———— Capítulo III ————
——— Ataque ———
~ Samer ~
No me hacía mucha gracia salir de allí, pero… no tenía otro remedio. Podía fiarme, sabía que no iba a pasar nada allí dentro, que todo iría bien, pero tenía interés por saber qué diantre hablaban los vampiros entre ellos cuando no había humanos de por medio.
No me gustaba quedarme al margen.
Marlene y yo caminamos sin dirección durante un rato. Suspiré varias veces, con el ceño ligeramente fruncido.
—A veces me da demasiada rabia no ser como ellos —espeté.
Mi compañera sonrió, se cogió las manos y se desperezó como un felino.
—¿Es porque no puedes estar con Willy? —me preguntó en tono picarón—. Te recuerdo que tiene novio.
Hice una mueca.
—Sí, la verdad es que es una pena que tenga novio… Pero, nah, no me refería a eso. —Moví un poco la cabeza—. Me siento bastante al margen cuando hablan cosas de vampiros.
Intentaba aparentar que me gustaban los chicos como William. Góticos, bien parecidos, con el pelo negro… Pero en la realidad… En fin. Ese no era exactamente mi gusto.
—Créeme, te entiendo. —Marlene ladeó la cabeza, y con expresión soñadora pareció estar mirando atrás, al pasado—. Ahora que soy mayor aún me cuenta menos cosas que cuando era niña…
—Es que hay que tener mala suerte —me quejé después de relamerme los labios—. Si hubiera alguien dispuesto a convertirnos…
—Bueno, ese rubio parecía un tanto interesado en ti… Llegaste con su brazo en torno a la cintura. —Mi amiga sonrió, juguetona, pero yo compuse una mueca de asco.
Paré de andar y todo para mirarla, moviéndome un poco, tensa. Ella se detuvo y se volvió para mirarme, jocosa.
—Eh, eh, eh… Ese lo que tiene son problemas emocionales —aseguré—. Es masoquista.
—No, lo que creo yo es que le encanta verte enfadada —rió Marlene.
—¿Tú crees? ¿Y si dejara de enfadarme, él me dejaría tranquila?
—Lo dudo mucho.
—¿¡Entonces cómo se supone que voy a deshacerme de él?!
Marlene se llevó una mano a la mejilla, pensativa. Por un segundo creí que estaba pensando en serio.
Solo por un segundo.
—Pues… creo que no podrás. —Sonrió con total inocencia.
—Vaya forma de ayudarme la tuya —repliqué con ironía.
Puse los ojos en blanco. De mi bolsa saqué un par de piruletas, y le tendí una a mi amiga.
—¿Quieres?
—Oh, gracias. —Ella la cogió y la miró, suspirando—. Sabes que como vampira tendrás que dejar estas chuminadas que te gustan tanto, ¿verdad?
Quité el plástico que envolvía el caramelo y me llevé el dulce a los labios, lamiéndolo.
—Es un pequeño precio a pagar por una vida llena de emociones, ¿no?
—Exactamente. —Marlene también desenvolvió la piruleta y se la metió en la boca—.– Con lo buenas que están las chucherías…
Asentí con la cabeza, mostrando una sonrisita. Ella no era tan sumamente adicta a los dulces como yo, pero también le gustaban.
—Lo malo de tomar tantas es que se nos pone la sangre muy dulce… Un día de estos mataremos al pobre Will con este olor.
—Sí, pobrecillo. —Marlene rió, en apariencia despreocupada.
—Lo que, no sé… Contigo puede estar sin que te pase nada, ¿no?
—Dice que huelo menos dulce que tú. Eres su perdición, Samy.
—Bueno… otros dicen que mi sangre da nauseas.
—¿Quién dice tal cosa?
—El rubio. Que mi sangre le empalaga y que huelo mal.
Hice rechinar los dientes, pero traté de calmarme para disfrutar de la piruleta. Ese rubiales no iba a aguarme la chuchería.
