Capítulo 9

Violet Featherstone se paseaba inquieta por la sala de su villa.

Desde el atractivo aposento, con ventanas que daban a una terraza, se divisaba una magnífica vista de la bahía. La villa estaba amueblada con piezas de la época traídas de Inglaterra. Eran de un gusto refinado, carentes de la pompa y profusión de adornos que agradaban a muchos de los residentes del sur de Francia. Violet siempre había amado las cosas hermosas, tenía un innato buen gusto, y la considerable fortuna de Eric le había proporcionado los medios para satisfacer sus caprichos.

Pero hoy no se sentía con ánimos para contemplar la cómoda Sheraton ni la consola Adam. Estaba pensando en una persona: ¡en Robert Stanford!

Estaba avanzada la tarde y no había ido a verla. Tal vez habría salido a cabalgar, pero eso se apartaba de su rutina diaria y, con súbito temor, Violet empezó a recordar las veces en que Robert no se había mostrado muy ansioso de su compañía.

Cuando él llegó a Montecarlo, apenas unos días después de la llegada de ella, los días se le hacían cortos y nunca le parecía demasiado el tiempo que pasaba a su lado.

Pero ahora la situación había cambiado, aunque Violet no podía explicarse por qué. Robert no era el mismo de antes. ¿En dónde habían quedado aquellas tempestuosas y apasionadas noches de amor? Su impetuosidad había desaparecido y ahora estaba más calmado. ¿Cómo pudo estar tan ciega?

Debió haber estado alerta y tener la suficiente percepción para advertir que comenzaban a debilitarse los lazos que los unían. Debió estar en guardia, sabiendo que su poder sobre él no era tan fuerte como ella se empeñaba en creer.

Al pasar frente a un antiguo espejo de marco dorado, Violet vio reflejado su rostro. Con el ceño fruncido y muy marcadas las líneas de las comisuras de los labios, ya no se veía joven. Echó la cabeza hacia atrás en actitud desafiante: ésa no era la manera de cautivar a un hombre y mantenerlo ilusionado.

Siempre, desde que descubrió su poder sobre los hombres, Violet había sido quien se había aburrido primero.

Pero Robert Stanford era diferente. Lo supo desde el momento en que se lo presentaron en un baile de gala. El le había pedido una pieza y le había preguntado en voz baja:

—¿Por qué no nos hemos conocido antes?

Ella también se preguntó cómo había podido transcurrir la vida sin él, cómo había podido parecerle alegre y divertida sin su presencia y en el momento en que empezó la música y él la rodeó con sus brazos, comprendió que había accedido a algo más que a una invitación a danzar.

Y esa misma noche, cuando bailaron incansablemente hasta el amanecer, había decidido que se casaría con él.

Sólo había pensado en su propio deseo y en el de Robert, sin importarle lo rico e importante que fuera, ni su familia, ni la famosa residencia que poseía.

Muchas veces, cuando trataba de fascinarlos, había pensado que sólo Cheveron se interponía entre ellos. Robert hablaba tanto de su hogar que ella comprendía que formaba parte de su vida.

Cheveron era su rival; Cheveron, que significaba todo lo que ella no podía proporcionarle: respeto, prestigio, la admiración de sus iguales y de sus empleados y, lo más importante: descendencia.

Desde el principio, supo que la meta que se había fijado no sería fácil, pero Violet era una mujer valerosa. Había esperado ser lo suficientemente fuerte para retenerlo, pero ahora no estaba tan segura.

¡Eran ya las tres y Robert no había llegada! ¿Qué podría haberlo detenido? Recordó las mañanas en que la llamaba desde el jardín, cuando ella dormía aún.

Se había esforzado en complacerlo, tratando a la vez de desconcertarlo, otorgándole algo en un momento y rehusándose después.

Casi todo los días habían almorzado juntos, aunque no fuera lo convenido, porque ella no podía permitir que aquel amor degenerara en una monótona rutina.

¡Cómo habían gozado durante esos almuerzos! Frecuentaban pequeños cafés en el puerto o los lujosos hoteles de Niza, o disfrutaban de almuerzos campestres en las montañas con toda la costa azul a sus pies.

