Capítulo IV – William – Religión

 

 

Rápido.

Así pasaba el tiempo con Nosuë, muy rápido.

Y a la misma velocidad robaba mi corazón.

Quedé prendado de él. Me gustaba su forma de ser, su atractivo físico… Bueno, simplemente me gustaba estar con él.

Me sentía protegido…

Me sentía querido…

Ojala aquello no fuera una ilusión, una paranoia de mi delirio.

Aquella semana fue más dura que la anterior, sí. Parecía que a Danag no le gustaba mi cara de indiferencia. Y menos cuando no le explicaba lo que hacía fuera de casa.

Era un mal hijo… Eso me decía.             

Pero me daba igual. Ahora tenía adónde ir, dónde ocultarme… Y dónde sentirme a salvo.

 

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Así pasaron los días, con mi control nuevamente por los suelos y mi sed atacando mis nervios.

Llegué a casa de Nosuë tan tambaleante como los demás días, tan sediento que me tiraría sobre quien fuera por un bocado.

Choqué con la puerta de la mansión, incapaz de continuar, o de parar.

Al otro lado se oyeron cuchicheos.

—¡Oh, vale ya! —se quejó una voz femenina—. ¡Sé que está hambriento! ¡Precisamente por eso! ¡Abre la maldita puerta!

Finalmente ésta comenzó a abrirse…

—¡Helen, tú no! —exclamó un hombre.

La mujer no debió hacerle caso, porque salió y se me acercó. Vi a duras penas que vestía un largo vestido amarillo que hacía notar más su abultada tripa de embarazada.

Pero lo que me llamó la atención fue la jarra grande que llevaba en sus manos, llena de líquido carmesí.

—Bebida para nuestro sediento invitado —anunció con una sonrisa jovial.

Los instintos más bajos de vampiro exigían que hincara los colmillos en su cuerpo, pero yo no era violento, así que con brusquedad me impuse, tomé la jarra y le di la espalda para beber toda la sangre de golpe, con el ceño fruncido.

Poco a poco mi sed se fue apagando, hasta dejarme ser el de siempre. Y eso era todo un alivio.

Cuando me aseguré de tener el total control sobre mí, me giré hacia la mujer.

—Esto… Gracias.

Ella ladeó la cabeza y sonrió.

—De nada, hombretón —respondió—. ¿Quieres más? Nosuë dejó otra en el micro de la cocina.

—No, ahora estoy bien… Esto… ¿Te llamas…?

—Perdona —tendió una mano hacia mí—. Soy Helen, del rebaño de Nosuë. Tú eres William, ya lo sé.

Vaya… ¿Me conocían ya de entrada? Me daba un poco de vergüenza y todo. Cogí su mano con delicadeza y medio sonreí.

—Encantado, Helen. Y… Felicidades… Por el niño y eso.

—Ah, ¿se nota mucho? —ella parecía encantada.

—Helen, estás de ocho meses… —resopló la voz de un hombre.

Salió a la luz. Era un tipo alto, fornido, con cara bonachona y pobladas cejas.

—Sería raro que no se notara —comentó, divertido.

Helen rió.

—¡Pero no te quedes ahí fuera, hombretón! —exclamó—. Vamos, pasa, pasa.

Me miré un momento.

«¿Hombretón?», pensé. «¿Quién? ¿Yo? Bueno, a opiniones…»

Me encogí de hombros y entré en la mansión.

—Sí, em… ¿Y Nos?

—Abajo, en esa endiablada sala donde no podemos entrar —ella hizo pucheros de niña pequeña.

—¿Sala? —la miré, interrogante—. ¿Qué tipo de sala?

—Estoy bastante segura de que es una especie de santuario. ¿Quieres otra jarra?

Negué con la cabeza de nuevo.

—No, gracias, Helen —ladeé la cabeza—. Es la primera vez que veo gente por aquí.