—Oh —asintió Marlene—. Vaya, lo siento, Samy.
—No me afecta lo que diga ese desgraciado —repliqué—. No tiene buen gusto, eso es todo. —Mordí el caramelo—. Además… es un chulo, creído, prepotente… va de guapo y…
—Guapo es.
—¿¡Esa cosa?! ¿¡Guapo?! Ya quisiera él.
—Sam, ¿intentas negarme a mí que los rubios te ponen?
«No, no me ponen, son idiotas, no me gusta… », mi mente divagaba. «¡Te odio, Sagyth!».
Hice una mueca.
—No me gustan los rubios —insistí—, son… son…
Pero en ese momento pasó cerca, en sentido contrario, un chico rubio, alto, robusto… Acompañado, pero de todos modos… Madre mía… Estaba mejor que la piruleta que me estaba a punto de terminar.
Nos dirigió una miradilla seductora, pero enseguida tuvo que volver a prestarle atención a su novia acaparadora.
Bien, sí, me ponían los rubios. Pero no ese vampiro.
—Vamos, Samy, por favor —rió Marlene, divertida—. Si cuando ves un rubio se te va la…
De pronto salió de la nada una gigantesca guadaña acompañada de una cabeza pelirroja y de una voz gritando mi nombre:
—¡Sam!
Estuve a punto de chillar. Marlene lo hizo, y sacó de su manga una navaja, con medio filo dorado y el otro medio plateado.
Parpadeó al reconocer, como yo, la cara pecosa de mi hermana.
—¡Dios! —exclamó mi amiga, llevándose una mano al pecho—. ¡Loren! ¡Mi corazón!
—Menuda forma de aparecer —solté con desagrado.
Loren bajó del árbol del que colgaba con suma facilidad, sosteniendo con ambas manos su guadaña. Me miró con seriedad.
—Sam… —Entonces miró a Marlene—. Oh, bueno, lo siento, de verdad… Pero es que… ¡Hay vampiros! Los he olido, vampiros…
—Sí, bueno, Sagyth y Vaylon han… —empecé, pero ella me interrumpió.
—¡No, ellos no! Deberías ir a ver en qué plan han venido antes de que papá los vea.
Como solía, cuando aparecían vampiros yo los inspeccionaba primero, para protegerlos o no de mi padre. Mi hermana lo sabía y por eso acudía a mí primero.
Era la única en la que podía confiar dentro de mi familia. Por alguna razón que no acababa de entender, Loren estaba siempre de mi lado… o casi. Supongo que a veces actuaba como lo que era: mi hermana mayor. Ella entendía, a pesar del odio instintivo que sentía, que no todos los vampiros eran iguales.
Miré a Marlene.
—Será mejor que vaya.
—S… Sí —asintió ella, aún atontada por el susto—. ¿Vampiros? Pues sí que está llegando gente hoy… Sí, ve, pero con cuidado, Sam. Yo iré a avisar en casa.
—Parece que hoy a todo el mundo le ha dado por presentarse en este maldito pueblo —me quejé con enojo—. Loren, dime adónde se dirigieron y vete a casa.
—Pero… no es seguro que vayas sola, Sam, ¿verdad que no? —replicó mi hermana.
—Alguien irá —aseguró Marlene—. Yo misma si hace falta cogeré una pistola de oro e iré a buscarte, Sam. No vas a estar sola, ¿de acuerdo? Y tú, Loren, no te preocupes por tu hermana, estará bien.
Cuando se ponía seria era una máquina esta chica.
—Además, no puedes venir conmigo, Loren —indiqué—. Solo con olerte se pondrían violentos.
Estaba segura de que ya la habían percibido al mismo tiempo que ella, pero en esta tierra suele pasar algo: los vampiros no tienen ni idea de qué es eso que huele tan espantosamente mal, y tratan de olvidarlo pronto.
Loren suspiró y colgó la guadaña a su espalda.
—Está bien, ve.
Asentí.