Habían sido felices hasta que apareció una nube en el horizonte. Robert comenzó a portarse con más severidad, pero Violet pensó que esa actitud solemne se debía a que estaba considerando proponerle lo que ella ansiaba escuchar: que fuera su esposa. ¡Ahora comprendía que estuvo equivocada!

Interrumpió sus pensamientos el ruido de la campanilla de la puerta. ¡Robert por fin! Se miró al espejo y vio que había desaparecido su expresión de temor. ¡Qué tonta había sido al estar imaginado cosas!

El, seguramente, le ofrecería alguna explicación razonable por su tardanza y ahora que estaba aquí todo marcharía bien.

Violet se paró junto a la ventana que daba a la terraza. Robert no debía advertir que esperaba ansiosa su llegada.

Escuchó la puerta al abrirse, pero no volvió la cabeza, y permaneció en el mismo sitio al oír que se cerraba. Sabía que se veía muy atractiva con un traje verde claro y el sol refulgía en sus cabellos castaños.

Se escuchó una leve tos y una voz dijo:

—Hola, Violet.

Ella se volvió rápidamente con expresión sorprendida.

—¡Eric! ¿Qué estás haciendo aquí?

Su esposo sonrió con expresión sumisa.

—Siento haberte asustado. Vengo de Niza.

—¡Niza! Eric, no me hubiera sorprendido más ver un globo bajando por la chimenea.

—Así parece —dijo Eric Featherstone sonriendo—, pero deseaba hablar contigo.

Ambos se encontraban de pie, cada uno en un extremo de la habitación.

—Ven y siéntate —dijo ella dirigiéndose al sofá.

Al mirarlo tomar asiento, ella pensó que su esposo se veía muy bien. Eric nunca había pretendido ser un hombre apuesto, pero no había la menor duda de que era un perfecto caballero inglés. Medía un metro noventa y su porte erguido y suaves maneras le impartían un aire que inspiraba confianza.

Aunque tenía casi cincuenta años, su cabello empezaba apenas a encanecer y tenía la saludable complexión del hombre que pasa mucho tiempo en contacto con la naturaleza.

—¿Y qué estás haciendo en Niza? —preguntó Violet cuando se hubieron sentado—. Creí que odiabas el sur de Francia.

—No es de mi agrado, como bien sabes, pero el tío Harold murió. Hace como tres semanas.

—¿De veras? No recuerdo haberlo visto en el Times.

—Murió dos días después de cumplir noventa y un años. No puedo decir que lo siento mucho, porque el viejo era algo muy especial.

—¿Sentir su muerte? Era tan desagradable y tan tacaño que no creo que haya nadie tan hipócrita como para llorarlo. ¿Pero qué tiene eso que ver con tu viaje al sur de Francia?

—El tío Harold me nombró su heredero.

—¡Su heredero! ¡Oh, Eric, me alegro mucho!

—Tuve que viajar hacia el sur para arreglar la venta de unas propiedades en Niza. No deseo conservarlas; sería lidiar con abogados extranjeros.

—¡Eric, eso significa que eres el dueño de Medway Park!

—Efectivamente, siempre me gustó ese lugar, pero nunca pensé que pudiera llegar a ser mío.

—¡Oh, pero eso es maravilloso! Siempre te gustaba ir allí, a pesar de que el tío Harold era el anfitrión más desagradable que pudiera uno imaginarse. Y la casa parece una nevera, aun en verano. ¡Por favor, Eric, ponle calefacción central y más baños!

—Me estoy ocupando de eso. Creo que habrá una buena temporada.

—¿Temporada? —Violet se preguntó por unos momentos a qué se refería, pero luego recordó—. ¡Oh, las perdices, por supuesto! Y también patos, ¿no? ¡Cómo disfrutarás siendo un terrateniente! Te volverás gordo y ostentoso.

—Gordo no. Hay mucho que hacer en esas propiedades. El viejo tío las había descuidado mucho.

—Y adorarás ocuparte de todo eso —comentó Violet riendo.

Pensó en la gran mansión de Norfolk, de casi tres hectáreas, y en sus cotos de caza, y comprendió que Eric había realizado su más preciado sueño. Odiaba la casa de cinco pisos de Park Lane en Londres que ella amaba tanto, así como odiaba los bailes, conciertos y teatros que formaban parte inseparable de la existencia de Violet. Sólo vivía para pescar o cazar. Sí, Eric sería feliz en Norfolk. La casa era muy bonita, o podría serlo, siempre que se decorara adecuadamente.

