Capítulo 11
El «Restaurante de las Flores» ofrecía un baile de gala y los más distinguidos visitantes de Montecarlo estaban sentados en el gran comedor cuyas ventanas daban al mar.
A cada dama se le obsequiaba un bouquet a la entrada y cada caballero recibía un capullo para su solapa.
A un lado del restaurante había un jardín, donde los huéspedes podían refrescarse o pasear al terminar cada pieza.
De cada árbol colgaba una linterna china y el borde de las veredas se indicaba con velas cubiertas de cristales de colores.
Sentada con su tía Emilie, Lorraine deseaba poder bailar con alguien que la llevara luego a contemplar la maravilla de las linternas y las luces artificiales del jardín.
Todas las personas que conocía de vista en Montecarlo estaban presentes esa noche, así como los huéspedes del hotel y los que frecuentaban el casino.
Sir Robert también estaba en el restaurante, pero su mesa estaba muy lejos de la de Lorraine y ella sólo podía contemplar ocasionalmente su perfil. Estaba acompañado, como siempre, por Lady Violet.
El Príncipe Nikolai se sentaba con un grupo de amigos en una mesa en el centro del salón. En un extremo, se veía al Rajá de Jehangar con dos de sus compatriotas y Lorraine no pudo menos que preguntarse por qué no estaba con él la dama con quien había hablado en el casino la otra noche.
Todo el mundo parecía alegre y feliz, y Lorraine pensó que sería divertido alternar con personas de su misma edad. Pero rechazó ese pensamiento: no debía ser malagradecida.
Era muy afortunada de poder estar en Montecarlo y, aunque a veces se ponía muy irritable, su tía Emilie había sido muy bondadosa al traerla aquí, comprarle hermosos vestidos y brindarle el privilegio de conocer a la gente más distinguida de Europa. Impulsivamente, se dirigió a ella:
—Creo que no te he agradecido suficiente, tía Emilie, todo lo que has hecho por mí. Gracias, muchas gracias.
—Por desgracia tu gratitud no te ha servido para obedecer mis instrucciones.
—¿Cuáles instrucciones, tía Emilie? Siempre trato de hacer lo que me pides. ¿Me he olvidado de algo?
—No, no te has olvidado de lo que te he dicho. Creo que simplemente eres inepta… o tonta y no has sabido llevar a cabo mis instrucciones.
Su tono desdeñoso hizo aflorar el color a las mejillas de Lorraine.
—Lo siento tía Emilie, si he fallado en algo. ¿No quisieras explicarme de qué se trata?
—Sabes muy bien la respuesta. Tienes ojos y no estás ciega. Puedes ver al príncipe en la mesa central. Está celebrando con un grupo de amigos y hay mujeres entre ellos, ¿por qué no estás tú allí? ¿Por qué no te ha invitado?
Emilie hizo una pausa, esperando que Lorraine respondiera.
—Supongo… que… no quiso invitarme.
—¿Por qué no? Les dejé solos esta tarde mientras observaban las regatas. Pensé que no fallarías en seducirlo para que nos invitara esta noche o mañana. ¿De qué hablaron?
Lorraine bajó los ojos. Recordó lo incómoda que se había sentido cuando su tía, deliberadamente, atrajo, la atención del príncipe.
Emilie se había abierto paso a través de la multitud hasta llegar a su lado y él, mirando a través de sus binoculares, prestaba sólo atención a las pequeñas velas blancas que surcaban el mar azul.
—Buenas tardes, su Alteza Serenísima —dijo ella—. ¿Tendría la amabilidad de explicarnos el desenvolvimiento de la carrera? A mi sobrina le interesan mucho los yates.
El príncipe no pudo hacer otra cosa que quitarse los binoculares, besar la mano de Emilie y sonreírle a Lorraine.
—¿En verdad siente tanta curiosidad? —preguntó él en tono jovial.
—Sí… estoy… m… muy interesada.
Ella sabía que él no la creería, pero, con súbita gentileza, respondió:
—Déjeme explicarle lo que está sucediendo.
Emilie se había perdido entre la multitud, dejándolos solos, y Lorraine comprendió que ese comportamiento tan poco convencional causaría muchos comentarios, pero se sintió aliviada de que su tía no pudiera escucharla.
—Por favor, no se preocupe por mí, su Alteza Serenísima. Sé que prefiere observar la carrera con sus binoculares.
