———— Capítulo VII ————
——— Seducción ———
~ Sagyth ~
Me decía a mí mismo que le estaba dando unos días a Samer. Razonaba todos los motivos: tenía que hacerse a la idea de mi presencia, tenía que entender que estaba allí e iba a por ella, necesitaba acostumbrarse a mí viviendo en casa de sus amigos vampiros,…
Pero la cruda realidad, la que no hubiera confesado ni amenazado con polvo de oro contra mis ojos, era que era yo el que necesitaba esos días. Necesitaba procesar una verdad indiscutible, y es que, dijera ella lo que dijera, aquella canción la había escrito para mí.
Sí, lo sé, parezco tan pagado de mí mismo, demasiada arrogancia incluso para alguien como yo. Pero era cierto, y saberlo, ser consciente de que había despertado semejantes emociones en ella, me hacía sentir…
Creo que la palabra es «vulnerable».
Siempre me había resultado fácil lidiar con mujeres, y cuanto más avanzaba la sociedad, más fácil era. Yo no quería nada de las féminas salvo un rato de placer, y ellas tenían los mismos sentimientos al respecto. Una atractiva envoltura, una actitud segura y un interés superficial eran y siempre serían suficiente para ambos.
Puede que de vez en cuando una o dos se hubieran enamorado de mí… pero yo no había prestado atención a esas cosas. Al fin y al cabo era un vampiro nómada; pasaba pocas semanas, muy ocasionalmente un par de meses, en un mismo lugar. No me molestaba en desarrollar lazos verdaderos con nadie.
Pero algo había fallado con Sam. Algo había pasado; tal vez fue verla tan vulnerable, tan torturada por un hombre que debía cuidarla y protegerla. Tal vez fue salir en su defensa, vengarla. Quizá fue ver su fragilidad bajo toda la fortaleza con la que se protegía.
Que yo tenía sentimientos nuevos hacia ella era algo que no me planteaba. Puede que no lo hiciera porque si resultaba ser que sí las cosas serían distintas y ya no podría ocuparme tanto de mi hermano; o tal vez tenía miedo de querer a una humana, a cualquier persona.
Pero lo que sí era verdad, lo que era claro como el agua de un arroyo, era que ella sí tenía sentimientos hacia mí.
Samer Roses estaba enamorada de mí.
Ahora solo tenía que hacer que lo admitiera.
Con esa idea en mente una tarde, poco antes de que cayera el sol, busqué alguna fuente de información en la mansión.
Desestimé de inmediato a Nosuë —su seriedad, en parte intensa, y su posición como padre de familia, me imponían un respeto con el que no quería lidiar—, pero Marlene no estaba y, tras un rápido chequeo de quien estuviera en la casa, tampoco vi a Helen ni a Andy, que se encontrarían en la casa de los humanos, detrás de la nuestra.
De hecho solo me quedaba recurrir a William, que en esos momentos estaba en la sala de música, tocando una de sus últimas canciones, por lo que tenía entendido.
«Maldición», pensé mientras lo miraba desde la puerta.
Pero necesitaba ciertos conocimientos de los que, sin más, no iba a disponer.
—¿Will? —lo llamé.
El vampiro dejó los dedos inmóviles sobre el piano y después ladeó la cabeza para mirarme.
—¿Hm?
—Quiero preguntarte algo.
Me lanzó una media sonrisa que había comenzado a reconocer como algo que lo caracterizaba. Puede que llevara apenas dos semanas allí, pero empezaba a entender a mis anfitriones.
Todavía pensaba en ellos como anfitriones. No sabía cómo convertirlos en miembros de mi familia.
—Sí, dime —asintió.
—¿Sabes qué clase de comida le gusta a Sam, además de golosinas y chucherías cargadas de azúcar que no sé dónde pone?
—Sí… ¿Por qué?
—Bueno, si te pregunto es porque me gustaría saberlo.
—Por algún motivo le gusta mucho la comida de Conia. Pasta, ya sabes.
Pasta, la comida más básica en Conia. Curiosamente era el país donde nos conocimos. ¿Casualidad? Tal vez, aunque me gustaba pensar que no.
—Gracias —dije con una sonrisa.
