Capítulo 13

Sir Robert observaba los primeros rayos de la aurora. Iluminaban el horizonte y se extendían cada vez más brillantes hasta que el cielo, el mar y la tierra se fundieron en una hoguera de color.

Pensó, como muchas otras veces, que esa luminosidad tenía algo de irreal y que era hermosa y efímera, como Montecarlo.

Aquél era un lugar de diversión y esparcimiento, de una felicidad pasajera sobre la que no se podía fundar una vida futura ni una dicha sólida.

Pero, aunque apreciaba la belleza de Montecarlo, el corazón de Sir Robert se encontraba en Cheveron.

Cheveron lo estaba llamando y Sir Robert hizo un gesto impulsivo, como si no pudiera esperar ya más para acudir al hogar que amaba entrañablemente. Debía, sin embargo, calmar su impaciencia, porque sabía que no regresaría solo.

No había dormido en toda la noche. Caminó por la orilla del mar y cuando por fin regresó a sus habitaciones, se sentó en el balcón en la oscuridad, esperando los primeros rayos de la aurora.

Pensaba en Lorraine, en su cabeza apoyada contra su hombro, en su rostro vuelto hacia él. ¡Qué hermosa se veía bajo la vacilante luz de la linterna! Sus labios habían estado muy cerca de los suyos y a él le había costado trabajo contenerse para no besarlos. Pero su arraigado sentido del honor lo contuvo. Se forzó a esperar, a cerrar la puerta al pasado antes de abrir la que conducía al futuro.

Cuando dejó a Lorraine en el Hotel de París, había ordenado al cochero que lo llevara a la Villa de los Rosas. La inocente pregunta de Lorraine le había recordado a Violet y lo descortés que fue con ella al dejarla sola, sin una explicación, a las puertas del restaurante.

Se olvidó completamente de ella cuando se imaginó que el príncipe había raptado a Lorraine. Una ira ciega e insensata se apoderó de él, y todo a su alrededor desapareció.

Tendría que pedirle disculpas a Violet, pero debía, sobre todo, decirle la verdad. No le sería fácil explicar que, no sólo amaba a Lorraine, sino que pensaba pedirle que fuera su esposa.

Ahora comprendía que nunca antes había estado enamorado. No sabía lo que el amor podía significar en su vida ni la profundidad de las emociones que podía despertar en su alma.

Se había sentido atraído hacia Violet, era cierto. La había deseado desde su primer encuentro, pero fue ella quien convirtió su relación en algo más íntimo.

El no pensaba en nada serio la noche en que la conoció en Devonshire, cuando impulsivamente escribió su nombre en todo el carnet de baile de Violet. Había coqueteado con ella, simplemente, con el aire experimentado de un hombre de mundo.

Fue mucho después cuando empezó a sospechar que Violet se estaba enamorando de él, y sólo cuando los reproches de su madre lo irritaron, se le ocurrió pensar en pedirle a Violet que fuera su esposa, como un acto de desafiante obstinación.

La relación con Violet le había hecho concebir un desprecio por todo lo convencional. Antes de conocerla, había hecho siempre lo que se esperaba de él y se comportaba con una formalidad y corrección propias de un hombre mayor.

Sir Robert, sin embargo, sabía que Violet estaba muy lejos del ideal que abrigaba, desde el fondo de su corazón, acerca de la mujer que deseaba por esposa.

Tendría que ser alguien que amara a Cheveron y que fuera feliz allí. No podía llevar a Cheveron a una mujer divorciada. Y sin embargo, había jugado con fuego, pretendiendo poder tener a Cheveron y a Violet, exculpando su conciencia al repetirse una y otra vez que Violet no lo tomaba en serio, que su amor por él era tan transitorio como lo que él sentía por ella.

* * *

Se había aproximado a la Villa de las Rosas con aprensión. Abrió la puerta con su llave y se sintió aliviado al ver que las luces del salón, estaban encendidas y que Violet no se había retirado a su dormitorio. Estaba sentada ante su escritorio, escribiendo, cuando él entró.

Su rostro estaba muy pálido al decirle:

—Pensé que vendrías.

