ryde? ¿Por qué? ¿Regresas a tu hogar o te vas a otra de las casas de su señoría?
—Ninguna de las dos cosas, señorita. Pero no debo hablarle de eso, por favor, perdóneme. Fue que me sentí tan feliz con usted esta mañana que se me olvidó.
—¿Se te olvidó, qué?
Adivinaba que algo le pasaba a Emma, quien se limpiaba con el dorso de la mano las lágrimas que le corrían por las mejillas.
—No debí decir nada, señorita.
—Algo anda mal. Dime qué es. ¡Sabes que puedes confiar en mí!
—No me atrevo, señorita, no me atrevo. ¡Pero tengo que irme y pronto!
—Pero ¿por qué?
—No puedo decírselo, señorita, no puedo —murmuró Emma y se retorcía los dedos en sus burdos guantes negros de algodón.
—Emma, si tienes algún problema, sabes que trataré de ayudarte. Confía en mí, dime qué pasa.
Por un momento pensó que Emma seguiría rehusándose a hablar pero, luego, como si las palabras brotaran incontenibles en sus labios, la chica le dijo:
—No fue mi culpa, señorita, se lo juro que no. Traté de rechazarlo, traté con todas mis fuerzas, pero él era demasiado fuerte para mí. Me empujó en la cama, puso su mano sobre mi boca y me dijo: «Si gritas, diré que te portaste incorrectamente y te despedirán esta misma noche, sin ninguna recomendación». No grité, señorita, porque sabía que cumpliría su amenaza, pero luché con él, de verdad lo hice, señorita. Aunque de nada valió y cuando terminó me arrojó una guinea y me dijo: «Mantén cerrada la boca y no sufrirás ningún daño». —Emma cerró los ojos pero las lágrimas bañaban sus mejillas—. Pero sí hubo daño, señorita. Yo rogué para que no resultara nada, pero Dios no escucha esos ruegos. Y ahora, tengo dos meses de…
—¿Vas a tener un bebé?
—Sí señorita. ¡Ay!, ¿qué va a ser de mí? No me atrevo a ir a casa, mi padre me mataría. Ha sido respetable toda su vida… es guardabosque de su señoría y un hombre orgulloso.
Emma quedó en silencio, desolada y Orelia, con el rostro muy pálido, le preguntó balbuceando:
—¿Quién… quién te… hizo eso? ¿Quién fue… Emma? Hubo una pausa.
—Fue sir Mortimer Wrotham, señorita.
Orelia sintió un inmenso alivio y luego se odió por atreverse a pensar que podría haberse tratado de otra persona.
¿Cómo pudo imaginar que aquel de quien sospechó, tan orgulloso y tan respetable a pesar de su reputación, podía descender a algo tan bestial?
—¿Quién es sir Mortimer Wrotham?
—El caballero es amigo de su señoría. Hubo una gran fiesta en la casa y él se quedó a pasar la noche, pues el señor Willand, el mayordomo, dijo que sería mucha molestia llevar a todos los caballeros a su casa después de una fiesta como ésa.
—¿Y eso sucedió durante la fiesta?
—No, no, señorita; ¡fue antes! El subió a cambiarse para la cena. Yo estaba en su habitación, comprobando si prendía la chimenea. Era temprano y su valet no estaba ahí. Yo me inclinaba sobre el fuego cuando entró. Cuando me enderecé y le hice una reverencia, él cerró con llave la puerta a sus espaldas. Entonces supe lo que pretendía, señorita, y me asusté mucho.
Emma sollozaba patéticamente.
—¿Qué podrás hacer? —dijo Orelia—. ¿Se lo dirías a sir Mortimer? ¿Crees que él trataría de ayudarte, de algún modo?
—¡Oh, no, señorita! ¡Lo negaría! Nadie me creería a mí.
—Es cierto pero ¿adónde irás si no es a tu casa?
—Jim me ayudaría si tuviera dinero. Salíamos juntos. Conozco a Jim de toda la vida, y dábamos por sentado que nos casaríamos algún día. El se casaría conmigo ahora y trataría a la criatura como suya, pero no sería posible si egreso a casa. Muchas personas lo sabrían y su padre es tan orgulloso como el mío. Es el jefe de camareros de su señoría en el campo.