El príncipe le había dirigido una sonrisa comprensiva.
—No creo que el dragón sepa la diferencia entre un yate y un bote de remos, así que no podrá examinarla después de la competencia.
Lorraine rió. El tenía una manera divertida de encarar una situación.
El yate del príncipe, que había participado en la competencia, ganó y él gritó excitado, agitando su gorra por encima de la cabeza. Volviéndose hacia Lorraine, le dijo:
—Tengo que ir hasta el puerto para premiar a la tripulación.
—Me alegro mucho que haya ganado.
El príncipe se apresuró a marcharse y Lorraine comprendió que no había vuelto a pensar en ella. La tía Emilie no le dijo qué era lo que esperaba de la entrevista, pero ahora no podía ocultar su desilusión al observar el grupo del príncipe.
—El príncipe no mencionó que vendría aquí esta noche —dijo por fin Lorraine.
—Y no tuviste el sentido de preguntárselo. Tendré que hacer algo para compensar tu ineficacia. Le pedirás que venga a hablar contigo y cuando venga, debes asegurarte que te invite a bailar.
—¡Pero tía Emilie, yo no podría hacer eso! —protestó Lorraine.
—Harás lo que se te dice. Esperaba que él se sintiera atraído por tu inocencia pero creo que es demasiado joven para apreciarla. Tienes que emplear otros métodos, querida, y mientras más pronto mejor.
—¿Pero tía Emilie, por qué tengo que hacer esto? ¿Por qué es tan importante que el príncipe se interese por mí?
—Ya te he dicho que no hagas preguntas. Todo lo que tienes que hacer es obedecerme. Es imperativo que cautives al príncipe, pero no tienes por qué saber los motivos. Al principio se sintió atraído por ti. Sé que no me engaño. Lo vi en su mirada y en la forma en que te hablaba. Pero no ha ido más allá. ¿Qué has hecho o qué le has dicho?
—Nada. El príncipe es siempre muy amable… pero no sé qué es lo que esperas de él.
—Quiero que se enamore de ti —replicó Emilie—. ¿Está suficientemente claro?
—Estoy segura… que no me considera… en ese sentido.
—Entonces, cautívalo —dijo Emilie.
Llamó al camarero y le pidió una hoja de papel y lápiz. Emilie le pasó una hoja a Lorraine y después el lápiz.
—Escríbele —ordenó.
—Pero no puedo, tía Emilie. Por favor, ahórrame este bochorno, es muy humillante.
—¡Tonterías! A los hombres les agrada que una mujer bonita ande tras ellos.
—Pero yo no deseo andar tras él. Me hace sentir mal cuando nos dejas solos. La gente hablará porque sabe que él es la única persona con quien tenemos amistad.
—Quiero que la gente hable. Y si se ríen, no tiene importancia. Déjate de absurdas excusas, Lorraine, y escríbele.
Ella sabía que era inútil suplicarle a su tía y, con el rostro muy pálido, tomó el lápiz.
—¿Qué debo decirle?
—¿Ni eso puedes hacer por ti misma? No pareces tener ideas propias. Muy bien, entonces yo te dictaré el mensaje:
Tengo algo de suma importancia que decirle a su Alteza Serenísima.
¿Sería tan gentil de dedicarme unos minutos y venir a nuestra mesa?
Lorraine.
Lorraine escribió las palabras que le dictaba su tía y cuando terminó alzó la cabeza y dijo:
—Pero no tengo nada que decirle.
—Entonces es mejor que pienses en algo.
—¿Pero qué puedo contarle? —preguntó Lorraine con desesperación al ver que su tía doblaba la nota y se la entregaba al camarero, con instrucciones de llevarla a la mesa del príncipe.
—Es mejor que decidas lo que vas a decirle y pronto —dijo su tía con voz tan dura como el acero.
Lorraine se sentía atrapada y se avergonzó de ser tan débil y obedecer así a su tía.
Como en una pesadilla, vio que el camarero atravesaba el salón y se detenía junto al Príncipe Nikolai. Éste tomó la nota de la bandeja y empezó a leerla.
Pero ya no pudo seguir mirando. Bajó la cabeza y apretó los dedos temblorosos sobre su regazo, pensando desesperadamente qué podría decirle.
Con una creciente sensación de pánico, oyó a su tía decir:
—¡Ya viene!