—¿Hacia dónde? —indagué, y mi hermana me señaló al norte del pueblo.
—Ve con cuidado, Samy —pidió.
Marlene apretó mi brazo una vez en señal de apoyo y luego fue corriendo de vuelta a casa, para avisar a alguien. Nosuë tenía que ser el primero en enterarse de la llegada de otros vampiros, dado que era su territorio como nosferatu.
Aseguré todas mis armas mientras Loren se iba, resoplando con resignación. Pistola de oro, pistola normal, jeringuilla de oro, jeringuilla de plata. Todo perfecto.
Eché a correr hacia el norte, donde estaban los nuevos visitantes.
Por lo general solo había que darles una advertencia. El lugar tenía ya vampiros dominantes y había que seguir sus normas. Asustarles un poco con la presencia de cazavampiros también era una buena estrategia. Si no eran de nuestro agrado, eso bastaba para hacer que se fueran. Si prometían portarse bien, se les permitía quedarse cuanto quisieran.
Aunque, claro, mi padre no sabía nada de eso.
Al fin, tras unos minutos de carrera, vi a un hombre joven bajando de un árbol escuálido de copa tupida. Me miró. Tenía unos intensos ojos verdes, como esmeraldas, y el cabello castaño y rebelde. Mostró una sonrisa taimada, seductora, en la que adiviné unos colmillos afilados. Un humano normal no lo hubiera notado, pero yo sabía lo que buscaba.
El joven desapareció por una esquina, veloz como una sombra.
Sacudí la cabeza, molesta por aquel comportamiento.
«No me fastidies…», pensé. «¿Vas a huir de mí, vampirito?».
Giré la esquina tras él, muy segura de mí misma. Lo vi al otro lado de la calle, volviendo a girar.
Odiaba esas situaciones. ¿Por qué les gustaría tanto jugar? ¿No era más sencillo pararse a hablar?
«Soy humana, maldita sea… ¡Me canso! Correr con estas botas es lo peor… ».
Con la respiración agitada llegué a la otra esquina…
Y de pronto me lo encontré de cara en una calle ancha pero vieja y oscura. El joven sonreía.
—Bu.
De pronto me agarró de un brazo y me lanzó contra una pared.
Creí que iba a caerme al suelo del dolor, de aquel golpe que me dejó sin aliento. Mi espalda… ¿Me habría roto algo? No, no podía ser; lo hubiera notado.
Maldita bienvenida fuera aquella. Sus intenciones comenzaban a ser claras: quería jugar conmigo al gato y al ratón.
Entonces, mientras trataba de recomponerme, sonó una voz femenina, sugerente, suave, dulce.
—¿Qué nos traes, pequeño?
Aparecieron unas sombras en la calle.
Estupendo, esos venían al son de «eres mi presita». Odiaba a ese tipo de vampiros. Puse mi mano cerca de la pistola, para sacarla en cualquier momento.
—Una bala en tu cabeza —repliqué con dureza.
A la escasa luz de una farola medio quemada por el tiempo emergió la figura alta y esbelta de una mujer de larga cabellera negra y rizada, ojos rojos y piel nívea. Junto a ella iba un varón delgado, de complexión fibrosa, muy serio.
—La chica me vio y me siguió, madre —explicó el de ojos verdes en tono reverente.
—¿Hay peligro? —preguntó ella.
—Huele a oro —comentó su compañero.
—Ese no es un problema. Selene, quítale todo el oro que lleve.
Se oyó una risita de pija estúpida, y otra mujer se acercó a mí de las sombras. Era rubia y en extremo delgada. Si no fuera una vampira, la habría partido como si fuera una rama.
—No me toques —espeté, sacando la pistola y apuntándole a la cabeza con convicción.
—Aaahhhh, boooniiitaaaa… No seas mala conmigo —rió ella, acercándose—. Dame las cositas, no te haremos daño.
—Un paso más y te vuelo la cabeza.
De nuevo se rió.
