Capítulo 10

Crissie abrió los ojos y, por un instante, no pudo recordar dónde se encontraba.

Pero la suavidad de su cama y la colcha de seda con que se cubría, le dijeron claramente que todavía estaba en Montecarlo y recordó por qué había ido a recostarse a mitad del día.

Había sido culpa de Stella, cuya tontería y estupidez la irritaron tanto que le provocaron uno de esos insoportables dolores de cabeza que padecía.

Pudo dormir y el dolor de cabeza desapareció, pero el motivo de su ira persistía aún.

El disgusto había empezado a la hora del almuerzo, porque Stella había dejado entrever que el Rajá le había dado dinero para jugar en el casino y ella le había devuelto lo que le sobró, después de haber perdido bastante.

—¿Cuánto le devolviste?

—No mucho —había replicado Stella.

—¿Cuánto? —insistió Crissie.

—No me acuerdo.

—Estás mintiendo. Tienes que tener idea.

Stella movió la cabeza y continuó comiendo un helado de tres sabores diferentes, servido con fresas frescas y crema.

—¡Contéstame! —ordenó Crissie.

—No sé cuánto era. Perdí mucho de lo que me dio.

—¿Y cuánto te dio?

—Mil francos.

Crissie lanzó una exclamación y golpeó la mesa con el puño.

—¡Estúpida! —gritó—. ¿Mil francos y jugaste con ellos? ¿Por qué no te los echaste en la bolsa y le dijiste al Rajá que los habías perdido?

—Por un lado, no era cierto y por otra parte, hubiera visto que no estaba jugando.

—Podías haber apostado unos cuantos francos. Pero me hace morirme de rabia pensar que después de haber sido tan tonta de jugar y perder, devolviste lo que te quedaba. ¿No puede meterse en esa cabeza tan dura que tenemos que ahorrar?

—Lo siento, Crissie.

—Eso es todo lo que dices siempre. ¿De qué sirve que lo lamentes si no tratas de hacerlo mejor? Es mejor que esta noche le pidas el doble al Rajá para compensar lo que perdiste anoche.

Stella soltó la cuchara y retiró su plato.

—No puedo pedirle más. Ha sido muy bondadoso en el asunto del collar de perlas.

—¿Piensa dártelas?

—La verdad es que no las quiero. Anoche hablé con la joven que las usa. Es muy dulce, Crissie, habló conmigo como si yo fuera su amiga, alguien igual que ella. No quisiera quitarle las perlas. Pertenecieron a su madre.

Entonces Crissie gritó, dando vueltas por la habitación, quejándose y maldiciendo hasta que el dolor físico la había obligado a callar.

Para entonces, Stella estaba bañada en lágrimas. Era difícil hacerla llorar, pero Crissie la había acusado de ingratitud.

—Por favor, no te enfades conmigo —había suplicado Stella, pero a Crissie no podía aplacársele fácilmente, y cuando la agonía de su dolor la hizo subir a su habitación, iba aún quejándose del comportamiento de su hermana.

Crissie suspiró y miró el reloj. Había dormido dos horas y media. Ahora se sentía mejor, con fuerzas para convencer a Stella antes que llegara la noche, cuando vería al Rajá.

Era increíble que Stella pudiera ser tan tonta. Podría tener todo el dinero que quisiera con sólo pedirlo, y no se atrevía a pronunciar las palabras necesarias. Era una situación desesperante, se dijo. Si ella hubiera tenido el rostro y la figura de Stella, hubiera sabido sacarle provecho.

Pero las únicas miradas que ella recibía eran de asco y disgusto y, con frecuencia, de lástima, lo que le era aún más difícil de soportar.

Crissie sentía una satisfacción perversa al pensar que la belleza de Stella no le hubiera proporcionado beneficios, si no fuera por que el cerebro de ella movía a su hermana a actuar en la forma en que le indicaba.

Crissie había decidido desde hacía mucho tiempo que el dinero era lo único importante en la vida. El dinero podía comprar comodidad, lujos, seguridad, y significaba infinitamente más que el amor y la amistad y era la cura para todo, aun para los tormentos de una feminidad frustrada.

Pero Stella no tenía remedio, reflexionó Crissie. Su comportamiento con el Rajá lo demostraba.

Sintió que volvía a dominarla la ira al pensar en los mil francos que Stella había derrochado la noche anterior. ¡Mil francos! En Inglaterra podían vivir durante dos meses con ese dinero.

Escuchó el ruido de la puerta al abrirse con sigilo.

—¿Quién está ahí?

La puerta se abrió completamente y Stella entró en el dormitorio.

—¿Estás despierta, Crissie?

