Capítulo 8

Lorraine se sentía inquieta y desdichada.

No podía explicar por qué, pero presentía que flotaba algún problema en el ambiente, aunque no existía una explicación razonable para ese presentimiento.

Cuando ella y Jeanne regresaron de su paseo esa tarde, la tía Emilie le había dicho en tono cortante:

—Vete a tus habitaciones, Lorraine, y quédate allí hasta que Jeanne o yo vayamos a buscarte. ¿Entendido? No deberás salir hasta que no se te llame.

—Sí, tía Emilie —había contestado Lorraine—. Pero… ¿ocurre algo?

—Haz el favor de hacer lo que se te dice sin discutir ni hacer preguntas tontas —había respondido su tía y Lorraine había ido a su dormitorio, cerrando la puerta.

Durante algún tiempo se quedó sentada, preguntándose qué podría haber hecho para incurrir en el disgusto de su tía, pero a pesar de que repasó todos los acontecimientos de esa mañana, no pudo encontrar nada que pudiera haberla disgustado.

Después de quitarse el abrigo y el sombrero y de guardarlos en el armario, se paseó por su habitación, mirando las cortinas y los elegantes muebles, sin comprender por qué, si la decoración era tan bella, la habitación le parecía vacía y poco acogedora. De pronto, comprendió la respuesta.

Era porque ella no tenía ningún objeto propio para darle un toque personal al dormitorio. No tenía fotografías que colocar sobre su tocador, ni adornos, ni las miles de chucherías de que se rodean las mujeres.

Sobre su tocador, estaban únicamente el sencillo cepillo de madera que usaba en el convento, un peine y un tarro de ungüento para las manos que le había dado Jeanne.

Pero un tarro de ungüento no podía considerarse como un adorno, y al pensar en el cuarto de Jeanne, se dijo que era mucho más acogedor.

Al pensar en ello, recordó los largos años pasados en la escuela, cuando había deseado con tanta vehemencia que alguien la amara y que tuvieran en cuenta sus sentimientos personales.

Las monjas eran muy bondadosas y se interesaban en todas las alumnas, pero sus corazones pertenecían a Dios, a quien le habían entregado su lealtad y ofrecido sus acciones.

Lorraine sentía más que nunca ese vacío durante las vacaciones, cuando todas las otras niñas, jubilosas y excitadas, regresaban a sus casas, y ella permanecía en el convento acompañada sólo de dos niñas más: Una, cuyos padres vivían en África y otra huérfana de madre, y su padre la visitaba únicamente cada tres años.

Lorraine le escribía todas la semanas a su tía Emilie, pero a veces pasaban tres o cuatro meses antes que ella respondiera.

Las visitas de la tía Emilie eran aún más espaciadas. Una vez al año, iba al convento, hablaba con la Madre Superiora y paseaba con Lorraine por los jardines.

Las frases que le dirigía, invariablemente, empezaban así:

«La Madre Superiora me informa que podrías mejorar en…». «La Madre Superiora recomendó que estudiaras…».

Sólo le hablaba de lecciones; todo el tiempo.

Y Lorraine, que esperaba ansiosa las visitas de su tía, se refugiaba en sí con la misma reserva que le permitía esconder sus sentimientos de soledad de las otras alumnas.

Experimentaba un gran vacío al no tener ni padres ni hogar, ni nadie a quien le preocupara si se sentía feliz o desdichada.

No siempre se dejaba abatir por la soledad, ya que era una niña juiciosa y alegre por naturaleza. Pero siempre se había sentido un poco apartada de los demás, pues no tenía experiencias que contar. Su mundo estaba circundado por las murallas grises del convento.

Afortunadamente, podía dedicar su tiempo libre a la lectura. No sabía lo que hubiera sido de ella al correr de los años de no haber contado con los libros que le prestaba el Padre Vincent.

