Capítulo 7

Emilie estaba sentada en el saloncito esperando a Henry Dulton.

Detrás de su tarjeta, se leían estas palabras:

«Pasaré a verla mañana a las tres de la tarde».

Leyó la frase una y otra vez, tratando de encontrarle un significado diferente, pero no había dudas: él la había reconocido y venía para hacérselo saber.

Toda la noche, Emilie se había agitado insomne en la cama tratando de pensar cómo podía engañarlo o silenciarlo; o, al menos, mantenerlo tranquilo durante unas semanas más.

Sabía la respuesta para esa última interrogante: ¡dinero! Recordaba la codicia de Henry Dulton y la forma como aceptaba cualquier encargo, por desagradable que fuera, siempre que estuviera bien recompensado.

Podía verlo llegando al número cinco de la Rue de Rol, a fin de cobrar su comisión por los clientes que había llevado.

Emilie lo odió siempre. Le había sido útil, sin embargo. Habría sido tonto despedirlo por un prejuicio y lo aceptó con la misma filosófica tolerancia con que aceptaba a los otros empleados del número cinco.

—¡Qué mala suerte que Henry Dulton apareciera en Montecarlo precisamente en ese momento!

¿Qué podría decirle?

—¡Esa rata asquerosa! —exclamó Emilie en voz alta.

Al pronunciar esas palabras pensó que calificaban a casi todos lo hombres que había conocido.

Sí. Los odiaba a todos con un odio nacido desde su infancia. Era culpa de su padre que fuera una hija ilegítima. Había odiado a John Wytham, no sólo por la innoble posición en que la había colocado, sino porque siempre estuvo celosa del inalterable amor que su madre le profesaba.

Y, después de su indiferente padre, había odiado a León Bleuet, su esposo.

Sólo por muy corto tiempo, León había despertado ella en otros sentimientos que no fueran de disgusto. Podía recordar su primer encuentro como si estuviera sucediendo de nuevo.

Había viajado a París para emprender una desesperada aventura. Jacques Riguad, su abuelo, había muerto dos meses después que su esposa y la familia habían decidido que el más joven de sus hijos, aunque ya poseía una granja, se encargara de ayudar a Emilie a cuidar su propiedad.

Pero Emilie había decidido lo que deseaba hacer. Lo había estado planeando durante años: en primer lugar, Lorraine debía asistir a la escuela, no a la clase de escuela que correspondía a las posibilidades de los Ríguad, sino a una academia de señoritas, o a uno de los caros conventos de Lucerna o cerca de París.

Sobre este punto, Emilie estaba decidida: Lorraine debía tener la educación de una dama. Había escondido en un lugar secreto las perlas que Alice le había dado antes de morir.

—Son para mi hija —le había dicho—. Es lo único que traje conmigo. Si es necesario, puedes venderlas. Son muy valiosas.

Alice había cerrado los ojos, agobiada por el cansancio, pues el parto había sido largo y laborioso y Emilie, asombrada, miró el transparente collar que ella puso en sus manos. Nunca había visto perlas así y estaba segura de que debían ser muy valiosas. ¿En dónde las había escondido su hermana durante todos esos meses? Entonces, odió desesperadamente al hombre que había cambiado a la alegre y comunicativa joven en una desconfiada mujer.

Nada pudo inducir a Alice a contarle lo sucedido. Emilie había suplicado y amenazado inútilmente.

—No deseo hablar de eso —repetía Alice, una y otra vez y sólo cuando Emilie la amenazó con escribirle al Gran Duque, había respondido:

—¡Me lo prometiste sobre la Biblia! ¡No puedes romper tu promesa! No hay nada que puedas hacer.

Cuando su hermana murió, escondió las perlas, pero estaba decidida a no venderlas. Formarían parte del plan que estaba urdiendo, un plan que las vengaría a ella y a Alice.

Había llevado las perlas a París. Cuando la familia Riguad supo que Emilie se marchaba a la capital, se mostraron aún más consternados que por su decisión de abandonar la granja.

—¡París! —Habían exclamado—. ¿Pero qué harás allá?

—¡Trabajaré! —había contestado Emilie.

