Capítulo 1
Se escucharon los pasos que cruzaban el descanso de la escalera, el tintinear de la bandeja del desayuno al ser colocada sobre una mesa, una leve tos y, por último, un ligero toque en la puerta del dormitorio.
Sin esperar respuesta, Jeanne entró y descorrió las cortinas y Emilie, al contemplar la voluminosa figura de la doncella se preguntó desde hacía cuántos años la despertaban aquellos sonidos tan familiares. No perturbaba su sueño el ruido de la puerta al abrirse, sino los preparativos previos.
Se preguntó si hacía dieciocho años que Jeanne estaba a su servicio y recordó que eran diecinueve, y que ambas se conocían desde su niñez.
Por la ventana, bajo el nebuloso cielo de un día invernal, se destacaban, húmedos y grises, los techos de París, a través de los cuales trataba inútilmente de brillar el sol.
Emilie se sentó en la cama con un movimiento rápido.
Estaba despierta desde hacía mucho rato. Apenas había dormido una o dos horas en toda la noche y, al mirar su imagen reflejada en el espejo del tocador frente a su cama, comprendió que las horas de vigilia habían cobrado su precio.
Esta mañana se veía vieja y poco atractiva, aunque tal vez el color de su cabello contribuyera a causar esa impresión. Pero ahora no tenía tiempo de pensar en ella. Otras cosas más importantes reclamaban su atención.
Se puso una bata de lana gruesa y acomodó las almohadas mientras esperaba que Jeanne asentara la bandeja.
Ésta empleó varios minutos en hacerlo: movió primero la cafetera un poco a la izquierda, el plato y la taza a la derecha y luego concentró su atención en la cuchara.
Pero no podía engañar a Emilie. Sabía muy bien que Jeanne estaba esperando a que ella le hablara y, como le disgustaba que la doncella anticipara sus decisiones, le dijo en tono cortante:
—Cierra la puerta, Jeanne.
—Oui, Madame, iba a hacerlo en este instante.
—Entonces apresúrate y siéntate mientras te hablo, porque tienes que escuchar con atención. Tenemos muchas cosas que hacer.
Jeanne cruzó la habitación caminando con dificultad, como si tuviera las piernas rígidas y le dolieran los pies.
Era de huesos grandes y se movía con los lentos movimientos que caracterizaban a los campesinos de los estados del norte. Tenía el cabello gris; pero, extrañamente, su rostro no estaba arrugado y sus ojos, tan brillantes como los de un niño, le permitían, a los sesenta años, ejecutar el bordado más fino y delicado.
Jeanne, cerró la puerta y regresó junto a la cama. Se sentó en una silla dura, con las estropeadas manos entrelazadas sobre el regazo.
Al mirarla por encima del borde de su taza, Emilie pensó que Jeanne parecía un escolar esperando que su maestra le hablara y le disgustó esa impresión.
Jeanne era su amiga y confidente y, sin embargo, a veces asumía deliberadamente, la servil actitud de la más humilde sirvienta.
Con ello quería dar a entender, como ahora, que estaba disgustada o resentida por algo.
¡Así que ya lo sabía! Todo el trabajo que Emilie se había tomado la noche anterior para moverse en silencio a fin de no despertarla, había sido en vano y ahora Jeanne estaba ofendida porque no la habían informado de lo sucedido.
Emilie asentó su taza de café sobre el plato.
—Jeanne, anoche ocurrió algo —le dijo—. Llegó una visita.
—¿De veras, Madame?
El tono de Jeanne no denotaba sorpresa. Emilie rió sin pensar.
—¡Deja de hacerte la ofendida, Jeanne! Sabes tan bien como yo que alguien vino ayer inesperadamente. No esperaba que esta chica llegara, por lo menos, hasta dentro de tres semanas, y antes de eso pensaba contártelo todo. Ella me dijo que me había escrito hacía cuatro días, pero como el correo es tan desastroso no recibí su carta.
Emilie, después de una pausa, añadió:
—¡Imagínate, Jeanne! La pobre llegó sola a la estación y no había nadie para recibirla. Apenas tenía dinero para tomar un carruaje.
—Entonces es mademoiselle quien llegó —dijo Jeanne con acritud.