El padre Vincent era su confesor y comprendía las inquietudes que se ocultaban detrás de los sinceros ojos de Lorraine, adivinando que tenía un cerebro excepcionalmente claro y activo, superior al de otras jóvenes de su edad.

Los libros que le prestaba a Lorraine no eran quizá los que la Madre Superiora hubiera escogido para una joven, pero el Padre Vincent le había asegurado que consideraba esencial para el desarrollo y bienestar de la muchacha permitir que ella pudiera escoger entre los volúmenes de su extensa biblioteca.

La Madre Superiora había comprendido.

—Lorraine es una joven muy dulce —le había dicho al Padre Vincent—. Tengo la esperanza de que demuestre vocación para la vida religiosa porque no tiene un hogar y me preocupa lo que será de ella cuando deje el convento.

—No trate de persuadirla para que haga sus votos —había aconsejado el Padre Vincent—. Ella es una de esas personas que necesita las lecciones que sólo el mundo exterior puede proporcionarle. Sólo podemos enseñarle la moral y los ideales que le ayudarán a diferenciar el oro de la escoria.

Y Lorraine, al disfrutar del privilegio de escoger los libros que deseaba, leyó una extraña variedad de ellos: libros de religión, de viajes, de filosofía y otros que, aunque románticos, significaban los más grandes logros de la literatura francesa.

Pero, entre todos los libros que llenaban desde el piso hasta el techo los estantes del Padre Vincent, prefería la literatura inglesa.

Nada, sin embargo, podía compensar la falta de padres y de hogar, y cuando supo que dejaría el convento para vivir con la tía Emilie, sintió una gran alegría.

¡Por fin sería como las otras jóvenes! ¡Al fin sería amada y tendría a alguien a quien amar!

Pero nada ocurrió como ella lo soñó, pues cuando llegó a la casa de Emilie en París, pensando que ése sería su futuro hogar, supo, en la mañana, que el destino tenía otros planes para ella. Había cambiado los muros del convento y el afecto de las monjas por un cuarto de hotel y el variable carácter de su tía.

Ella no la quería, estaba segura y ni siquiera sabía si le caía bien.

Lorraine abrió un cajón de su tocador. En un estuche de cuero azul forrado de terciopelo estaban las perlas que habían pertenecido a su madre. Las tomó entre sus manos y las acarició, sintiéndolas tibias bajo su piel.

¡Habían pertenecido a su madre! Lorraine las apretó contra sus mejillas. ¡Si pudieran hablar! Si pudieran decirle cómo había sido su madre y cómo la hubiera amado de estar viva. Su tía Emilie le había contado muy poco de ella y todo lo que le decía la desconcertaba.

¿Por qué habría estado su madre en Montecarlo antes que ella naciera? Todas las preguntas conducían inevitablemente a la mayor interrogante: ¿quién era su padre?

En el convento, Lorraine comprendió un día que ella usaba el apellido de su madre, a diferencia de todas las otras niñas, que usaban el de su padre. Y cuando su tía Emilie la visitó de nuevo le había preguntado:

—¿Está muerto mi padre?

—No.

—¿No desea verme… nunca?

—¡No!

—Entonces no me quiere.

—Ése es un asunto que no hay ni que discutirlo. Tu padre no forma parte de tu vida. ¡Olvídalo! Eres la hija de tu madre y es su nombre el que llevas.

—¿Pero porqué yo soy diferente? —había insistido Lorraine—. Las otras niñas usan el nombre de su padre.

—Tu madre quiso que usaras su apellido —había dicho Emilie—. Es el apellido de una distinguida familia inglesa. ¿No es suficiente eso para ti?

Le pregunta había sido tan hostil y amenazadora, que Lorraine estuvo de acuerdo con su tía y no volvió a insistir sobre el tema.

