Capítulo III – Floreciente – Nosuë

 

 

De pronto el tiempo, hasta entonces ya carente de interés, se volvía cada vez más lento, y pasaba horas muertas ante un lienzo en blanco, pensando en cómo estaría ese pobre chico.

No me había dicho mucho sobre su situación, pero…

Dios, ¿por qué era todo tan complicado? Había normas por romper en cada esquina, y no sabía cuál sería peor.

¿Y por qué me metía donde no me llamaban? Ese cachorro ni siquiera era mío. ¿Por qué me sentía tan… Responsable? ¿Por qué me preocupaba tanto por él, que no tenía nada que ver conmigo?

¿Por qué me importaba?

Helen me riñó porque bebía poco. Benditas embarazadas, se les despierta el instinto maternal aunque uno tenga varios siglos de edad.

Pero se me hacía difícil alimentarme de forma regular mientras William ayunaba en alguna parte.

 

Al final pasó la semana, y yo esperaba sorprendentemente ansioso la llegada del pequeño vampiro, sentado en el escalón que daba entrada a mi casa. Me preguntaba más de tres veces por minuto si no debería haberlo ido a buscar al parque, como en las anteriores ocasiones, por si no encontraba el camino… O se cruzaba un humano y no podía resistir el instinto.

De pronto se oyó un fuerte golpe, un cuerpo chocando contra el asfalto. Me puse tenso y corrí a la reja.

William estaba en el suelo, no muy lejos. Su cuerpo estaba encogido sobre sí mismo, echo un ovillo.

«Dios», fue todo lo que pude pensar antes de correr hacia él y arrodillarme a su lado, llamándolo con una preocupación demasiado intensa.

—¿William?

Se movió, intentando sentarse con una mano en la cara.

—No pasa nada.

Su voz sonaba ahogada, contenida.

No, no pasaba nada, excepto que estaba al borde del colapso. Si colapsaba, se convertiría en cenizas.

O algo peor: en un hostil.

Noté mi garganta vibrar. Últimamente gruñía demasiado. Me lo subí a la espalda con facilidad, como la semana anterior, y lo llevé dentro. Se dejó llevar sin fuerzas, con los brazos tensos y la cabeza apoyada en mi hombro.

Lo dejé en el salón, donde la jarra de sangre ya lo esperaba. Aunque debía necesitar más de una, dado su estado.

—Vamos —lo animé, sentándolo y acercándole la sangre.

Parecía no tener fuerzas, porque cogió la jarra y ésta se tambaleó en sus manos, volcando un poco. La sostuve para él.

—La estás derramando —le dije suavemente—. Con cuidado. No hay prisa, ya la tienes.

—Lo siento… —susurró William en un hilo de voz.

Con mi ayuda se tomó toda la sangre. Cuando me volvió a mirar tenía los ojos de nuevo grises.

—No te preocupes —respondí al final.

Dejé la jarra en la mesa auxiliar, tomé un pañuelo azul y se lo alargué. Él lo cogió, secándose la sangre que había caído por su cuello y sus labios.

Iba más tapado de lo que solía.

—Es lamentable el estado en que vengo siempre —comentó.

—Nos hemos visto tres veces y en cada ocasión llegas peor, William —respondí, dándole la razón—. No te estará dando problemas venir aquí, ¿no?

Él levantó una mano y negó con la cabeza.

—Yo siempre tengo problemas, haga lo que haga —dijo.

—¿Te da problemas pasar un día y una noche fuera? —insistí.

—Cualquier cosa que sea salir de mis cuatro paredes, sí.

Así que el tiempo que pasaba fuera de casa, el tiempo que estaba conmigo… Eso hacía que le hicieran daño. Increíble. ¿Qué clase de sire tenía? ¿Cómo era capaz de…?

Sacudí la cabeza.

—Voy a prepararte otra —anuncié, yendo hacia el almacén.

Creo que dio un respingo, pero no me siguió. Mejor, porque habría acabado con mis reservas. Su estado era deplorable.

Cogí una bolsa de Marlene y la volqué en un vaso. No la calenté, sino que se la di a William tal cual estaba. Lo necesitaba.

—No hacía falta…

Claro que hacía.

—Tómalo igualmente.

