Capítulo 8
La embajada italiana ofrecía un aspecto casi tan magnífico como la Casa Carlton. Fabulosos cuadros traídos de Roma decoraban las paredes y había profusión de espejos tallados, mesas decoradas y estatuas de mármol.
Los lacayos, vestidos con libreas adornadas de ribetes dorados, se veían algo teatrales al escoltar a Carolina y a Orelia, a lo largo de la interminable alfombra roja, hasta las habitaciones privadas del embajador.
Ahí las recibió el conde, quien se veía sumamente elegante en medio de un cuarto que, amueblado con tantos objetos de arte y pintura de grandes maestros italianos, parecía un museo.
—¿Qué palabras puedo encontrar para darles la bienvenida? —Se inclinó y, tomando las dos manos de Carolina entre las suyas, se las llevó alternativamente a los labios.
Saludó a Orelia con un guiño y le dijo:
—Me alegra que Carolina tenga más poder de persuasión que yo, señorita Stanyon.
Orelia quiso mirarlo con severidad, pero en vez de ello se encontró sonriéndole. Había algo juvenil en su alegría y en su indudable sinceridad hacia Carolina. Pero no pudo dejar de preocuparse al observar la familiaridad con que conducía a su prima al otro lado de la habitación, mirándola con ardientes ojos, mientras murmuraba apasionadas frases que no pudo dejar de escuchar.
Qué desastre era aquél para Carolina, pensó y conforme progresaba la velada se lo repitió varias veces.
Un amigo y colega del embajador hizo acto de presencia para completar el cuarteto. Cenaron en el comedor privado y, aunque Orelia se puso rígida para hacer notar su desaprobación, rió a su pesar y se divirtió con el ingenio y agudeza de los dos italianos.
Sin la presencia de la duquesa, fue la cena más entretenida a la que había asistido desde su llegada a Londres. Pero al mismo tiempo, no se equivocaba al juzgar el ardiente deseo que brillaba en los ojos del embajador al mirar a Carolina, ni en la acogida que ella le dispensaba.
El conde Carlos Ferranda, el caballero invitado a acompañarlos, era más o menos de la misma edad del embajador. Orelia creyó notar una chispa divertida en sus ojos al observar los intentos de seducción de su amigo.
Cuando terminó la cena y pasaron al salón, no le sorprendió, pues casi lo temía, que Carolina y el embajador se retiraran con un pretexto baladí y la dejaran sola con el conde Carlos.
El conde observó la expresión preocupada de Orelia al verlos irse y le dijo sonriente:
—Es usted demasiado joven para proceder como una ansiosa dama de compañía.
—Pero es que estoy ansiosa.
—¿Y qué podemos hacer? Cuando la gente se enamora olvida que, a pesar de que el mundo ama a los enamorados, goza hablando de ellos.
Orelia pensó que se trataba de un hombre comprensivo y le dijo:
—Por favor, suplíquele al embajador, quien me imagino que es íntimo amigo suyo, que no ponga en peligro la reputación de Carolina. Debe comprender que en realidad fue una indiscreción que viniéramos aquí solas esta noche.
—¿Realmente cree que me escucharía? Como le he dicho, los enamorados dictan sus propias leyes.
—¡No debieron enamorarse! Usted debe saber que mi prima va a casarse dentro de una semana y si llega a saberse que cenamos aquí en circunstancias tan íntimas, ¿cree que la sociedad no la censuraría?
—¡Estoy de acuerdo! Y es por eso, señorita Stanyon, que aunque le parezca una indiscreción que hayamos cenado aquí sólo nosotros cuatro, imagine lo que sería si hubiera media docena más de invitados que inevitablemente hablarían de su velada en la embajada.
—Sí, tal vez tiene razón, pero no debe volver a suceder.
—En cambio, yo espero que sí pero, olvidemos a esos alocados y pasémoslo bien. ¿Puedo decirle que es usted la mujer más bella que he visto desde que llegué a Londres?
—Gracias, pero por favor, nada de lisonjas.
—¿Por qué no?
—Porque me intimidan y me avergüenzan. Los ingleses no son muy lisonjeros y, por lo tanto, cuando oímos los cumplidos que con tanta naturalidad surgen de los labios de los extranjeros, sospechamos que no son sinceros.