Emilie sonreía de buen humor.
—Sabes muy bien que es mademoiselle e; porque, si todavía no has inspeccionado el equipaje que está en el pasillo, debes haber mirado a hurtadillas en el cuarto de huéspedes para ver quién estaba allí. Supongo que todavía estará durmiendo.
Jeanne hizo a un lado su orgullo.
—Oui, oui, Madame. Está durmiendo como un ángel caído del cielo. Cuando la vi, casi se me detuvo el corazón.
—Es muy hermosa —convino Emilie—. Siempre pensé que lo sería, pero en este último año ha cambiado mucho. ¡Tiene dieciocho años! ¿Tú crees Jeanne, que haya pasado todo ese tiempo desde la muerte de Alice?
La voz de Emilie se volvió amarga. Apretó los labios y entrecerró los ojos y, con un gesto brusco, hizo a un lado la bandeja con el desayuno y prosiguió, alzando la voz:
—Presta atención, Jeanne, porque tenemos que hacer muchas cosas desde este momento.
—La escucho, Madame.
La voz de Jeanne era calmada, pero sus ojos escrutaban el rostro de Emilie. Estudiaba cada cambio de expresión, cada destello de sus ojos oscuros, cada gesto, de los duros y delgados labios.
A veces, Emilie Bleuet se veía muy atractiva, pero ésta no era una de esas ocasiones. La luz del día revelaba, inmisericorde, cada arruga de su delgado rostro.
Pero no había nada extraño en esto. Jeanne estaba acostumbrada a los cambios de aspecto de Emilie, pues la edad de ambas no era un secreto entre ellas.
Emilie, que tenía cincuenta y nueve años, edad a la cual ninguna mujer puede aspirar a que el paso del tiempo no haya dejado su huella, era un año menor que Jeanne, quien había nacido en 1814.
Jeanne nunca había visto a Emilie tan excitada; la dominaba una tensión interior que prestaba nuevo brillo a sus ojos y alteraba su forma de hablar.
Sólo en momentos de tensión y de completo abandono, Emilie hablaba con su acento nativo. Su francés era parisiense, cuidadoso, formal, pronunciado con calculada frialdad.
Pero esta mañana, su voz parecía el eco de la de Jeanne y cualquiera que las hubiera escuchado sabría que las dos procedían de las costas de Britania. Emilie lanzó un largo suspiro y empezó a decir:
—Pensaba contarte todo esto en unos días más. Esperaba que mi sobrina llegara a fin de mes. Quedé sorprendida cuando la vi llegar anoche. Me dijo que la Reverenda Madre del convento murió y las monjas decidieron mandar a las alumnas a sus casas tres semanas antes de lo planeado.
Emilie hizo una pausa, retorciéndose los dedos, y mirando a Jeanne dijo casi en un susurro:
—Hoy, Jeanne, empieza una nueva vida para nosotras. El pasado ha muerto.
—¡Una nueva vida, Madame! —repitió Jeanne—. Pero ¿qué quiere decir con eso?
—Lo que he dicho —replicó Emilie en su tono de voz normal—. Esto no es sólo una expresión, Jeanne, es un hecho. Anteayer vendí el negocio.
—¡Madame!
El asombro de Jeanne era genuino.
—Sí, y lo vendí bien. Creo que nadie pudiera haberlo hecho mejor. Pero, a partir de hoy, el número cinco de la Rue de Roi ha cesado de existir, en lo que a nosotras concierne. Puedo decir que nunca existió. Y Madame Bleuet también está muerta.
—¿Es por eso que se cambió el color del cabello, Madame?
—Exactamente —asintió Emilie mirando su imagen en el espejo—. Mi cabello es gris, el color que ha decretado la naturaleza. Me hace verme de más edad, pero ahora no hay motivos para tener que aparecer joven y atractiva. En este momento planeo algo muy diferente: seré una condesa, Jeanne. Madame la Comtesse. Suena bien, ¿no te parece? Eso es lo que pretendo ser desde hoy y no debes olvidarlo.