—Jim se casaría contigo —dijo Orelia lentamente—. Y, ¿qué cantidad de dinero necesitarías para irte a alguna parte donde no te conozcan?
—Jim pensaba comprar algún día una caballeriza en alguna parte del norte de Inglaterra. Íbamos a reunir dinero para eso. Es bueno con los caballos… y le gusta mucho el norte. Tiene un hermano al que le ha ido bien… creo que vive cerca de York. Pero no tenemos dinero; creo que entre los dos sólo tenemos unas cuántas libras.
—Pero ¿cuánto costaría una caballeriza? Supón que Jim pudiera establecer una, o comprarla.
—¡Oh, muchísimo, señorita! Una vez hablamos de eso y el hermano de Jim, al que le ha ido bien, dijo que comenzó con setecientas libras. ¡Setecientas libras! ¡Una fortuna!
Emma suspiró profundamente y se secó los ojos.
—Señorita, creo que lo mejor que puedo hacer es tirarme al río.
—¡Emma! No debes decir nada tan malvado, tan equivocado.
—Sé que sería malo, señorita, ¿pero qué otra cosa puedo hacer? No conseguiré empleo, porque nadie me admitirá en una casa decente. Además, pronto se notará y entonces todos sabrán de mi vergüenza.
—No es tu vergüenza —dijo furiosa Orelia—. Ese hombre… ¡Tiene que pagar lo que hizo! Escucha, Emma, se me ha ocurrido una idea, voy a tratar de ayudarte. No tomes ningún paso aún. No te preocupes demasiado hasta que vuelva a hablar contigo. ¿Me lo prometes?
—¿Cómo puede ayudarme, señorita? —preguntó Emma con una chispa de esperanza en los ojos.
—Trataré, te prometo que trataré.
—¿No le dirá a su señoría?
—Tal vez eso sería lo mejor.
—¡No! ¡No, señorita! ¡Aunque quisiera ser bueno conmigo, su señoría no podría hacer nada! Los otros tendrían que saberlo… la señora Mayhew, el señor Willand y los demás criados. Me sacarían en unas cuantas horas —dijo volviendo a sollozar—. Ha habido casos como el mío antes y no mostraron ninguna piedad por la mujer. ¡Siempre es el hombre quien se sale con la suya!
—Estoy segura que es cierto. No le diré nada a su señoría, Emma pero, de todos modos trataré de ayudarte.
—¡Oh, gracias, señorita! Le estoy más agradecida de lo que puedo decir. Y Jim también le dará las gracias. Es un buen hombre y no se ensañará con la criatura que nacerá sin tener culpa.
El carruaje llegó y se detuvo ante la puerta principal de la casa. Orelia se bajó y avanzó a través de la hilera de lacayos hacia el vestíbulo de mármol. Emma se escurrió por la puerta trasera.
—¿Ya regresó lady Carolina? —le preguntó Orelia al mayordomo.
—Milady está arriba.
—¿Y su señoría?
—Su señoría está en la biblioteca.
—¿Solo?
—Solo, señorita.
Orelia cruzó el vestíbulo con resolución. Un lacayo abrió la puerta de la biblioteca cuando entró.
El marqués estaba sentado escribiendo en su escritorio. Levantó la vista, sorprendido al verla y luego dejó a un lado la pluma con que escribía y se puso de pie.
—¿Dónde estuviste, Orelia? ¿Fuiste de compras?
Ella se le acercó con el pequeño paquete que contenía la caja de rapé y le dijo:
—Feliz cumpleaños, milord. Le compré un regalo.
El marqués puso cara de asombro. Luego, tomó el pequeño paquete y lo abrió. El papel cayó y, al ver la caja de rapé, se la quedó mirando mientras la colocaba en la palma de la mano. En aquel momento, Orelia recordó que le había dicho que no tenía un centavo.
—La compré con mi propio dinero.
—¿Tú propio dinero?
—Vendí… algo —contestó y pensó que en realidad era cierto.
—¡Un regalo para mí! ¿Por qué?
—Porque me dio todos esos maravillosos trajes —contestó Orelia—, y porque debe tener un regalo el día de su cumpleaños. Es un día en que todos… queremos ser recordados.