—Eso salta a la vista.

—Quería hablar contigo por unos momentos.

—Entonces descorre las cortinas, ya es hora de que me levante.

Stella llevaba puesto un vestido de muselina verde, que hacía juego con las plumas de su sombrero de paja. Crissie pensó que nunca la había visto más elegante ni más bonita.

Ya no había trazas de lágrimas en su rostro. Sus ojos brillaban y sus labios sonreían. Pero, cuando los ojos de las dos hermanas se encontraron, la expresión de Stella se ensombreció.

—¿Vas a salir? —preguntó Crissie.

—Sí. Eso es lo que vine a decirte.

—Está bien, trata de ser un poco más sensata que anoche. Dile al Rajá que te lleve a las tiendas.

—No voy a salir con el Rajá —dijo Stella en voz muy baja.

—Si crees que voy a salir contigo, estás muy equivocada.

—No iba a pedirte que me acompañaras… voy a salir con otra persona.

Su voz sonaba algo peculiar. Crissie se sentó en la cama.

—¿De qué se trata? ¿Qué es lo que quieres decirme?

Stella aspiró profundamente.

—Me voy, Crissie. Me voy lejos de aquí.

—¿Lejos de aquí? —preguntó Crissie sorprendida y luego en rápida sucesión—: ¿Adónde vas? ¿Con quién vas a irte? ¿De qué se trata todo esto?

El rostro de Stella estaba pálido, pero su voz era firme.

—Voy a casarme, Crissie. Tan pronto como podamos arreglarlo. Lo lamento mucho, pero él no quiere que tú vengas conmigo.

—¿Casarte? ¿Con quién? ¿De qué estás hablando?

—Con… Francois.

—¡Francois!

—Sí, Francois —repitió Stella con voz dulce—. Me ama y yo lo amo. Es lo más hermoso que me ha ocurrido en mi vida. Me lo dijo hace dos días y me pidió que me casara con él, pero yo no me decidía. Hoy, después del almuerzo, me encontró llorando y me hizo prometerle que me casaría con él enseguida. ¡Soy tan feliz, Crissie!

—¡Cómo te atreves a decirme eso!

El rostro de Crissie adquirió un ceniciento color gris.

—Tenía miedo que te enfadaras, Crissie, pero tienes que tratar de perdonarme. Sé que es muy duro, pero no puedo invitarte a mi boda ni a mi nueva casa, pues Francois no quiere. Ha estado ahorrando desde hace mucho tiempo para comprar un restaurante. Es muy difícil, pero debo decirte la verdad, él piensa que tú tienes mala influencia sobre mí. Es absurdo, por supuesto, y ya se lo he dicho, pero no quiere escucharme. Me ha dicho que tengo que escoger entre él y tú. Y Crissie, aunque es horrible para mí, ¡lo amo tanto que no puedo vivir sin él!

—¡Estás loca! —gritó Crissie por fin.

—Me lo has dicho tan a menudo que ya empezaba a creerlo, pero Francois dice que no estoy loca. El opina que no estoy hecha para la clase de vida que he llevado y creo que tiene razón, Crissie, porque siempre la he odiado, tú sabes que es así. Quiero tener un hogar propio.

—Es evidente, ya que estás tan infatuada que piensas que puedes hacer a un lado al Rajá y todo su dinero por uno de sus sirvientes, ese mísero cocinero del que no sabes nada.

—Sé que Francois quiere casarse conmigo —repuso Stella con dignidad—. No debes hablar mal de él, Crissie, porque él quiere ayudarte. Yo sabía que te molestaría al saber que quiero dejarte, pero Francois me ha prometido que te enviará algún dinero todos los meses. Además, te dejo todas las joyas que el Rajá me regaló y todo el dinero que has ahorrado. Pensará que me lo he llevado todo y no creo que te pida nada. Guárdalo, Crissie, con eso podrás regresar a Londres y cuando me mandes tu dirección, Francois te mandará el dinero todo los meses. Me lo ha prometido.

—¿Lo tienes todo arreglado, verdad? —comentó Crissie en tono burlón—. Muy bien, pero no creas que podrías irte. ¿Me has entendido? ¡No te irás!

—Sí, Crissie, me iré —dijo Stella con voz calmada y colocó una hoja de papel en el tocador.

—Ésta es la dirección de la casa de los padres de Francois —dijo—. Creo que nos casaremos mañana. Después, Francois me llevará a algún lugar donde podamos estar solos. Nos vamos de luna de miel, Crissie, antes que Francois empiece a trabajar.

Sus ojos brillaron de nuevo y cruzó la habitación para acercarse a la cama.