—¡Dios mío! Pero Madame, ¿cómo lo hará? Quiero decir…
—Escucha, Jeanne, y no me interrumpas. Tenemos muy poco tiempo. Dentro de un rato, mademoiselle se despertará y debemos estar de acuerdo con la historia que le vamos a contar. Yo soy Madame la Comtesse. Me casé y ahora soy una viuda.
Emilie suspiró antes de añadir:
—Debes recordar, Jeanne, que mademoiselle nunca supo de la existencia de monsieur Bleuet. Nunca le hablé de él. Cuando yo visitaba el convento, lo hacía bajo el nombre de mademoiselle Riguad. Ahora me alegro de haber sido tan cuidadosa.
Al ver la sorpresa que reflejaba el rostro de Jeanne, añadió:
—Por lo que concierne a ti, hace unos días, al pasar por la Rue de Madeleine, vi unas maletas en la vidriera de una tienda muy modesta que vende artículos estropeados de los grandes almacenes, o de segunda mano. Tienen unas maletas de cuero de muy buena calidad, adornadas con una corona. Ve a comprármelas. Servirán para reforzar nuestra historia.
—¿Maletas, Madame? ¿Piensa salir de viaje?
—Sí, Jeanne, me iré de aquí y tú vendrás con nosotras, con mademoiselle y conmigo. Te dije que el pasado estaba muerto y que el futuro empieza para nosotras.
—¿Pero adónde iremos, Madame? ¿Y por qué todos esos embustes?
—No te contaré todos mis secretos, Jeanne. Nunca lo he hecho, ¿verdad? Prefiero trabajar sola; es mejor así. No puedo culpar a nadie más que a mí misma si algo sale mal, pero esta vez todo saldrá a pedir de boca; tendré éxito. Durante dieciocho años he trabajado muy duro. ¡Y todo lo hice esperando este momento!
Pronunció estas palabras en tono enérgico, pero después, con un súbito cambio de expresión, le tendió los brazos a Jeanne.
—No estés tan intrigada, Jeanne. Sólo tienes que confiar en mí. Apresúrate y ve a comprar el equipaje porque lo necesitaremos. También tendremos que ocuparnos de mi vestuario; la mayoría de mis vestidos son inservibles ahora.
—¿Inservibles? —repitió Jeanne, más sorprendida que nunca.
—¡Por supuesto! ¡Ya no me servirán! Soy una aristócrata, Jeanne, una dama. Abre la puerta del guardarropa y dime cuáles de los vestidos que están colgados ahí serían apropiados para mí ahora.
Jeanne obedeció como hipnotizada y abrió el gran guardarropa de caoba que ocupaba toda una pared del dormitorio.
Había allí infinidad de vestidos y, al abrir la puerta, la corriente de aire agitó las cintas y los volantes que los adornaban.
—Puedes venderlos —dijo Emilie desde la cama—. No obtendremos mucho por ellos, pero la viuda Wyatt, en el mercado, aunque es una tramposa, te dará mejor precio que nadie. Dile lo que costaron y regatea con ella. Está el vestido de terciopelo verde, que sólo tiene tres meses, y el de satén que estrené antes de Navidad.
—¡Pero Madame, ése sólo lo ha usado tres veces!
Al decir esto, Jeanne descolgó el vestido con manos amorosas. Era de satén con vuelos de crepé, adornado con lazos de terciopelo y el corpiño y las estrechas mangas estaban llenos de pedrería.
Era evidente que se trataba de un vestido caro, pero bajo la luz de la mañana, se veía extravagante.
—Llévatelo, Jeanne —ordenó Emilie—. Ahora comprendo cómo debo haberme visto con él.
Obedientemente, Jeanne colgó el vestido y cerró la puerta del guardarropa.
—Y si los vendemos todos, ¿qué usará Madame? —preguntó.
—Ropa nueva. Vestidos de día y para la noche, que tendré que mandarme a hacer enseguida. Y mademoiselle también necesitará trajes nuevos. Tienes que ir de inmediato a buscar a Madame Guibout. Dile que es muy urgente y que le haremos un pedido de bastante importancia.
—¡Madame Guibout! Pero ella cobra muy caro.
—Lo sé perfectamente, Jeanne. Éstos no son momentos para reparar en dinero. Como te dije antes, empezaremos una nueva vida.