—¿Pero en qué? Sólo has trabajado en la granja. No hay granjas en París.

—Encontraré algo que hacer —había dicho Emilie confiada.

Pero no se sintió tan segura cuando descendió del tren después del largo y cansado viaje.

Escondido en el fondo de su bolso estaba el collar y sabía que, si todo fallaba, podía venderlo, no sólo para cubrir sus necesidades, sino para pagar la escuela de Lorraine.

Había pagado las cuotas del primer año en el convento con la pequeña suma que obtuvo al vender su parte de la granja a sus tíos.

Emilie se preguntó si amaba a la niña, cuando, en el momento de despedirse de la familia, ella se aferró a su tía, temerosa de dejar todo lo que le era familiar. Emilie no estaba segura de la respuesta.

Había querido entrañablemente a su hermana y Lorraine le recordaba todo lo que ella había sufrido, por lo que a veces se condolía de que Alice hubiera muerto y que su hija estuviera viva.

Pero Lorraine debía tener una buena educación, porque los planes de Emilie para el futuro dependían de que ella fuera una dama y pudiera tener éxito en sociedad.

Emilie había llegado a París a las seis de la tarde. Era la hora del crepúsculo; el azul y nebuloso crepúsculo que hace de París un lugar misterioso y excitante y un sitio propicio a la aventura y el amor.

Pero Emilie no captó el encanto de aquel momento. Al bajar del tren, sintió frío y se sentía cansada y asustada. Había llegado a París, pero estaba sola en la gran ciudad. Se quedó parada en la estación, sin saber a donde dirigirse.

Fue entonces cuando León se había dirigido a ella. Era un hombre de edad madura con una pequeña barba puntiaguda y ojos grises que, a Emilie le parecieron amigables.

—¿Puedo ayudarla en algo, mademoiselle? —había preguntado.

—No, gracias, monsieur.

—Tal vez los amigos que vinieron a esperarla se han demorado.

—Nadie viene a esperarme.

—¿No? Entonces mademoiselle debe conocer bien París.

—No.

—Pero es peligroso para una joven andar sola tan tarde. ¿Me permitiría ayudarla a llegar a su casa?

—No tengo idea de dónde me hospedaré.

La amable actitud de León le había inspirado confianza. No sabía entonces que era parte de su rutina acudir a las estaciones a buscar a jóvenes solas que no tuvieran ningún conocido en París y, tal vez, bajo la débil luz de las lámparas, la había creído más joven de lo que era en realidad.

Ella le dijo la verdad: había llegado a la ciudad en busca de trabajo.

—¿Sabe cocinar?

—Soy buena cocinera para la comida de la granja, pero no sé si eso guste en París.

A él le había agradado el humor negro que expresaba su voz.

—Por un golpe de buena suerte puedo ofrecerle empleo. Estoy buscando un ama de llaves.

Mucho después, Emilie comprendió que, debido a su personalidad, León inspiraba confianza a sus víctimas y en ese momento no tuvo el menor reparo en salir de la estación con él y dejar que la condujera a su casa. Quince días después, descubrió: que sus deberes como ama de llaves implicaban una relación personal con su jefe y, más adelante, comprendió que León estaba en realidad interesado en ella.

El único interés de León Bleuet era conseguir mujeres para otros hombres a cambio de dinero. El, que tenía ciertos rasgos femeninos que contrastaban con su corpulento físico, disfrutaba de aquellas que lo dominaban, y le cautivaban particularmente las palabras mordaces.

Emilie había descubierto, estupefacta, que lo que a León le atraía de ella eran su brusquedad y su desdén.

Acostumbrada a hablar con franqueza, le reprochaba el deplorable estado de suciedad y abandono en que se encontraba su casa y muchas veces lo sermoneaba por su descuido.

Para su sorpresa, León no la ordenaba callar, sino que parecía disfrutar sus cáusticos comentarios y su mal disimulado disgusto.

Al principio, él nunca venía a cenar, pero muy pronto empezó a hacerlo en casa, cenando muy temprano, ya que era esencial que estuviera en su negocio a las siete en punto.