—Allí os conocisteis, ¿verdad?
No me gustó la idea de tener que admitirlo, tener que decir que lo recordaba perfectamente, cada detalle de aquel lugar en el que había visto a Samer por primera vez.
—No sé… —respondí en su lugar—. Puede.
—No te acuerdas. —William lanzó un suspiro artificial, sin apartar la mirada de mí—. Cuidado con lo que haces.
—Solo voy a darle de comer, ¿qué hay de malo en eso?
Pero me fui antes de dejarle responder, no fuera caso que se le ocurriera algo incómodo que decir. Ahora ya tenía lo que había ido a buscar: información.
En el pasillo vi a mi hermano, que salía de la habitación que habíamos escogido —sí, seguíamos «durmiendo» en el mismo lugar, porque, ¿para qué separarnos?—. Lo rodeé con los brazos y lo estreché, mostrándole en silencio todo mi amor fraternal por él.
Solo cuando lo solté me di cuenta de lo impropio que era de mi parte. Me miraba con las cejas alzadas, interrogante pero complacido, y yo me maldije por mi estupidez. Lo había abordado con afecto antes de ser consciente de por qué lo hacía: porque iba a dejarlo solo, y una parte de mí sentía remordimientos antes incluso de haberlo hecho.
—Cenaré con Sam —informé apresuradamente—. No te parece mal, ¿verdad?
—No, claro —respondió con serenidad.
—Si te molesta que…
—Sagyth, vete.
Su sonrisita casi, casi petulante logró que me riera por lo bajo. Su intento de desenfado me recordaba lo mucho que me necesitaba, y eso hacía que me resultara más difícil dejarlo.
Vaylon siempre había sido débil. No en su corazón, que era voluntarioso y dulce, sino en su cuerpo; en nuestra infancia mi hermano había permanecido casi siempre recostado en la cama, enfermo de alguna manera, agotado del mero hecho de existir.
Puede que ahora fuera un vampiro, que ya no tuviera asma y su salud fuera de hierro, pero aquella dependencia… eso lo había arrastrado desde su vida humana.
Necesitaba que cuidaran de él.
Pero podía marcharme unas horas. Solo unas horas, para llevar a cenar a una jovencita que tenía fuertes sentimientos por mí… y a la que estaba deseando arrancar una fervorosa confesión.
Así que le revolví el pelo a Vaylon, sacudiendo la cabeza, y tras despedirme me marché.
Al caer el sol seguí mi olfato para dar con el rastro de esa chica llena de azúcar. No era difícil: busca la sangre con mayor cantidad de dulce y la tendrás.
La encontré en el parque que había en la ciudad, ese parque alejado al que nadie asistía ni de día ni de noche, solo algunos gatos solitarios. Samer estaba sentada en el columpio, moviéndose levemente con un libro entre las manos, concentrada en su lectura.
Me acerqué por detrás, silenciosamente… como un animal acechando su deliciosa presa. Aunque ella no era deliciosa, al menos si hablamos de algo vampíricamente comestible. Su cuerpo, sin embargo… oh, uno podría morir por devorar ese cuerpo.
Con movimientos rápidos la rodeé con mis brazos, y antes de que pudiera reaccionar la besé en el hombro desnudo, descubierto por el corsé que le levantaba y apretaba los pechos como una generosa ofrenda.
—Hola, cachorrita… —saludé, sensual.
En lugar de responder con agresividad ella exhaló un suspiro agotado y cerró el libro bruscamente. En la portada vi un hombre y una mujer abrazados; él parecía muy cortés, y entre los labios le asomaban unos colmillos algo largos para tratarse de un humano.
Claro que era un vampiro.
—Era feliz —se lamentó Samer.
—Y ahora que estoy contigo, eres inmensamente feliz —respondí con una sonrisa
—No, me acabo de deprimir más que un elefante sin cacahuetes.
—¿Quieres cacahuetes?
—¿Los quieres tú?
—No, eso me mataría, ya lo sabes.
—Por eso lo he dicho. A ver… ¿Qué quieres, pesadito?
—Invitarte a cenar.
—Pues que te aproveche.
—La que comerás serás tú. —Rocé con los labios su mejilla tersa, suave y caliente.