Al pronunciar estas palabras en tono triunfal, se escucharon unos golpecitos en la puerta.
Con un esfuerzo, Emilie dijo:
—Adelante.
La puerta se abrió y Lorraine entró en la habitación.
Todavía vestía la ropa de dormir: una bata larga de batista blanca que las monjas cosían para sus alumnas y, en los hombros, un chal del mismo color. Entró muy despacio en la habitación, sonriente, brillantes los ojos y, al dirigirse hacia la cama de su tía, la luz del sol se posó sobre sus cabellos, convirtiéndolos en una llamarada de oro puro que iluminó la habitación con sus destellos.
Llevaba el pelo partido en el centro y dos gruesas trenzas caían sobre su pecho hasta las rodillas.
Era el color de cabello que acompaña a los ojos azules y la blanca tez de tantos ingleses.
Pero, sorprendentemente, los ojos de Lorraine no eran azules. Eran oscuros, adornados con unas pestañas negras que le conferían un aire extraño y misterioso.
Al contemplarla, Emilie se preguntó cómo pudo dudar que se pareciera a su madre. Un leve gesto, esa espontánea sonrisa: era Alice, y no Lorraine, la que estaba al pie de su cama, mirándola con una expresión de inconfundible felicidad.
Pero los ojos de Alice eran azules y no cabía duda de su condición de inglesa y aristócrata. Sin embargo, Emilie tuvo que reconocer que la belleza de Lorraine era más sorprendente.
Había algo en ella que no era inglés, algo intrigante escondido en esos ojos oscuros. Sin embargo, no había posibilidad de error: Lorraine era una dama, como lo había sido su madre y, desde el altivo porte de su graciosa cabeza, hasta la punta de sus pequeños pies, era una aristócrata.
La forma como se movía, sus largos y delgados dedos y la pequeña y recta nariz, proclamaban su sangre azul como si llevara un título en las manos.
Emilie suspiró y le tendió la mano y Lorraine fue corriendo hacia ella.
—Buenos días, tía Emilie —dijo—. Perdóname por haber dormido hasta tarde, pero estaba tan cansada anoche, que no me acordaba de nada hasta que me desperté hace unos momentos y me pregunté dónde estaba.
El francés de Lorraine era puro y perfecto.
—Quise dejarte dormir cuanto quisieras, querida —replicó Emilie—. Y ahora, Jeanne te traerá tu desayuno. ¿Te acuerdas de ella?
Con alada gracia, Lorraine cruzó la habitación tendiéndole los brazos a Jeanne.
—Por supuesto que me acuerdo de ti. Recuerdo los bombones que me dabas cuando me cepillabas el cabello. Cuando entré en el convento te extrañé muchísimo. Tenía que cepillarme yo misma el pelo y lo odiaba por estar tan largo. ¡Cómo deseaba cortármelo!
—¡No, mademoiselle, hubiera sido un crimen! —Exclamò Jeanne—. ¡Y pensar que después de doce años todavía se acuerda de mí! Pero siempre fue la niña más dulce de toda Britania.
—También extrañé a Britania —dijo Lorraine en voz baja y volviéndose a su tía, añadió:
—¡Oh, tía Emilie! Estoy tan emocionada de estar aquí. La casa es encantadora. ¿Por qué nunca me dejaste que te visitara?
—Es una historia muy larga, Lorraine. Y hay otras cosas más importantes de las que deseo hablarte en estos momentos. Jeanne te traerá aquí tu desayuno y podremos hablar mientras comes.
—¡Oh, qué bueno! —exclamó Lorraine mientras Jeanne salía de la habitación—. Me alegro de que podamos hablar. ¡Hay tantas cosas que deseo saber! No es que me esté quejando, no debes pensar eso; era feliz en el convento, pero a veces me sentía sola. Todas las otras niñas tenían familia, y muchos parientes. Yo sólo te tenía a ti. Siempre has sido muy bondadosa conmigo, pero te veía muy poco y me sentía diferente de las demás por no tener un hogar donde pasar las vacaciones.
—Lo comprendo —replicó Emilie—, pero habían muchos motivos por los que no podía tenerte conmigo. Sin embargo, ahora las cosas han cambiado y podremos estar juntas.
