Capítulo 6
¿Como se atreve… a pensar… eso de mí?
Orelia jadeaba por las sacudidas que el marqués le prodigó. Se sentía extremadamente enojada y lo miró furiosa, temblando de rabia.
El marqués le quitó las manos de los hombros, pero seguía cerca de ella, mientras la pistola y los billetes yacían entre ellos.
—¿Qué esperas que piense?
—No espero nada de usted… milord.
—Sin embargo, me dirás por qué fuiste al alojamiento de Wrotham, así tenga que sacarte la verdad a golpes.
Hizo un movimiento con las manos y como ella pensó que la sacudiría de nuevo, instintivamente dio un paso atrás. Luego, con una furia tan grande como la de él, aunque mantuvo la voz baja, le contestó:
—¡Muy bien! ¡Le diré la… verdad! Fui a visitar a ese… amigo suyo porque… violó a una joven… aquí en esta casa… y la dejó encinta.
Durante un momento, el marqués permaneció en silencio y luego estalló furioso:
—¿Y qué diablos tiene eso que ver contigo? Si lo que dices es cierto, mi ama de llaves puede hacerse cargo del asunto.
—¿Y qué supone que hará? ¡Echar a la chica a la calle o mandarla de regreso al campo, donde todos se enterarían de su desgracia!
—¿Y qué otra cosa se podía hacer?
—Ella tenía una solución: estaba dispuesta a echarse al río y destruir al… b… bastardo procreado por su amigo.
—¡Por Dios! No sigas diciendo «su amigo». Hablas como si pensaras que apruebo el comportamiento de Wrotham.
—¡Sin embargo, lo acepta!
—No niego que, ocasionalmente, los hombres se comportan de esa manera. Lo que siento profundamente es que algo tan desagradable haya ocurrido en mi propia casa. Pero ¿no pudo cuidarse mejor la chica?
—¿Realmente se pregunta eso? ¿Cree que una campesina asustada, casi una niña, podía ser capaz de defenderse contra un hombre como sir Mortimer? Le puedo asegurar, milord que la única forma de retener su pureza, hubiera sido armándose, como yo lo hice antes de acercarme a él.
—¿Insinúas que te hizo proposiciones?
—En efecto.
—¡Maldito sea! ¡Lo mataré por eso!
—Le molesta que tratara de acercarse a mí, pero no le indigna que violara a una joven que estaba bajo su protección, porque eso no le preocupa. ¡Sólo puedo pensar, milord, que sus normas de moralidad son muy parecidas a las de sir Mortimer!
—¡Maldición! ¡A mí no se me habla de esa manera! Quiero que sepas, Orelia, que jamás he tomado a una mujer que no estuviera dispuesta y que no me divierto con sirvientas, ni mías ni de otros.
—Entonces, esperemos que en el futuro sir Mortimer no sea invitado a ninguna de sus propiedades, donde pueda estar en contacto con mozas decentes, a pesar de su condición social.
—¡De eso puedes estar segura! Pero déjame decir de nuevo, Orelia, que no debiste comprometerte personalmente en esto. Las damas deben dejar que esos asuntos sean tratados por personas con experiencia.
—¿Por quiénes? ¿Por los sirvientes de confianza que censuran duramente a los de su propia clase? —hizo una pausa—. A lo que usted se refiere, milord, es que las damas de alcurnia deben permanecer alejadas de esos desagradables incidentes. ¿No es eso lo que trata de decir?
—¡Exactamente!
—Entonces, quiero que sepa que yo no soy una dama de alcurnia y que creo que ya es tiempo de que las mujeres de cualquier condición se den cuenta de la suciedad del vicio y del crimen que tienen lugar a su alrededor.
Sus ojos chispearon cuando continuó diciendo emocionada:
—Aparentemente, los caballeros de linaje no se preocupan por tales asuntos, a menos que se trate de una diversión pasajera —su voz sonó dura—. Pero, por lo menos, sus esposas debían mostrar cierta compasión por chicas como Emma y censurar una administración que permite que florezcan «casas de paso» a corta distancia de los hogares que consideran sacrosantos.
—¿Qué sabes tú de «casas de paso»?