—¡Naturalmente! Te debo una disculpa —dijo él con grave expresión. Sus ojos no pudieron sostener la mirada de Violet. Ella nunca lo había visto así y sintió que le faltaba el aliento.

La ansiedad y el temor que se habían ido albergando en su alma durante las últimas horas, surgieron de nuevo.

Había comprendido la verdad, sin explicaciones. Y deseó morir antes que escucharla de los labios de Robert.

Pero las generaciones de sangre azul que corrían por sus venas la ayudaron a decir con ligereza:

—¿No quieres tomar una copa, Robert? Debes haber tenido muchas dificultades desde la última vez que te vi.

—¡Gracias! —dijo él, agradeciendo el momento de respiro y aliviado al ver tranquila a Violet.

No pudo imaginar que, al mirarlo cruzar la habitación, gallardo y apuesto, Violet había deseado correr hacia sus brazos, confesándole lo mucho que lo amaba. Pero ella había desechado aquel pensamiento.

Con la copa de vino en la mano, él se paró junto a la chimenea. Estaba nervioso y era patético verlo así. El siempre había sido el más fuerte de los dos, mental y físicamente; pero en estos momentos de crisis, Violet comprendió que era muy joven en lo concerniente a las mujeres. Sus ideales estaban intactos.

Para él, una mujer era una criatura hermosa y pura de cuerpo y alma, Violet sintió violentos celos hacia la mujer que Robert amaba y que pronto convertiría en su esposa.

Robert apenas probó su copa, aunque sus labios estaban secos. Aspiró profundamente.

—Tengo algo que decirte —murmuró.

Entonces Violet comprendió lo que tenía que hacer. Para salvarlo de la humillación, ella tendría que sacrificarse. Lo había perdido, completa y absolutamente. Había fallado en lo que se había propuesto, destruyéndose ella misma en su intento.

Amaba a Robert como jamás amó a hombre alguno, ni volvería a amar; pero, porque lo amaba con un amor desinteresado, haría algo por él.

Había extendido la mano hacia el brazo de él, pero la dejó caer. No se atrevía a tocarlo.

—Un momento, Robert —le dijo en tono frío—. Antes que me expliques lo que ocurrió esta noche, tengo algo que decirte. Eric estuvo aquí hoy.

—¡Eric!

—Sí, Eric —replicó Violet—. Vino desde Niza. Me trajo noticias de Inglaterra. Su tío, Sir Harold Featherstone, ha muerto, dejándolo como su heredero.

—¿De veras? Eso es excelente, para Eric, por supuesto.

Era evidente que pensaba que la noticia no tenía importancia, pero, cortésmente, dejó hablar a Violet.

—Eric también me contó que su hermano Alwyn se está divorciando de su esposa. Se ha escapado con un hombre dejando a sus hijos. Eric los está adoptando y los llevará a vivir a Medway Park, la mansión que le dejó su tío en Norfolk.

Hizo una pausa y continuó diciendo:

—Eric también me dijo que mi habitación en Medway Park está lista para cuando yo desee ocuparla. Está dispuesto a aceptarme de nuevo, Robert, de hecho siempre ha pensado que yo nunca lo he abandonado, que siempre he sido su esposa.

No se atrevió a mirar a Robert. No se atrevía a contemplar la expresión de alivio que sin duda asomaría a su rostro. Lo había salvado de la humillación, pero él nunca lo sabría.

—No quiero que pienses mal de mí, Robert —prosiguió Violet—. No deseo lastimarte, pero considero que no puedo dejar a Eric solo ahora que tiene que educar a dos niños y administrar una enorme mansión y numerosas propiedades. Necesita de la ayuda de una esposa. Cuando llegaste, le estaba escribiendo para decirle que me reuniré con él en Inglaterra.

La palabra escapó presta de los labios de él.

—¿Cuándo?

—Pasado mañana o tan pronto como pueda liquidar a los sirvientes y cerrar la villa.

—Debes hacer lo que creas más conveniente. Si Eric te necesita…

—Mucho —le interrumpió Violet—. El me ama, siempre me ha amado a su manera.