—A mí si no me preparas comida con baile y bajo la luz de la luna no quiero.
Alcé las cejas ante la mención. No podía creer que hubiera dicho lo que creía que había dicho. ¿Era remotamente posible que Samer, gótica, sensual, ruda y muy atractiva, estuviera interesada en algo tan romántico?
—¿Baile? —-quise asegurarme, aunque era difícil que mis sentidos, agudizados por el vampirismo, me hubieran engañado.
—¿Qué? —Ella compuso una mueca—. Sí, dije baile.
—¿Qué baile? ¿Te gusta bailar, cachorrita?
—El baile de… vamos-a-pegarle-un-tiro-al-vampiro-pesado.
«Ah», pensé con desilusión. «Estaba bromeando, por supuesto».
Intenté no demostrar verdadera pena por aquello. A mí sí me gustaba; apreciaba los seductores bailes de salón en que un hombre y una mujer danzaban muy cerca el uno del otro, en perfecta sincronía. Era casi como hacer el amor, pero con la ropa puesta.
—Qué pena… —comenté con voz deprimida—. Me hubiera gustado llevarte a una cena romántica en algún lugar apartado, con pasta, velas y música para bailar. Un vals, por ejemplo.
—Si te vistes de mujer y yo de hombre, acepto.
—Si es lo que quieres, lo haré.
—No, no quiero eso. —Samer resopló—. Lo digo para que te calles un rato, para que te asustes y te largues.
—No vas a asustarme nunca. —Para dejarlo claro la besé en el hombro, tan desnudo y atrayente.
—Y nunca dejarás de acosarme. Pesado.
—No, nunca, al menos hasta que admitas lo mucho que me amas.
—Te amo, con todo mi corazón. ¿Me dejas en paz?
«Sin ironías, preciosa».
—¿Es lo que quieres? ¿Qué me marche?
—Sí.
—Bien. Dame un beso y me iré.
Echó la cabeza hacia atrás, ladeándola para mirarme con suspicacia. Yo sonreí con completa —y falsa— inocencia.
—¿Dónde? —inquirió.
—En los labios, obviamente. —Amplié la sonrisa, a lo que ella respondió con una mueca de completo desagrado que no logró herir mi amor propio.
—No pienso hacer eso.
—Entonces voy a quedarme aquí, como sé que quieres, acariciándote, besándote y haciéndote sentir preciosa y deseada.
—Vamos, que solo te falta violarme para hacer el completito. ¿Qué? ¿Me bajo la ropa interior?
—Vale.
—Por favor… So degenerado, suéltame.
—No.
Aun así la solté y retrocedí un paso, dándole el espacio que necesitaba.
—¿Qué te he hecho? —inquirí.
Lo pregunté con curiosidad, sin segundas intenciones. Entendía bastante bien que Sam se sentía cohibida por la atracción que existía entre los dos, y que, como buena mujer dura que era, se resistía a la seducción de un crápula como yo. Pero quería oírselo decir… o que no lo dijera.
Y como suponía, se volvió para mirarme, sorprendida. Tenía los labios entreabiertos, sugerentes. Quise besárselos. Mmm, sí… tan rojos, tan apetecibles.
—¿Qué? —insistí—. Vamos, di. ¿Qué crimen he cometido para que ni siquiera aceptes que te invite a cenar?
Sabía que no tenía una respuesta clara para mí. Sabía que no me diría que detestaba mi actitud, porque estaría mintiendo; en el fondo, muy en el fondo, a una pequeña parte de Sam le gustaba.
—Vale —aceptó entonces, poniéndose en pie—. Llévame.
Sonreí.
—No puedes resistirte a mis encantos —comenté, sin poder evitar un leve tono arrogante.
—Compórtate como un mujeriego estúpido y te dejo tirado —me advirtió.
—De acuerdo, no me comportaré como un mujeriego estúpido. —Pero mientras lo decía le rodeé la cintura con un brazo—. Vamos, cachorrita.
—¿Y por qué me coges así?
—Porque eres mía.
Su respuesta fue un resoplido de enojo; incluso rodó la mirada, haciéndose la ofendida por mi insistencia. Una insistencia que no compartía… que no quería compartir.