—Es una caja muy bella. ¿La escogiste por alguna razón especial como regalo para mí?
Ella pensó que tal vez él fuera lo suficientemente perceptivo para comprender que la caja de rapé tenía un significado especial.
—Creí… que el hombre… sentado solo con el mundo a sus pies… era en cierta forma como usted.
—¿Como yo?
—Por el modo en que a veces parece tan alejado… cuando observa lo que ocurre a su alrededor pero sin participar en nada… casi como si, deliberadamente, se apartara… de la vida.
La miró sorprendido.
—¿Cómo sabes eso?
—No lo sé, sólo lo presiento.
—Es cierto, pero no creí que nadie lo adivinara.
La miró un momento a los ojos y luego a la caja que tenía en las manos.
—No necesito decirte, Orelia, que guardaré esto como un tesoro. No sólo es el primer regalo de cumpleaños que he recibido en muchos años, sino que significa mucho más de lo que puedo decir.
—Me… alegra —dijo ella casi sin aliento, preguntándose por qué le costaba trabajo hablar.
El marqués le tomó la mano y se la llevó a los labios. Ella sintió la presión de aquella boca en su piel desnuda y luego, con repentina timidez que la dejó completamente sin habla, se volvió y salió a toda prisa del cuarto, mientras él la seguía con los ojos, sosteniendo aún la caja de rapé.
* * *
Había muchos invitados para almorzar y el marqués se sentó lejos de Orelia, al otro extremo de la mesa. Cuando terminaron de comer, la duquesa salió con Carolina y Orelia en el carruaje a visitar a varias amistades. Dejaron tarjetas, vieron a varias anfitrionas que recibían esa tarde y regresaron a casa alrededor de las cinco.
—Pienso descansar —anunció la duquesa—, y les aconsejo que hagan lo mismo. Esta noche habrá una fiesta especial en la Casa Carlton y deseo que las dos se vean muy bien.
—Yo también voy a descansar —dijo Carolina—, y tú debes hacer lo mismo, Orelia. Ésta es la noche en que veremos a todo el bello mundo en un solo lugar y es muy difícil sobresalir entre tanta gente importante.
—Brillarás como siempre —sonrió Orelia—, y yo te observaré.
—Brillaremos juntas. Tienes que ponerte el vestido plateado, querida, te sienta mucho. Yo me pondré el de gasa roja con los rubíes de la colección Ryde.
—Te verás maravillosa —exclamó Orelia con sinceridad.
—Eso espero.
Cuando se encontraban en la habitación de Carolina, mientras ésta tiraba de la campanilla para llamar a la doncella, Orelia dijo:
—Dime, Carolina ¿qué sabes de sir Mortimer Wrotham?
—¿Despertó tu interés?
—Por supuesto que no. No lo conozco, pero oí a alguien hablar de él.
—¡0h! Es muy gentil, muy agradable pero, personalmente, creo que es tan presumido que, cuando te dirige una lisonja, parece esperar una también.
—¿Es casado?
—Claro que sí, y se dice que le teme a su esposa, una mujer muy severa y de sangre azul. Ella vive en el campo y sir Mortimer goza… ésa es la palabra exacta… goza en Londres de una existencia de soltero.
—¿Es amigo íntimo de su señoría?
—Asiste a las fiestas de Darío, así que tarde o temprano lo conocerás, ya que tienes tanta curiosidad. Pero no lo veremos esta noche en la Casa Carlton. Sir Mortimer se considera un cortesano y se ha pegado no al regente, sino a la reina, en el palacio de Buckingham. Es su ayudante especial o algo así y te aseguro que procura sacar el mayor provecho de ello.
—Tengo la sensación de que no te agrada.
—¡Oh, nunca coqueteo con él!
Orelia dejó a Carolina desvistiéndose y le dijo que ella también tenía la intención de descansar. Pero al llegar a su alcoba se puso de nuevo un sombrero y el abrigo y sacó de uno de los cajones de su dormitorio un enorme manguito de pluma de ganso que la duquesa eligió. Era la última moda, pero Orelia todavía no lo había usado. Luego bajó, esperando no tropezarse con el marqués. Sabía que a esa hora de la tarde se iba generalmente a su Club o a la sala de boxeo de la calle Bond donde, según le contó Carolina, practicaba el pugilismo.