—Eso es maravilloso, tía Emilie. ¡Si supieras lo feliz que me haces! A veces tenía miedo, un miedo terrible, de que nunca fueras a buscarme y de que tuviera que permanecer en el convento para siempre y convertirme en monja.
—¿No te hubiera gustado? —preguntó Emilie con curiosidad. Lorraine negó con la cabeza.
—En el fondo, comprendía que no tenía vocación. Amaba a las monjas. Rezaba para que Dios me concediera ser tan buena como ellas, pero presentía que no iba a estar mucho tiempo allí. Deseaba conocer el mundo exterior. Tal vez me consideres una tonta; pero, a veces, unas voces en mi interior me decían que, al menos debía vivir más plenamente y disfrutar del mundo antes de dedicarme sin reservas al servicio de Dios.
El tono de voz de Lorraine era suave y místico.
Emilie la contemplaba, comprendiendo el sentido de sus palabras y aquilatando la casi magnética calidad de su voz.
—Tenías razón en pensar así —convino Emilie después de un momento—. Eres joven, Lorraine, y sería una lástima encerrar a alguien tan joven y tan bonita en un convento.
—¿Bonita yo? —preguntó Lorraine—. ¡Oh, tía Emilie! ¿Lo crees de verdad? Esperaba que fuera así, pero no estaba segura. ¡Me veía tan diferente de las otras jóvenes!
—¿No te dijo nadie que eras bonita?
Dos hoyuelos aparecieron en las mejillas de Lorraine.
—A veces. Pero en ocasiones se burlaban de mí por tener el cabello tan claro. Era la única chica inglesa del convento y la única que no era morena.
—¡La única niña inglesa! —repitió Emilie—. Sí, Lorraine; eres inglesa porque tu madre lo era.
—¿Y mi padre?
Lorraine hizo la pregunta impulsivamente; pero, al ver asomar una sombra al rostro de Emilie, su expresión cambió.
La sonriente y benevolente tía pareció desvanecerse y una mujer de rostro contorsionado tomó su lugar.
Lorraine reconoció el odio, quizá por primera vez, en los labios apretados, los ojos entrecerrados y la dureza del rostro de Emilie.
Se sobrecogió, pero cuando Emilie advirtió su temor, suavizó su expresión.
—No hablaremos de tu padre —dijo—. Ahora no. Algún día te contaré de él; pero, por el momento, hay otras cosas más importantes que hacer. Vas a vivir a mi lado, Lorraine, y estoy contenta de que así sea, pero hay algo que deseo poner bien en claro desde el principio: espero absoluta obediencia de tu parte, aunque no entiendas el motivo de mis órdenes, de ahora en adelante. ¿Está claro?
El tono de Emilie era duro y, una vez más, Lorraine empezó a sentir una inquietud que desechó rápidamente.
—Por supuesto, tía Emilie. No deseo otra cosa.
—Muy bien. Entonces te diré lo que haremos. Hoy, compraremos tu vestuario.
—¡Oh, gracias, tía Emilie! Si supieras cuánto he deseado…
—Déjame continuar —la interrumpió, Emilie—. Tengo otras cosas que decirte.
—Sí, tía Emilie.
—Desde que te fuiste al convento, hace doce años, nos hemos visto durante poco tiempo. No sé si recuerdas algo de tu niñez y de la historia de tu familia: tu abuelo era el Honorable John Wytham, el hijo más joven de Lord Wytham, un noble inglés. Yo era su hija mayor, pero él nunca se casó con mi madre, que era francesa.
Emilie se quedó pensativa un momento y después continuó diciendo:
—Tu verdadera abuela era una inglesa que pertenecía a una distinguida familia. Ella murió cuando tu madre tenía cinco años, dejándola al cuidado de sus padres, Sir Hereward y Lady Burghfield. Sus parientes trataban con mucha dureza a tu madre, y cuando tu abuelo lo descubrió la trajo a Britania dejándola al cuidado de mi madre… y del mío.