Lorraine deseó que la tierra se abriera y la tragara y esperó desesperada, mientras el príncipe atravesaba el salón deteniéndose para hablar con algunas personas que lo saludaban. Lorraine no pudo levantar los ojos, ni siquiera cuando escuchó a su tía decir con fingida dulzura:
—Buenas noches, su Alteza Serenísima. ¡Qué gusto de verle! ¿No le parece que es una noche encantadora?
—La cena de gala no estaría completa sin su presencia, Madame —dijo el príncipe con exagerada cortesía—. Buenas noches, mademoiselle.
Saludó con la cabeza y Lorraine se vio forzada a levantar la vista. El advirtió la súplica que encerraba su mirada y sonrió, inspirándole confianza. Luego, se inclinó hacia Emilie.
—¿Me permite, Madame, invitar a mademoiselle a bailar este vals?
—Por supuesto, Su Alteza.
Mientras precedía al príncipe hasta la pista de baile, Lorraine se percató de que un rostro moreno y unos ojos oscuros seguían atentamente todos sus movimientos y, en ese momento, comprendió que había salvado su orgullo.
¡Ya tenía algo que contarle al príncipe! La preocupación por los súbitos cambios de humor de su tía la había hecho olvidar ese incidente que tanto la había perturbado.
Le contaría al príncipe que el Rajá había querido comprarle sus perlas y que, por unos segundos, había tratado de hipnotizarla. No tenía necesidad de exagerar; aquélla era una historia bastante tenebrosa.
Lorraine se veía exquisita cuando se detuvo por un momento en la pista de baile, esperando que el príncipe se dispusiera a bailar con ella.
El príncipe rió mientras giraba con ella al compás de «El Danubio Azul».
—Es adorable —dijo Lady Violet y Sir Robert no tuvo necesidad de preguntar a quién se refería.
Sir Robert había estado observando a Lorraine desde el momento en que se levantó de su mesa.
—Sí, es adorable —asintió y se sorprendió ante el sonido tan grave de su voz.
—No somos los únicos que piensan así —comentó Lady Violet—. Mira al Rajá.
Sir Robert volvió la cabeza y observó al Rajá. El también estaba mirando a Lorraine, y la expresión de su rostro provocó una reacción de ira en Sir Robert que nunca imaginó ser capaz de sentir.
¡Cómo se atrevía a mirar así a Lorraine! Sintió el súbito deseo de levantarse de la mesa, de impedir que ella siguiera bailando con el príncipe y de llevársela del restaurante y de Montecarlo, a fin de evitar que hombres como el Rajá pudieran mancharla. Ella era demasiado noble, demasiado ingenua para verse en esa situación y Sir Robert pensó que, si fuera necesario, iría hasta la mesa del Rajá y lo golpearía.
Volvió a la realidad al escuchar la voz de Violet que le preguntaba sorprendida:
—Robert, ¿qué pasa?
—¿A mí? Nada.
—Te veías tan enfadado. Pensé que algo te había disgustado. ¿O es sólo mi imaginación?
—Estoy cansado —respondió en tono brusco—. ¿A qué hora podremos marcharnos?
—¡Oh, todavía no! —protestó Lady Violet—. Es muy temprano.
Lorraine y el príncipe terminaron de bailar, pero no regresaron a la mesa donde Emilie estaba sentada sola. Atravesaron la puerta que conducía al jardín y Sir Robert los siguió con la mirada.
Esa joven estaba propiciando habladurías acerca de ella y el príncipe y éste, aunque era un joven muy agradable, sólo pretendería divertirse con ella.
Trataría sin duda de enamorar a Lorraine y ella no comprendería su actitud. Afuera estaría oscuro; pero, en la penumbra, él podría percibir sus delicados rasgos, la suave textura de su piel, la fina curva de sus labios…
Con un esfuerzo sobrehumano, Sir Robert permaneció sentado en su silla.
—El Rajá se marcha ya —dijo Lady Violet.
Sir Robert vio que el Rajá se levantaba de su mesa. Murmuró algo al oído de uno de los hombres que lo acompañaban y sonrió mostrando sus blancos dientes.
«Me gustaría saber por qué parece tan contento», se dijo Sir Robert, pero volvió a pensar en el príncipe, preguntándose si todas las mujeres lo encontrarían irresistible.
En el jardín, Lorraine le contó al príncipe lo que había sucedido con el Rajá.
—Me dijo que estaba decidido a obtener las perlas y que sería mejor que yo se las diera de buen grado. No es que esté asustada, pero hay algo siniestro en su persona.
