———— Capítulo IV ————
——— Trato ———
~ Sagyth ~
El segundo adjetivo de Selene —después de «tonta»— era peligrosa. A pesar de su aspecto juvenil, era una vampiresa de cierta edad capaz de machacar cráneos humanos con las manos por mera diversión.
El más joven e impetuoso, Arex, me lo podía sacudir como quien se sacude una mosca. Era solo un crío. Aún no estaba con ellos cuando nosotros… No, desde luego era solo un crío.
Eulox era un problema y de los grandes. Siempre junto a su sire, como un guardián. Como si ella necesitara protección alguna.
Ella era la peor de todos. Aún recordaba su nombre.
Laurel.
Sonreí de forma taimada, relajando la postura envarada frente a Sam.
—Un placer volver a verte —dije con suavidad.
Me costó un esfuerzo sobre-vampírico no gruñir, ser tan… cordial. Olía la sangre empalagosa de Sam a mi espalda. La olía a ella, doliente, con un balazo, heridas sangrantes y carne rasgada.
Laurel ladeó un poco la cabeza… y en sus ojos rojos se encendió una chispa de reconocimiento.
—Vaya, Sagyth, ha pasado mucho tiempo —Comentó con su voz suave.
Al notar que no había peligro inmediato, Vaylon apareció y corrió a socorrer a Samer. Su sangre, el olor de su sangre llenaba la calle.
—Dios, está muy mal —musitó mi hermano.
—Odio… los… odio… —susurraba ella de forma apenas audible.
Vaylon comenzó a lamer las heridas de Samer, pero no era seguro que con eso pudiera…
—¿Qué hacéis por aquí tú y tu familia, Laurel? —pregunté de forma casual, aunque quería atacar, gruñir, desgarrar.
—Vamos y venimos por todos lados… Ya lo sabes. —Ella estrechó su mirada de rubíes—. ¿Y tú?
«Paciencia, paciencia, paciencia,…».
—Parece que hemos encontrado un lugar donde establecernos… si es que nos lo permites.
—No tengo nada que permitir. —Había cierto desagrado en su voz—. No sois míos.
—Verás, Laurel, este territorio pertenece a un nosferatu. No es ni remotamente tan anciano como tú, por supuesto, pero… me gustaría tenerlo contento si va a permitirme vivir aquí.
—¿Y…?
Mi hermano pasó la lengua del mordisco al balazo: lo oía, lo notaba casi como si estuviera saboreando yo mismo aquella sangre dulzona.
—Tiene unas normas, Laurel. —Me esforcé en concentrarme—. Dado que nos conocemos, me gustaría que no las rompieras.
—¿Qué normas son esas?
—No matar humanos por sed, por ejemplo.
En ese momento Selene se echó a reír sonoramente, y yo deseé poder arrancarle las cuerdas vocales, solo para que se le regeneraran y poder arrancárselas otra vez.
—Será una broma, ¿no? —dijo, divertida—. Si son solo comida… Además, esa niñata es una cretina, y la verdad es que merece morir.
—Púdrete… —escupió Samer.
Su valor era admirable. Me gustó. Y también me volvió loco su total falta de cooperación.
Miré a la rubia.
—Selene, ¿verdad? —dije con una sonrisa confiada.
Ella también me miró y alzó una ceja. Seguro que coquetearía conmigo de no ser porque…
—Oh… ¿Te acuerdas de mí, guapito?
—Cómo olvidar un rostro tan hermoso como el tuyo.
Me volví otra vez hacia Laurel. Era la única que interesaba. Era la Madre, y muy poderosa. Razonable, también, cuando le apetecía.
Y con ciertos argumentos le apetecía más que con otros.
«Muy bien, tendré que usar esa carta».
—Laurel, hay varios motivos por los que quisiera que dejaras a esta chica.
—¿Sí? —Alzó una ceja con escepticismo—. ¿Cuáles?
—Las normas del que puede ser el padre de mi nueva familia… y también el hecho de que la muchacha es mía. O lo será cuando sea un poco mayor.