Él obedeció, ahora más tranquilo, con más calma, suspirando entre sorbo y sorbo.

—No sé cómo agradecerte lo que haces por mí —musitó entonces.

Se me antojó triste. Sin pensarlo alargué una mano a su cabello y lo acaricié. Daba lástima ver la lamentable situación en que se encontraba… En que vivía.

—No hay nada que agradecer —aseguré.

Él alzó las cejas y me miró, ladeando la cabeza.

—Eso crees tú.

—Sí, es lo que creo. Considero que no hay que agradecer lo que se hace por moral. No es que sea el patrón de la misericordia por ayudarte, William.

Se echó el cabello hacia atrás; aparté la mano de su pelo rápidamente.

—Está bien… No estoy acostumbrado a este tipo de trato entonces —rectificó.

—Supongo que no.

—Ojala no conozcas nunca a Danag.

Lo miré unos momentos, en silencio. Ya no sabía si debía conocerlo o no.

En primer lugar, era mi territorio. Mis humanos, mi protección. No podía combatir todos los crímenes que se cometían en el pueblo, pero sí podía intentar controlar a los vampiros.

No obstante había que ir con mucho cuidado.

Tal vez si yo…

—Me dijiste que no conocías su edad, ¿no?

—No, no tengo idea —suspiró en respuesta—. Tampoco importa. Sólo espero que un día se le atragante tanta sangre.

«Lo dudo», pensé con amargura, porque un vampiro no se atraganta con su comida.

—Bien, no importa —dije—. ¿Qué quieres hacer hoy?

—¿Qué tal hablar y conocernos?

—Perfecto. ¿Aquí te va bien?

—Cualquier sitio está bien para hablar. Si te sientas, claro.

Moví un poco la cabeza y me senté a su lado. William se acomodó y me miró, alzando las cejas.

—¿Cuánto tiempo llevas siendo vampiro? —me preguntó.

«Vaya», me dije con sorpresa. «Empieza fuerte».

—No sabría decirte con exactitud, pero algo más de quinientos años.

William se quedó con la boca abierta. Típica reacción de los que desconocen el tema vampírico.

—Es tiempo… —musitó.

—La esperanza de vida de un vampiro mayor como yo es incalculable, así que en realidad aún soy un crío.

—¿Vampiro mayor? ¿Es que hay varios tipos de grado?

—Sí, dos. Hay quien dice tres, pero… No, el tercer no es oficial.

Los humanos que serán convertidos no entraban en una categoría, digamos, legal.

—¿Me lo podrías explicar, por favor? —pidió William.

«Tan deseoso de conocimientos…», pensé. «De conocerse a sí mismo».

—Los nosferatu, o vampiros mayores, son aquellos que han sido ascendidos, han probado la sangre de su conversor, y tienen la capacidad de convertir a otros, además de algunas habilidades más —empecé—. El vampiro menor, o cachorro, es el recién convertido; su voluntad está ligada a la del sire, o el nosferatu que lo ha convertido.

¿Por qué tenía yo que explicarle nociones básicas a un cachorro que no era mío? No tenía sentido. Mi sire se había ocupado de mi educación, como el suyo de la suya. En mi anterior familia siempre había sido así: protegíamos a los más jóvenes y a los humanos.

¿Dónde había quedado esa responsabilidad? ¿Por qué algunos vampiros no sólo rechazaban el cuidado de los hombres, sino que descuidaban a sus vulnerables cachorros?

Will sacudió la cabeza, tocándose el lacio cabello negro.

—¿Dijiste… Voluntad ligada? —preguntó.

—Sí. Lo que te ordena tu sire no puedes desobedecerlo, por ejemplo.

—Ya me he dado cuenta… Así todo tiene un poco más de sentido.

Me recosté en el sofá, mirándolo.

Me abstuve de decirle que el motivo de esa atadura era para ayudar al cachorro en el tránsito, y que no hiciera locuras. Un cachorro suele ser inestable. Podría lanzarse al sol o empezar a matar sin sentido, o descubrirse a los humanos.

«¿Por qué perras va tan tapado hoy?», pensé, incapaz de contener la curiosidad al ver el cuello alto, las mangas largas, tanta ropa en una criatura que no siente el clima.