El conde echó la cabeza para atrás y se rió.
—No sólo es la mujer más bella que jamás conocí, sino una de las más originales. Pero ¿no podemos divertirnos ya que nos encontramos juntos sin proponérnoslo?
Su atrevida mirada era inequívoca y Orelia volvió la cabeza.
—¿No podríamos jugar a las cartas? —dijo.
—¡Así que de verdad la avergoncé! Detesto esos juegos. ¿No preferirá conversar?
—Si lo hacemos sobre cualquier tema que no sea mi persona —replicó Orelia.
—No puedo creer que exista otra mujer en el mundo capaz de un comentario así. Todo el mundo se interesa en sí mismo ¿y quién con más derecho que una bella mujer?
—Puede parecerle extraño, pero no estoy interesada en mí. En su lugar, ¿por qué no hablamos de usted?
Por un momento él pareció dudar de la sinceridad de sus palabras, pero luego se acomodó a su lado en el sofá y le dijo:
—Muy bien. Le contaré de mi vida en Italia y por qué estoy encantado en Londres.
Habló en forma interesante y divertida. Orelia supo que era casado y que su esposa padecía una enfermedad que la mantenía permanentemente en cama. No podía viajar con él a Londres y Orelia supuso que, como había sido un matrimonio de conveniencia, el conde se sentía muy feliz de estar solo.
Le preguntó acerca de sus intereses, su futuro. El tiempo pasó agradablemente hasta que Orelia se sobresaltó al ver que eran las once y aún no había señales de la pareja.
—Creo que es hora de irnos a casa —dijo ansiosa.
—¿La aburro?
—No, no es eso. He disfrutado enormemente de nuestra charla; pero como esta noche no hubo baile en la embajada, la duquesa esperará que regresemos temprano.
—¿Qué espera que haga? ¿Ir a ver si nuestros protegidos huyeron? ¿O interrumpirlos en un momento tal vez muy íntimo? Sonreía, pero Orelia le dijo severa:
—¡Por favor, no haga bromas al respecto! Para mí se trata de algo muy serio, y me siento responsable por mi prima.
—¿No es mayor que usted?
—Sólo en años. Cuando estoy con ella, a veces siento que se comporta como una criatura traviesa y es como si yo fuera tan vieja como madre o como su abuela.
El conde se rió y extendiendo una mano tomó la de Orelia.
—Le aseguro, mi bella, que usted no se parece a ninguna abuela la misma primavera. Tal vez sea la personificación de Perséfone.
Sus palabras le recordaron las del marqués, que dijo que ella era la bella criatura que Botticelli pintó en su cuadro «Primavera». Y rezó para que nunca se enterara de la aventura de Carolina de esa noche.
Luego recordó que se suponía que ella era quien atraía al embajador. ¿Se dejaría engañar el marqués con un subterfugio tan débil? ¿Creería realmente que Carolina se prestaría a acompañarla si no estuviera personalmente interesada en asistir?
Aunque no se atrevía a admitirlo, lo que realmente le importaba era tener que mentirle al marqués, después de darle la palabra de honor de que no lo haría.
El confió en ella y ahora, al estar ahí, al pretender que las flores eran para ella y haber cedido a las exigencias de su prima, le estaba en realidad mintiendo y engañando.
Volvió a mirar el reloj. Pasaban diez minutos de las once y las manecillas parecían moverse más y más lentamente, hasta que por fin fueron las once y veinte.
—¡Tenemos que hacer algo! —le dijo agitada al conde.
—Si realmente está preocupada, iré a ver qué puedo hacer.
—Por favor, por favor, hágalo. No le pediría nada tan vergonzoso si no estuviera preocupada por la tardanza.
—Muy bien —dijo él de buen humor—. Pero si mi embajador me echa por impertinente, usted será la única responsable.
Orelia trató inútilmente de sonreír y cuando lo vio salir caminó atraves del salón, cada vez más inquieta.
Finalmente, cuando estaba casi desesperada, llegó Carolina con expresión radiante, demostrando, por el estado de su cabello y su vestido y por la expresión sensual de su boca, cómo pasó el tiempo después de cenar.
—El conde Carlos dice que estás muy inquieta, querida.