—Sé que hay una a cinco minutos de aquí y cualquier dama que no esté ciega, puede ver, al dirigirse a la Casa Carlton o a cualquiera de las mansiones donde la clase alta se reúne, a las pequeñas y patéticas prostitutas, entrenadas en las «casas de paso», que aguardan en las sombras de Piccadilly.
—¡No debes hablar de esas cosas!
—¿Qué debo hacer entonces? ¿Cerrar los ojos cuando veo a esas lastimeras criaturas, algunas veces de poco más de diez años, esperando que algún petimetre embriagado acepte sus invitaciones? Y, ¿debo olvidar que hay cuatrocientos habitantes en la «casa de paso» de St. Giles, donde a los muchachos se les enseña a ser delincuentes desde muy pequeños, se les convierte en ladrones y carteristas, y las niñas se ven forzadas a la prostitución porque no hay otra ocupación para ellas?
—¿Cómo sabes todo eso?
—¿Cree que, al vivir en Londres, sólo noto el brillo de las joyas o el tintineo de las copas de champaña? ¿Y piensa que cualquiera que lea un periódico o siga, los debates en el Parlamento, no se percata de los horrores que tienen lugar en otras partes del país?
Su voz era muy baja cuando continuó:
—¿Cómo puedo evitar pensar en mujeres desnudas hasta la cintura que tiran de furgones de carbón a través del aire pútrido y oscuro de las minas, o en los niños, a veces apenas mayores de cinco años, que trabajan catorce horas en los molinos donde son azotados para que se mantengan despiertos?
En su voz se advertía el horror cuando agregó:
—Y si eso no impide que duerma por las noches, puede esperar oír el llanto de los niños que se trepan por las paredes cuando el deshollinador enciende fuego bajo sus pies desnudos, a fin de obligarlos a subir por las chimeneas… de su señoría.
Su voz se quebró y, apartándose del marqués para que no pudiera advertir sus lágrimas, atravesó el cuarto para mirar ciegamente por la ventana.
El enojo hacía que sus pequeños senos subieran y bajaran tumultuosamente bajo la suave seda del abrigo y, por primera vez, se dio cuenta de que el sombrero le pendía sobre la espalda, sostenido aún a su cuello por las cintas.
Sin pensarlo mucho, arrojó su manguito sobre la mesa y se desató las cintas del cuello, permitiendo que el sombrero cayera al suelo.
El sol de la tarde entró por la ventana y convirtió su cabello en oro brillante, pero Orelia no se percató de aquel esplendor. Le parecía estar sola, rodeada de una oscuridad impenetrable, en un recinto en el que todas las luces estaban apagadas.
Entonces, en un tono inusitado casi humilde, el marqués le dijo:
—Perdóname, Orelia.
—No… no —a pesar de su resolución de ser firme, su voz temblaba—. ¡No, jamás le perdonaré lo que pensó de mí!
Atravesó la habitación con los ojos bajos y recogió los billetes tirados en el suelo. Temblaba al reunirlos, dándose cuenta de que el marqués la observaba impasible.
Colocó los billetes en su manguito, pero dejó la pistola en el piso. Con una compostura aparente, el rostro muy pálido y las mejillas húmedas, Orelia recogió el sombrero y se dirigió a la puerta. En ese momento, el marqués habló de nuevo.
—Orelia —dijo y su tono de voz era suplicante—, déjame ayudarte en este asunto.
—No necesito su ayuda, milord. No confío en usted.
—Si tratas de herirme con ese comentario, lo lograste.
Orelia titubeó por un momento y luego dijo:
—No hay… nada más que decir, milord.
El marqués no contestó y ella salió del cuarto y cerró con cuidado la puerta a sus espaldas.
Cuando llegó a su habitación, mandó llamar a Emma. Al principio, la muchacha se mostró incrédula cuando Orelia le informó que tenía el dinero para que se fuera al norte con el hombre que amaba y pudieran tener una caballeriza, como habían planeado. Luego, estalló en lágrimas.
—¡Oh, señorita! No sabía que hubiera tanta bondad en el mundo. ¿Cómo podré agradecérselo?