—Entonces…

Violet lo miró detenidamente por última vez, para conservar aquel último recuerdo de su barbilla cuadrada, de la curva de sus labios…

—Entonces supongo que nosotros… —empezó a decir él, pero no pudo continuar.

Violet hizo un gesto con las manos.

—No hablemos de ello. ¡Odio las despedidas! No hay nada peor que lamentar un amor que se ha acabado.

—¿Estás segura que eso es lo que quieres? —preguntó Robert.

—Sí, por supuesto.

Violet fue hasta la chimenea y cambió de lugar los adornos.

—Mi querido Robert, todo en la vida tiene su final, hasta la felicidad. No nos digamos adiós de la manera convencional, con expresiones de gratitud. Recordemos lo que fue y olvidemos que no existe el mañana. Es mejor así.

—Será como tú desees —había respondido Sir Robert reconfortado.

Por un momento, Violet pensó que no podría continuar con esa farsa; tenía que ser sincera. Pero, de nuevo, su amor triunfó sobre su debilidad.

Lanzó un suspiro.

—Querido Robert, ¡cómo nos hemos divertido! Creo que nunca había disfrutado el sur de Francia como este año. Extrañaré esta luminosidad en Norfolk, siempre pensé que era un condado particularmente gris…

Comprendiendo que no podría soportarlo más, dijo:

—Debes irte ahora, Robert. Estoy cansada y tengo dolor de cabeza. Si necesito tu ayuda mañana, te mandaré una nota a tu hotel. Si no tienes noticias mías, será porque estoy muy ocupada. Tengo que terminar esta carta para Eric y luego caeré en la cama literalmente rendida.

Atravesó la habitación y se sentó frente al escritorio, tomando una pluma.

—Buenas noches, Robert —le dijo sin mirarlo.

El se quedó sorprendido ante su comportamiento, pero quedó completamente convencido, como ella esperaba, de la sinceridad de su actuación. Se había dirigido lentamente hacia la puerta y, al llegar a ella, volvió la cabeza.

—¿Estás segura, Violet?

—¿Segura? ¿De que regresaré con Eric? Por supuesto que lo estoy.

Violet continuó escribiendo la carta y oyó que se cerraba la puerta del saloncito. Escuchó los pasos de Robert cuando él cruzó el vestíbulo y salió por la puerta principal, y sus pasos por el jardín.

Se quedó muy quieta hasta que ya no percibió sonido alguno, excepto el tictac del reloj. Entonces, lentamente, escondió la cabeza entre los brazos y empezó a sollozar.

Comprendió entonces que no sólo lloraba por Robert, sino por su juventud perdida.

Robert había desaparecido en la noche con una sensación de alivio en el corazón.

Sólo ahora se daba cuenta de lo temeroso que había estado en decirle que sus amores habían terminado.

Y ahora estaba libre, libre para regresar a Cheveron, y eso era lo único que importaba.

Estuvo tanto tiempo sentado en el balcón recordando aquel penoso incidente que perdió la noción del tiempo y, al mirar el reloj, se lavó y se vistió apresuradamente. Aun así, cuando llegó a la Capilla de Santa Dévote la misa casi había terminado.

La capilla estaba en la semioscuridad, iluminada sólo por las velas del altar. Había pocas personas, casi todas mujeres ancianas vestidas de negro.

Sir Robert pudo ver a Lorraine arrodillada junto al altar. No llevaba sombrero, sino una mantilla de encaje gris.

Titubeó, sin saber qué hacer. Sonó una campanilla y el sacerdote levantó las manos. Sir Robert no sabía lo que eso significaba, pero sintió un deseo incontrolable de elevar su alma a Dios. Se arrodilló en la última banca con la cabeza inclinada y las manos juntas frente a él. No entendía latín, el idioma con que se celebraba la misa, pero podía sentir que una presencia divina, en esa pequeña capilla, le había revelado algo muy importante.

Ahora veía con claridad cómo le había fallado a su madre y a los ideales que le habían inculcado desde niño y comprendió que su conducta irresponsable había perjudicado a Cheveron y a la gente que lo respetaba y confiaba en él.