Habría que comprar otros muebles para la sala. Con cortinas y alfombras nuevas mejoraría su aspecto y debía haber pinturas valiosas mezcladas con otras sin valor…

Violet detuvo sus pensamientos. ¡Qué ridículo era planear lo que haría si no existía la posibilidad de que viviera allí! Había dejado para siempre a Eric y así se lo había informado cuando salió de su casa de Londres. Pero cualquier mujer hubiera encontrado irresistible la idea de renovar y redecorar una mansión como Medway Park.

—Me alegro mucho por ti —dijo Violet, acentuando la palabra «ti».

—Hay algo más que quiero decirte —le dijo Eric con acento tímido.

Al ver la expresión de su rostro, Violet contuvo el aliento. «Seguramente quiere volver a casarse», pensó, y le sorprendió que la idea le desagradara. Pero no había ningún impedimento para que Eric volviera a casarse. Ella le había dicho claramente que le otorgaría su libertad, si la deseaba, y que le permitiría hacer todos los arreglos legales del caso.

Eric había estado de acuerdo con ella, como lo hacía invariablemente, pero no había pensado en el divorcio, a menos que ella lo quisiera.

—¿Qué quieres decirme? —preguntó Violet sorprendida por su tono.

—Es acerca de Alwyn.

—¿Alwyn? ¿De tu hermano?

—Sí. Se ha ido a cazar al África y dice que jamás regresará. Todo es culpa de su esposa. ¿Te acuerdas de Vera? No era la mujer para él.

—Sí, por supuesto que me acuerdo de Vera. Siempre me pareció algo tonta y vulgar. ¿Qué le ha hecho a Alwyn?

—Se ha escapado con un actor. Vera no quiso escuchar razones y Alwyn está pidiendo el divorcio.

—Creo que es lo mejor que puede hacer.

—Pensé que eso sería lo que dirías —contestó Eric—. Pero desgraciadamente, hay que pensar en los niños.

—Me había olvidado de ellos. Son tres, ¿no?

—Un niño de siete años y una niña de cinco. Me quedaré con ellos.

—¿Qué? —preguntó Violet, pensando que no había escuchado bien.

—Que me quedaré con ellos —repitió Eric—. Vivirán conmigo. Alwyn me ha declarado legalmente su tutor.

—Eric, ¿pero qué demonios harás con dos niños? —gritó Violet.

—Creo que me gustaría tenerlos a mi lado.

Violet lo miró sorprendida, pero luego se dijo que eso era lo que Eric siempre había deseado y no había tenido durante los años que vivieron juntos un hogar con niños.

El nunca le había reprochado que no le hubiera dado hijos y ella había tomado muy a la ligera el veredicto, del médico cuando le anunció que era imposible que tuviera descendencia.

Violet nunca había estado interesada en los niños, pero ahora comprendía lo que eso debía haber significado para Eric y era lo bastante sensitiva como para comprender que le había fallado.

—Pensé que debía decírtelo yo mismo —dijo Eric—. Por eso hice el viaje desde Niza. Pero ahora creo que debo irme.

Eric se puso de pie y, al mirarlo, Violet pensó que todo se empequeñecía ante su presencia.

—Me alegra que te quedes con los niños —le dijo con voz tranquila.

—¡Qué bueno que pienses así! Creí que podrías disgustarte.

—¿Disgustarme? ¡Por supuesto que no! Pero de todas formas, no te importaría mi opinión.

—No me gustaría hacer nada que te disgustara. Sé que no te gusta la vida del campo, pero si alguna vez quisieras regresar a Medway…

—Eric, ¿qué es lo que estás tratando de decirme? —dijo Violet poniendo una mano sobre el brazo de él—. ¡Oh, pobre Eric! ¿Estás sugiriendo que me aceptarías después de todo este tiempo?

—No es cuestión de aceptarte. ¿Eres mi esposa, no?

—¡Eric! —Violet estaba al borde de las lágrimas—. No deberías ser tan bueno. La gente podría aprovecharse de ti.