—Poniéndote en contacto con Jim, lo más pronto posible. Sugiero que le digas a la señora Mayhew y a los otros sirvientes, que a Jim le ofrecieron una caballeriza en el norte y que para adquirirla debe salir hacia allá enseguida. —Orelia pensó un momento y luego continuó—: puedes decir que te lleva a casa de su hermano y que ahí se casarán. Les parecerá todo un poco apresurado, pero no sospecharán el motivo.
Le enseñó a Emma los billetes al sacarlos del manguito.
—Aquí hay doscientas libras. Arreglaré que el banco le transfiera el resto del dinero a Jim tan pronto como él pueda abrir una cuenta a su nombre.
—¡Oh, señorita, señorita! Esto es más maravilloso que lo que… me atreví a pensar jamás —sollozó Emma.
—Entonces deja de llorar, o la gente pensará que vas a un funeral en lugar de a una boda. Esconderé los billetes en el cajón de este cofre. Será mejor que no los guardes en tu habitación.
—Sí, por supuesto, señorita; las otras doncellas podrían verlos:
—Tan pronto como yo salga a cenar, trata de hablar con Jim pero, si no me ayudas ahora se me hará tarde y, como vamos a cenar a la Casa Carlton, la duquesa se disgustará conmigo.
Mientras Orelia se apresuraba con su baño y se ponía la ropa, deseó no tener que ir a la cena. Quería mandarle un recado a la duquesa para decir que no se sentía bien, pero sabía que ello provocaría comentarios.
Se encontraba bien cuando se separó de la duquesa y Carolina para descansar. Les parecería muy raro que se sintiera indispuesta de pronto y sin ninguna razón aparente.
También era probable que, si investigaban demasiado, descubrieran que salió de la casa. Y entonces, aunque tratara de ocultar lo ocurrido, alguna jugarreta del destino podría hacerles descubrir el secreto de la pobre Emma, y en ese caso todo lo que hizo en favor de la chica sería inútil.
«No: se dijo Orelia con firmeza, debo disimular mis sentimientos y asistir a la cena. Sólo espero no tener que hablar con el marqués, porque… lo odio».
Pero después de la violencia de su enojo vino la reacción y ya no sentía dentro de sí el mismo furor que mostró durante su altercado con él.
Orelia se miró por última vez al espejo antes de abandonar su alcoba. El vestido plateado que Carolina le sugirió que usara era muy lindo y la hacía verse como los rayos de luna al reflejarse en las aguas de un plácido lago. Pero sus mejillas estaban muy pálidas y sus ojos enormes reflejaban una infelicidad tan profunda que ni ella misma se podía explicar.
A pesar de todo, cuando Carolina la encontró en lo alto de la escalera, no advirtió nada inusitado en ella.
—¡Te ves encantadora, querida! —le dijo.
—Y tú eres un regalo a la vista.
Era cierto. El cabello oscuro de Carolina, su blanca piel, su boca roja y seductora, eran ventajosamente destacados por la gasa roja de su traje venido de París. Muy entallado a la cintura, como el de Orelia, se adornaba alrededor del cuello y en las mangas abullonadas con vuelos de tul, salpicados con rubíes de imitación.
Pero las joyas alrededor del cuello eran verdaderas, y tan soberbias que si Carolina no hubiera sido viuda, se las podía considerar demasiado llamativas para alguien tan joven.
Sus finas muñecas estaban cargadas con pesados brazaletes de auténticos rubíes y diamantes, y en el dedo anular, en vez del brillante que el marqués le dio para su compromiso, llevaba un enorme rubí que brillaba con una misteriosa luz en su profundidad carmesí.
Carolina descendió por la escalera hacia donde estaba el marqués, quien las esperaba en el vestíbulo. La duquesa estaba a su lado, luciendo una enorme tiara de diamantes y zafiros en la cabeza.
La única que no usaba joyas era Orelia. Se le veía joven y etérea al bajar la escalera y sus ojos evitaron al marqués cuando lo oyó decir:
—Abuela, creo que si no queremos estropear los elegantes vestidos que ustedes llevan esta noche, será mejor que nos transportemos a la mansión Carlton en dos carruajes. Yo iré con Carolina y tú con Orelia.
—Una idea muy sensata, Darío. Vamos, Orelia, yo te seguiré.
