Capítulo XIII – Ataque – Nosuë
Pasaron cuatro largos años desde que William se convirtió en nosferatu, dejando atrás su vida como cachorro torturado y trasladándose, definitiva y libremente, a mi mansión, formando juntos una reducida familia.
Helen dio a luz poco después de la ascensión de William, y tuvo una niña preciosa de ojos verdes y bucles rubios. Andy, el orgulloso padre, llevó desde entonces un pequeño álbum cada vez más completo de diferentes pasos de la criatura: recién nacida, con su primer vestido, con la primera coleta que le hicieron, un baño, cambiándole el pañal, su primer paso,…
Fui a una verdadera exposición nocturna de arte a los pocos meses, y llevé a William conmigo. Me vestí de gótico sólo esa noche. Demasiado peso, en mi opinión.
Tuve que explicarle a mi chico que si hubiera ido de verdad a una exposición él habría cometido el peor error de su vida volviendo a casa de Danag, porque todo aquello era real: muchas veces eran lugares con poca o ninguna cobertura, y era peligroso para mí por si me tocaba el sol.
Su carrera musical era floreciente. No podía aceptar contratos con ninguna discográfica —no por falta de candidatos—, pero daba lo mismo, porque yo seguía produciendo sus discos, que se vendían muy deprisa. Planeamos algunos conciertos en el club, pero algún día eso tendría que parar, y entonces William tendría lo mismo que yo: un supuesto don familiar que se transmitía casi todas las generaciones, y que, para mantener el anonimato, no mostraba el rostro.
Pero ahí no podía acabar nuestra historia, claro. En realidad, a este par de nosferatu aún les quedaban muchas cosas por pasar.
Siempre creí que después de una locura se tardaba al menos un siglo en chocar con otra. Por lo visto me equivocaba.
De uno de esos conciertos salíamos esa noche en que volvimos a pasar por un mal trago… Juntos, esta vez, y por suerte.
La gente estuvo hasta muy tarde pidiendo que William siguiera cantando, pero tuvimos que dejarlo un rato antes del amanecer, no fuera que el sol nos sorprendiera.
—Cada vez tienes más fans —comenté con una media sonrisa cuando logré salir con él a la calle de vuelta a casa.
Will movió un poco la cabeza y se llevó una mano al cuello, entrecerrando los ojos.
—No sé si alegrarme o no —respondió—. La verdad, puede traer problemas.
Le acaricié el cabello negro con suavidad, hundiendo los dedos en sus mechones oscuros.
—Lo llevaremos bien, no te preocupes.
—Sí, seguro que sí.
Me devolvió otra media sonrisa, mirando de nuevo al frente.
De pronto todo cambió. Sucedió a gran velocidad.
William frunció el ceño, y un gruñido surgió de su garganta sin previo aviso. Justo en ese instante pasaba junto a nosotros una muchacha alta y esbelta de cabello negro, muy largo, un cabello que se mecía con el aire, moviéndose cerca de mi compañero, que se arqueó hacia delante y desvió la mirada directamente hacia ella…
Fue la primera vez que le vi perder el control de aquel modo.
Sus ojos bruscamente se volvieron rojos. No porque no se alimentara, pero era por el olor, la tentación del sabor más deseado: olía dulce como la miel.
La muchacha sólo necesitó un paso más para que William se girara hacia ella, rápido como una centella, la agarrara y la estampara contra la pared. No le dio tiempo a hacer nada: el vampiro le arrancó el collar de pinchos del cuello y clavó los colmillos.
La chica no chilló, pero se quedó con los ojos muy abiertos. Will tomaba desesperadamente, aferrándola tan fuerte que ella no podía ni defenderse.
Todo aquello me pilló desprevenido, pero instintivamente actué. Antes de que el daño fuera irreparable agarré a William del cuello y la cintura, tiré para que soltara a la chica y lo lancé a la otra punta de la calle.
«Lo siento», pensé.