—Bueno, en la parte de atrás tenemos nuestra casa. No es tan grande, claro, pero basta y sobra para los doce que somos… Imagínate. También tenemos familia en el pueblo, pero los que somos del verdadero rebaño estamos aquí, en el terreno inmediato de Nosuë.

—¿Rebaño…? —sacudí la cabeza y me toqué el cuello—. Suena un poco a corral y ovejas. Sin ofender.

—Sí, bueno, en el fondo es lo que somos, ovejitas esperando a llegar al matadero… Pero no nos matan.

Helen rió, encantadora.

—No, en realidad estamos aquí porque queremos —explicó—. Si no, podríamos marcharnos sin más. Pero permanecer con Nosuë nos da muchas ventajas. A cambio de un poco de nuestra sangre, tenemos un hogar, trabajo, ayuda económica para los estudios de nuestros hijos, y, ¡qué demonios!, uno se siente bien al ayudar a un tipo tan majo como él, ¿no crees?

Se me escapó otra sonrisa y asentí.

—Sí, lo cierto es que es un buen tipo —dije.

La mujer mostró otra jovial sonrisa.

—Bueno, entonces te guiaré abajo —propuso.

—Yo lo haré —replicó el hombre fornido—. Tú no puedes bajar esas escaleras.

Helen hizo morritos, pero cedió de inmediato.

—Está bien entonces. Un placer, Will.

—Un placer —repetí, haciendo un gesto como despedida.

La mujer se fue hacia la cocina. El varón me miró un momento con aspecto suspicaz, pero en seguida sonrió ampliamente.

—Soy Andy —saludó, tendiéndome su mano.

Lo miré unos instantes, y luego la estreché para devolverle el saludo.

—Un placer —asentí—. Parece que aquí todo el mundo me conoce, pero yo no os conocía hasta hoy.

No era muy hablador, y lo sabía. Además, era bastante seco, ¿pero cómo iba a ser?

—Bueno, Nosuë nos informó de tu venida, claro —explicó Andy—. Aunque dudo que lo hubiera hecho si mi prima Marlene no te hubiera visto salir hace tres semanas. Ven, te llevaré abajo.

Se volvió y se dirigió a unas escaleras descendentes. Lo seguí, un poco confuso, pensando en el lugar al que me guiaba. Así  que un santuario… Bueno, sería curioso ver esa faceta de Nosuë.

Por aquellas escaleras aún había menos luz que en el resto de la casa, pero no la suficiente, al parecer, como para hacer tropezar a un humano. Los escalones se seguían uno tras otro durante lo que parecía una eternidad.

En algún momento, comenzó a oírse una melodía amortiguada que parecía salir de un órgano.

Al fin nos detuvimos frente a una puerta de madera de aspecto pesado que olía… Raro.

—Y ahí está —advirtió Andy—. Yo no puedo seguir.

—¿Y por qué yo sí?

—Porque eres vampiro, digo yo.

Me toqué el cuello y me encogí de hombros, sin entenderlo demasiado.

—Bueno… Esto… Gracias.

—De nada, chico. Un placer.

Andy se retiró de vuelta al piso superior.

No sabía si debía entrar o no, pero de todos modos abrí sin demasiadas dificultades aquella extraña puerta.

La sala no era muy grande, iluminada con unos pocos candelabros encendidos que la llenaban de escasa luz anaranjada. Las paredes estaban tapizadas de cuadros un tanto siniestros que mostraban dos lunas, batallas entre lo que parecían vampiros y lobos, retratos de un hombre de cabello negro o de un joven castaño.

No sabía lo que aquello significaba.

A la izquierda había un órgano que parecía tocarse solo con algún tipo de mecanismo de memoria. A la derecha, un armario y una estantería.

Al fondo estaba Nosuë, sentado sobre una mesa más bien baja. A su espalda había un retrato del hombre de cabello negro, un poco parecido a él; a su lado, una estatua de ese mismo hombre con el castaño sentado a sus pies.