—Por favor, Crissie, deséame suerte y no nos separemos disgustadas. Sé que tengo muchas cosas que agradecerte y de verdad aprecio todo lo que has hecho por mí, pero tengo que vivir mi propia vida. Siempre soñé que algún día encontraría a alguien en alguna parte, alguien a quien amar y que me amara. Y ahora que lo he encontrado, no empañes mi felicidad.

—Dije que no te irás —vociferó Crissie.

—¡Tengo que irme! Francois me está esperando. Adiós, Crissie.

Aquellas palabras de despedida hicieron reaccionar a Crissie. Saltando de la cama, se paró enfrente de la puerta. Durante unos momentos, las hermanas quedaron frente a frente, entonces Stella dijo con voz tranquila:

—Si no me dejas pasar, Crissie, mandaré a buscar al Rajá para decirle que me voy. Le he dejado una carta, pero si tengo que darle la noticia personalmente, le devolveré todos los regalos que me hizo, incluso las joyas que te había dejado.

La voz de Stella era firme y su actitud resuelta. Crissie nunca la había oído hablar así antes, con esa decisión. Por primera vez en su vida, Stella estaba luchando por algo que de veras quería.

Crissie suspiró profundamente, comprendiendo que estaba derrotada. Se retiró de la puerta y se arrojó boca abajo en la cama.

Durante unos momentos, Stella vaciló. Miró hacia la puerta y luego a Crissie y sus ojos se llenaron de piedad.

Estaba libre para unirse al hombre que amaba, para llevar una vida decente. Sin embargo, al disfrutar de su felicidad, dejaba a Crissie infeliz y sola.

Entonces pensó en Francois. ¡Era tan bueno y tan comprensivo! No había nada que no pudiera decirle, nada que él no entendiera. La amaba sinceramente. Había conocido a muchos hombres como para poder reconocer el verdadero amor.

¿Pero cómo podría dejar a su pobre hermana deforme?

Mientras se debatía en la duda, le pareció ver los grandes y sinceros ojos de Lorraine y escuchó su dulce voz:

«Al hacer lo que es correcto, estamos cumpliendo la voluntad de Dios y eso es lo más importante, no importa el precio que haya que pagar».

Casarse con Francois era lo correcto, Stella estaba segura de ello. Se dirigió lentamente hacia la puerta.

—Lo siento, Crissie —dijo con voz suave—. Adiós.

Crissie no lloró ni se movió. Había perdido la última batalla. Stella se había ido y no regresaría nunca más.

No pudo precisar cuanto tiempo permaneció tendida en la cama, pero, por fin, levantó la cabeza y miró el reloj. El Rajá debía haber leído la carta de Stella.

Impelida por un súbito temor, corrió a la habitación de su hermana. Con desesperación, abrió el cajón del tocador. Allí estaban las joyas, como Stella le había dicho.

Las contempló unos momentos y luego las estrechó contra su pecho. Eran suyas para convertirlas en dinero, que podría gastar como deseara. Su risa retumbó extrañamente en el silencio de la habitación.

* * *

Como Crissie había pensado, el Rajá estaba en esos momentos leyendo la carta de Stella en la Villa Shalimar.

Había llegado tarde, demorado por una transacción de caballos de polo y, después de realizar un buen negocio, se sentía orgulloso de sí mismo.

Deseaba contárselo a Stella y estaba seguro de que ella apreciaría lo inteligente que había sido, y él se mostraría generoso con ella: le regalaría el anillo de zafiros.

Después de la forma en que Mademoiselle Fantome se había comportado con él la noche anterior, podría tener dificultad en obtener las perlas, pensó, y el anillo endulzaría su relación mientras tanto.

Tal vez sería aconsejable hablar con la vieja dama. Ella podría ser más tratable. Pero la joven era hermosa, muy hermosa. Siempre había admirado a las mujeres rubias. Estaba seguro de que el color del cabello de Lorraine era natural a diferencia del de Stella.

Su belleza era delicada y exquisita y la de Stella exuberante. Pero así era como le gustaban sus mujeres. No era divertido estar con ellas si lo miraban con frío desdén.

Así lo había mirado la joven de las perlas haciéndolo sentirse pequeño e insignificante.

«Pero ¿por qué sigo pensando en ella?», se preguntó enfadado, «¿y por qué tengo que compararla con Stella?».

Stella era muy hermosa y se merecía el anillo. No era avariciosa como sus otras favoritas.

El Rajá había entrado sonriendo a la Villa Shalimar y los sirvientes lo recibieron como siempre, con sumisas reverencias, pero algo en su expresión le hizo sospechar que existía algún problema.