Con un expresivo gesto, Emilie añadió:
—Tu abuelo no era un hombre rico y era muy extravagante en sus gastos. Fui yo quien te mantuvo durante los doce años que te educaste en el convento, quien te compró ropa, y quien pagó tus lecciones de música, inglés y alemán; lo mismo que las de baile, deportes y oratoria.
—No lo sabía. Gracias, tía Emilie.
—No deseo que me lo agradezcas. Te lo digo sólo para que entiendas tu posición. Tus parientes de Inglaterra no hicieron el menor esfuerzo para buscar a tu madre, y como tu abuelo casi no se comunicaba con Inglaterra durante los últimos años de su vida, dudo mucho que conozcan tu existencia. Por lo consiguiente, yo soy tu único pariente; toda tu familia.
—Sí, tía Emilie.
Lorraine se sintió perturbada al oír hablar a su tía con una voz tan dura, casi agresiva.
—Creo que eso es suficiente para que nos comprendamos —prosiguió Emilie—. Pero tengo algo más que decirte: me casé con un conde, quien murió ya, por lo que ahora soy Madame la Comtesse. No usaré mi título en el sitio a donde iremos. Me haré llamar de otro modo, para pasar de incógnita, por razones personales:
—¿Nos iremos de aquí? —preguntó Lorraine—. ¿A dónde?
—Te lo diré a su debido tiempo —replicó Emilie—. Partiremos en un largo viaje que he estado planeando durante muchos años.
—¿Planeaste viajar… conmigo?
—Sí. No hablaremos más de este asunto hasta que estemos listas para partir, pero hay algo que debes recordar: no discutirás mis asuntos ni los tuyos con nadie.
—¿Y si la gente me pregunta quién soy? ¿Qué debo decirles? ¿Yo también usaré otro nombre?
—Por supuesto. No deberás decirle a nadie que tu nombre es Wytham. ¿Está claro? Esa palabra no deberá asomar nunca a tus labios. Yo seré… Madame… ¡sí, Madame Secret! Es un nombre apropiado. La curiosidad de la gente, sus preguntas, convendrán a mis intereses y también deseo que murmuren, como sin duda lo harán.
—Pero, tía Emilie, no te entiendo.
—No importa que me entiendas o no. Como ya te dije, Lorraine, debes obedecerme. También, deberás confiar en mí. Sé qué es lo mejor para ambas. ¿Me comprendes?
—Sí, tía Emilie.
—Entonces estamos de acuerdo. Viajaremos juntas, y mis razones para realizar ese viaje serán por el momento, mi secreto.
Lorraine quería decir algo, pero en ese momento tocaron a la puerta y Jeanne entró en el dormitorio.
—Madame Guibout está aquí, Madame.
—Muy bien —dijo Emilie—. Dile que pase. Lorraine, ve a ponerte tu ropa interior; a fin de que Madame pueda probarte los vestidos.
—Pero mademoiselle tiene que desayunar primero —exclamó Jeanne—. Le serví el desayuno en su habitación hace como veinte minutos.
—¡Qué tonta eres, Jeanne! Quería que mademoiselle desayunara aquí, pero ya no importa. Lo hará en su habitación, mientras se viste; pero, Lorraine, no te tardes demasiado.
—Muy bien, tía Emilie —dijo Lorraine y, saliendo del dormitorio, siguió a Jeanne.
Emilie la miró salir. Al llegar a la puerta, Lorraine se volvió, dirigiéndole a su tía una tímida sonrisa. Emilie pensó que era Alice quien había sonreído.
Emilie se sintió acongojada al recordar el parecido, pero la puerta se cerró y se quedó sola.
—¡Alice!
Murmuró su nombre. Parecía que apenas ayer hubiera contemplado esa dulce sonrisa. ¡Qué hermosa y qué adorable había sido y cuánto había significado para Emilie el cariño que siempre le tuvo!
Podía ver a Alice cuando John Wytham la trajo de Inglaterra a la edad de diez años: una niña delgada y asustada, cuyos ojos azules, llenos de lágrimas, se veían demasiado grandes para su rostro. Recordaba, también, sus labios que temblaban al escuchar una palabra dura.
Emilie se acordó de aquella escena: estaba dándole de comer a los pollos cuando llegó su padre. Le parecía verlo aún, conduciendo el carruaje de briosos caballos negros por el camino.