No obstante, la de cabellera rizada no parecía encontrarle el chiste. Estrechó la mirada, calculadora. Chasqueó los dedos, y de algún lado apareció otra mujer, pelirroja de ojos sangrientos, vestida de forma muy provocativa.
Sin necesidad de palabras la nueva se acercó a su compañera rubia, le acarició la espalda y luego avanzó poco a poco hacia mí, sonriendo con ademán sensual.
—Calma, pequeña humana, te harás daño con eso —dijo con su voz sugerente.
—Creo que se divierte llevando ese juguetito —comentó la otra con dulzura.
Apunté entonces a la pelirroja. La rubia rió.
—Aaaahhh, chiiicaaaa, no se apunta con esoooo.
—Olvídame.
Fue solo un segundo de distracción, lo suficiente para contestar, pero bastó. Con un movimiento sorprendentemente veloz la pelirroja me cogió desprevenida, agarró la pistola y apuntó hacia arriba.
—Suéltala, bonita —indicó con los ojos brillantes… y cada vez más rojos, más peligrosos.
—Muy bien —asentí—, la suelto…
Dejé caer el arma con un resoplido. Más valía hacer caso y luego usar cualquiera de las otras.
«Cálmate, Sam, no va a pasar nada. Conseguirás la pistola de nuevo. Además, es la de balas normales, la de oro la llevas en el otro lado. Todo va bien».
Eso fue lo que me dije a mí misma, pero en el fondo estaba asustada.
La pelirroja sonrió, encantadora.
—Buena chica, sí señor.
—El oro, chicas —les recordó la de bucles negros—. Todo. No quiero que corráis riesgos innecesarios, mis niñas.
La rubia sonrió y se acercó hasta acariciar mis piernas.
—Aaaah, qué suaves y qué bonitas —suspiró, y encontró mi pistola de oro.
«No… No. ¡Eso sí que no!».
Tragué saliva y contuve el aire. La rubia cogió el arma y la tiró hacia atrás con un estremecimiento de repelús.
—Jiji. ¿Has visto el cuerpecito que tiene la niñita? —rió.
El de ojos verdes me miró con una sonrisa desdeñosa cubriendo sus colmillos amenazadores.
—Ni punto de comparación con nuestra madre —dijo, burlón.
—En eso tienes razón —respondió la pelirroja, arrodillándose con gracia y acariciando mis rodillas, hacia abajo, intentando meter sus manos finas en las botas.
«Ahora no te quedes paralizada, Sam… ».
La rubia tonta miró hacia su sire…
—Nuestra madre es preciooooosa —aseguró entre risitas.
… y yo aproveché ese momento.
Agarré el pelo de la pelirroja con violencia para apartarla de mi bota y darle un rodillazo. Saqué la jeringuilla, quité el tapón de la aguja con la boca y sin miramientos la clavé en el primer sitio que encontré —su brazo—, inyectando el contenido de oro líquido.
La vampira chilló y se zafó, echándose atrás con horror… pero ya era tarde.
—¡Madre, madre! —gritó, presa del dolor.
Pronto cayó al suelo. El de ojos verdes corrió a socorrerla, pero no se podía hacer nada: en un minuto, entre gritos y lágrimas de sangre, la vampiresa se convirtió en polvo y ceniza frente a nuestros ojos.
La rubia lo miró todo, paralizada, hasta que cesaron los chillidos de dolor. Entonces reaccionó.
—¡Maldita! —gritó, furiosa—. ¿¡Qué le has hecho a mi hermana?! ¿¡Qué le has hecho?!
Tendí una mano hacia ella, aparentando calma.
—Mi arma —exigí.
Por supuesto, no me la darían.
—Has matado… a mi niña.
Esas fueron palabras murmuradas por la mujer de cabellos como bucles negros, que no se había movido. Su expresión de piedra no había variado, pero en sus ojos se adivinaba el dolor y la amenaza.