—Tenemos que irnos. Sabes tan bien como yo, que no disponemos de ninguna explicación razonable para quedarnos hasta tan tarde. ¡Por favor, apúrate!
—¡Oh, querida! ¡Qué fastidio es tener a la conciencia constantemente en guardia!
—Lo siento, pero tienes que portarte sensatamente.
—¿Por qué es tan desagradable ser sensata? —preguntó Carolina con petulancia.
El embajador se adelantó, tomó la mano de Orelia entre las suyas y se la llevó a los labios.
—Tiene usted razón, señorita Stanyon y debe perdonarme por ser tan irresponsable, pero en el paraíso no se mide el tiempo y ahí es donde estuve esta noche.
El conde Carlos ayudó a Orelia a ponerse el abrigo y el embajador le deslizó a Carolina su tapado sobre los hombros.
Luego, después de un retraso que a Orelia le pareció interminable, pródigo en cortesías, se encontraron por fin camino a casa.
Carolina se recostó en un extremo del carruaje con los ojos cerrados.
—¡Fue maravilloso! ¡Maravilloso!
—¡Por todos los cielos! ¡Trata de mostrarte aburrida! Si llegas a la casa con esa expresión, nadie creerá que soy yo de quien se supone que está enamorado el embajador.
—¡Cómo me molestas! —le contestó Carolina.
Sin embargo, hizo un esfuerzo para aparecer más recatada cuando entraron al vestíbulo. Para alivio de Orelia, no encontraron a nadie.
—Mi lady se retiró ya —le dijo Willand a Carolina—, y su señoría salió después de cenar. Todavía no regresa.
Orelia suspiró aliviada, pero cuando Carolina llegó a lo alto de la escalera, le espetó furiosa:
—¡Me hiciste regresar temprano! Podía haberme quedado una hora más.
—¿Y correr el riesgo? ¿Cómo hubieras explicado nuestra tardanza si la duquesa o milord nos hubieran estado esperando?
—Algo se me habría ocurrido. No volveré a hacerte caso, Orelia.
Entró a su alcoba y cerró la puerta.
* * *
Al día siguiente, Orelia fue a pasear en la mañana con Carolina y la duquesa. Fueron en el landó abierto y encontraron a muchas amistades en Rotten Row antes de regresar a casa.
Orelia se enteró de que iba a celebrarse un almuerzo al que según dijo la duquesa, se había invitado a muchos políticos.
—¿Es obra tuya, Carolina? —le preguntó—. Jamás supe hasta ahora que a Darío le interesara la política.
—En realidad, no. Y a mí me parecen todas esas discusiones a favor o en contra del Partido Liberal o del Partido Conservador, sumamente tediosas. Además nunca recuerdo quién pertenece a qué partido, lo que es muy confuso.
Hubo doce invitados a almorzar y para Orelia, la mayoría de ellos eran sólo nombres, hasta que Willand anunció:
—¡El honorable Henry Grey Bennett, milord!
Entró un hombre alto, de rostro interesante y amplia frente, quien saludó al marqués diciendo:
—¿Recuerda que anoche, cuando hablamos acerca de mi Proyecto de Ley para hacer ilegal el uso de los niños trepadores, yo le conté que el público no se interesaba mucho en esas crueldades? Pues, para mi sorpresa, llegó este pequeño libro a mis manos.
Mientras hablaba, Henry Grey Bennett alargó un volumen empastado en cuero verde. Orelia contuvo la respiración. Por un momento sintió que se volvía de piedra.
—¿Qué es? —oyó replicar al marqués y a otro invitado contestar—: Vi ayer ese libro; me dijeron que está causando sensación. ¡Sólo Dios sabe quién lo escribió! ¡Tal vez fue uno de esos malditos reformistas!
—¡Sea quien sea, que Dios lo bendiga! —dijo Grey Bennett—. Tengo que leerles esta rima, estoy seguro que con ella obtendré apoyo para mi Proyecto.
Hizo una pausa para besarle la mano a la duquesa y luego, abriendo el libro, comenzó a leer. Se hizo un repentino silencio entre los invitados.
«Beodos petimetres en la calle St. James,
compran a las criaturas de ojos pintados,
mientras niños trepadores de pies sangrantes
ahogan en hollín sus lastimeros llantos».