—¡Al club! —gruñí entre dientes.
Él permaneció allí, aturdido, dolorido por el golpe, arqueado hacia delante, con los labios manchados de sangre.
La morena se escurrió en el suelo con la mirada perdida, tocándose el cuello con la mano. Aunque no parecía realmente asustada. En aquel momento pensé que había quedado en shock, pero oh, no, ella no.
—¡William! —lo llamé—. ¡Vete al club! ¡AHORA!
Le gruñí a modo de advertencia. Al fin dio un respingo, abriendo mucho los ojos. Era él quien parecía asustado ahora, al darse cuenta de lo que había hecho.
En realidad no era culpa suya.
Se fue corriendo en dirección al club, dejándonos a solas.
Me volví inmediatamente hacia la chica. No había perdido demasiada sangre, lo cual estaba bien. Aún podríamos salir bien parados de aquello.
Me puse junto a ella, y sin pensarlo lamí las heridas para que se cerraran. Una dulzura tan extrema empalagaba un poco, pero lo ignoré. Lo primero es lo primero.
Noté que me miraba; volvía en sí.
—No es que… —musitó con una melodiosa y serena voz—. Sea la mejor situación para conocer vampiros… Pero…
La miré. No parecía tan asustada como debería dadas las circunstancias.
—Calla por ahora —repliqué en voz baja.
La cogí en brazos y eché a correr hacia la mansión. Allí le harían una transfusión, y luego… Ya veríamos.
De nuevo, ella no chilló. Como si aquello no le fuera desconocido. Era extraño.
Algo olía mal en ella. Muy mal.
En la reja estaba Marlene, llegando de sus clases nocturnas. Me miró con las cejas alzadas.
—¡Pero bueno, Nos! —exclamó—. ¿Sólo cuatro años y ya estás trayendo a casa otro cachorro?
—Oh, calla —me quejé, aunque sabía que no lo decía en serio… Sólo con un poco de envidia—. Llama a Helen para que le haga una transfusión, ha perdido algo de sangre.
Entré en la mansión.
—¿Sabes cuál es tu grupo sanguíneo? —pregunté mientras caminaba por los pasillos de luz tenue en dirección, ahora más lentamente.
Se lo pensó, frunciendo el ceño.
—No —dijo con simpleza, haciendo una mueca.
Moví la cabeza y la alcé un poco para lamer la sangre que quedaba en su cuello, intentando distinguir el grupo. Era todavía más difícil que distinguir el sabor, pero con mi edad uno aprende a hacer estas cosas.
Ella resopló, como molesta.
—¿Y bien?
—Cero negativo. No podías ser algo más sencillo.
La senté en el sofá con cuidado. Ella hizo una mueca.
—Yo no tengo la culpa de que al chaval se le fueran los colmillos —se quejó.
—Debió gustarle mucho el olor de tu sangre, porque William nunca ha perdido el control de esa forma.
«No tengo por qué darle explicaciones», me recordé. «Al menos todavía. Luego ya veremos».
Helen llegó, con su pequeña hija Lorena pegada a la falda, como de costumbre.
—¿Qué ha…?
—Ahora no. Busca una bolsa de cero negativo.
—De acuerdo.
Se fue.
La chica se movió un poco, llevándose la mano al cuello. Más que asustada parecía enfadada.
—Joder.
—¿Aún te duele?
Olía algo más por debajo de la sangre. Algo desagradable. ¿Qué era?
—No, no me duele —replicó ella, cruzando las piernas.
La falda se abrió por la raja que llevaba a un lado, y vi, atada en el muslo, una pistola.
Lo que olía a extraño eran las balas.
Eran de oro.
Mi garganta comenzó a vibrar con un gutural gruñido. Ella no mostró el más mínimo ápice de miedo ante el sonido, una clara confirmación de lo que era: cazavampiros.
Habían llegado allí. Después de todo lo que habíamos pasado, y ahora debíamos lidiar con esas bestias desalmadas.