—¿Se lo ha contado a su tía?
Lorraine movió la cabeza.
—Me regañaría por haber escuchado al Rajá, pero me pareció una descortesía negarme.
—No se preocupe. Hablaré con monsieur Gutier, el jefe de la Policía, quien es amigo mío. Si el Rajá se atreve a molestarla otra vez, se le dirá que abandone el Principado. Mientras tanto, Monsieur Gutier podrá insinuarle algo.
—Gracias —dijo Lorraine—, su Alteza Serenísima es muy amable al tomarse tantas molestias por mí.
—No es ninguna molestia y me alegro que me lo haya contado. No debe preocuparse más por este asunto. ¿Me lo promete?
—Se lo prometo.
Ambos sonrieron y el príncipe preguntó:
—¿Cuándo se marcha y adónde irá cuando se vaya de aquí?
—No puedo contestar ninguna de esas preguntas. No es que no quiera hacerlo, pero yo misma lo ignoro.
El príncipe se puso serio.
—Quisiera poder ayudarla, pero no entiendo… —Se detuvo de pronto—. No vamos a discutirlo en este momento. No hay tiempo porque tengo que regresar con mis invitados, pero nos veremos mañana. Podemos dar un paseo en el carruaje si el dragón se lo permite y entonces podremos discutirlo.
—Me gustaría —repuso Lorraine simplemente.
—Entonces pasaré a buscarla a las tres. Venga sola.
Tomó a Lorraine del brazo y la guió entre las veredas del jardín, hasta el restaurante, llevándola hasta su mesa. Unos segundos después, el príncipe se despidió y regresó al lado de sus invitados.
—¿Y bien? —El tono de tía Emilie no dejaba lugar a dudas.
—Su Alteza me ha pedido que lo acompañe a dar un paseo mañana.
—¡Muy bien! —exclamó con calurosa aprobación—. Ahora podemos regresar al hotel.
Lorraine se alegró de la decisión de su tía. Ella también deseaba marcharse, porque aquella noche había experimentado demasiadas emociones conflictivas y no la había disfrutado.
Emilie pagó la cuenta y se dirigió hacia la puerta, escogiendo un momento en que la orquesta no estaba tocando y que la pista de baile estaba vacía.
Todos los ojos se volvieron hacia ellas y Lorraine trató de moverse lentamente y con dignidad. No pudo evitar, sin embargo, dirigir una mirada furtiva hacia la mesa donde estaba Sir Robert. En ese momento, él estaba pagando la cuenta que le había presentado el camarero y Lady Violet parecía irritada.
Emilie y Lorraine llegaron al vestíbulo del restaurante, donde unos sirvientes corrían a buscar las copas mientras otros llamaban a los carruajes.
Esperaron unos momentos, hasta que les informaron que su carruaje estaba listo.
Otras personas salieron tras ellas y Lorraine vio a uno de los hombres morenos que había cenado con el Rajá, pero cuando sus miradas se encontraron, desvió los ojos rápidamente.
Al dirigirse Emilie hacia el carruaje, el hombre que estaba con el Rajá la interceptó. Murmuró algo en su oído, pero Lorraine no pudo escucharlo. Su tía se sobresaltó y él dijo:
—Tiene que oírme, Madame.
Emilie volvió la cabeza y advirtió que Lorraine estaba escuchando.
—¡Súbete al carruaje! —dijo con voz dura.
Lorraine obedeció, sorprendida ante esa orden. Se preguntó qué tendría que decirle a su tía el amigo del Rajá.
El interior del carruaje estaba oscuro y ella se sentó en un extremo del asiento, pensando que su tía Emilie se sentaría junto a la puerta. Ésta se cerró de súbito, y los caballos se pusieron en movimiento; primero, con lentitud, y luego a todo galope, Lorraine lanzó un grito.
—¡Esperen! Va a subir alguien más. ¡Han dejado a una persona!
Pero, al gritar, comprendió que nadie la oía. Las paredes del carruaje estaban todas acolchadas y las ventanas cerradas. Trató de abrir la que estaba más cerca, pero no pudo moverla y lo mismo sucedió con la otra.
Sin aliento, volvió a sentarse y se dijo que tal vez no importaba. El Hotel de París estaba cerca y tía Emilie podía tomar otro carruaje. Sólo representaría una molestia y un gasto adicional.