—No me dirás que tienes frío, ¿eh? —comenté con aparente indiferencia.

—Hm… No, no lo tengo —respondió, de pronto nervioso—. ¿Por qué?

—Porque estás más tapado que en las anteriores ocasiones.

Medio sonrió, cogiéndose las manos.

—Ya… Es que me apetecía ponerme más ropa, quizá…

«No sé por qué, no te creo», pensé, notando el claro titubeo, la inseguridad de su voz.

—¿Te importaría quitarte la parte de arriba, William? —pregunté sin tapujos.

Hizo una mueca y frunció el ceño.

—¿Por algún motivo?

—Porque no creo lo que dices.

—¿Por qué? —estaba tenso, lo veía—. ¿Para qué iba a mentir?

—William, no voy a hacerte daño.

Él agachó la cabeza, como pensando si debía creerme. Finalmente se quitó el grueso jersey y la camisa, mostrando su espalda y sus brazos.

Estaban llenos de heridas recientes.

Suspiró, derrotado.

Si pensaba en ello, si me daba un solo momento para pensar en lo que estaba viendo, comenzaría a gritar sobre la crueldad, la maldad, el sadismo y la incompetencia de un sire capaz de torturar, literalmente torturar a su cachorro.

Y yo no grito. Bajo ningún concepto, porque gritar y sumirse en la ira es perder el control. Y no pierdo el control.

De modo que no me di la satisfacción de pensar en ello, solo actué. Actué por él, porque estaba claro que necesitaba ayuda, una mano amiga, una caricia sanadora.

—Ven aquí…

Eso dije en un quedo murmullo, pero fui yo el que me acerqué. Tomé su brazo con cuidado, ese brazo de piel nívea y tibia, me incliné hacia él y lamí una un largo corte, dejando que mi saliva de vampiro la curara, aliviara su dolor.

Él me miraba con fijeza, sorprendido. Tal vez incluso tenía miedo.

—¿Hm…? —musitó.

—Mi saliva curará esas heridas más deprisa de lo que hará tu descuidado metabolismo, así que tranquilo —le aseguré.

«No intento abusar de ti, chico», pensé con profunda lástima.

William calló. Yo lamí otras heridas en los brazos, a consciencia, dejando que se cerraran pero manteniendo visibles algunas deliberadamente, porque todas… No podía eliminarlas todas.

No mientras no supiera a lo que nos estábamos enfrentando.

—Gracias —murmuró, llevándose una mano a la frente.

—No me las des —respondí en voz baja—. Ponte de espaldas.

—No hace falta. Tampoco es como para que te esfuerces tanto. Además, si no ve ninguna herida pensará mal.

—Por eso te dejo algunas.

Las que parecían doler menos. Las que podría soportar sin sufrir demasiado.

«Pobre criatura».

Agachó la cabeza y rió con suavidad.

—Creo que te preocupas demasiado por mí —comentó.

—Me preocupo… Sólo lo que tengo que preocuparme. Vamos, ponte de espaldas.

Le toqué la cintura para instarle a volverse. Me miró un momento, pero obedeció con lentitud, girándose.

Me incliné sobre su espalda, apoyando las manos en el sofá junto a su cuerpo, y lamí una de las feas heridas que había en su piel. Su sangre seca, aunque escasa, llenaban mi paladar con su sabor fresco, mentolado, pero bajo eso podía notar lo que habría sido como humano.

Y era delicioso.

«¿A qué clase de maníaco se le ocurría hacerle algo así a su propio cachorro?».

William se estremecía, tensando los hombros, apretando la mandíbula.

—Cálmate, William, no puedo estar haciéndote daño —murmuré sobre la piel ligeramente humedecida de una herida recién sanada.

—No, no me haces daño. Estoy calmado. Es sólo que… Se me hace raro.

—¿Por qué?

Giró la cabeza hacia mí, y nos miramos. ¿Era turbación lo que había en sus ojos grises?

—La sensación, no sé.

Sostuve su clara mirada durante unos instantes más, pero después incliné la cabeza otra vez y continué mi labor, sin apartar mis ojos de los suyos pero sacando la lengua para lamer otra fea herida.

William se estremeció y se tensó de nuevo, moviendo un poco la pierna.

Seguí durante un rato, lamiendo y cerrando cortes.