Lorraine deseaba complacer a su tía y trataba de no pensar en su padre; pero, inevitablemente, sus pensamientos volvían hacia él. Existía, y ella era parte de él, aunque su tía lo negara. Vivía en alguna parte del mundo, ¿pero, sabía que ella había crecido y que deseaba desesperadamente conocerlo?

Finalmente, Jeanne entró en su dormitorio.

—Vine a prepararle su vestido para esta noche. Su tía quiere que se ponga el de satén.

Al escuchar la voz de Jeanne, Lorraine se apartó de la ventana, desde donde había estado observando las estrellas.

Pero apenas pudo contener una exclamación al ver el pálido rostro de la doncella, cuyos labios estaban completamente descoloridos.

—¿Jeanne, qué te pasa? Parece como si fueras a desmayarte. Siéntate y descansa. Yo buscaré mi vestido.

—No, yo lo haré —dijo Jeanne, pero Lorraine la oyó murmurar mientras buscaba el vestido—: «Perdona nuestros pecados»…

—¿Qué dijiste? —preguntó Lorraine pensando que había oído mal.

—Nada, no dije nada —replicó Jeanne, pero Lorraine la oyó decir en voz baja—: Líbranos, Señor, de todo mal…

¿Qué había ocurrido? ¿Por qué Jeanne estaba rezando?

Obedeciendo a un impulso, se acercó a ella, rodeándola con sus brazos.

—Estás cansada, Jeanne, o enferma. Ve a recostarte en tu cama. Yo puedo vestirme sola y ayudar a tía Emilie.

—No, mademoiselle. Madame no desea que se la moleste hasta la hora de la cena. No vaya a verla.

—Está bien —asintió Lorraine—, pero siéntate Jeanne, por favor.

Para su sorpresa, Jeanne se deshizo de los brazos que la sujetaban.

—No me toque, mademoiselle, y déjeme hacer mi trabajo, tengo muchas cosas que hacer. Cordero de Dios, que quitas los pecados del mundo, ten piedad de nosotros.

Puso sobre la cama el vestido que debía usar Lorraine esa noche y salió del dormitorio, murmurando una plegaria.

Lorraine se sintió aliviada al ver que su tía se mostraba imperturbable cuando se reunieron en el saloncito antes de cenar. Su apariencia era regia con su vestido de brocado color azul zafiro. Llevaba la cabeza levantada y una leve sonrisa asomaba a sus labios. Lorraine advirtió en sus ojos un brillo desacostumbrado y, en su voz, un tono triunfal. Aquello que había descontrolado a Jeanne causó, aparentemente, un efecto opuesto en su tía.

—Arregla el saloncito, Jeanne —le ordenó Emilie—, y déjame un poco de vino para que tome a mi regreso. Y acuérdate de remendar el vestido que usé esta tarde. Se debe haber enganchado en una rama. Es sólo una pequeña marca junto al dobladillo, pero debe ser arreglada de inmediato.

Jeanne, parecía a punto de derrumbarse, pero acertó a responder con voz débil:

—Sí, Madame… lo haré enseguida, Madame.

Sus labios continuaron moviéndose y Lorraine comprendió que de nuevo estaba rezando.

Lorraine bajó con su tía al comedor y ambas hicieron su tardía, pero impresionante entrada de todas las noches. Todos los presentes dejaron de comer y de conversar para mirarlas y la joven deseó una vez más que la tierra se abriera y se la tragara antes que soportar la mirada escrutiñadora de cientos de ojos curiosos y saberse criticada.

Al llegar al santuario de su mesa, Lorraine se sintió aliviada de que hubiera terminado la penosa experiencia y comió con buen apetito todos los platos que le sugirió el camarero.

La tía Emilie, sin embargo, comió muy poco. Probó la sopa y el pescado y dejó que retiraran los otros guisos casi sin tocarlos, pero habló incansablemente, comentando acerca de la gente que estaba a su alrededor en una forma tan desfavorable y en voz tan alta, que Lorraine temió que la hubieran escuchado.