Por supuesto ella entendía perfectamente el significado de esas palabras. La posesión de un humano no significaba poseerlo… como humano. O no solo eso, por lo menos.
Y los vampiros podemos llegar a ser muy posesivos.
—Así que tuya —comentó Laurel, acariciándose el mentón.
—Sí.
—¿Te gusta?
La pregunta me hizo pensar en el cuerpo curvo y delicioso que pensaba desenvolver para luego devorar centímetro a centímetro. La imagen de mi lengua lamiendo esa piel nívea me hizo ronronear; no era muy oportuno, pero sirvió al propósito de salvar a Samer de aquella familia.
—No la querría si no me gustara, ¿no crees?
Laurel medio sonrió ante la respuesta que iba a darme.
—Ha matado a Aythra, Sagyth.
«Cuernos».
Sí, recordaba a la pelirroja.
«Maldita cazavampiros», pensé, frustrado con las maneras poco educadas de Sam. «¿Por qué no podía matar al nuevo? ¿Alguien sin importancia?».
—Lo siento mucho —di mis condolencias, y la verdad es que era relativamente sincero, porque Aythra era… divertida… si a uno le van de ese estilo—. Aún no sabe aguantar el miedo.
—No parecía asustada. Va armada con oro, ¿lo sabías?
—Lo sé. Le da un toque excitante.
—Ella… —musitó Sam entonces—. Ella iba a… matarme igualmente…
La miré de reojo. La nosferatu ronroneó, mostrando una sonrisa taimada. Ella era taimada, calculadora.
—Tu futura cachorrilla… ha matado a la mía —dijo con suavidad—. ¿Qué me darás para… compensarme?
Me di cuenta de lo que me estaba insinuando, y sentí alivio. Solo se trataba de eso, una nimiedad. Laurel era sorprendentemente fácil de complacer… para alguien como yo, por lo menos.
Sonreí, acercándome lentamente a ella para darle a entender que lo había comprendido, y estaba dispuesto a compensar.
Eulox se hizo a un lado, pero con una evidente mueca de desagrado. Los celos de un vampiro enamorado, ya se sabe; Laurel no tomaba en cuenta los deseos de fidelidad de su pequeño amante.
Tomé la estrecha cintura de la anciana vampiresa, y ella se alineó perfectamente contra mi cuerpo. Era hermosa, poderosa y misteriosa, tan seductora, tan sugerente.
¿Por qué no nos habíamos quedado con ella? Ah, sí… Esa forma de tratar a los humanos como a animales resultaba un poco cargante.
Oí la voz tomada de Sam:
—V… Vaylon… V… Va…
Se desvanecía.
—Estoy aquí —le dijo mi hermano—. Sagyth, date prisa, por dios…
«¿Y por qué no la llevas tú al hospital?», pensé.
Puede que me lo preguntara, pero sabía que Vaylon tenía su propia forma de pensar, de hacer las cosas. Era yo quien tenía que ocuparse de Sam; yo, no él. Lo sabía.
Pero con Laurel uno no podía apresurarse. Tenía todo el tiempo del mundo y esperaba lo mismo de los demás. Acaricié sus tirabuzones con los dedos, recorriendo algunos mechones que saltaban por encima de sus hombros hacia su pecho abundante.
Y luego la besé.
Tenía una boca perfecta: pequeña, de labios gruesos, rojos y suaves. Su respuesta tenía el ritmo adecuado: lento al principio, profundo después. Ambos comenzamos a ronronear, llenando la calle con el sonido grave, vibrante, animal.
Estoy seguro de que ambos recordamos lo mismo.
Una vez, hacía mucho tiempo, estuvimos con ella. Una vez se acercó a mí bajo la luz de las lunas llenas, y me dijo que fuera el Padre de su familia, que me uniera a ella como los vampiros se unían pocas veces: en matrimonio.
Pero la rechacé.