A Emilie no le interesaba lo que él hacía. Mientras le pagara, no le importaba de dónde venía el dinero o cómo lo había ganado y cuando él le dijo la verdad, aceptó la información encogiendo los hombros, sin escandalizarse.

Pero las proposiciones de León con respecto a ella, caían en otra categoría.

—Es inútil que me hable así —le había dicho—. No me interesan los hombres. ¡Los odio! Mi padre era un noble inglés y sólo le proporcionó tristezas a mi madre. Nunca he conocido a un hombre que me interesara y me criaron como a una mujer respetable. Y no espero dejar de serlo. Así que si eso es lo que desea, creo que tendré que buscarme otro empleo.

Para su sorpresa, León Bleuet le había pedido que se casara con él. Estaba tan sorprendida, que no pudo rehusar en ese momento y, mientras titubeaba, él le dijo algo que la hizo decidirse: habló del dinero que poseía.

Sus ingresos de una semana igualaban a la suma con la que vivían sus familiares durante un año en la granja. Emilie vaciló y estuvo perdida.

Se casó con León Bleuet porque de ese modo podría pagar la escuela de Lorraine. El matrimonio le proporcionaría una vida confortable hasta que la niña creciera y le permitiría ahorrar algún dinero.

El no era un hombre joven y, cuando muriera, ella sería una viuda con una fortuna considerable.

Pero León le había mentido, pues aunque cumplió la primera parte de lo prometido, pagó el colegio de Lorraine y Emilie vivía confortablemente, cuando murió le dejó el grueso de su fortuna a su sobrino, un joven por el que sentía gran afecto y ella heredó, únicamente, la casa de París y la propiedad del número 5 de la Rue de Roi.

Emilie nunca supo si este legado había sido una broma amarga por parte de León o si con ello trataba de compensar sus deficiencias en otros sentidos, pues consideraba la casa de la Rue de Roi como un negocio productivo.

Emilie no se dio cuenta, al principio, de la diferencia que la muerte de su esposo significaría en su vida. Cuando visitó al abogado, tres días después del funeral, ya se había enterado del contenido del testamento y le comunicó su decisión de vender el negocio del número 5 de la Rue de Roi.

—Anticipando sus deseos, Madame —le había dicho el abogado—, he obtenido algunas ofertas. Creo que podría obtener diez mil francos por esa propiedad, con el negocio funcionando, por supuesto.

—¡Diez mil francos! ¿Es todo?

—Creo, Madame, que es un precio razonable. He sido informado por los conocedores que últimamente el negocio no era tan próspero como en otros tiempos. La moda cambia y estos lugares son populares o de pronto pierden su atractivo.

—¡Diez mil francos! ¡Cómo voy a vivir con ese dinero!

Lorraine tenía once años. Tendría que esperar otros siete para poner en operación su plan, aquél con el que soñaba día y noche.

¡Siete años en los que Lorraine tendría que recibir lecciones especiales para que pudiera desempeñar el papel que le había asignado!

De pronto, tomó una decisión y apretando los labios, dijo:

—¡No venderé la propiedad! ¡Yo la trabajaré!

Nunca olvidaría el momento en que cruzó el umbral de la gran casa de piedra, situada en una discreta calle lateral en el barrio elegante de la ciudad.

Emilie se impresionó como jamás esperó: la casa estaba decorada con buen gusto, con paredes grises, grandes espejos allí y mullidas alfombras y presintió que lo que fallaba allí era el personal.

La «Madame» a cargo, una mujer vestida con mal gusto que reía nerviosamente, se sintió más incómoda que Emilie al hablar con ella. Las chicas, por su parte, tampoco se vestían adecuadamente, y estaban mal peinadas y mal maquilladas. Carecían de disciplina, y Emilie comprendió que podría remediar esas fallas.

Se dedicó a limpiar, arreglar y organizar la casa de la Rue de Roi con el mismo ahínco con que había pulido y encerado el hogar de León cinco años atrás.

Un mes después de haberse hecho cargo de la administración los ingresos se duplicaron; en seis meses, se triplicaron y, al año, aquélla era la casa más elegante y el lugar más caro de entretenimiento en todo París.