—¿Ha habido algún problema? —había preguntado.

El asistente lo miró sorprendido. Era nuevo en la casa y no se había ganado la confianza de los demás sirvientes del Rajá, quienes habían estado con él durante muchos años.

—No, su alteza, en absoluto. ¿Por qué lo pregunta?

El Rajá no contestó y otro sirviente se aproximó con una bandeja de plata. Era una nota para él, pero no reconoció la letra.

—De parte de la señorita Style, Su Alteza.

El Rajá tomó la nota y la abrió con impaciencia. La letra grande de Stella llenaba dos páginas. Las leyó con alguna dificultad, porque las palabras estaban mal escritas y después, sin pronunciar una palabra, se dirigió a la sala seguido de su asistente.

Cuando la puerta se cerró tras ellos, los sirvientes se miraron entre sí. Habían visto a Stella y a Francois salir juntos de la villa y sabían que eso podía significar problemas para ellos. El Rajá podía ser muy cruel cuando se enfadaba.

El Rajá se sentó ante su escritorio y dejó a un lado la carta de Stella. Después, se volvió hacia su asistente.

—¿A qué hora se fue?

—¿Quién, Su Alteza?

—¡La señorita Style!

—¡Pero yo no sabía que se hubiera marchado! —replicó incómodo el asistente.

—¡Eres un idiota!

—Si Su Alteza lo dice.

—¡Lo digo porque es así y estás despedido! Es parte de tu trabajo saber lo que ocurre en esta casa y si se trata de algo que yo no aprobaría, tratar de evitarlo.

—Pero Su Alteza…

—¡Vete, te digo, enseguida!

Humillado, y con los ojos oscuros llenos de lágrimas, el asistente se dirigió hacia la puerta. Cuando la abrió, el Rajá le dijo:

—Dile a Khusru que venga.

Khusru, que esperaba el llamado del Rajá, estaba de pie junto a la puerta. Era un Sikh (Discípulo de una religión hindú de Influencia Islámica) alto y barbudo, y había sido el asistente personal de su alteza desde su nacimiento. En unos pocos minutos, le informó de toda la verdad.

Khusru sabía mejor que nadie cómo trabajaba la mente del Rajá y sabía que había que encontrar un chivo expiatorio. Un déspota como él no podía soportar semejante humillación. Khusru dejó que la furia del Rajá se descargara contra Stella, hasta que su ira se tomó en una peligrosa compasión por sí mismo. Éste era el momento.

—Si me permite expresar mi opinión, Su Alteza, creo que no toda la culpa fue de la dama. Francois es un hombre muy persuasivo. Así son los franceses, elocuentes y de palabras dulces, pero él nunca hubiera tenido éxito si la dama hubiera sido feliz.

—¿Qué quieres decir? —preguntó el Rajá con aspereza.

—Su Alteza sabe muy bien que no quiero decir que ella haya sido desdichada aquí. Entonces se encontraba en el paraíso, pero cuando no disfrutaba de la compañía de Su Alteza, la situación era diferente.

—Explícate —ordenó el Rajá.

—Es la hermana de la señora, la jorobada, la que la hacía infeliz. Muchas veces la oí gritarle frases crueles. No estaba, bien, pero ¿quién soy yo, más que un humilde sirviente para contar esas cosas?

—Debías habérmelo dicho.

—Sí, sí, Su Alteza. Cometí una gran estupidez. Ahora lo comprendo, pero entonces pensé que no tendría importancia. Es evidente que la señora se vio obligada a escapar de la crueldad de la jorobada, de la que ni siquiera la bondad y generosidad de Su Alteza podían salvarla.

Aquella observación salvó el orgullo del Rajá.

—Ya veo lo que quieres decir, Khusru. ¿La jorobada no se fue con ella?

—No, no, Su Alteza. Está sola en la Villa Mimosa.

—Haz que se vaya enseguida. No quiero tenerla aquí.

—¿Esta noche, su alteza?

—¡Ya me oíste! Siempre me disgustó. Le ha traído mala suerte a este lugar.

—Su alteza tiene una gran visión.

—Entonces dile que se vaya cuanto antes.

—¿Y si no tiene dinero para regresar a su país… a Inglaterra?

—¡No me interesa, eso no es asunto mío!

—Como ordene Su Alteza.

Khusru salió deshaciéndose en reverencias y, en ese momento, entró otro sirviente en el salón trayendo una tarjeta en una bandeja de plata. El Rajá la tomó y leyó:

«Monsieur Gutier, Jefe de Seguridad».

—¿Qué es lo que desea?

—Ver a su alteza. Monsieur lamenta que el momento sea inoportuno pero ha dicho que no entretendrá a su alteza más que unos minutos.