Eric vaciló, pero después tomó la mano de Violet.

—Nunca he sabido expresarme bien, pero te tengo mucho cariño. Eras demasiado joven para casarte, me doy cuenta de eso ahora. Debía haber dejado que te divirtieras primero, pero eras tan bonita y parecía que me querías un poco.

—Sí, Eric, sí…

—Ahora tienes libertad para divertirte en vez de haberlo hecho cuando tenías dieciocho años. Así es como yo lo considero. Si alguna vez te aburres de todo esto… tù habitación te estará esperando en Medway Park. No te daré mucho trabajo, tengo muchas cosas qué hacer.

Las lágrimas corrían por las mejillas de Violet y apretó la mano de Eric.

—Eric, eres tan absurdamente noble que me has hecho llorar.

—No quería hacerlo —repuso Eric consternado.

—Recordaré lo que me has dicho. Lo pensaré, Eric, y no te sorprendas si un día te tomo la palabra. Creo, sería muy agradable envejecer contigo.

—¿Lo dices de veras? —preguntó él ansiosamente.

Violet se limpió los ojos y se separó de él.

—No pienses en eso, Eric, por favor. Me conmovió tu generosidad y comprensión, pero debo ser franca contigo. Estoy enamorada.

—¿Robert Stanford?

Violet asintió.

—La gente está murmurando, por supuesto. De todas maneras, Robert es una persona decente. Su padre fue amigo mío.

Aquel comentario le recordó a Violet la diferencia de edades entre ella y Robert.

—¡Lo amo! —declaró en tono desafiante.

—¿Te ha pedido que te cases con él?

—No exactamente, pero espero que lo haga.

—Eso espero —dijo Eric en tono amenazador.

—¡Oh, Eric! No puedes enfadarte con Robert porque no le haya propuesto matrimonio a tu esposa.

—¿Por qué no? Ha hecho que las gentes hablen de ti, ¿no? Corrió tras de ti, dejando a su madre desconsolada y la bandera en Cheveron prácticamente está a media asta.

—¡Basta, Eric, basta! Estabas siendo tan amable, y ahora te has puesto ridículo. No debes mezclarte en mis problemas amorosos es… impropio.

—¿Quién dice eso? Alguien tiene que velar por ti y, a pesar de todo, todavía eres mi esposa.

—No sabría cómo explicarlo, es… muy difícil. Pero vete ahora, Robert no debe tardar y no quisiera que te encontraras con él estando en ese estado de ánimo.

—Me gustaría decirle unas cuantas cosas.

—Pero no puedes decirle nada. No debe sentirse obligado a casarse conmigo. Yo no lo aceptaría.

—¿Qué es eso? —dijo Eric—. Mira, Violet, hace un momento dijiste que lo amabas. Bueno, si estás enamorada, es mejor que se case contigo, o si no, ya sé lo que anda buscando. Pero si no lo quieres, el asunto es diferente.

—¡No estoy segura! Todavía no me he decidido —respondió Violet, alarmada por la furia que se retrataba en el apacible rostro de Eric y por la forma en que apretó los puños—. Regresa a Niza, Eric, por favor. Te escribiré a Medway Park y, más tarde, tal vez vaya a verte.

—¿Me lo prometes? —preguntó Eric apenas tranquilizado.

—Sí, te lo prometo. Adiós, Eric.

Levantó el rostro y él la besó en la mejilla. Luego, lo acompañó hasta la puerta principal de la villa y lo observó bajar los escalones hacia el sendero de la entrada, donde había un carruaje esperándolo.

Cuando se marchó, Violet fue a su tocador para retocarse la cara, pero en vez de arreglarse, se quedó sentada ante el espejo, mirando su reflejo como si nunca se hubiera visto antes.

Había permanecido allí unos veinte minutos, cuando escuchó ruido de pasos y, al mirar por la ventana, vio a Robert que caminaba por el jardín.

Olvidándose de las conflictivas emociones que la embargaban, bajó corriendo la escalera y abrió la puerta principal.

—Robert, ¿qué te ha sucedido? —le preguntó olvidándose de su premeditado alarde de indiferencia.

—Siento llegar tarde, Violet —dijo en tono indiferente—. Fui hasta Roquebrune, almorcé allí y no regresé hasta después de las dos.