—¿Qué les parece eso? Y la sociedad que ha exigido durante diecisiete años la abolición de los niños trepadores, me pidió que me enterara si se podía imprimir ese verso y distribuirlo en un panfleto.
—¿Sobre qué trata el libro? —Orelia oyó preguntar al marqués.
Bennett le entregó el pequeño volumen y, mientras su señoría hojeaba las páginas, Orelia se apartó y se acercó a la chimenea, donde pensó que no la verían.
¿Cómo pudo imaginar que su libro despertaría la atención de un hombre como el honorable Henry Grey Bennett?
Había oído hablar de él y de su lucha a favor de los desamparados niños trepadores, niños a veces cuatro o cinco años, a quienes forzaban a subir a las chimeneas.
Dos años antes, cuando Bennett presentó una petición con cientos de firmas para prohibir aquello, el Conde de Morden fue uno de los primeros miembros de la Cámara de los Lores en firmar.
Después, el conde mantuvo correspondencia con Grey Bennett y Orelia no sólo leyó todas las cartas, sino que ayudó a su tío a contestarlas.
Imaginó que tal vez sus versos llamarían la atención de algunas personas acerca de los horrores que ocurrían en Londres y en el campo, pero ahora que oía discutir su trabajo, se sentía atemorizada.
Por supuesto, su único consuelo era que nadie sospechaba de ella. Lord Worcester decía:
—¿Quién es el autor? ¿Lo sabes, Henry?
—Realmente no, aunque me gustaría conocerlo.
—Si el hombre no tiene cuidado se verá en prisión por rebelde —señaló un anciano lord.
—¿Por rebelde? —preguntó el marqués.
—Yo ya vi el libro, Ryde. Lea «El Clamor del que Protesta» y eso le dirá la clase de agitador con quien tratamos. Si quieren saber mi opinión, ¡esos sujetos nos tendrán colgados de un poste antes que terminen su labor!
El marqués miró el libro, pero Henry Grey Bennett se lo quitó de las manos.
—Yo le leeré el poema. Me pareció excelente.
—¡No hará eso! —replicó el anciano lord—. Personalmente, opino que este tipo de plática es sumamente peligroso.
—¿Qué dice? ¡Oigámoslo! —inquirió la duquesa.
—Sí, léalo. Ya despertó nuestra curiosidad, Henry —dijo el marqués.
El honorable Henry dio vuelta a las páginas.
—El poema se llama «El Clamor del que Protesta» —dijo y después lo leyó en voz alta.
«Qué agradable para las hordas enterarse
de los treinta platos servidos en la Casa Carlton,
del champaña que fluye… Sigue moviendo la rueda
ya casi tienes seis, pequeño holgazán.
Viejas costureras que trabajan veinte horas
se emocionan al saber que milady tiene joyas,
mientras hay criaturas que extraen el carbón para su fuego
medio desnudas entre minas oscuras y sucias.
¿Adónde ir? ¿Qué final hay
para la crueldad, el odio, la enfermedad y constante dolor?
¿Otro gobierno o rey? ¡Dios permita
que los valientes que protestan, no hayan muerto en vano!».
Cuando Henry Grey Bennett finalizó, todos permanecieron en silencio y después, el lord que habló antes, exclamó:
—¡Ahí lo tienen! ¿Aún quieren más? Mientras más pronto se envíe a esos traidores contra el estado a la Torre, será mejor. ¡Eso es anarquía!
—Parece estar muy seguro de qué clase de persona es el autor —dijo lentamente el marqués.
—¡Todo lo que sé, es que este tipo de estupideces hace más daño que las horribles caricaturas! ¡Recuerde que las caricaturas y los pasquines fueron en parte responsables de la Revolución Francesa! Si ustedes, caballeros, desean mantener a salvo sus cabezas y sus posesiones, será mejor que aplasten a tales rebeldes lo más pronto posible.
—Por el contrario —dijo firmemente Henry—. Yo creo que mientras más críticas como las que leímos hoy aquí se ventilen en público, más posibilidades hay de que la legislación ponga término a tales horrores.
—No apostaría un penique a favor de su proyecto en el Parlamento —dijo el noble—. La Cámara lo considerará risible, sobre todo si Lauderdale tiene algo que ver con el asunto.