Lorraine se sintió más aliviada y se preguntó que podría decirle el amigo del Rajá a su tía. Ella se había sorprendido mucho al escuchar lo que él murmuró a su oído. ¡Cuánto misterio!, pensó suspirando.
Miró por la ventana. Ya debían haber llegado al hotel. Entonces comprendió que los caballos estaban subiendo rápidamente una cuesta por el ancho camino que conducía a la parte nueva de la ciudad, hacia el Monte Ángel.
Era evidente que se había cometido un terrible error.
Trató nuevamente de abrir las ventanas, y al no lograrlo, se dispuso a abrir la puerta; pero, para su sorpresa, advirtió que no había ninguna manija en el interior del carruaje.
El pánico comenzó a invadirla y gritó de nuevo:
—¡Paren el carruaje! ¡Abran la puerta!
Pero no obtuvo respuesta. Los caballos siguieron subiendo la colilla y el único sonido que se escuchaba era el de las ruedas del carruaje sobre el pavimento.
¿Qué podría haber ocurrido? ¿Habría tomado por equivocación un carruaje privado y la estaban llevando a una de las grandes villas en la parte alta de la ciudad? Ésa era la única explicación posible.
Los caballos prosiguieron su camino y al mirar por la ventanilla, Lorraine se dio cuenta de que estaban frente al jardín de una enorme villa pintada de blanco. Una escalinata de mármol conducía a las verjas de hierro forjado.
El carruaje se detuvo y un sirviente nativo vestido con una casaca roja, voluminosos pantalones de lino blanco y un turbante de la misma tela, abrió la puerta. Otros sirvientes, ataviados del mismo modo, bajaron corriendo los escalones. Lorraine descendió del vehículo.
—Ha habido una equivocación —dijo con voz clara—. Me trajeron aquí desde el Restaurante des Fleurs, pero yo debería haber ido al Hotel de París. Les agradecería que el carruaje me llevara de regreso.
Un sirviente barbudo, que parecía más viejo y más distinguido que los demás, se adelantó. Hizo una reverencia, diciéndole algo en un lenguaje que no entendió y señaló la puerta abierta de la villa.
—¿No hay nadie aquí que pueda hablar francés o inglés?
El sirviente negó con la cabeza y, hablando en una lengua extraña, volvió a señalar la puerta.
«Tal vez haya alguien adentro que me entienda», pensó Lorraine. Diciéndose que no podría hacer otra cosa, subió los escalones y atravesó las puertas dobles de la villa.
Se encontró en un gran vestíbulo con columnas de mármol blanco y negro y los sirvientes la siguieron. El hombre de la barba la condujo por una escalera cubierta por gruesa alfombra que atenuó sus pisadas.
De pronto Lorraine se sintió terriblemente asustada. ¿Adónde la llevaban? ¿Qué significaba todo esto?
Hizo un último intento.
—Deseo hablar con la dueña de la casa. ¡Oh! ¿No hay nadie aquí que entienda francés, o inglés o alemán?
El hombre murmuró algo y, al abrir la puerta, Lorraine vio una habitación iluminada débilmente por lámparas doradas. En el ambiente flotaba un exótico perfume de sándalo y los adornos de oro brillaban por todas partes.
Alguien salió de las sombras en un extremo de la habitación y caminó hacia ella. Lorraine vio unos dientes blancos que brillaban entre una piel morena, el resplandor de las joyas de un turbante y reconoció al Rajá.
Lanzó un pequeño grito de terror y, en ese momento, escuchó que la puerta se cerraba tras ella.
—Mademoiselle Fantome. Es un placer darle la bienvenida a mi casa —dijo en tono suave.
—Me han traído aquí por equivocación —replicó rápidamente Lorraine—. Le agradecería a Su Alteza que me enviara enseguida al Hotel de París.
—¿De veras cree que fue la casualidad la que la trajo hasta aquí?
—¿Entonces no fue una equivocación?
—Yo me equivoco raras veces.
—¡Pero esto es intolerable! Le agradecería a Su Alteza que me ordenara un carruaje o me iré caminando.
Impulsivamente, Lorraine se dirigió hacia la puerta. El Rajá no se movió y ella dio vuelta en vano a la manija. La puerta estaba cerrada con llave. El Rajá rió, con una risa burlona.
Con el rostro muy pálido, pero con la cabeza erguida, ella se volvió hacia él.