Estaba postrado como un humilde penitente arrepentido, implorando perdón desde lo más profundo de su alma. Y, de pronto, comprendió que había sido perdonado, que su arrepentimiento había sido aceptado.

Con el alma llena de alivio, abrió los ojos. La misa había terminado. La capilla estaba casi vacía y el sacerdote también se había marchado. Vio que Lorraine se levantaba y caminaba, abstraída, hacia el sitio donde él se encontraba.

No percibió su presencia hasta que estuvo junto a él y lo vio, todavía de rodillas, contemplándola. Con un delicado gesto se llevó una mano al pecho. El se puso de pie y, tomándole la otra mano, se la llevó a los labios.

—Sabía que vendrías —dijo ella simplemente.

—Deseo hablarte —respondió él.

—Estoy sola. Jeanne no se sentía bien y no pudo acompañarme.

—Entonces puedo decir ahora lo que tengo que decirte y enseguida —dijo Sir Robert acercándosele.

Lorraine se sentó en una banca y Sir Robert se acomodó junto a ella.

—¿Es correcto que te hable aquí? —le preguntó en voz baja.

—Sí, por supuesto que sí —sonrió Lorraine—. Si le traemos nuestras desdichas a Dios, ¿por qué no habremos de traerle nuestra felicidad?

—¿Eres feliz entonces?

Ella asintió con la cabeza, y su mano tembló entre la de él.

—Sabes muy bien lo que quiero decirte —musitó Sir Robert—. Quiero pedirte que me concedas el honor de ser mi esposa. Te amo, más de lo que creí que un hombre pudiera amar a una mujer. Te cuidaré y protegeré por el resto de mi vida, si te confías a mí.

El conocía su respuesta. La leía en su rostro radiante, pero esperó, hasta que ella murmuró:

—Yo también te amo.

Ella estrechó entre sus brazos y la atrajo hacia sí. La sintió temblar y buscó sus labios. Juntos experimentaron un éxtasis que no pertenecía a este mundo.

Por un momento, fueron un solo ser y, como si ya no pudieran soportar aquel hechizo, Lorraine escondió la cabeza en el pecho de él.

—¡Oh, mi dulce adorada, te amo tanto! —exclamó Sir Robert.

Ella alzó el rostro, pero miró hacia el altar.

—Siempre supe que el amor sería así.

—¿Cómo?

—Algo sagrado; algo que forma parte de nuestro amor a Dios.

La pureza de su voz conmovió a Sir Robert. Besó sus manos y elevó una plegaria desde el fondo de su corazón.

—Debemos regresar —dijo ella al fin.

Salieron juntos de la iglesia tomados de la mano.

—¿Trajiste un carruaje, o regresaremos caminando? —preguntó ella.

—Era tan tarde que vine en un carruaje. Le dije al cochero que me esperara. Iré a llamarlo si me esperas aquí.

—No me iré —contestó Lorraine riendo.

Sir Robert descendió los escalones. Como había anticipado, el cochero dormitaba bajo la sombra de unos olivos. Lo despertó y el cochero tomó las riendas.

Cuando Sir Robert iba a regresar para buscar a Lorraine, vio a un hombre que se aproximaba a caballo. Lo reconoció en el acto y se apresuró a regresar junto a ella.

—Acabo de ver al Rajá —dijo—. Pero no debes sentirte atemorizada, ahora estoy contigo y nada te ocurrirá, pero te prometo que me encargaré de él más tarde.

Lorraine se puso pálida y una mirada de terror empañó sus ojos, pero no hubo tiempo de agregar nada más. El Rajá se aproximaba y los vio tomados de la mano.

Sir Robert esperaba que pasara sin saludar o dar señal de reconocerlos pero, para su sorpresa, el Rajá detuvo su caballo.

—¡Sir Robert! —llamó el Rajá.

Sir Robert lo miró con expresión desdeñosa y no respondió.

—Tengo algo de gran importancia que contarle —dijo el Rajá—. ¿Viene usted aquí o debo ir hasta usted?