Se rió burlonamente y prosiguió:
—Ya le comparó a usted con una vieja capaz de derramar lágrimas de cocodrilo por unas criaturas que mejor se ocupan en limpiar chimeneas que en robar carteras por las calles.
El honorable Henry estaba a punto de contestar cuando Willand anunció que el almuerzo estaba servido.
—Dejen de pelear, caballeros —los amonestó la duquesa—. Ése es siempre el problema con los políticos. Los invita uno a lo que se espera sea una comida amistosa y enseguida se excitan con asuntos que deberían discutirse en la Cámara de los Comunes.
—Tiene razón, milady —dijo lord Worcester—. ¡Personalmente, encuentro aburrida la política! Prefiero a las mujeres y a los caballos.
La duquesa se rió cuando le ofreció su brazo para llevarla al comedor.
Orelia la siguió, consciente que su corazón latía con fuerza y que sus manos temblaban. Era estúpido tener miedo, se dijo con severidad. Nadie la asociaría jamás con los versos que todos suponían escritos por un hombre.
Sin embargo, recordó su conversación con el marqués y se sintió incómoda. Al calor de su enojo, dijo demasiado: se traicionó acerca de su conocimiento de las «casas de paso».
Afortunadamente, no fueron mencionadas en los poemas, pero también le habló de las niñas prostitutas y de los niños trepadores. Sin embargo, estos últimos eran un tópico general de conversación.
Había oído decir a una dama de edad en uno de los tés a que asistió, que Bennett era un chiflado, y que mientras más pronto lord Tankeville lograra que su segundo hijo dejara de hacerse el tonto, sería mejor para todos.
—¿Cómo limpiaríamos nuestras chimeneas si no fuera por los chiquillos? —había preguntado la viuda y nadie supo cómo responder a su pregunta.
A pesar de ello, Orelia se sintió contenta de no estar sentada al lado de Henry Grey Bennett durante el almuerzo, pues sabía que le hubiera sido imposible no discutir con él su Proyecto de Ley o desearle buena suerte cuando lo presentara ante el Parlamentó.
Se sorprendió al enterarse que el marqués había hablado con él la noche anterior.
¿Habría logrado despertar el interés de su señoría, o fue mera coincidencia que se encontrara con el honorable Henry y que la conversación tocara su tema favorito?
El almuerzo se hizo interminable y Orelia, sentada entre dos caballeros que se veían más interesados en la comida y la bebida que en ella, agradeció que por fin la duquesa se pusiera de pie y todas las damas se levantaran de la mesa.
—¿Qué vas a hacer esta tarde, Carolina? —le preguntó la duquesa.
—Prometí ir a pasear con un amigo. Quiere enseñarme un par de caballos castaños que adquirió para su carruaje alto.
—¿Quién es? —preguntó curiosa la duquesa—. ¿Lo conozco? —Es el conde Carlos Ferranda. No creo que haya tenido el placer de conocer a milady.
Orelia se sobresaltó. Sabía que Carolina iba a ver al embajador y que el conde sólo la conduciría a él en su carruaje alto.
El carruaje sólo tenía cupo para dos pasajeros, pero Orelia sabía que en alguna parte y de algún modo se encontrarían con el embajador y Carolina volvería a estar sola con él.
Quiso protestar, pedirle a Carolina que tuviera más decoro, pero se sintió agotada por todo el asunto. ¿De qué le servía discutir? Carolina seguiría su camino, a pesar de lo que dijera.
Las damas que estuvieron presentes en el almuerzo, se despedían. La mayoría no esperaba que los caballeros salieran del comedor. Carolina logró escaparse y unos minutos más tarde Orelia subió.
Sabía que lo correcto era ir a la habitación de Carolina y discutir con ella una vez más, pero le pareció una pérdida de tiempo y energía.
Se dirigió al saloncito y sacó del cajón del escritorio un maletín cerrado con llave en el que guardaba sus papeles privados.
Aunque sintió temor cuando Bennett leyó en voz alta sus poemas, sabía que hizo bien en publicarlos. Era lo que su tío hubiera deseado.
Su trabajo de los últimos tres años en contra de los horrores que se perpetraban con las niñas en las «casas de paso», con las criaturas que trabajaban en las minas y en la zona este, estaban aún por terminar. Pero debía hacer un esfuerzo y continuar la cruzada. Podía ser una voz muy pequeña que gritara en el desierto, pero al menos podía tratar.