—Si se retrasan, las esperaremos en el vestíbulo —prometió el marqués.
Al dirigirse a la puerta para seguir a Carolina al carruaje que esperaba, Orelia miró al marqués de reojo. A pesar de su disgusto contra él, no dejó de comprender que jamás lo había visto tan imponente.
Su chaqueta, ajustada sobre los amplios hombros, estaba cubierta de condecoraciones y en un hombro llevaba la banda azul de la Orden de la Jarretera, haciendo un hermoso contraste con sus pantalones blancos de satén.
«Lo odio», se dijo por lo bajo.
Se sentía muy herida al pensar que él la supusiera, llevado por las apariencias, capaz de comportarse de un modo tan reprobable. Su humillación la hizo mantener bien alta la cabeza al entrar al carruaje después de la duquesa.
Durante un rato viajaron en silencio… Luego, con una voz definitivamente resentida, la duquesa le dijo:
—Como tienes gustos tan especiales, espero que alguno de los jóvenes elegantes de Carlton logren ser de tu agrado.
Orelia no le respondió y la dama continuó diciendo:
—Me temo que, de acuerdo con tus románticas ideas, no te gustará ningún caballero inglés, pero en fin… algunas mujeres nacieron para solteronas.
Orelia se sentía demasiado desdichada para tratar de defenderse. Se dijo que tal vez la duquesa tenía razón y ella era una absurda «romántica».
«¿Qué clase de hombre quiero?», se preguntó a sí misma, sin encontrar la respuesta.
La duquesa siguió hablando, tratando ladinamente de humillarla, pero sólo consiguió acrecentar el orgullo de Orelia. Al bajar del carruaje caminó muy erguida, lo que la hizo aparecer más alta de lo que era al entrar por el iluminado pórtico de la residencia Carlton.
Orelia había oído hablar tanto de aquella casa que en cualquier otra ocasión hubiera sentido curiosidad por conocerla, disfrutando al inspeccionar los cuartos de esplendorosos adornos y valiosos decorados. Pero como en ese momento se sentía tan deprimida, el Cuarto Amarillo, de estilo chino, la dejó indiferente y el comedor de muros plateados y columnas de granito rojas y amarillas le pareció insulso.
Los cuadros, estatuas, porcelanas y demás objetos de arte coleccionados por el regente, fruto de los despilfarros que lo obligaron a endeudarse desde joven, le parecieron cosas inanimadas carentes de interés.
Sabía que su actitud era infantil, pero la dominaba el deseo de escapar a algún lado donde pudiera llorar a gusto.
Trató de conversar con los caballeros sentados a ambos lados durante la cena y, aunque no recordó qué les dijo, quedaron aparentemente encantados por su forma de escuchar, ya que, al terminar de cenar, los dos manifestaron deseos de volverla a ver.
El regente la desilusionó.
A menudo había oído hablar de su atractivo, pero, en aquel momento, el vistoso primer caballero de Europa se había convertido en un ser grotesco, tanto en circunferencia como en peso. Se soltó los tirantes y su estómago se vio enorme.
A pesar de todo, su Alteza Real se encontraba de buen humor. Desvió sus pasos para lisonjear exageradamente a Carolina y para decirle al marqués, a quien le tenía particular afecto, que esperaba ser el padrino de su boda.
Todo aquello tomó algún tiempo y, cuando le presentaron a Orelia, el grupo se dirigía al comedor. El regente oprimió los dedos de la joven cuando ella le hizo una reverencia y sus ojos chispearon apreciativos.
—¡Encantadora! ¡Encantadora!
Luego Lady Hertford, sonriendo tontamente mientras coqueteaba con su abanico, lo guió hacia el comedor, murmurándole algo secretamente al oído.
No era una fiesta tan grande como las que el regente acostumbraba ofrecer, pero se había invitado a más de doscientas personas para unirse al grupo de setenta después de cenar, a fin de disfrutar de los jardines o del baile en el salón, al ritmo de la gran orquesta.
Orelia logró escabullirse y caminó sola por varios de los salones, tratando de interesarse en lo que veía, pero el abrumador calor la agotaba.