—Temí que hubieras sufrido un accidente.

—Ya te he dicho que no te pongas nerviosa por mí.

Entraron en el vestíbulo y él cerró la puerta tras ellos y Violet lo condujo hasta la sala.

Pero él no la rodeó con sus brazos, como hacía siempre que se quedaban solos, sino que se puso a mirar el mar por la ventana.

Violet lo observaba. Aunque él le había sonreído al saludarla, ella había advertido la grave expresión de sus ojos.

—¿Ocurre algo? —se atrevió a preguntar al fin.

El se volvió, haciendo un gesto con los hombros.

—Nada importante.

—Pero ha ocurrido algo.

—Nada que deba preocuparte. Recibí carta de mi madre contándome que el viejo Hathaway, el guardián, había muerto. Lo conocí desde mi infancia. Vivió en Cheveron durante cincuenta años y naturalmente lo extrañaremos.

—Naturalmente.

Robert permaneció silencioso mirando hacia el mar.

—Lo siento —dijo Violet.

El no pareció haberla escuchado y después volvió la cabeza.

—¿Qué dijiste?

—Dije que lo sentía mucho.

—Sí, por supuesto. Cheveron no será el mismo sin Hathaway. Me hubiera gustado asistir a sus funerales, pero no era posible. Deben haberlo enterrado ayer.

¡Cheveron, siempre Cheveron! Hasta allí llegaba su hechizo, aprisionando a Robert, separándolo de ella.

Violet debió haber emitido un leve sollozo; porque, de pronto, Robert se alejó de la ventana y fue hacia ella.

—Discúlpame —le dijo—. No debo aburrirte con mis sentimientos personales. ¿Te gustaría dar un paseo o prefieres visitar el casino?

El tono cortés de su voz era más difícil de soportar que si la hubiera abrumado con reproches. Hubiera preferido que la maldijera por retenerlo en Montecarlo, a que se dirigiera a ella en esa actitud glacial. Pero Violet comprendió que aquél no era el momento de hacer una escena.

—Vamos al casino. Tengo el presentimiento que hoy tendré suerte. Anoche soñé con siete pájaros y el siete es mi número de suerte, lo respaldaré hasta el límite. ¿Te sientes rico?

—Lo suficiente para apostar —contestó en ese tono considerado y cortés que ella odiaba.

—Iré a arreglarme. No tardaré. Tal vez encontremos a alguien entretenido en el casino y podría acompañarnos a cenar. ¿Viste a Arthur hoy?

—No, no he visto a nadie, excepto a mademoiselle Fantome. La vi caminando por la playa con la sirvienta. Un perro callejero la había seguido y ella estaba jugando con él.

Violet comprendió que Robert estaba haciendo un esfuerzo para hablar de otros temas que no se relacionaran con Cheveron.

—Es muy hermosa, esa pequeña fantasma. ¿Vestía de gris?

—Por supuesto. ¿La has visto alguna vez vestida de otro color?

—Me pregunto si está de luto o es una treta para atraer la atención.

—Si estuviera de luto, su tía se vestiría de negro.

—Sí, supongo que sí.

—Esa mujer no me inspira confianza.

—¿Quién, la tía?

—Sí, hay algo siniestro en ella. Además, es muy autoritaria con su sobrina.

—¿Cómo lo sabes? —preguntó Violet sorprendida.

—M… me lo imagino —repuso Sir Robert sin mucha convicción y Violet lo miró con curiosidad.

—¿Has hablado alguna vez con ella?

No sabía por qué hacía esa pregunta. Pero había algo extraño en la forma en que Sir Robert hablaba de aquella joven. Hubo una pausa antes que él replicara con voz tranquila:

—No, no he hablado con ella.

Violet se sintió aliviada. Era tan ridículo, que no quiso siquiera examinar ese sentimiento.

—Si vamos al casino, es mejor que salgamos ya. No me tardaré más de cinco minutos, te lo prometo.

Salió del aposento, cerrando la puerta tras ella y, cuando se marchó, Sir Robert fue nuevamente hacia la ventana.

Se preguntó por qué había mentido acerca de Lorraine, pero comprendió que era el deseo inconsciente de proteger su amistad de las malas lenguas, incluyendo la de Violet.