—Le he advertido a Darío que si no tiene cuidado le romperán su artística nariz —dijo Carolina—, pero su señoría sólo se ríe y contesta que disfruta del ejercicio.
Parecía no haber nadie en el vestíbulo, a excepción de los dos lacayos de guardia, Orelia le pidió a uno de ellos que le ordenara un carruaje y luego entró en el Salón de la Mañana. En una mesa lateral había visto una caja que supuso contenía un par de pistolas de duelo. Era algo que podía uno encontrar en la mayoría de las casas de los caballeros y, cuando las armas tenían adornos especiales, como las que pertenecían al marqués, generalmente estaban en exhibición. Encontró las pistolas, valiosas y bellas, incrustadas de marfil, que estaban listas para ser usadas, según pudo confirmar. Las balas estaban guardadas bajo el terciopelo del estuche y cargó una de ellas como le enseñó su tío, deslizándola bajo su manguito.
—Apenas tuvo tiempo de hacerlo antes que la puerta se abriera y el lacayo anunciara:
—El carruaje está a la puerta, señorita.
Cruzó el cuarto incómoda, pero el hombre no sospechó nada. Willand, el mayordomo, esperaba en el vestíbulo y al ver sola a Orelia dijo con cierta sorpresa:
—¿Quiere que la acompañe una doncella, señorita?
—Sólo voy a unas cuantas cuadras de aquí, pero además tengo que dejar una nota en la residencia de sir Mortimer Wrotham. ¿Quiere darle la dirección al cochero?
La sorpresa volvió a cruzar el rostro generalmente impasible de Willand, pero Orelia lo escuchó decirle al cochero que se dirigiera al número veinticinco de la calle de la Media Luna.
Orelia entró en el carruaje cerrado, que no tardó mucho en llegar a la calle de la Media Luna. Descendió mientras el lacayo tocaba a la puerta.
—¿Se encuentra sir Mortimer en casa? —le preguntó a un lacayo—. Sí señorita, pero no creo que espere visitas.
—A mí me verá.
Las habitaciones de sir Mortimer estaban en el primer piso. Orelia subió la escalera mientras el corazón le daba saltos en el pecho al comprender lo atrevido y poco convencional que resultaba su visita a un hombre solo.
—¿Qué nombre, señorita? —preguntó el lacayo con un dejo de insolencia en su voz. Era evidente que no sentía el menor respeto por una mujer que osaba visitar a su amo sola y sin ser esperada.
—Señorita Orelia Stanyon.
El hombre abrió la puerta de la sala de estar.
—La señorita Stanyon, sir Mortimer.
Sir Mortimer estaba recostado cómodamente en un sillón con una copa de cognac en la mano. Era un hombre bien parecido, casi de mediana edad, que comenzaba a engordar debido a su vida sedentaria.
Su asombro al ver a Orelia casi fue risible pero, después de un momento, dejó a un lado la copa y se puso de pie.
—Perdone mi sorpresa, señorita, pero no creo tener el placer de conocerla.
—Soy Orelia Stanyon y mi prima Carolina va a casarse con el marqués de Ryde. Creo que usted es amigo de su señoría.
—Así es y le juro, señorita Stanyon, que no esperaba recibir a esta hora a nadie tan atractiva y bella como usted.
—Deseo hablar a solas con usted, sir Mortimer, porque tengo algo importante que comunicarle.
—Me intriga —sonrió sir Mortimer—. ¿Quiere sentarse y comunicarme qué asunto la trae por aquí? Y permítame decirle que es un placer verla en mi casa, aunque me temo que si se supiera que vino sola las lenguas se desatarían.
—No me preocupa lo que se diga de mí, sir Mortimer. Vine en nombre de una joven llamada Emma Higson.
—¿Emma Higson?
No cabía duda; sir Mortimer ignoraba hasta el nombre de la chica.
—¿Emma Higson? —repitió—. Perdóneme, señorita Stanyon, pero no la conozco.