Fue un alivio que la cena terminara y pudieran ir al casino, aunque esa noche Emilie se encontraba de un humor extravagante. Cambió cuatro billetes de alta denominación por piezas de oro y Lorraine tuvo que ayudarla a cargarlas.

—¿Vas a jugar más que de costumbre, tía Emilie? —preguntó Lorraine.

—Puedo darme ese lujo, sí. Esta noche puedo hacerlo.

Como siempre, Lorraine se quedó de pie detrás de la silla de su tía para observarla jugar. Al principio, le divertía observar el juego, pero últimamente se estaba cansando de su papel de espectadora.

Sus ojos recorrieron el recinto, observando a los recién llegados mientras se mezclaban con la multitud.

Quiso aparentar que no estaba buscando a nadie en especial con la vista, pero en el fondo de su corazón sabía que estaba esperando el momento de ver aparecer a Sir Robert.

Esa noche no había cenado en el Hotel de París y sintió un miedo terrible de que sus vacaciones hubieran terminado y hubiera regresado a su hogar.

¿Y si no volvía a verlo nunca más? Al hacerse esa pregunta la invadió un sentimiento de soledad como jamás había experimentado antes. No comprendía sus temores. Sólo sabía que tenía miedo.

De pronto, Sir Robert entró en el salón y Lorraine sintió una sensación de alivio tan abrumadora que se sintió desfallecer. Lady Violet estaba con él y ambos tenían una expresión seria como si hubieran discutido.

Sir Robert fue hasta la mesa más cercana y empezó a jugar Lorraine lo observaba, esperando tal vez que levantara la vista y brillara en sus ojos una chispa de complicidad y en sus labios una débil sonrisa.

Pero esta noche estaba concentrado en el juego. Sin embargo, no le importaba que no la mirara, mientras él estuviera allí.

La voz de su tía interrumpió sus pensamientos.

—Lorraine, ¿en qué estás pensando? Te he hablado dos veces y no me has escuchado.

—Lo siento, tía —se disculpó Lorraine.

—Lleva mi capa al guardarropa. Hace mucho calor aquí.

—Sí, tía Emilie.

—Número quince, rojo e impar —proclamo el croupier.

—¿Ves? He ganado otra vez, ¿te das cuenta, Lorraine? Yo gano al final.

Emilie rió, y como reía raras veces, Lorraine sintió que había algo de siniestro en esa risa.

Tomó la capa de su tía apresuradamente. El guardarropa de las señoras estaba al otro lado del pasillo, junto a la entrada principal, y para llegar allí tuvo que atravesar varias habitaciones. Cuando estuvo junto a las mesas de juego se hizo a un lado al cruzarse con un hombre, pero él le cerró el paso.

—¡Mademoiselle Fantome! —exclamó el hombre—. ¡Qué coincidencia tan afortunada porque deseaba hablarle!

Lorraine reconoció al Rajá de Jehangar. Lo conocía de vista y se había percatado de que, durante la cena, miraba constantemente hacia la mesa que ellas ocupaban. Su tía también lo había observado.

—Allí está el Rajá de Jehangar mirándonos de forma impertinente. Un hombre pequeño y venenoso, pero inmensamente rico. Se pasa siete meses del año en Europa y luego regresa a la India a buscar más dinero para gastar.

—Creo que la dama que lo acompaña es muy bonita.

—¡Dama! —repitió la tía Emilie en tono sarcástico.

Al mirar el rostro oscuro del Rajá, que hacía destacar sus blancos dientes, Lorraine pensó que la descripción que su tía había hecho de él estaba justificada.

Trató de evitarlo diciéndole:

—Discúlpeme, su alteza, pero tengo que hacer un encargo de mi tía.

—Eso puede esperar por unos momentos —dijo el Rajá—. Lo que tengo que decirle es de suma importancia para usted.

—¿Para mí? —preguntó Lorraine sorprendida—. ¿Qué puede ser?