A nadie pareció sorprenderle que estuviera sola. La gente chismorreaba en grupo y las joyas de las mujeres rivalizaban con el brillo de los candelabros y con las condecoraciones de los caballeros que amenazaban eclipsarlas.
Las risas, pudo comprenderlo, eran malévolas. Por la duquesa se enteró de que casi todos los chismorreos de Londres surgían de la Casa Carlton.
Oía el murmullo de voces, seguido de carcajadas. Resplandecientes almirantes y generales comentaban ociosamente agravios reales o imaginarios, que esperaban hacer llegar a oídos del regente, pero las más ruidosas eran las lenguas afiladas de las damas.
Orelia oyó mencionar una o dos veces el nombre de Carolina y supuso que la gente discutía su compromiso con el marqués. No le interesaba escuchar, por lo que se alejó y después, al pasar de un salón a otro, se encontró cara a cara con Lord Rotherton. Se encontraba solo y, por un momento, se quedaron mirándose. Orelia hizo ademán de retirarse, pero él extendió una mano y la puso en su brazo.
—Deseo hablar contigo.
—No hay n… nada que… decir, milord.
—Creo que sí —algo en su voz la hizo abrir desmesuradamente los ojos.
—Has sido muy lista —continuó él en voz baja para que nadie los oyera—, pero no pienso permitir que me hagas a un lado de esa manera.
—No sé… a qué se refiere… milord.
—Lo sabes perfectamente bien, pero te aseguro, hermosa, que no me doy por vencido tan fácilmente. Estoy acostumbrado a obtener lo que deseo y te conseguiré.
—Está equivocado… milord —dijo ella con voz firme—. Traté de decirle, cuando comenzó a honrarme con sus atenciones, que jamás podía ser… su esposa, pero nunca pude estar a solas con usted. De modo que le pedí al… marqués… que le hablara en mi nombre.
—Lo hizo.
—Entonces, créame, milord, que ya no tenemos nada que decirnos. No cambiaré de idea.
—No estés tan segura de eso. Como ya te he dicho, jamás desisto.
Orelia bajó los ojos y quiso irse, pero él no le soltaba el brazo.
—Te deseo como jamás deseé a ninguna mujer. Te casarás conmigo o, si lo prefieres, puedes convertirte en mi amante, pero serás mía. ¡Tarde o temprano te tendré en mis brazos y entonces no podrás escapar!
Ella consideró bestial a sir Mortimer, pero sin duda Lord Rotherton era peor. La pasión que denotaba en su voz la horrorizó y, con un tirón, consiguió zafarse de él.
Había una locura obsesiva en aquel hombre, algo torvo y lascivo en el tono de su voz, en la expresión de sus ojos y en los movimientos de sus labios.
Desde la primera vez que lo vio, sintió algo inexplicable y terrible. Fue como vivir una pesadilla en la que era perseguida y ¡no lograba escapar!
Era un hombre abrumador y dominante, capaz de minar su voluntad y, tarde o temprano, arrastrarla hacia sus brazos, en cuyo caso no tendría escapatoria.
—¡No… milord! ¡N… no!
Su mano volvió a tocarla de nuevo, pero en aquel momento se acercó la duquesa.
—¡Buenas noches, milord! —le dijo y Lord Rotherton, sorprendido miró a su alrededor.
Orelia aprovechó la oportunidad para escapar. Sin decir una palabra se dio vuelta y corrió a toda prisa, tratando de mezclarse cuanto antes entre los invitados hasta llegar al otro extremo del salón. Sólo entonces se detuvo y miró hacia atrás, temiendo que la duquesa y Lord Rotherton la observaran, pero ellos estaban sentados muy juntos y conversaban con mucha seriedad.
Orelia los observó un momento. No supo explicárselo, pero sabía que hablaban de algo importante. Respirando muy hondo, descendió una escalera hasta la planta baja. No imaginaba adónde se dirigía. Sólo deseaba huir. Tuvo la sensación de que algo malo se tramaba contra ella y la envolvía de nuevo en sus redes.