Se había detenido con gran estilo y, dándole las riendas a un mozo, se bajó y le tendió los brazos a una niña sentada junto a él.
Atravesó la puerta del jardín y avanzó por el sendero llevando a Alice en brazos. Alice se aferraba a él, escondiendo la cara contra el cuello de su padre, de modo que lo único que se veía de ella eran sus largos cabellos dorados que caían sobre el traje de terciopelo azul.
John Wytham había saludado a Emilie, su hija mayor, con su brusquedad característica.
—Y bien, Emilie, ¿ya te conseguiste un marido? —le preguntó.
Emilie pudo haberle dado mil respuestas diferentes. Pudo haberle dicho que el hecho de ser la hija ilegítima de un pintor inglés y una campesina francesa, no era una buena recomendación para conseguir esposo.
También pudo contestarle que él debía recordar que una joven francesa, con una dote, tal vez podría encontrar esposo; pero el dinero que él le había dado a su madre durante los últimos diez años apenas habría bastado para mantener a uno solo de los animales de la granja.
Emilie, sin embargo, siempre permanecía muda en presencia de su padre, y sólo pudo contestar:
—N… no, p… padre.
John Wytham le acarició la mejilla y, rindiéndose a su encanto, ella le sonrió.
—¡Y ya tienes más de treinta años! Es hora de que te apures y te busques un amante, antes que sea demasiado tarde. ¿En dónde está tu madre?
—Adentro.
Sin cruzar una palabra más, él había entrado en la casa. Emilie lo siguió hasta la cocina. Su madre estaba preparando la cena y ambos percibieron el delicioso olor que se desprendía de las ollas que estaban sobre la lumbre.
La cara de Marie Riguad estaba roja por la proximidad del fuego y tenía el pelo en desorden, pero su figura era tan esbelta como la de una joven. Al verlos entrar, había exclamado con voz ansiosa:
—¿John?
—Sí, John. ¿No te sorprende verme después de todos estos años?
—Hace sólo cuatro años que estuviste aquí la última vez, y yo sabía que volverías.
—¿Lo sabías, eh? Y tenías razón. Pero he traído a alguien conmigo.
Con mucho cuidado, había sentado a Alice sobre la mesa y ella, emitiendo un murmullo inarticulado, continuó escondiendo la cara contra el rostro de su padre.
—Ésta es Alice —le dijo a Marie.
—Me lo imaginé. Me hablaste de ella la última vez que estuviste aquí. Me dijiste que los padres de tu esposa la estaban cuidando.
—Pero no te dije cómo la trataban mis engreídos suegros. No es de sorprender que la niña haya sido infeliz con ellos, pero jamás lo comprendí hasta que fui a verla hace unos días. Ella, llena de miedo, no me decía nada, pero obligué a su niñera a que me confesara la verdad: me dijo que eran muy autoritarios y que la castigaban continuamente, diciéndole que no la querían y que su padre era un mal hombre.
John Wytham, después de una pausa, había agregado:
—Y les demostré lo malo que era. Los mandé al diablo y me llevé a la niña. Está enferma y se siente muy desdichada, así que te la traje, Marie. Ya no quiero más responsabilidades y he terminado con Inglaterra. Me dedicaré a pintar, pero no puedo cargar con una niña enfermiza. ¿La aceptarás?
Antes de escuchar la respuesta de su madre, Emilie ya sabía lo que iba a contestar.
—Sabes muy bien que sí, John.
Como Emilie, ella sólo tenía ojos y oídos para John Wytham. La gran fuerza que emanaba de él parecía llenar la habitación. Era alto y apuesto, y aunque Emilie no sabía nada de los hombres, comprendía que era alocado.
—Entonces es asunto convenido. Aquí te dejo algo de dinero. Te mandaré más apenas pueda.
Había arrojado un fajo de billetes sobre la mesa y a Emilie le pareció una cantidad enorme. Muy pronto sabría, sin embargo, que eso sería lo único que recibirían.
—¿No te quedas con nosotras, John? Al menos a cenar —suplicó Marie Riguad cuando él se dirigió hacia la puerta.
—No puedo, querida, tengo otros compromisos. Muchas gracias por aceptar a Alice.