—Venga conmigo —dijo el Rajá en tono autoritario—. Aquí podemos hablar.

La condujo hasta la desierta sala de conciertos. Las puertas que daban a la terraza estaban abiertas y el Rajá, seguido por Lorraine salió por una de ellas, deteniéndose en la terraza.

—Mi tía estará esperando mi regreso —observó Lorraine con nerviosismo. Había algo en el Rajá que la disgustaba. Muchas veces se había preguntado por qué la atractiva rubia que lo acompañaba siempre no podía encontrar otro acompañante mejor.

—No la detendré más que unos minutos.

—¿De qué desea hablarme?

—Es usted muy franca, va directo al asunto.

Lorraine pensó que le disgustaba más su rostro cuando sonreía que cuando estaba serio.

—No puedo quedarme aquí, alteza, o mi tía se enfadará conmigo.

—Nadie debe enfadarse nunca con alguien tan adorable como usted, mademoiselle.

Lorraine levantó la cabeza con un gesto altivo, resintiendo el cumplido.

—Pero debo hablar llanamente, al estilo europeo. En mi país no somos tan bruscos. Muy bien, quisiera hablarle acerca de sus perlas.

—¡Mis perlas!

—Sí, veo que las está usando esta noche. Son muy hermosas, pero tal vez demasiado sombrías para alguien tan alegre como usted. Si me lo permite, puedo cambiárselas por diamantes o por cualquier otra piedra preciosa que le guste.

—¿Cambiarlas?

Por un momento, Lorraine se quedó desconcertada, pero entonces comprendió lo que el Rajá le decía.

—¿Quiere decir que quiere adueñarse de mis perlas, comprármelas?

—¡Exactamente! ¡Qué suerte que podamos hablar de una manera tan clara! Sí, mademoiselle, le compraré sus perlas por la suma que mencione, una cantidad razonable, por supuesto, o si lo prefiere, como ya le he dicho, se las cambiaré por un collar de diamantes, zafiros o rubíes.

—Creo que Su Alteza está mal informado. Las perlas que llevo no se venden ni se cambian.

—Por favor, mademoiselle, no tome una decisión precipitada.

El Rajá dio un paso hacia adelante.

—Sus perlas, como ya le he dicho, aunque son muy valiosas no son un adorno apropiado para alguien tan joven y hermosa como usted. Nunca volverá a tener una oferta como ésta. Me he empeñado en obtener sus perlas y estoy dispuesto a pagar más de lo que valen. ¿No le parece divertida la idea?

—Lo siento, Su Alteza, pero nunca podría desprenderme de mis perlas. Y ahora si me permite…

Lorraine se dirigió hacia la puerta, pero el Rajá se situó frente a ella.

—¿Cómo podré convencerla de que yo siempre obtengo lo que quiero? Sería más sensato de su parte, mademoiselle, venderme las perlas ahora al precio que usted indique.

Su tono era amenazante y Lorraine se enfadó de pronto ante tanta impertinencia.

—Déjeme pasar, por favor —dijo en tono frío—. Su Alteza no tiene derecho a retenerme aquí. He contestado su pregunta y rehusado su oferta. No hay nada más que añadir.

—Por el contrario, yo tengo mucho más que agregar. —Replicó el Rajá—. Es usted muy joven, mademoiselle, y los jóvenes son intolerantes e impetuosos. Obtendré las perlas, pero hubiera sido más agradable llegar a un trato amigable.

Lorraine percibió de pronto que aquella voz estaba adoptando un acento hipnótico. Los ojos del Rajá miraban directamente a los suyos y se sintió mareada. Al mismo tiempo, advirtió que la mano de él se extendía hacia su cuello y que pretendía tocar las perlas.

Haciendo un gran esfuerzo, desvió la mirada y, con un repentino movimiento, pasó junto a él entrando en la iluminada sala de conciertos. Fue tan rápida que el Rajá no pudo detenerla.