Un minuto después Laurel se separó de mí, y los rubíes que tenía en los ojos se clavaron en mis iris dorados.
—Debiste decir que sí —me advirtió en tono aburrido.
Sonreí.
—Gracias, Laurel.
—Nos iremos y cazaremos en los límites de tu nuevo territorio, Sagyth.
—Gracias.
—Espero que nos veamos pronto.
Dio media vuelta y se alejó. Caminaba lentamente con pasos comedidos; parecía deslizarse sobre el suelo, su larga falda apenas rozando el asfalto. Los demás la siguieron, obedientes… aunque algunos no muy contentos con el resultado.
Enseguida fui con Samer y la cogí en brazos. Su sangre llenaba mi nariz. No podía oler otra cosa.
—Maldita sea, Vay, ¿qué hacéis aún aquí?
Se lo pregunté con enfado, pero él sencillamente ladeó la cabeza, taladrándome con una de esas miradas mudas que no sabía leer; a pesar de los años, los siglos, a pesar de la misma sangre que compartíamos, a veces esas miradas no podía leerlas.
Gruñí y eché a correr. Samer jadeó, llena de dolor, con el cuerpo lánguido en mis brazos. Entreabrió los labios para respirar de forma lenta.
—T… Te… o… odio…
—¿Por haberte salvado la vida? —Intenté ser como siempre, ligero y juguetón, pero confieso que no me salía muy bien.
—Eres un… putón.
«Eso duele, preciosa».
—Sí, y gracias a eso estás viva, cachorrilla, así que agradece.
—Te odio… No… no me gustáis… los… vampiros… problemáticos.
Entonces se le escaparon unas lágrimas.
«Oh, venga ya, lágrimas no…», rogué, pero oh, sí, estaba llorando.
La apreté contra mí con cuidado mientras corría. Si paraba se me escaparía de entre las manos. Sus heridas estaban curadas, pero había perdido mucha sangre; necesitaba una transfusión.
Llegamos al hospital. No podía ir con una moribunda en brazos hasta la puerta misma, serían muchas preguntas; por lo tanto, la dejé en una calle lateral, sentándola en el suelo.
—Pronto vendrá alguien a buscarte —le aseguré.
Ella cerró los ojos. Seguía llorando.
—Esto es… horrible —musitó.
Sus labios estaban un poco pálidos para mi gusto. Tendrían que ser rojos, exuberantes, comestibles.
—Eh, eh. —Le sequé las lágrimas, con el corazón encogido—. ¿Aún te duele algo?
—El alma.
Rocé su cuello.
—¿Por qué? Debe ser lo único que no han tocado.
—Es horrible… esta sensación… de… abandono… Soy solo comida…
—Una comida no muy apetitosa, todo sea dicho.
Intenté bromear, pero ella sonrió con tristeza.
—Sí…
No me gustó en absoluto.
Lentamente, me incliné sobre ella y acaricié sus labios con los míos. Ella giró la cara, aunque no parecía molesta. Tal vez estaba demasiado agotada para enfadarse.
Quería que me gritara, que me insultara y me apuntara con sus pistolas. Verla así me hacía daño. No debería, pero era así.
—No lo digo en serio —aseguré en voz baja—. No eres solo comida, cachorrita mía…
—Da igual… Si no lo dices en serio, es lo que soy… Vete.
La tomé irreflexivamente del mentón y la besé.
Sus labios eran incluso más deliciosos que los de Laurel… y eso es mucho decir. Esa chica lo tenía todo. Menos la sangre apetitosa, pero todo lo demás. Labios, figura, carácter, fiereza…
Incluso ese aspecto desvalido en momentos de necesidad.
Ella pareció que me correspondía… pero solo fue un momento. Quería decir algo, pero no podía. Yo sabía lo que quería. Que me fuera. Me estaba echando otra vez.
Y tenía que hacerlo.
Me separé un momento, para volver a besarla fugazmente.
—En seguida vendrán a por ti —le prometí.
Me levanté y me fui.