El vampiro alzó la cabeza y me miró.

—Sabía que no pasaría nada —comentó con su voz suave y sensual.

Ladeé la cabeza, sin comprender, y me acerqué a él, un poco indeciso.

—¿Que no pasaría nada? —pregunté.

—Con Helen. Sabía que llegarías y te tomarías la sangre sin tocarla. Andy estaba un poco preocupado al respecto.

—Confías mucho en mi autocontrol, ¿no crees?

—Tu autocontrol me trae un poco sin cuidado, William. Pero confío en ti.

Eso me hizo sonrojar, al menos todo lo que puede sonrojarse un vampiro menor, y desvié la mirada hacia el suelo.

A veces me alegraba que mi corazón ya no latiera, porque seguro que su sonido sería atronador en esos momentos, si fuera humano.

Nosuë ladeó la cabeza.

—William —me llamó en voz baja, apoyando los pies en el suelo pero aún sentado en la mesa.

Di un respingo y lo volví a mirar, con la cabeza ladeada. ¿Por qué era tan guapo? Eso me ponía nervioso.

—¿Hm?

Tendió sus brazos hacia mí. Parpadeé un par de veces, confundido, pero me acerqué con lentitud para recibirle… O que me recibiera, para buscar refugio en su pecho.

Lentamente rodeó mi cintura y me atrajo hacia sí con suavidad.

—¿Estás bien? —preguntó.

Lo miré a los ojos, con los míos entrecerrados. La verdad, cuando estaba con él me sentía a gusto, pero una vez salía de su casa ya no estaba tan bien.

Allí me sentía protegido. La mano que esperaba que me tendieran… Era la suya.

—Sí —asentí en un susurro.

—¿Te ha hecho… Mucho daño?

—Estoy bien, ahora estoy bien —cerré los ojos y me apoyé en él.

Nosuë me puso una mano en la nuca y me apretó suavemente contra sí, rozando su mejilla con la mía.

Me dejé llevar por aquel momento, aquella sensación de afecto, de que a su lado todo iba bien. De que nada malo podía ocurrir allí. Rodeé con mis brazos su torso.

Desde que fui vampiro, no me había vuelto a sentir feliz.

En realidad, me sentía ahora mejor de lo que podía recordar en mis veintiún años de vida.

Nosuë giró ligeramente el rostro, y sus labios rozaron mi oído.

—Sube arriba, si quieres —susurró—. Iré contigo en seguida.

—No. – Respondí simplemente, con suavidad.

Estaba bien allí, y no quería moverme.

«Déjame estar un rato más entre tus brazos», rogué.

Él movió un poco la cabeza, pero finalmente apoyó la barbilla en mi hombro y de su garganta surgió un leve ronroneo felino, como un gato. Volví a suspirar, y llevé mis labios a su mejilla, donde deposité un leve beso.

El ronroneo se apagó. Nosuë echó la cabeza hacia atrás y la apoyó en la pared.

Me separé con lentitud. Estaba demasiado pegado a él… No podía ser bueno, y menos si de pronto dejaba de hacer aquel sonido. Me crucé de brazos, sin saber muy bien dónde mirar.

Nosuë alzó tras un momento una mano y tocó el marco del cuadro que tenía al lado, el que mostraba el hombre de cabello negro y acerada mirada roja.

—¿Sabes quién es? —preguntó.

Sólo mirarlo me arrancó una mueca.

—No.

—Este… Es nuestro dios.

Sacudí la cabeza y desvié inmediatamente la mirada a Nosuë. Ese hombre daba escalofríos, fuera quien fiera.

—¿Nuestro… Dios?

—No me sorprende que no sepas nada. En realidad muy pocos lo saben ya, sólo los más antiguos o los pertenecientes a antiguas familias. Los jóvenes y solitarios olvidan deprisa. Pero sí, es nuestro dios. El dios de los vampiros. El dios de la sangre.