—Es aparente que omitió preguntarle su nombre —dijo Orelia con voz llena de desdén—, pero como se satisfizo con ella, le dio una guinea… una compensación muy poco adecuada para un huésped de la casa Ryde.
Cuando se le encendió el rostro y lo vio fruncir repentinamente el ceño, Orelia comprendió que sir Mortimer ya sabía de quién hablaba.
—Señorita Stanyon, no me imagino a qué se refiere —dijo en un tono desagradable—. En realidad, creo que sería mejor que abandonara mis habitaciones y regresara a la Casa Ryde, si es ahí donde se aloja. No tengo por qué discutir esta clase de asuntos, que resulta un tema tan poco adecuado para una dama como usted.
—¿Preferiría que lo discutiera alguien más?
—No sé de qué me habla —dijo furioso sir Mortimer—, ni lo que quiere de mí. ¡Emma Higson! ¡Jamás oí hablar de esa mujer!
—Le diré a qué vengo, sir Mortimer. Emma Higson va a tener un hijo suyo. Para alejarla de Londres y casarla con un joven decente que tratará a la criatura como suya, necesita mil libras.
—¡Mil libras! ¿Está loca? ¿Cree realmente que le entregaré tal cantidad, debido a sus acusaciones que son completamente falsas?
—¡Es la verdad y usted lo sabe! Violó a esa chica en una alcoba de la Casa Ryde. Me atrevería a decir que abusó de la hospitalidad de su anfitrión.
—¡Si la chica afirma eso, está mintiendo! ¿Cómo puede creer la acusación de una golfa que puede inventar cualquier cosa para disculpar su propia inmoralidad?
—No creo que su amigo, el Marqués de Ryde, fuera a emplear a una golfa de doncella. En realidad, la joven es hija del guardabosque de su señoría. Es una chica decente, o lo era, hasta que usted se aprovechó de ella y la única manera de evitar un escándalo, es que me dé el dinero que le pido.
—¡Evitar un escándalo! —exclamó furioso sir Mortimer caminando agitadamente de un lado al otro de la habitación—. ¿Qué escándalo puede causar alguien así? ¿Cree que su palabra valdría más que la mía?
—Eso está por verse, porque si no me da el dinero, la llevaré ante su esposa y, si ella no escucha, la conduciré ante la reina. ¡Creo que su majestad es una mujer muy comprensiva y me concedería una audiencia!
—¿Haría usted eso? ¿Cómo se atreve a amenazarme?
—No lo amenazo. Sencillamente le informo lo que haré a menos que me proporcione mil libras para ayudar a Emma Higson y al hombre con quien se casará para empezar una nueva vida.
—¡Eso es un disparate! —dijo él tratando de contener su furia—. ¿Cómo sé que es usted quien dice ser? ¡Llega a mi casa y me exige mil libras! Tal vez sea tan generosa con sus favores como la pequeña Emma Higson, por quien aboga tanto. Supongamos que llegamos a un arreglo querida. Yo puedo escatimarle mil libras a ella, pero usted es algo diferente. ¡Vale la pena pagarle mil libras por hacerle el amor!
Al decir aquello, se acercó a Orelia con una sonrisa en los labios y la misma mirada que ella descubrió una vez en los ojos de lord Rotherton. Orelia sacó lentamente la pistola del manguito y, sin decir una palabra, miró fijamente a sir Mortimer. El se detuvo y comenzó a vociferar.
—¡Está usted loca! ¡Eso es lo que pasa! ¡Está loca! Llamaré a mi criado para que la eche; es lo que se merece.
—Hágalo y de aquí marcharé a ver a su esposa:
El la miró desafiante aún, pero al fin capituló.
—Está bien; obtendrá el dinero. Conozco demasiado las molestias que puede ocasionar una pequeña zorra como usted. Mi esposa no le creería, pero prefiero estar tranquilo. ¿Cómo quiere esa cantidad tan grande?
—Deme todo lo que pueda en efectivo.
El hombre abrió el cajón de su escritorio.
—Aquí tengo doscientas libras que gané anoche a las cartas. Le haré un cheque por quinientas libras.