Había soltado los pequeños dedos que se aferraban a los suyos y, dándole un beso a la niña, se volvió hacia la mujer que había amado cuando tenía veinte años y que lo había amado a él por otros treinta. Con un dedo, le levantó la cabeza y la miró a los ojos.
—Así que todavía me quieres —dijo después de un momento—. En fin, siempre he sido un hombre afortunado.
La besó en los labios y salió de la cocina. Marie no había hecho ningún intento por detenerlo. Permaneció mirándolo y se llevó una mano al pecho, que latía convulsivamente bajo la blusa de franela.
Fue Emilie quien lo vio partir. Emilie quien lo vio conducir el carruaje con habilidad; quien escuchó sus últimas palabras; quien lo vio quitarse el sombrero y saludarla con su característica elegancia, mientras sus caballos galopaban a gran velocidad.
Entonces, otro sonido había atraído su atención. Era el grito de una niña.
—¡Papá, papá! ¡No me dejes!
Era un grito lastimero, de completa desolación que provenía de la pequeña figura que salió corriendo de la cocina.
Emilie había tomado a Alice en brazos y al estrecharla con fuerza contra su cuerpo, advirtió que temblaba y que rodaban lágrimas sobre sus mejillas.
—¡Pobre pequeña! —murmuró—. No te preocupes; yo cuidaré de ti.
No sabía lo proféticas que serían esas palabras. Pronto pudo apreciar la infinidad de tareas que tenía ante sí: convencer a Alice para que comiera; acompañarla en la oscuridad; cuidar de que no careciera de maestros, doctores, medicinas, vestidos, zapatos y peinar sus largos cabellos rubios. Emilie suspiró.
Se escuchó un ruido fuera de la habitación y comprendió que sus recuerdos sólo le habían tomado unos minutos, aunque le pareció que éstos pasaban ante sus ojos tan despacio como los años transcurridos.
—Madame Guibout, Madame.
Jeanne hizo pasar a la costurera. Era una mujer pequeña y vivaz, cuyos ojos enrojecidos denotaban la concentración que ponía en su trabajo.
—Buenos días, Madame.
En sólo unos segundos, como buenas comerciantes, se pusieron de acuerdo.
—Vestidos de noche, ropa para el día y para viajar; abrigos, capas; mademoiselle necesitará de todo —dijo Emilie.
—¿Y para usted, Madame?
—Un vestuario completo.
—¿En cuánto tiempo?
—Deseo lo imposible. Tres días, una semana a lo sumo.
—Será costoso.
—Lo comprendo. Lo único que deseo es que no me engañe.
—Significará largas horas de pruebas para usted y mademoiselle.
—Estaremos aquí cuando nos necesite.
—En ese caso se hará como desea, Madame.
—Gracias.
Madame Guibout cruzó la habitación y abrió la puerta. Dos ayudantes estaban esperándola con los brazos llenos de telas.
Traían géneros de satén, de terciopelo, de muselina, alpaca y rollos de estampados en todas las texturas y colores.
Madame Guibout las hizo pasar. Tomó un rollo de terciopelo azul y lo extendió sobre la cama.
—De Lyons —dijo brevemente.
Emilie pensó cómo se vería con los cabellos rubios de Lorraine. La puerta estaba abierta y Lorraine entró corriendo.
—Estoy casi vestida, como me dijiste, tía Emilie. ¡Oh, qué hermoso, qué bellos colores!
Extendió la mano para tocar el terciopelo azul y Madame Guibout lo cubrió con una gasa gris. Era tan suave como la bruma que se extiende sobre los lagos antes de salir el sol.
—Para usted, Madame —dijo Madame Guibout.
Emilie miró la gasa y después a Lorraine.
—No, para mademoiselle —dijo con voz serena.
—¿Para mí? —preguntó Lorraine sorprendida.
—Sí, para ti —repitió Emilie—; porque, desde este momento, todo lo que te pongas, todos tus vestidos, todas tus capas, serán de este color, gris espectro.
—Pero tía Emilie, ¡me veré como un fantasma!
—Exactamente —replicó Emilie—. Te verás como un fantasma. Un fantasma en Montecarlo.