No sabía nada de vampiros, sólo lo que había visto en películas de ciencia ficción, lo cual no tenía nada que ver con la realidad.

Un dios. Hasta eso teníamos.

Moví levemente la cabeza. ¿Qué decir de aquello, de algo que no sabía por dónde cogerlo?

Nosuë me miraba, sin erguir la cabeza, lo que le daba una expresión algo tétrica. Tenso.

—Ese dios se llama… Vlar.

Exteriorizar… No exterioricé mucho. Sólo fruncí el ceño, con la mirada clavada en el suelo y la mano en el brazo.

Pero mi interior era otra cosa.

No sabría explicar bien cómo me sentí, pero no me gustó nada. Un dios… Del que no sabía nada, un dios del que desconocía su existencia… Y sólo oír su nombre me hacía sentir tan… Confuso. Terror, reconocimiento y respeto reverencial a la vez, fundiéndose en un torbellino de sensaciones.

Cerré los ojos y moví levemente la cabeza.

Por algún motivo no quería oír su nombre. Por aquella sensación en el pecho… ¿Cómo expresarlo? Tantos sentimientos a la vez cuando había llevado tanto tiempo sin sentir nada.

Nosuë ladeó la cabeza y se irguió.

—Pues sí que tienes autocontrol —comentó suavemente, con una media sonrisa en sus labios, un gesto tranquilizador y afectuoso aunque serio, como él era—. A mí la primera vez me cogieron… ¿Cómo se dice? Todos los males.

—No sé cómo sentirme al respecto —alcé la mirada hacia él, aún confundido, resonando en mí aquellas sensaciones extrañas por un dios del que acababa de conocer la existencia.

—Sólo quería demostrarte que existe… Que, nos guste o no, una parte de nosotros reconoce y siempre reconocerá a nuestro dios. Ahora será mejor que salgamos.

No sabía si estaba bien saberlo o prefería seguir en la ignorancia.

Le di la espalda lentamente.

—Bien… —asentí.

Se acercó a mí. Noté su mano en mi cintura, su cuerpo curvándose sobre el mío pero sin tocarme, su voz susurrando en mi oído.

—Sé que es desagradable, pero hay cosas que necesitas saber, cachorro.

Me adelantó y salió de la sala.

Lo miré mientras salía, tragando saliva.

Ese hombre me hacía sentir cada cosa…

Le seguí.             

Me dejó pasar, y cerró la sala con un candado de aspecto pesado y difícil. Luego me guió hasta el salón.

—Marlene ha alquilado una película de vampiros y se ha empeñado en que la vea —me explicó—. ¿La quieres ver conmigo? No me gusta aburrirme solo.

Medio sonreí y asentí.

—Hace bastante que no veo una película de vampiros.

—Adelante pues. Siéntate.

Nosuë se dirigió a una pantalla inmensa que había frente al sofá.

Aquellas comodidades —el amplio y cómodo sofá, la televisión gigante,…— me recordaban a Takuma.

Sí, Takuma. Ni siquiera me consideraba ya esa persona. Kai murió hacía meses y sólo quedaba William.

Fui al sofá y me senté, con las piernas un poco separadas, apoyando los codos en las rodillas y la mejilla en la palma de mi mano.

Él apretó un botón de la pantalla, y del lateral salió una lengüeta donde Nosuë puso un DVD. Se introdujo de nuevo, y la pantalla se encendió. El vampiro se sentó junto a mí.

Cerré los ojos unos instantes.

«¿Por qué no te conocí antes?», me pregunté. «¿Por qué no en otra situación?».

Abrí de nuevo los ojos y lo miré un momento.

—Y allá va —anunció mientras aparecía el título de la película.

—Veamos qué tal —respondí.

La película era verdaderamente típica. Una pareja feliz a punto de contraer matrimonio, y un vampiro malvado que se llevaba a la mujer para hacerla su esclava…

—Técnicamente, la va a hacer su cachorra —matizó Nosuë.