—Sin siquiera dudarlo —susurró—. Nosotros tampoco dudaremos al matarte a ti. Eulox.
Su acompañante hizo una leve reverencia y se acercó con paso decidido hacia mí. Entre tanto, el de ojos verdes se secó las mejillas mojadas de lágrimas rojas y cogió las dos pistolas. Temblaba de ira.
—Con la familia que sois iba a morir igualmente, y aprecio demasiado mi vida —respondí, apoyándome contra la pared.
—Pretendíamos matarte rápida e indoloramente —me explicó ella, como quien le explica algo por enésima vez a un niño pequeño y deficiente—. Ahora…
El tal Eulox desapareció.
Al instante siguiente ya no estaba frente a mí, sino a mi lado. Me agarró del pelo, me levantó y me lanzó contra la pared otra vez. Tan deprisa. Sin pestañear.
Ni un chillido proferí a pesar del intenso dolor. Es más, le escupí en la cara sin miramientos… Aunque… había sangre en mi saliva.
El muy bastardo se permitió una sonrisa cruel a pesar de todo, mientras mi saliva le bajaba por la nariz, los labios y el mentón. Ver eso fue repugnante hasta para mí.
El de ojos verdes me apuntó con la pistola de oro. Sus ojos eran un pozo sin fondo de dolor y furia.
—¿Qué efecto tendrán estas balas en una vulgar humana? —preguntó con ira contenida y la voz ronca de rabia.
—Algo más agradable que lo que vivió tu amiguita —repliqué, ahogada por el dolor—. ¿Quieres que te meta oro por el culo, y vemos qué tal es la sensación?
—Aaahh, pero qué chulita es la niña, no me cae bien —masculló la rubia.
El chico disparó. La bala impactó ruidosamente a unos centímetros de mi brazo.
—¿A eso le llamas puntería? —sonreí con burla.
Y debí haber callado esa bocaza que tenía a veces esa boca mía que iba a matarme pronto, estaba segura. Y pensar que quería ver las intenciones de aquellos vampiros…
«Muy bien por ti, Sam», me dije mientras veía cómo él fruncía la nariz y tensaba el dedo. «La has cagado hasta el fondo. Verás la que te cae con Nos… si acaso sobrevives».
Volvió a disparar. Esta vez impactó en mi carne: atravesó por encima del codo.
La conmoción me impidió reaccionar durante un momento.
—¿Qué decías, zorra? —oí que decía el vampiro.
—Arex —lo reprendieron—. – No hace falta usar ese lenguaje tan vulgar.
Logré hacer… algo, sobreponerme a la agonía lacerante del balazo en mi brazo. Pero no iba a dejar que oyeran gritos ni jadeos: estaba ya acostumbrada al dolor. En lugar de eso reí con fuerza.
—¿Te piensas que voy a desintegrarme como lo harías tú?
—No… ¡Pero voy a despedazarte!
El de ojos verdes, furioso, saltó sobre mí y clavó sus colmillos en mi hombro, desgarrando la carne con violencia.
—¡Eso, muerde! —lo increpé, ocultando con pedantería la sensación lacerante de sus dientes rasando, arrancando, sabiendo que no podía hacer nada por mi vida—. ¡No sabéis hacer otra cosa! ¡Inútiles!
Estaba fuera de mí, y el orgullo puede a veces conmigo. De verdad, que nadie se deje llevar nunca por el orgullo.
Mi vista… y mis fuerzas…
«¡No pienso morir aquí, ni así!», pensé con desesperación.
Aunque en el fondo sabía que no iba a apartarlo, cogí su pelo y tiré tan fuerte como pude, tanto como podía…
Tal vez no fue mi tirón, pero definitivamente algo echó atrás al vampiro, que con un grito se vio apartado y golpeó el suelo con estrépito. Luego, entre él y yo se alzó la erguida figura de otro vampiro, alto, de cabello rubio y ojos dorados clavados en sus atacantes con mirada calculadora.
Sagyth.