Helen volvió, pero le indiqué con un gesto que se fuera. Ella, dudando, se retiró otra vez.
—No pareces muy asustada —comenté en voz baja.
—No lo estoy —me miró con sus ojos verdes, arrugando el ceño y haciendo una mueca.
—No, claro.
«Esta vez no», me prometí con fiereza. «Esta vez no tocaréis a mi familia».
Puse en juego todo mi sentido olfativo para descubrir dónde estaba todo el oro que llevaba encima.
—Ya sabes qué somos.
—Sí —ella alzó una ceja, cruzándose de brazos; aún parecía algo mareada, no obstante—. ¿Ya has notado el olor de mis armas?
Medio sonreí…
—Sí…
No fue difícil moverme a su espalda e inmovilizar sus brazos con una mano, en alto, para que no pudiera tocar la pistola con balas de oro… Ni la jeringuilla de oro líquido que llevaba en la bota.
—Pero no son suficiente —comenté.
—Yo no soy el mayor de tus problemas, vampiro —replicó con calma.
—No, siempre vais en grupo, como una manada de perros. Helen.
Ella volvió, con cara de circunstancias.
Nunca nos habíamos visto acosados por cazadores… Al menos en su vida. Pero conocía las historias y lo que debía hacer, como todos los miembros del rebaño, de dentro y de fuera.
Se acercó, con su hija todavía cogida a la pierna.
—La pistola del muslo y la jeringuilla en la bota —le indiqué.
Ella buscó y cogió ambas cosas… No, tres.
—Lleva otra… —dijo, confundida—. Parece plata.
—Lo es —confirmó la desconocida.
Alcé una ceja, sin comprender.
«¿Plata?», me pregunté, desconcertado. «¿Para qué? ¿Para torturar a los vampiros?».
Si el oro era el peor veneno, la plata era, de alguna manera, el antídoto.
—Te lo dije —resopló la chica—. No soy lo que parezco. Ni siquiera soy tu problema. No estaría mal un poco de amabilidad, sólo vengo a avisaros.
—A avisar… ¿De qué?
—De que los cazavampiros están aquí.
Helen se llevó las armas de oro al sótano de la casa de atrás… Donde había más, muchas más. Sólo por si acaso.
Llevé a la chica a una habitación para que descansara después de la transfusión de sangre, y llamé a William para decirle que podía volver… Pero que no se apartara de mí. Le expliqué a grandes rasgos lo sucedido: mujer joven con armas de oro y actitud de cazadora advirtiendo que había cazavampiros.
Olía muy mal todo aquello. Aunque también podía ser simple paranoia.
Mi odio era intenso y cerval. Me habían arrebatado a mi familia y todavía podía oír los rugidos de los vampiros y los gritos de los humanos mientras eran asesinados.
William entró por la puerta de la mansión con semblante serio y se acercó a mí, alzando una mano a modo de saludo. Suspiró.
Pobrecillo. Debía estar aún más sorprendido que yo por su comportamiento.
Le acaricié el pelo, cariñoso.
—Vamos —le indiqué con suavidad, empezando a caminar hacia otra habitación.
Me siguió, cabizbajo.
—No sé cómo podré mirar a esa chica…
—William, no te sientas culpable. A todos nos ocurre. Además, lo más seguro es que sea solo una cazadora.
—¿Me comentaste algo de plata?
—Como el oro es nuestro único veneno, la plata es el antídoto.
—Pero… No tiene mucho sentido, ¿no?
—Algunos cazavampiros llevan plata también para torturar a los vampiros, para interrogarlos… Quién sabe lo que les pasa por la cabeza a esos degenerados.
«Después de Danag…», pensé con amargura. «Ahora esto».
Entramos en la habitación. Cercana a la chica, pero lo suficientemente lejos como para que William no notara demasiado su olor dulzón. Helen había llenado el cuarto de incienso para ayudar.
—Entiendo —asintió mi amante—. Entonces… Habría que tener cuidado con ella. ¿Y… Con los demás?