Pero lo haría.
—¿No te cansas de repetirlo? —preguntó con hastío.
Se apartó de mí, algo para lo que ya estaba preparado, e hizo un gesto con la mano, instándome a guiarla. Yo cogí esa mano antes de comenzar a caminar fuera de aquel parque, y Sam, evidentemente, se rindió a mis encantos y se dejó hacer… aunque gruñó por lo bajo, frunciendo profundamente el ceño.
Era dura de roer, sí señor. Como la recordaba. Como me gustaba.
Aunque también me gustaba débil y triste, la criaturita frágil que espera ser protegida.
Samer era… Ella lo era todo. Era una mujer única, a la vez fuerte y débil, indomable y dulce. Tenía todas las caras que un hombre podía amar, y encajaban a la perfección dentro de sí.
E iba a ser toda mía. No pensaba más allá del instinto posesivo, solo sabía que no iba a dejar que otros, vampiros o no, se hicieran con aquel premio.
La llevé a un restaurante de pasta con precios muy asequibles. No es que tuviera mucho dinero, y lo poco que tenía… era robado. Después de incontables décadas sin casa, trabajo, estudios y ni siquiera documentos de identidad uno tiene que buscarse las habichuelas —o, en nuestro caso, la ropa— como buenamente pueda.
Y para un vampiro el robo es fácil. Aburrido, incluso.
—Vos primero, bella dama —indiqué, abriéndole la puerta y haciéndole una pronunciada reverencia.
Noté que ella se sonrojaba de forma leve. Puede que la acumulación de sangre no oliera muy bien, pero que le pasara me hizo sonreír para mis adentros; si era capaz de ruborizarse con una reverencia, ¿qué haría cuando la tuviera desnuda bajo mi cuerpo?
—Deja de hacer el tonto —espetó al entrar, en un tono nada coherente con el sonrojo de sus mejillas—. Ni que esto fuera una cita.
—Es que es una cita.
Fui tras ella colocando una mano en su cintura y la guié hasta una mesa apartada. El local no estaba muy lleno, lo que me pareció una suerte; menos distracciones, y poca gente que se preguntara por qué me sentaba y no comía.
Samer tomó asiento, apartándose de mí.
—Sagyth, para eso tendría que sentir algo por ti, y no es así —me aseguró con impaciencia.
—Claro que es así, cachorrita, —respondí con una leve risilla mientras me sentaba frente a ella a la mesa—, solo te falta admitirlo.
Faltaban las velas, noté; pero no se podía pedir más de un local de bajo presupuesto.
Samer se enderezó de pronto y me golpeó la frente con una mano; no fue un gesto fuerte, así que su intención no era hacerme daño, solo dejar clara su postura. Claro que aunque hubiera intentado lastimarme no hubiera podido… salvo si lo hacía con una de sus pistolas con balas de oro.
—Me canso —se quejó con un resoplido—. Me cansa mandarte a tomar viento cada dos por tres… ¿Es que no te entra en la cabeza que no siento nada por ti?
«Es a ti a quien no le entra», pensé, ladeando la cabeza y lanzándole una sonrisa de suficiencia.
—Lograrías engañarme, mi hermosa y dulce Samy, si no hubiera oído esa canción —dije con voz sedosa.
—Qué pesados con la estúpida canción —resopló ella—. ¡No la hice yo!
—Claro que la hiciste tú.
—Que no, la hizo Will.
—Mentira.
—No me discutas. La hizo William, por favor… Pregúntale tú mismo.
—Lo hice.
—No me lo creo.
—Me dijo que la hicisteis «juntos»… pero tú pusiste la mayor parte, sobre todo en la letra.
Estaba más roja ahora, sus mejillas encendidas como manzanas. Adorable. Y fue más adorable aún cuando apartó la mirada, incómoda, sabiendo que la había atrapado.
—¡Que no! —insistió.
—Sam, no hace falta que lo escondas.
—¿Quieres dejarme tranquila?
Abrí la boca para replicar, pero en aquel momento llegó la camarera a tomar nota. No me importó, porque era capaz de tomarme mi tiempo.
Ya casi, casi la tenía. Y no la dejaría escapar.