Subí a una que había cerca de su cuello, y noté su olor más intensamente. Aunque era indudablemente el aroma de un vampiro, aún se adivinaba su esencia humana. Tenía muchos rasgos humanos todavía, como el leve rubor que podía encenderse en sus mejillas o la respiración artificial que constantemente usaba.

Aquel atisbo de olor me gustaba.

William agachó la cabeza y respiró de forma ajetreada, mordiéndose el labio inferior.

—¿Qué? —pregunté en voz baja junto a su cuello, de forma que no podía sentir mi aliento, pero sí la vibración de mi voz.

Se estremeció, y entreabrió los labios para suspirar.

—Nada en realidad —respondió—. Sólo que es… Grande la diferencia con la que me tratas tú a la que me trata mi propio padre, y no consigo entender muy bien por qué.

—Tu padre está loco, yo no tanto.

—Ahm… No era por… —movió un poco la cabeza, haciendo que las puntas de su pelo se movieran cerca de mi boca—. Sí, mi padre está loco, pero a veces lo pienso y podría ser aún peor.

—¿Ah, sí?

—Podría perfectamente dejarme morir.

—Y eso sería peor.

—Pues sí.

—Tienes una paciencia…

—¿Paciencia? ¿Yo?

—O pasotismo. Viene a ser lo mismo.

—No me queda otra —se encogió de hombros.

Lamí una última herida y luego me aparté, recostándome de nuevo en el sofá con su sabor en la lengua. Un instinto adormecido pedía con languidez un poco más de su sangre.

Lentamente él se volvió hacia mí y me miró. Ladeé la cabeza.

—¿Qué? —repetí—. Si te duele alguna, puedo cerrarla.

—No, no me duele ninguna —se puso de nuevo la ropa, con suavidad, con movimientos fluidos—. No es nuevo que me marque, estoy acostumbrado a esto.

Estuve a punto de decir «no deberías», pero… ¿Qué podía hacer él, un cachorro, contra su propio sire? Nada.

—Hm.

Era yo el que debería hacer algo, pero no todavía. No todavía.

—Aunque comienzo a estar harto —susurró de pronto—. Deseo que se canse pronto de mí.

Bueno, esa era una reacción lógica. Y, dado que por lo visto el vampiro no había sentido ninguna Llamada, era posible que algún día se cansara de William y lo abandonara. Por crudo que fuera. Pero, en todo caso, ¿lo haría antes o después de matarlo?

—Sí —asentí en un murmullo—. Yo también.

Se encogió un poco y hundió el rostro en sus manos, con los codos en las rodillas. Se veía desconsolado, tan derrotado.

—Si tuviera el valor suficiente, no volvería… No volvería allí —confesó.

Desgraciadamente, no podía escoger. No mientras su sire le hubiera ordenado volver.

—Bueno —dije con lentitud, alargando una mano y acariciando su cabello, suave y fino como la seda—. Siempre puedes volver aquí.

—Sí… Bueno…

—¿Qué? ¿No crees que siempre voy a tener las puertas abiertas para ti?

Levantó la mirada hacia mis ojos.

—Lo que no sé es cuánto tiempo voy a aguantar este ritmo de vida.

«Yo tampoco», pensé, pero no lo dije.

—Pero… ¿Por qué te hace daño? —pregunté—. ¿Qué obtiene?

—Me ata a la cama para tener relaciones conmigo durante todo el día. A veces me suelta… Otras me pega… Otras me hace envidiar la sangre que él toma. Depende.

Demasiada información. Demasiado tormento. Demasiada crueldad que no podía comprender.

—Espera. ¿Relaciones?

«Dime que no es lo que he entendido», deseé.

—Sí, relaciones sexuales.

«No».

—¿Tu padre te viola?

—Es otra forma de decirlo, creo.

«Oh, dios».

El potente gruñido que me salió de la garganta incluso me hizo daño, golpeándome el cuello como una pedrada.

Me levanté de un salto, intentando disimular un poco. Carraspeé, aunque no sirvió de nada.

Yo no perdía el control. Yo no tenía ese tipo de reacciones, pero no pude controlarlo.

—¿Ocurre algo? —dijo William con suavidad, mirándome desde el sofá.