Los resultados satisficieron a Emilie de dos maneras: primero, al comprobar que su eficiencia la conducía a convertirse en una mujer acaudalada por derecho propio y, en segundo lugar, al confirmar la pobre opinión que tenían los hombres. En el pasado, había odiado a los que había conocido. Ahora, los despreciaba por dejarse engañar por las mujeres.

Estaban dispuestos a pagar cualquier precio por una hora de placer y los explotadores, como Henry Dulton, se beneficiaban al explotar la debilidad humana.

¡Henry Dulton! Los pensamientos de Emilie regresaron a donde había empezado y al mirar por la ventana con la vista extraviada, escuchó que tocaban a la puerta.

Había hecho salir a Lorraine y a Jeanne, con instrucciones de no regresar hasta las cuatro y treinta y, como estaba sola, tuvo que abrir ella misma la puerta…

Henry Dulton entró en la habitación. Dejó su sombrero en una silla y dirigió a Emilie aquella irritante mirada.

—¿Deseaba verme, monsieur?

La voz de Emilie era fría e impersonal. Henry Dulton miró hacia atrás para comprobar si la puerta estaba cerrada y torció los labios, intentando sonreír.

—A sus órdenes, Madame Bleuet.

—Creo que ha cometido una equivocación. Eso es lo que pensé cuando recibí su tarjeta. Yo no soy Madame Bleuet y no recuerdo haberlo conocido.

La sonrisa de Henry Dulton se hizo más amplia. Avanzó aún más hacia el interior del saloncito y, tomando un pañuelo de seda de su bolsillo, se limpió el bigote.

—No nací ayer, Madame.

—No lo comprendo —respondió Emilie con el mismo tono glacial. Henry Dulton guardó su pañuelo y se sentó en la silla más cómoda que pudo encontrar.

—Ahorrémonos los preliminares, Madame. La reconocí. Es imposible no haberla reconocido después de todos los años que hemos trabajado juntos. Sé quien es y usted sabe que yo lo sé. Por consiguiente, seamos francos y hablemos de negocios.

Emilie suspiró. Estaba derrotada, pero hizo un último y desesperado intento.

—Comete usted una equivocación, monsieur y le pido que salga de esta habitación. Yo no soy Madame Bleuet y lo reto a que lo pruebe.

—Eso no sería difícil —repuso Henry Dulton mirando un anillo de diamantes que llevaba en el dedo meñique—. Sólo tengo que decírselo a varías personas que están haciendo indagaciones acerca de la identidad de Madame Secret y su hermosa sobrina, Mademoiselle Fantome, y si logro despertar su interés, mi versión puede ser corroborada por la policía.

—¡La policía!

—¿Por qué no, Madame, si no tiene nada que ocultar? Y le aseguro que la curiosidad que ha despertado usted en Montecarlo es tan intensa que hay un buen número de personas que estarían dispuestas a pagar la información.

Emilie se dio por vencida.

—¿Cuánto quiere? —preguntó en tono áspero.

—Ahora está hablando sensatamente —dijo Henry Dulton acariciándose la barba—. Sabía que podíamos hablar amigablemente, pero antes que nada permítame felicitarla por la forma en que se ha apoderado de Montecarlo. Ha sido una obra maestra, una obra de arte que enorgullecería a cualquier artista.

—Le pregunté cuánto quería.

—Se lo diré. Cien mil francos.

—¡Cien mil francos! ¡Está usted loco!

—Por el contrario, Madame, estoy completamente cuerdo y seguro de obtener ese dinero.

—¿Y de dónde cree que voy a obtener ese dinero?

—Sé que ya lo tiene, mi querida Madame Bleuet. El nuevo propietario del número 5 de la Rue de Roi es amigo mío.

Emilie se sentó en una silla frente a él.

—¿Y por qué se imagina que le daría yo todo ese dinero?

—Para que guardara silencio. No tengo idea de cuáles son sus planes, todavía no conozco todos los secretos de Madame Secret. Pero cualesquiera que sean, son de gran importancia para usted y para que pueda realizarlos es necesario que yo calle lo que sé.

Emilie se derrumbó en la silla. Ya no ostentaba el altivo porte que había provocado la admiración de tantas mujeres en Montecarlo. Se veía como una mujer vieja y cansada, pero sus ojos relumbraban de odio.