Estaba libre y corrió tan velozmente como pudo por el corredor, dirigiéndose al guardarropa.

Existía un pasillo entre la puerta exterior y la interior del guardarropa y cuando Lorraine llegó a la segunda puerta corriendo alocadamente, tropezó con otra mujer que salía.

—¡Lo siento! —exclamó la mujer en inglés.

Era la atractiva rubia que había visto en compañía del Rajá.

Por unos momentos, se quedó mirándola, pero luego se dio cuenta de que el tul que adornaba su vestido de satén se había enganchado en una de las mariposas enjoyadas que adornaban el vestido de Stella.

—Lo siento —dijo Lorraine tratando de zafar su vestido de la mariposa—. Fue mi culpa, por entrar tan rápido.

—No importa —respondió Stella—. Parecía que tenía mucha prisa, pensé que tal vez tenía que coger un tren o algo así.

—No, no es un tren lo que me ha hecho correr.

Stella la miró.

—Se ve muy pálida. Algo debe haberla asustado. No se preocupe por esa mariposa; dele un buen tirón. Déjeme probar.

—No, por favor, no se mueva —dijo Lorraine.

Con hábiles dedos, separó el tul de las presillas de metal que sostenían las piezas de cristal con que estaba construida la mariposa.

—Gracias —dijo Stella al liberar su vestido.

—La mariposa pende sólo de un hilo de su vestido.

—Creo que la encargada podrá arreglarlo —replicó Stella, pero no se movió, como si esperase que Lorraine la guiara hasta allí.

Con una tímida sonrisa, Lorraine, en el guardarropa entregó la capa de su tía Emilie. Al volverse, vio que Stella la había seguido y que estaba observando la manga de su vestido.

Era un vestido sorprendente de brilloso satén verde, cubierto de mariposas adornadas con pequeñas joyas que refulgían al caminar, sumamente atractivo pero un tanto recargado.

Los cabellos de Stella, peinados con una profusión de rizos, se adornaban también con una corona de mariposas, y el color de sus mejillas y de sus labios era tan brillante como el bouquet de rosas que llevaba en la mano. Lorraine percibió la afabilidad de su sonrisa y la dulzura de sus ojos azules. Stella se miró al espejo y, sujetando la mariposa, le dio un ligero tirón. El hilo que la sujetaba se rompió y se quedó con ella en las manos.

—Ya está descosida —dijo.

—Deberá colocarse en su lugar, porque me temo que el satén está un poco roto —replicó Lorraine—. Le ruego que me perdone por mi torpeza.

—No es necesario que se disculpe —repuso Stella sonriendo—. No me importa, se lo aseguro. La verdad es que no me gusta mucho este vestido, pero es tan caro que Crissie… mi hermana, quiso que me lo comprara.

A Lorraine le pareció que aquélla era una razón muy extraña para comprar un vestido y no supo qué contestar. Después de un momento Stella le dijo en voz baja:

—Debe regresar, mademoiselle, no debe quedarse aquí hablando conmigo.

Al principio, Lorraine no comprendió el significado de esas palabras, hasta que la situación se hizo clara en su cerebro. Nunca había considerado a la bella mujer que acompañaba al Rajá como una mala mujer, pero ahora lo entendía todo.

Pero también sabía que esta inglesa no hablaba francés y que ésa era una de las razones por las que no había pedido que le cosieran la mariposa. Lorraine le sonrió con dulzura.

—Gracias, pero primero tengo que reparar el daño que le hice a su vestido. Le pediré a la asistente que vuelva a pegar la mariposa.

—Se lo agradecería mucho —le dijo—. No puedo hablar su lengua y ya bastante trabajo tengo todas las noches para recoger mi capa.

Lorraine se volvió hacia la asistente.

—Por favor traiga una aguja e hilo —dijo en francés—. Mademoiselle se ha roto su vestido y necesita una compostura.