Su libro causó cierta conmoción, aunque sólo fuera porque molestaba a los miembros más conservadores de la sociedad. Abrió el maletín y sacó varios poemas que había escrito. Quería revisarlos y tal vez escribir otros y luego entregárselos a Watkins y Rufus. Ellos le habían pedido otro libro. Decidió llevárselo. Puso los papeles sobre la mesa y de pronto se le ocurrieron unos versos. Los escribió tranquilamente, sin titubear, casi como si fueran dictados por otra persona.
Estaban ahí, completos y formados en su mente. Luego, debajo de las cuatro líneas que escribió, puso la fecha.
Como todos los artistas que crean, olvidó el tiempo y el lugar y todo lo que la rodeaba mientras escribía. De pronto, tocaron a la puerta.
—Entre.
—Unas flores para usted, señorita —oyó decir a un lacayo—. Déjelas ahí.
La puerta se cerró y volvió a leer su poema. Luego, escuchó una voz cínica y burlona decir:
—Tu nuevo enamorado, Orelia, es muy espléndido cuando se trata de flores.
Orelia dio un pequeño grito y se puso de pie. En el cuarto, junto a un enorme canasto de orquídeas moradas, se encontraba el marqués.
Sin darse cuenta de lo que hacía, volteó a toda prisa el pedazo de papel en el que escribía y puso sus dos manos sobre él, como para sostenerlo.
—Pareces sorprendida de verme.
—No… milord. Quiero decir… sí. Pensé… que iba a salir.
—Carolina prefirió hacer otros arreglos para la tarde en vez de pasar unas horas en mi compañía y yo vine a preguntarte, Orelia, si deseabas salir a pasear conmigo, pero veo que estás ocupada.
—Es… es muy amable… de su parte. Escribía… algo.
—¿Una carta de amor? ¿Es el caballero en cuestión tan extravagante en sus protestas de amor como con sus flores?
—No, milord, quiero decir… no le escribía al embajador… si es eso a lo que se refiere.
—¿Quién es entonces el que se honra con tu confianza?
—Nadie… no es una… carta.
El marqués se acercó hasta que estuvo a su lado junto al escritorio.
—¿No es una carta dirigida a tu último y ardiente admirador?
—No, milord.
—Entonces, ¿por qué tanto secreto?
—No es secreto. Es… algo personal… pero no…
—¿Qué me ocultas?
—No oculto… nada. Es sólo que… no deseo que… vea lo que escribí.
—¿Por qué sospechas que quiero hacerlo?
No supo qué contestar. Se había situado en aquella incómoda actitud frente a él sólo porque tontamente volteó la página y, tímidamente, la tapó con la mano.
—¿Qué puedes haber escrito que no deba yo ver?
—No es… nada. No tiene… derecho… a preguntarme.
—Tengo derecho, porque me diste tu promesa de que en el futuro confiarías en mí, que no te comprometerías en más aventuras peligrosas y aún más, que siempre me dirías la verdad. ¡Quiero que mantengas ambas promesas, Orelia!
—¡No! ¡No! Esto no tiene que ver con… usted, milord. Le juro que se trata de algo… completamente… diferente… algo que sólo me interesa a… mí.
—¡No te creo!
Orelia lo miró sorprendida. Vio que la miraba con recelo y con cierta emoción que no podía comprender.
Sólo supo que de nuevo estaba disgustado con ella, que se veía imponente y poderoso y que ella era incapaz de resistirlo.
—P… por favor… entiéndalo… no se lo puedo enseñar.
—¿Por qué no?
—No puedo… explicárselo, pero… no deseo que vea… lo que escribí.
—¿Y si insisto?
—¡No puede… no… debe!
—Debido a que sé que te avergüenza lo que haces, debido a que la expresión de tu rostro te delató cuando entré en el cuarto y porque sé que me engañas y no voy a permitírtelo, tengo la intención de leer lo que me ocultas.
Al decir esto, el marqués tomó el papel del escritorio. Las manos de Orelia se agitaron para protestar, pero se dio cuenta de que era inútil. Profiriendo un sonido inarticulado, se apartó de él para situarse al lado de la ventana y mirar ciegamente la luz del sol.