—Es demasiado —dijo—. Es imposible.

Henry Dulton se encogió de hombros.

—Entonces diré lo que sé. Varias personas se han acercado a mí para que averigüe quién es usted, y por supuesto, lo más importante, quién es Mademoiselle Fantome.

—Eso no puede decírselos. No tiene idea de quién es ella.

—¿Y qué importa? Cualquier joven hermosa en compañía de la notoria Madame Bleuet no necesita nombre. Estaban Lulú, Fifí, Ninón y Desirée. ¿Quién se preocupa por eso?

Emilie se puso de pie de un salto.

—¿Cómo se atreve a hablar de mi sobrina en la misma forma que esas despreciables criaturas?

—Así que es su sobrina. Me sorprende. No tenía idea que tuviera una sobrina.

—¿Se estará en paz, asquerosa rata, parásito que se alimenta de los demás?

La voz de Emilie temblaba de emoción y su rostro estaba pálido de ira. Pero Henry Dulton sólo sonrió.

—Las palabras duras me causan poca impresión, Madame. Lo único que cuenta es el dinero, sólo el dinero.

—Sí, mi dinero, el dinero que yo he ganado, por el que yo me he sacrificado y ahora usted quiere arrebatármelo.

—Le he dejado algo.

—Es muy amable de su parte —replicó Emilie con sarcasmo, pero, al mirar los ojos de Henry Dulton, comprendió, como si él lo hubiera expresado en voz alta, que regresaría por más.

No podía confiar en él; era tan traicionero como las arenas movedizas. Se llevó las manos a las sienes, presionándolas como para poder pensar mejor y tratar de encontrar una solución a aquel problema.

La voz de Henry Dulton interrumpió sus pensamientos.

—No deseo apresurarla, Madame, pero tengo una cita a las tres y media. No es nada referente a usted o a su hermosa sobrina, pero el caballero que desea verme sin duda estará sumamente interesado en la información que pueda proporcionarle acerca de la identidad de las mujeres que han causado sensación en Montecarlo.

—Le daré el dinero —dijo Emilie con voz ronca.

—Eso es lo que pensé —respondió Henry Dulton sonriendo.

—Espere aquí. Lo tengo bajo llave en mi dormitorio.

Salió, cenando la puerta tras ella. Permaneció petrificada un momento, mientras el corazón le latía violentamente en el pecho.

Después, con un ruido parecido a un sollozo, abrió un cajón del armario y sacó el estuche de cuero adornado con la corona que Jeanne había traído consigo durante todo el viaje.

Depositándolo sobre la cama, lo abrió con una llavecita que llevaba colgada al cuello de una cadena.

Dentro del estuche estaba todo lo que poseía: las escrituras de su casa de París, el estado de cuenta del banco, que terminaba con el retiro de todos sus fondos, y un gran fajo de billetes de alta denominación.

Al mirar los billetes, aquel dinero por el que había trabajado con tanto afán, escapó un sollozo de su garganta.

¡Cien mil francos! Más de la mitad de cuanto poseía.

Tomando los billetes, empezó a contarlos, uno por uno y, al hacerlo, observó que había algo bajo de ellos: una pistola que había tomado del escritorio de León el día anterior a su partida.

Ahora no estaba segura por qué la había traído, excepto tal vez por el recuerdo de su primer viaje a Mónaco, cuando ella y Alice se aterrorizaron al escuchar las historias de los robos y asaltos en los viajes desde Niza.

Lentamente, pero con mano firme, Emilie sacó la pistola de su escondite. León, quien siempre había temido a los ladrones, le había enseñado a usarla en más de una ocasión.

Recordó las palabras de su marido: «Las balas son más efectivas que las palabras».

Tomó un fajo de billetes sin detenerse a contarlos: no había necesidad. Tomó la pistola y su mirada recorrió el dormitorio, como buscando algo.

Su capa adornada con piel estaba sobre una silla, donde la había dejado Jeanne en caso de que ella quisiera salir durante la tarde y, también, su sombrero, los guantes y un manguito de piel negra.