En los últimos días no había vuelto a acordarse de Lord Rotherton sin suponer que podía ser aún una amenaza. ¡El marqués le dijo que ya no la molestaría y ella le creyó! Pero el rechazo de Orelia sólo había logrado inflamar más su deseo. No se trataba del transitorio capricho de un hombre de mediana edad por una joven inexperta. Era la honda pasión de un hombre experimentado que, enardecido por las advertencias del marqués, llevaba dentro de sí un fuego que no se apagaría con facilidad.
«¿Qué haré? ¿Qué haré?», se preguntaba Orelia.
Al encontrarse en otro salón de recepción lleno de gente, observó una ventana abierta que daba al jardín. Agradecida, se acercó a ella. Pensó que tal vez podría quedarse ahí tranquilamente sin ser vista hasta que fuera hora de regresar a casa.
Sabía que si anunciaba su deseo de querer marcharse temprano, sorprendería a todos y la acusarían de malagradecida. La mayoría de las jóvenes ambicionaban, más que nada en el mundo, ser agasajadas por el regente. Orelia era la invitada más joven a la cena. ¿Cómo podría permitir que se pensara que no apreciaba tal honor? Sin embargo, la mansión se había convertido de pronto en un sitio peligroso. Ahí se encontraba Lord Rotherton y, ahora conversaba con la duquesa, en cualquier momento podía salir en su busca.
Salió al aire fresco y sintió un repentino alivio, pues la ahogaba la atmósfera de la casa. La noche era cálida, soplaba un poco de viento y las velas en los enormes candelabros generaban calor.
El jardín estaba iluminado por luces de fantasía y linternas chinas. Las parejas se movían entre los arbustos en busca de lugares ocultos, o de las sombras bajo las ramas de los árboles. Orelia, mirando a su alrededor, observó una figura parada al final de la terraza. La estatura, los amplios hombros y la elegancia del marqués eran inconfundibles. Estaba solo, ¡mirando a las estrellas como si les preguntara algo!
Sin pensarlo, sin recordar siquiera que estaba enojada con él, consciente de que él significaba seguridad y un momentáneo alivio de su temor, Orelia se le acercó. Sus zapatillas de raso no hicieron ruido sobre el pavimento de la terraza y, cuando llegó a su lado, pensó que él no la había oído acercarse.
El, sin volverse, el rostro inmóvil y aún elevado hacia el cielo, le preguntó en voz baja:
—¿Quién te asustó?
Ella no se preguntó cómo lo sabía, cómo sin verla siquiera, adivinaba su mirada llena de temor, y su respiración entrecortada a través de los labios entreabiertos. Sólo supo que de pronto dejó de sentir miedo. ¡El estaba ahí y eso era suficiente!
—Me… siento bien… ahora.
Luego, sin pensar en lo que hacía, se acercó aún más al marqués.
Orelia extendió las manos para apoyarse en la balaustrada. Frente a ellos y en ese momento, por primera vez, él volvió la cabeza para mirarla.
—¡Tú no eres de las que se asustan!
—No puedo… evitarlo.
—¡Eres muy valiente cundo se trata de mí! —repuso el marqués y ella percibió su sarcasmo. Hubo una pausa antes que le preguntara amablemente—: ¿Estoy perdonado, o tengo que ponerme de rodillas? Quiero que me perdones, Orelia. Lo deseo desesperadamente.
El tono de voz la hizo quedarse sin aliento y no pudo responder. Quería mirarlo, pero le era imposible.
—¿Quieres que te diga lo que pensaba cuando te acercaste?
—¿En qué pensaba?
—Me preguntaba qué joyas te sentarían. Luego, supe la respuesta. No hay en el mundo una joya lo suficientemente perfecta para rodear tu cuello, de modo que pensé que debía tomar un rayo de luna y retorcerlo hasta volverlo una cinta y adornar con ella tu cabello, como un halo.
Orelia lo miró asombrada. Jamás lo había oído hablar con tanta gentileza, ni de un modo tan encantador.
Cuando sus ojos se encontraron él le dijo:
—Orelia, esta noche te pareces a la luz de la luna y, ¿quién puede describir con palabras algo tan magnífico?
Al escucharlo, Orelia sintió que un repentino dolor la atravesaba como un relámpago. ¡Fue una sensación que jamás experimentó antes! Entonces, supo la verdad. ¡Lo amaba!
¡Amaba al marqués desde hacía mucho tiempo!