—Ochocientas, si no tiene inconveniente y hágalo a mi nombre porque sé muy bien que podría seguirle la pista a Emma. Yo lo cobraré por ella y le prometo que no lo molestará más.
Sir Mortimer escribió el cheque, lanzando un juramento por lo bajo. Luego, lo puso encima de los billetes y se lo tendió a Orelia.
Ella lo colocó en su manguito que estaba sobre su regazo. Su otra mano aún empuñaba la pistola.
—En caso de que se le ocurriera anular el cheque, sir Mortimer, debo recordarle que mi amenaza de contárselo a su esposa es válida hasta que el dinero llegue a manos de Emma.
—Ya tiene lo que quiere. ¡Ahora váyase, maldita sea!
—No creerá que deseo quedarme. Le aseguro que usted me hace sentir físicamente enferma. El haberme dado las mil libras tal vez acalle su conciencia, pero espero que algunas veces piense en el hijo que procreó, una criatura que, a no ser por mi intervención, jamás tendría nombre y crecería en un hospicio, o tal vez terminaría en el río con su madre. ¡Lo odio y lo desprecio porque es usted como un animal aborrecible!
Orelia salió del cuarto mientras hablaba. Cerró con fuerza la puerta a sus espaldas y bajó lentamente la escalera.
El lacayo abrió la puerta de la entrada y ella, cruzando la acera, se introdujo al landó y le pidió al lacayo que regresaran a casa. No advirtió que un faetón que venía por la calle y que se detuvo detrás del landó para dejar pasar a otro vehículo, siguió después a su carruaje por todo el camino de regreso a Park Lane.
Orelia entró al vestíbulo y decidió que lo primero que debía hacer era devolver el arma. Entró al Salón de la Mañana, cerró la puerta y se acercó a la gaveta barnizada donde se exhibían las pistolas. Al hacerlo, oyó abrirse la puerta a sus espaldas y volvió la cabeza. Su corazón dio un salto pues fue el marqués quien entró en la habitación. Se la quedó mirando un momento y ella se dijo que jamás había visto a un hombre tan furioso. Sus labios se fruncían en una línea dura. La mandíbula se le veía cuadrada y de sus ojos parecía emanar fuego al acercársele.
—¿Qué hacías en la casa de Wrotham? —le preguntó y su voz sonó como un latigazo.
Orelia lo miró con los ojos desorbitados.
—Te vi salir de ahí. ¡Creí estar soñando! ¡No podía aceptar que fuera cierto! ¿Qué hacías? ¿Qué te hizo acudir a sus habitaciones a plena luz del día, para que todo el mundo te viera? Y, ¿por qué fuiste a verlo? ¿Quieres decírmelo?
Orelia trató de hablar, pero la furia del marqués hizo que se le formara un nudo en la garganta.
—¡Contéstame! —le gritó él—. ¿Qué significa Wrotham para ti… ese libertino, perseguidor de vírgenes? ¿Puede haber capturado tu corazón? Te creí diferente… Hubiera apostado la vida a que no eras como otras mujeres… pero veo que me equivoqué. ¿Qué te ofreció? ¡Un hombre casado! Un hombre con una reputación que apesta en lo que se refiere a mujeres jóvenes.
La miró con furia y al advertir su pálido rostro y sus labios temblorosos, perdió el control. Extendiendo las manos, comenzó a sacudirla de los hombros.
—¡Contéstame! ¡Maldita seas, contéstame! ¡Dime la verdad! ¡Dime qué hiciste en secreto con un conocido violador! Dímelo para saber qué tan bajo caíste. ¡Dímelo!
Sacudía tan violentamente a Orelia que a ella se le cayó el sombrero de la cabeza, quedando sujeto solo por las cintas que lo ataban alrededor del cuello. Luego, al tratar de protegerse con las manos, un gesto violento del marqués hizo rodar por tierra los billetes ocultos en el manguito, que cayeron al piso, seguidos por la pistola.
El ruido producido al caer la pistola hizo bajar la vista al marqués. Observó los billetes, el cheque, la pistola y luego se volvió a mirar a Orelia.
Ella notó la palidez que rodeaba su boca y su expresión de profundo horror.
—¿Es así como consigues tu dinero? —le preguntó y se le enmarañaban las palabras.