—¿Qué significa esto? ¡Cómo se atreve a mantenerme aquí!
—¿Por qué no, si deseo fervientemente su presencia?
—¿Y se imagina que nadie notará mi ausencia? ¿Cree que mi tía no estará preocupada? En este mismo momento debe estar hablando con la policía.
—Está equivocada, su tía no enviará por la policía, querida.
—Lo hará, estoy segura. Le suplico a Su Alteza que me deje ir de inmediato. Esta indiscreción no lo beneficiará en nada.
El Rajá rió de nuevo.
—Se ve muy hermosa cuando se enfada. Siempre me han gustado las mujeres hermosas cuando me desafían. Pero encaremos los hechos. Nada de lo que diga puede engañarme, el juego se ha terminado. Fue muy ingenioso, pero su tía es una mujer muy inteligente. Sí, el juego ha terminado y yo soy el ganador.
—No sé a lo que se refiere —replicó Lorraine—. Lo único que sé es que me ha traído aquí en contra de mi voluntad y le ordeno que abra esa puerta.
—Muy bien dicho. Es una actriz excelente. Su tía, como usted la llama, debe haber pasado mucho tiempo enseñándola; pero dejémonos de tonterías y empecemos a conocernos mejor, tú y yo.
Se aproximó a Lorraine y extendió una mano como si fuera a tocarla, pero ella dio un grito y se apartó de él.
—¡No se atreva a tocarme!
—Ha usado mucho esa palabra esta noche —dijo sonriendo el Rajá—. Me atreveré a muchas cosas antes que la noche termine, Mademoiselle Fantome. Pero primero que nada debes decirme tu verdadero nombre. ¿Quieres una copa de champaña?
Se aproximó a una mesa junto a la ventana, donde había muchas botellas y varias copas. La sonrisa del Rajá y su frío aplomo aterrorizaron más a Lorraine que todo lo que él le había dicho hasta ese momento.
Se llevó la mano al cuello para tocar las perlas y sus dedos estaban fríos y temblaban.
—Si lo que desea son mis perlas —dijwin aliento—, se las daré… si me deja ir… enseguida.
El Rajá se volvió hacia ella con una copa de champaña en la mano y una mirada burlona en los ojos oscuros.
—Ya no estoy interesado en las perlas. Podrás guardarlas con los otros regalos que te daré. Eres tú quien me interesa.
Lorraine sintió que se le doblaban las rodillas. Un pánico incontrolable la hizo correr hacia la puerta y darle frenéticamente vueltas a la manija. El Rajá, impasible, la observaba.
—Está cerrada con llave —dijo con voz suave—, y la única otra puerta de este aposento comunica con mis habitaciones. Puedes ir allí si lo deseas, pero creo que estarás más cómoda aquí.
Lorraine se sintió paralizada por un terror que jamás había experimentado en su vida. Deseaba gritar, pero sabía que nadie vendría a rescatarla. Los sirvientes de la casa estaban prevenidos al respecto.
Desesperadamente, se escudó en su orgullo, presintiendo que la única manera de contener los deseos bestiales del Rajá era mantener el control de sí misma.
El observaba la expresión de su rostro, como si pudiera leer sus pensamientos.
—Sabía que serías sensata una vez que comprendieras que estabas derrotada. También sé que tú inteligente y experimentada tía te ha instruido bien porque pensaban cazar al Príncipe Nikolai. Las felicito por una idea tan excelente, pero yo soy el Rajá de Jehangar con una fortuna superior a la del príncipe. Se les ha escapado un pez, pero han pescado otro.
Al pronunciar estas palabras se aproximó aún más y ella lo miró con ojos dilatados por el terror.
—No me toque o le juro que lo mataré.
El Rajá echó la cabeza hacia atrás y lanzó una carcajada.
—Eres muy entretenida. Veo que me divertiré mucho contigo. Y ahora, te daré diez minutos para que te prepares para mí. Junto al diván encontrarás una ropa transparente, como la que usan nuestras bailarinas. Póntelas y no te perturbe que sean más reveladoras que las incómodas ropas con las que cubres tus encantos naturales.
El Rajá se movió silenciosamente hasta un panel corredizo en la pared, que conducía a sus habitaciones. Tocó el resorte y miró a Lorraine.
—Tendrás diez minutos para prepararte, hermosa Mademoiselle Fantome y, si no estás lista para entonces, descubrirás que puedo actuar como la doncella más experimentada.