Sir Robert advirtió que Lorraine se estremecía. Para protegerla, descendió los escalones y se enfrentó al Rajá.

—¿De qué se trata? —preguntó en tono áspero—. Pensaba ir a verlo más tarde porque lo que tengo que decirle no puede repetirse en frente de una dama.

El Rajá lanzó una desagradable carcajada.

—Lo que deseo decirle, Sir Robert, se refiere a cierta dama y es una expresión de mi buena voluntad hacia usted.

—Si tiene algo que decir, dígalo de una vez y váyase antes que lo obligue.

—San Jorge en persona —comentó en tono burlón el Rajá—, ansioso de defender a una inocente damisela. Mi querido Sir Robert, no se deje engañar, como casi me pasó a mí. Las jóvenes no permanecen inocentes mucho tiempo en compañía de la notoria Madame Bleuet.

—¿De qué está usted hablando?

—Estoy hablando de Madame Bleuet, o si lo prefiere, de Madame Secret —contestó el Rajá—. Su establecimiento en la Rue de Roi es la más elegante y conocida casa de citas en toda Francia. Estoy seguro que usted debe haber estado allí, mí querido Sir Robert, pero si la memoria le falla y no está completamente convencido, puedo proporcionarle pruebas en cualquier momento. No dude en llamarme, estoy a sus órdenes.

El Rajá saludó y se alejó. Sir Robert se quedó como petrificado. Por un momento, no pudo creer que lo que el Rajá había dicho fuera cierto.

Un rostro acudió a su memoria; una mujer con el pelo pintado y los labios untados de carmín que sonreía condescendientemente. Era un rostro poco común que no se olvidaba con facilidad Madame Secret era más vieja y sus cabellos eran grises… y sin embargo…

¡Pero era imposible! ¿Estaba imaginando cosas o volviéndose loco? Sólo había estado una vez en la Rue de Roi, porque siempre fue demasiado escrupuloso para buscar diversión en un sitio como ése. Y, sin embargo, podía recordar el rostro de aquella mujer.

Lentamente, Sir Robert regresó al sitio donde Lorraine lo estaba esperando.

—¿Qué quería? Por favor no le hagas caso. Es un malvado.

—Está tratando de buscar problemas, pero estoy seguro que sólo está diciendo mentiras. Habló de una Madame Bleuet y…

Se detuvo abruptamente. Los ojos de Lorraine se abrieron como si reconociera aquel nombre.

—¿Has oído hablar de ella? —preguntó incrédulo.

—Yo… —empezó a decir Lorraine, pero se detuvo, porque los dedos de Sir Robert apretaron con fuerza su muñeca.

—Escúchame —le dijo—. Ponte de rodillas ahora mismo y júrame por Dios que esa mujer que llamas tu tía no es Madame Bleuet. ¡Júralo!

—Pero… yo creo que ella…

—¡Entonces es ella!

Lorraine enmudeció al contemplar la expresión de Sir Robert.

—¡Es ella! —repitió—. Entonces el Rajá tenía razón y también has tratado de engañarme. ¡Y yo que te creí! Creí que eras lo que aparentabas y hasta te pedí que fueras mi esposa. ¡Oh, Dios mío! Pero todavía no me has atrapado. Todo fue una hábil estratagema, pero te ha fallado. Me he salvado a tiempo y precisamente por el hombre a quien consideraba mi enemigo.

Sir Robert, ciego de ira, continuó diciendo:

—Regresa con tu pretendida tía y dile que ha cometido una equivocación, dile que te he desenmascarado, que sé que eres una mentirosa. Te desprecio, a ti y a todas las de tu clase. Espero no volver a verte nunca más.

Luego, Sir Robert se alejó sin mirar hacia atrás.

Ella se quedó inmóvil en los escalones, pálido el rostro y los ojos ensombrecidos por una mirada de dolor.

Sir Robert se subió al carruaje. Dio una orden al cochero y los caballos emprendieron el camino.

Ella no pudo pronunciar palabra; la voz se le había apagado en la garganta. Sólo pudo mirar, desesperada, el carruaje que se hacía cada vez más pequeño en la distancia.