—Por supuesto, mademoiselle, enseguida.

—Es usted muy amable —le dijo Stella.

—Es muy poco comparado con lo que le hice a su vestido.

La asistente llegó con el hilo y la aguja y empezó a reparar el vestido, pero Stella le prestó muy poca atención.

Estaba observando a Lorraine y, por la expresión de su rostro, era fácil comprender que deseaba decir algo, pero no se decidía a hacerlo. Por fin, las palabras brotaron de sus labios.

—Miré, quiero darle un consejo. Si alguien quiere comprarle sus perlas, dígale que no.

Lorraine la miró asombrada, pero entonces comprendió que el Rajá las quería para regalárselas a ella.

—No se venden —declaro con voz calmada—, porque pertenecieron a mi madre.

—Pensé que debía ser algo de eso, pero recuerde lo que le digo. Si alguien le pide que se deshaga de ellas, dígale que no.

—Gracias por el consejo. Es usted muy amable al dármelo.

—¿Amable? —preguntó Stella riendo—. La amabilidad es suya por estar hablando con alguien como yo. Si alguien nos ve, le causará problemas.

—La gente tiene a veces ideas extrañas. No veo nada de particular en estar hablando con usted.

—Mucha gente estaría dispuesta a decirle lo malo que es. Ése es el problema, uno nunca sabe si hace bien o si hace mal. Al menos, yo nunca lo sé.

—Parece como si algo la preocupara —comentó de pronto Lorraine.

—Es curioso que me diga usted eso —exclamó Stella—, porque es la verdad. Aunque parezca mentira, lo que me preocupa es una verdadera mezcla del bien con el mal.

—Tal vez alguien pueda ayudarla —le dijo Lorraine—. Cuando he tenido duda sobre algo muy importante, siempre he encontrado consuelo al acudir a alguien que sabe todas las respuestas.

No se atrevió a sugerir que consultara con un sacerdote, porque recordó que la mayoría de los ingleses no eran católicos.

Stella parecía estar meditando sobre esas palabras y como en aquel momento la mujer terminó de coser la brillante mariposa, le dio un franco.

—Merci, mademoiselle, Merci —le dijo la mujer, regresando a su silla en el guardarropa.

Lorraine recordó que debía regresar al lado de su tía Emilie. Le sería muy difícil explicar por qué se había tardado tanto, pero un sentimiento inexplicable la hacía permanecer allí. Intuía que Stella deseaba confiar en ella. Tenía una expresión preocupada y sus ojos maquillados clamaban ayuda.

Por fin Stella pareció decidirse.

—Mire —le dijo—. Usted me inspira confianza y me hace sentir que puede resolverme mi problema. Suponga que tiene usted la oportunidad de desechar algo que está mal y hacer algo que está bien, pero al hacer lo correcto lastimaría a alguien. Lo heriría de verdad… alguien que la quiere y que usted también quiere. ¿Cuál sería lo malo y cuál lo bueno?

—Ésa no es una decisión difícil. Hacer a un lado lo que está mal es siempre lo correcto, por duro que parezca y por muchas dificultades, que existan —suspiró Lorraine y luego añadió—: uno debe tratar de no herir a las demás personas, debe tratarlas con la mayor consideración, pero hay algo más importante que los sentimientos de los demás, por muy queridos que nos sean.

Lorraine aspiró profundamente y prosiguió diciendo:

—Al hacer lo que es correcto, estamos cumpliendo la voluntad de Dios, y eso es lo más importante. Debemos hacer lo correcto, por alto que sea el precio que haya que pagar, con nuestro sacrificio, o el de otras personas.

Stella echó hacia atrás la cabeza y su actitud reveló que se había quitado un gran peso de encima.

Con voz tranquila dijo:

—Gracias, sabía que podía ayudarme. ¡Usted es una buena mujer!