—Eso es lo que vamos a averiguar.
Me senté en la cama y descolgué el teléfono. No se oyó ningún pitido: hacía unos minutos que alguien tenía cogido otro.
—¿Marlene?
—Aquí.
—Ve a la habitación de la chica y pónnosla.
—En seguida, Nosucito.
Colgó.
«Y yo que pensaba que se le había pasado la tontería del diminutivo», pensé.
Apreté el botón del altavoz.
—Ven, siéntate —le indiqué a William.
Él no tardó en ponerse a mi lado, con los ojos entrecerrados.
—Parece que la calma nunca dura eternamente —comentó en voz baja.
Pensaba en lo mismo que yo: en Danag, todo lo que tuvimos que pasar, y ahora que había quedado atrás aquel terrible episodio de nuestras vidas, con todo su dolor y tormento, nuevos enemigos aparecían en el horizonte.
«¿No pueden dejarnos en paz?».
—Jamás.
Le acaricié la espalda con suavidad, besando su mejilla. No, la calma nunca era eterna. Ojala lo fuera.
William ronroneó, cerrando los ojos.
—Me encanta cuando haces eso —le susurré al oído, y él sonrió.
El mágico momento se rompió cuando oímos el sonido de un teléfono al ser descolgado.
—Ya está —anunció la voz de Marlene, en un tono ligeramente mecanizado que denotaba que también había puesto el altavoz.
William me miró y luego suspiró de forma artificial.
—¿Y esto se oye? —decía la voz de la chica.
—Te oímos —respondí en alto.
—Bien. Iré al meollo. Mi padre ha oído rumores de que aquí viven vampiros y ha comenzado una inspección por la ciudad. Yo buscaba que realmente fuera cierto para avisar. Lo que hagáis no me incumbe.
—Tu padre es cazavampiros —me aclaré.
—Lo es.
—Este oficio suele pasar de generación en generación. ¿Por qué nos adviertes?
William frunció el ceño, sacudiendo un poco la cabeza. ¿Quizá estaba siendo demasiado duro con la chica? No lo sabía. Detestaba a los cazadores tanto como ellos a nosotros.
Ella tardó un poco en contestar, tras un resoplido.
—Porque odio el oficio de mi padre —respondió.
Arrugué la nariz. Aquello no me gustaba; si era por principios o porque realmente sonaba mal… No estoy seguro.
—No me fío —murmuré, lo suficientemente bajo para que el teléfono no lo captara, pero sí mi compañero.
—No veo entonces por qué tanto riesgo al venir aquí —respondió William en el mismo tono, pero en seguida alzó la voz—. ¿Y qué sacas ayudándonos?
—¿Qué saco? —preguntó ella—. En realidad, nada, ya lo he dicho. Me importa poco lo que hagáis al respecto —lanzó un suspiro—. Sólo os advierto de que mi padre es rápido y no tardará en encontraros. Siempre puedo ayudaros, pero no suelo dar mucha confianza.
—No te quepa la menor duda —comenté en voz baja… Pero no tanto como para que no me oyera—. ¿Cuántos más aparte de tu padre?
—Suele ir en grupo reducido, a veces solo. Esta vez conseguí que viniéramos solos. Viene a investigar para saber si es cierto o no que hay vampiros, y si lo descubre será cuando realmente vengan en masa para dar con vuestras cabecitas.
Hacía mucho que no tenía que enfrentarme a cazavampiros; había logrado esquivarlos con eficiencia durante las últimas décadas.
Pero aún no estaba del todo oxidado.
—Está bien —asentí.
No confiaba en ella ni en su palabra, pero no tenía por qué dudar de que vendrían.
—¿Piensa venir… Aquí?
—Escucha… No me llevo bien con mi padre, no he podido sacar tanta información.
—Está bien, está bien —miré a William—. Lograremos que no se dé cuenta de nada. Observa y aprende, cachorro.