—Está bien. Hazlo pasar.

El Rajá frunció el ceño. ¿Qué desearía la policía? No creía haber hecho nada que contraviniera las leyes del principado.

La puerta se abrió y Monsieur Gutier entró. Era un hombre pequeño que llevaba el reluciente uniforme azul y blanco de la policía de Montecarlo.

—¿Deseaba verme? —preguntó el Rajá.

—Le pido disculpas por molestar a Su Alteza. Pero hay un pequeño asunto para el que solicito su ayuda.

Sacó del bolsillo del saco una billetera de cuero.

—Tengo aquí —dijo en tono solemne—, los efectos personales de un hombre que, desafortunadamente, fue encontrado muerto en los jardines del casino.

—¿Asesinado o suicidio? —preguntó el Rajá en tono burlón. Sabía que a las autoridades de Montecarlo les disgustaba que ocurriera cualquiera de esos hechos.

—Pensamos que haya sido suicidio.

—Supongo que, como siempre, habrá perdido todo su dinero en las mesas de juego.

—Me imagino que el caballero en cuestión no tenía mucho dinero que perder —había un tono de reproche en la voz del detective, como si resintiera que el Rajá insinuara que la culpa había sido del casino—. Sin embargo, tal vez Su Alteza pueda decirnos algo más acerca del difunto.

—¿Yo? ¿Quién era el muerto?

—Un hombre llamado Henry Dulton.

—¡Nunca oí hablar de él!

—¿De veras?

—¿Y qué le hace pensar que yo lo conocía?

—Había una carta en su billetera dirigida a Su Alteza.

El detective alargó una hoja de papel y el Rajá la tomó. La pequeña letra era más legible que la de Stella y leyó rápidamente:

A Su Alteza, el Rajá de Jehangar.

Su Alteza:

Tengo entendido que está usted interesado en conocer la identidad de la dama que se hospeda en el Hotel de París bajo el nombre de Mademoiselle Fantome. Yo puedo proporcionar esa información. Si está suficientemente interesado para persuadirme a divulgarla, podré verlo cuando lo estime conveniente.

Su más seguro servidor.

Henry Dulton.

El Rajá le devolvió la carta al jefe de Seguridad.

—No conozco personalmente a este hombre —dijo—. Pero uno de mis ayudantes puede haberse puesto en contacto con él. Mencionó que conocía a alguien que podía proporcionar información sobre esa dama. ¿Desea hablar con él?

—Le agradecería a Su Alteza que me lo permitiera.

—Haré que lo conduzcan al otro salón —dijo el Rajá, pero, antes de llamar, añadió pensativo—: es una lástima que el hombre haya muerto antes de darme la información que yo quería.

—En efecto, Su Alteza y lamento no poder ayudarle en este asunto. No conocemos a Mademoiselle Fantome ni a la dama que la acompaña, Lady Secret. Varias personas han hecho preguntas discretas, porque las dos damas han despertado la curiosidad de Montecarlo.

—Por desgracia el señor Dulton, o quien quiera que sea, murió demasiado pronto. ¿Está seguro de que fue un suicidio?

—Sí, Su Alteza. Encontramos una pistola junto a él y la herida de su cabeza fue hecha con esa misma arma.

—Convincente evidencia, por supuesto. ¿No había nada de interés en sus objetos personales?

—Muy pocas cosas. Sólo ésta su billetera y me temo que no contiene nada que pueda darnos una pista. Sólo unas de sus tarjetas de visita y otras anunciando lugares de diversión en París.

Monsieur Gutier abrió la billetera y extendió su contenido sobre la mesa.

—Parece que el señor Dulton no tenía una manera muy decorosa de ganarse la vida —dijo—. Por ejemplo, aquí hay una tarjeta del número cinco de la Rue de Roi. Su alteza tal vez ha oído hablar de ese establecimiento, cuya reputación es ampliamente conocida. Henry Dulton debe haber recibido comisiones por proporcionarles clientes. Efectuaremos pesquisas en París, pero dudo mucho que puedan revelarnos la causa de su muerte.

El Rajá tomó una de las tarjetas a que se refería el jefe de Policía.

Era una cartulina sencilla en la que se leían las palabras: «Número Cinco de la Rue de Roi» y, en la esquina izquierda: «La casa más elegante de París». En la esquina inferior derecha, impreso en letras pequeñas, un nombre de mujer: «Madame Bleuet».

El Rajá lanzó una exclamación:

—¡Madame Bleuet! —repitió excitado—. ¡Madame Bleuet! ¡Yo nunca olvido un rostro, nunca!