…antes de que dejara de ser virgen. El prometido recorría medio mundo buscándola antes de que fuera demasiado tarde, llevando con él a un sacerdote y algunas armas como ajos, cruces y estacas.

Siempre me había hecho esa pregunta, y por si acaso no llevaba cruces encimas, aunque me gustaban.

—Oye, Nos.

—Dime.

—Eso de las cruces y los ajos, ¿es cierto?

—¿Qué, que nos ahogamos al oler ajos y que las cruces nos queman?

—Sí.

Lo observé con la cabeza ladeada, curioso. Nosuë se me quedó mirando un momento, en silencio. Luego se levantó y se alejó.

Volvió unos segundos después con una cruz firmemente cogida con una mano. Me miró con fijeza.

—Me derrito —dijo, muy serio.

Me quedé helado unos instantes, con cara de póker, sin pensar en nada salvo en aquella imagen que tenía delante.

De golpe reaccioné como si algo se encendiera, como si de pronto todo lo que sentía saliera a la luz, como una descarga eléctrica recorriendo mi cuerpo.

Comencé con una sonrisa que se ampliaba por momentos… Y cuando quise darme cuenta estaba riéndome.

Me reía.

Incluso me caí de lado en el sofá, luego al suelo, rodando de la risa.

Era… Era agradable.

Aquello era felicidad.

Noté que Nosuë me miraba con una media sonrisa en los labios. Dejó la cruz a un lado y se arrodilló junto a mí, quizá esperando a que se me pasara.

Pero por más que quisiera no podía parar. Estaba a punto de llorar de la risa. Las mejillas me dolían. Era una risa fuerte, muy fuerte.

De verdad, la escena había sido muy chocante. Una persona tan seria como Nosuë… Con esa cruz… Y ese comentario…

—Si fueras humano te estarías ahogando ya —comentó en tono divertido mientras me tomaba por detrás de los hombros para sentarme.

—Es que… Ha sido… Muy… Bueno… —logré decir entre carcajadas.

Me miró unos momentos más.

Y luego, con suavidad pero sin previo aviso, se acercó y me besó en los labios.

Se me cortó la risa al momento. Me quedé con las manos apoyadas en el suelo, helado. ¿Cómo debía reaccionar?

Sus labios se amoldaban perfectamente a los míos en un beso suave, lento y dulce.

No sé muy bien cómo… Me dejé llevar por aquella sensación agradable. Porque lo había estado deseando, pero no pensé que fuera a hacerlo.

Subí las manos mientras cerraba los ojos, para apoyar los brazos en sus hombros y rodear su cuello, entrelazando los dedos en su largo cabello negro.

Lo correspondí como nunca lo había hecho antes… Con deseo.

No obstante, casi enseguida Nosuë separó sus labios de los míos y entreabrió los ojos.

—Lo siento —se disculpó en voz baja, mirándome con fijeza.

—No hay que sentir nada que sea agradable —repliqué.

—No quiero que pienses que intento abusar de ti.

—No  había pensado eso.

Se movió un poco, y apoyó su frente en la mía.

—Me hubiera gustado tanto conocerte como humano —susurró.

—Hace un momento… Yo pensaba que me habría gustado conocerte en otra situación.

Volví a cerrar los ojos. Noté cómo Nosuë ladeaba un poco la cabeza para besar mi mejilla, pero entonces fui yo quien se movió para que su beso diera en mis labios.

Me acarició la cintura dulcemente, con ternura.

—A pesar de todo… —murmuré contra sus labios— He podido conocerte, y eso, para mí, ya es suficiente, sea cual sea la situación.

Me tocó la mejilla y me besó otra vez.             

—Te quiero, William —confesó en voz muy baja, mientras de su garganta brotaba un suave ronroneo.

Mantuve los ojos cerrados, mientras le acariciaba el cabello… Y sonreía.

—Yo también te quiero.