—No.

—Ese gruñido no dice lo mismo.

Uno de los problemas de ser vampiro era que las reacciones de uno son tan obvias como las de un niño humano.

—Tranquilo, chico, no pasa nada —aseguré.

—Quién lo diría…

Se puso en pie, se acercó a mí y me puso una mano en la espalda. Moví la cabeza y luego me volví hacia él.

—Me gustaría poder decir algo para ayudarte —murmuré con total sinceridad.

Medio sonrió, encogiéndose de hombros.

—Como ya te dije, estoy acostumbrado —respondió.

—Eso no sirve.

Se revolvió un poco, cambiando el peso de una pierna a la otra.

—Quizá… No debí ser tan explícito a la hora de explicarte qué hacía el resto de la semana —comentó.

—No. No, así está bien. Prefiero saberlo.

Sacudió la cabeza.

«Está bien, Nosuë, ¿quieres dejar de olisquearlo como si fuera un apetecible humano?», me dije, enfadado conmigo mismo al ver que su sabor seguía en mi paladar.

Jamás me había ocurrido que me apeteciera tanto dar un bocado, no desde mis primeros tiempos como vampiro menor. Y mucho menos a un vampiro.

Aunque, si me paraba a pensar, a mi antigua sire le pasaba a menudo conmigo cuando aún era un cachorro. Pero era su cachorro.

—¿Quieres ir a la sala de música, o quieres hablar un poco más?

William se tocó el cuello unos instantes y medio sonrió.

—¿Qué tal si tocamos alguna cosa? —propuso.

Le indiqué con un gesto que podía subir cuando quisiera a la sala de música. Él, no obstante, me tendió una mano; se la tomé y nos dirigimos a la escalera.

Tiró de mí cuando llegamos a la sala de música y me sentó frente al piano, poniendo sus manos en mis hombros. Suspiró. Alcé una ceja.

—Vamos a hacerlo juntos —anunció.

Levantó la tapa, apoyando su pecho en mi espalda. Y fue agradable sentirlo tan cerca.

—Pon las manos aquí.

Me indicó una parte del teclado. Ladeé la cabeza, pensando que algo del tema sabía, no era ningún idiota.

—Nunca se me ha dado bien la música —advertí.

—Verás como sí.

Colocó sus dedos sobre las teclas.

—Tócalas en este orden.

Asentí y lo hice. Bien, el piano era el único instrumento con el que me llevaba bien. Ritz, mi sire, me enseñó algunas cosas cuando aún vivía.

Cuando aún vivía…

El agudo dolor en el pecho atenazó mi corazón al pensar en ella, como solía ocurrir.

William, ajeno a esto, tocó otras teclas, formando una canción más compleja.

—La sensación de tocar el piano siempre es agradable —susurró en mi oído, y noté el leve contacto de su aliento involuntario.

—Eso es verdad —respondí en voz baja.

Toqué otra melodía, una de las pocas que Ritz me enseñó. Sencilla, pero sugerente, lenta, sensual.

Mi acompañante me puso las manos en los hombros y escuchó en silencio hasta que terminé.

—¿Ves? —dijo entonces—. No se te da mal.

—Bueno, aprendí un poco cuando aún era cachorro.

Medio rió, divertido.

—No puedo imaginarte como yo.

—Pues lo fui. Todos lo fuimos una vez.

Incluso su propio sire, su padre, el desalmado que lo torturaba atado en la cama.

Noté que rodeaba mi cuello suavemente con sus brazos. Fue un gesto íntimo, más de lo que me había permitido en los últimos siglos.

—Ya veo…

Me volví lentamente hacia él y rodeé su cintura.

Estábamos muy cerca. Demasiado cerca. Sus ojos grises eran fascinantes a aquella distancia, como destellos de hierro y plata.

Vaya, con mis quinientos años de edad aún había cosas que me cautivaban. Sus ojos. Su mirada. Su sonrisa.

En ese instante sonrió de ese modo peculiar, un gesto a medias, muy leve, y apoyó su frente en la mía con un suspiro.

—Me siento seguro —susurró—. Aquí.

«Dios, no digas eso».

—Me alegro —respondí con suavidad—. Siempre tendrás un lugar aquí para sentirte a salvo.