Emilie atravesó el dormitorio para tomar el manguito y metió dentro de él la mano que sujetaba la pistola. Aquél era un excelente escondite para el arma.

Dejando los billetes y el manguito sobre el tocador, se puso el sombrero y la capa. De ese modo Henry Dulton no se sorprendería al verla regresar al salón con las manos entre el manguito. Le diría que iba a salir.

Ahora ya estaba preparada. Se miró al espejo. Por un momento, la imagen que éste reflejaba le pareció la de una desconocida. No imaginó que el odio que brillaba en sus ojos pudiera distorsionar así su rostro.

Atravesó el dormitorio, y se puso el manguito con la pistola bajo el brazo mientras abría la puerta y luego volvió a deslizar la mano en su interior al entrar en el saloncito.

Henry Dulton permanecía sentado en el mismo sitio, con las piernas estiradas y un cigarro en los labios. No hizo ademán de ponerse de pie cuando ella entró y Emilie resintió sus groseros modales.

—¿Tiene el dinero? —preguntó—. ¡Muy bien! Ésa es la ventaja de trabajar con usted. ¡Siempre entrega la mercancía!

—Sí, hasta ahora he podido hacerlo —contestó Emilie con voz firme y calmada—. ¿Quiere contarlo? No deseo darle de más.

—Es poco probable —dijo Henry Dulton en tono jovial—. ¡Como si no la conociera! Es más fácil que haya de menos. ¡Démelo!

Le arrebató el dinero a Emilie y, mirándolo con codicia, lo puso sobre sus rodillas, contando los billetes con calculada precisión.

—Se saltó uno —le dijo Emilie, acercándose para tocar un billete con la mano izquierda.

—No lo creo —contestó él pero empezó a contar de nuevo.

—Cinco mil… diez… quince… veinte…

Fue entonces cuando Emilie le disparó un tiro en la sien. El sonido del disparo fue atenuado por el manguito de piel y, sin embargo, Emilie lo sintió retumbar en sus oídos.

Henry Dulton se inclinó hacia delante y cayó al suelo con un golpe seco. Ella no lo miró, atenta sólo al sonido de voces o pisadas al otro lado de la puerta.

Pero no escuchó ni el más leve ruido. Emilie sabía lo que tenía que hacer. Todo encajaba perfectamente en su mente, como si lo hubiera planeado con anticipación.

Tendría que recoger los billetes, arrastrar el cuerpo de Henry Dulton hasta su cuarto y esconderlo en el armario. Más tarde, cuando oscureciera, ella y Jeanne podrían sacarlo del hotel.

En todos los pisos había sillas de ruedas para, los huéspedes que venían a Montecarlo, por motivos de salud, a tomar los baños termales que se encontraban en el sótano del hotel. Los que no podían caminar, podían trasladarse en la silla hasta donde se encontraba un elevador para equipajes. El hombre que tiraba de la cuerda para hacerlo funcionar era algo viejo y un poco sordo. No le llamaría la atención un inválido arropado en mantas, acompañado de dos ancianas.

El elevador no estaba iluminado y sólo les daría la luz al pasar entre los pisos. Podrían escurrirse del hotel por una puerta lateral y llegar con facilidad a los jardines. Dejarían a Henry Dulton entre los arbustos y, con toda seguridad, su cadáver no sería descubierto hasta la mañana siguiente. Emilie dejaría la pistola junto a él.

Las autoridades y la policía trataban siempre de acallar un suicidio. Ya había demasiadas voces en el mundo condenado el vicio del juego para atraer más comentarios en los periódicos. Nadie lamentaría la muerte de Henry Dulton.

Respirando profundamente, Emilie se inclinó a recoger los billetes. La herida en la sien de Henry Dulton estaba sangrando y la limpió para que no manchara la alfombra.

Lentamente, y con la mayor sangre fría, regresó a su dormitorio. Guardó los billetes en el estuche de cuero y se quitó la capa y el sombrero. Colocando el manguito en el mismo lugar donde Jeanne lo había dejado, abrió la puerta del armario y regresó al saloncito.

En esos momentos, oyó la campanada del reloj que anunciaba la media hora. Henry Dulton no podría acudir a su cita.