La belleza de la joven, su ropa, sus perlas y el hecho de que no hablara con nadie más que con el Príncipe Nikolai, eran temas obligados de conversación; el Príncipe Nikolai decía con toda franqueza que, aunque aquellas damas lo honraban con su amistad, sabía tanto como los demás acerca de quiénes eran y de dónde habían venido.

Pero Sir Robert estaba seguro de que no había nada falso en Lorraine. A veces, los ojos de ambos se encontraban en el casino y a él le parecía leer en ellos una petición de ayuda.

Era muy joven y él comprendía que, a veces, se sentía desdichada y en otras ocasiones, atemorizada.

¿Pero qué podía hacer? Lo mismo que los demás, estaba indefenso ante la determinación de Madame Secret de no dejarla hablar con nadie, salvo con el príncipe.

Probablemente él era la única persona que había podido hablar con Lorraine y había tenido mucho cuidado de no decírselo a nadie. Ella confiaba en él y parecía agradarle su compañía.

Ella lo había saludado con franca alegría esa misma mañana, cuando paseaba por la playa y él se acercó con su caballo.

—¿En dónde encontró a su nuevo amigo? —le preguntó Sir Robert, refiriéndose al perro que corría alrededor de ella saltando de júbilo.

—El me encontró. Y ahora no quiere dejarme.

—No me sorprende —comentó Sir Robert.

—Será muy difícil convencerlo de que no puedo llevármelo al Hotel de París —emitió un suspiró—. Siempre quise tener un perro.

—Me gustaría regalarle uno. ¿Me lo permite?

Lorraine lo había mirado sobresaltada.

—Por supuesto que no. La tía Emilie no lo permitiría.

Sir Robert se bajó del caballo para pararse junto a ella y Jeanne, la sirvienta, se había retirado a una discreta distancia y se quedó mirando el mar.

—¿Por qué le teme tanto a su tía? No creo que sea tan feroz como la hace aparecer. Déjeme ir a visitarla para decirle que en Cheveron tengo una camada de spaniels de pura raza. Son blancos y negros y muy cariñosos. Le daría el mejor.

—¡Oh, eso sería maravilloso! Me encantaría un spaniels, pero es imposible. Y le ruego que no trate de hablar con la tía Emilie. Se enfadaría mucho conmigo si supiera que estoy hablando con usted. Ayer actuaba de forma extraña y esta mañana también. No debe sentirse bien. Todo lo que hago le parece mal, así que le suplico que no haga mi situación más difícil.

Estaba verdaderamente asustada y Sir Robert dijo rápidamente:

—Nunca haría nada contra su voluntad, pero me gustaría poder entender un poco más.

—Yo también —dijo Lorraine con tristeza—. Si usted supiera como ansío poder entender lo que está ocurriendo…

—Pero tiene que tener otros parientes además de su tía.

—No, no tengo a nadie y no puedo discutirlo.

Se había vuelto entonces, con la intención de llamar a Jeanne, pero Sir Robert extendió la mano para detenerla. Instintivamente sus dedos sujetaron la muñeca de Lorraine y ella lo miró sorprendida.

Una fuerza magnética vibró entre ellos y los dejó sin aliento.

Lorraine bajó los ojos y Sir Robert le oprimió una mano entre las suyas.

—¿Va a los jardines por las mañanas temprano?

—No, voy a la capilla —respondió ella en voz baja.

Sir Robert se subió a su caballo. Tomó las riendas y miró a Lorraine. El sol brillaba en sus cabellos dorados y cuando ella levantó la cabeza sus ojos volvieron a encontrarse.

Ambos habían estado conscientes del maravilloso magnetismo que los unía y, sin pronunciar palabra, Sir Robert saludó con el sombrero y se alejó.

¿Qué había sucedido? ¿Por qué se había sentido así? Mientras se hacía esa pregunta, escuchó que Violet lo llamaba. Estaba lista. Tendrían que ir al casino. Un sentimiento de cansancio y aburrimiento lo embargó.

—¡Robert, Robert, ya estoy lista!

En ese momento, se le ocurrió pensar que el color gris de los vestidos de Lorraine era el mismo de la niebla que se levantaba sobre el lago en Cheveron en las mañanas.