Capítulo XI – Venganza – Nosuë

 

 

Danag se había marchado, como solía hacer, dejándole a solas atado a la cama. Lo hacía para que no hubiera peligro de que me escapara… Y también por simple y puro sadismo. Repugnante.

Cuando se iba de caza a veces tardaba horas. Montaba grandes orgías con humanos, donde al final todos acababan muertos, y él, exhausto y eufórico por el esfuerzo. Y también muy bien alimentado, como demostraba su sexo enhiesto durante… Bueno, el tiempo que tardaba en torturar esa parte de mi cuerpo que está por debajo de mi espalda.

De pronto oí la puerta al abrirse.

—¿Cómo está mi pequeño? —preguntó con voz melosa—. ¿Me has echado de menos?

«En absoluto», hubiera querido decir.

Me moví un poco y lo miré, entrecerrando los ojos, humillando la mirada. Entre tímido, sumido, asustado y anhelante. Le gustaba así.

Estaba empapado de sangre, de arriba abajo. Y sonreía… Maliciosamente. Como siempre.

—Sí —respondí en voz baja.

Se acercó a mí para liberarme las manos.

—Apártate un poco, hoy necesito descansar.

Alcé las cejas en actitud sorprendida, pero excitado por dentro.

«¿Eso significa…?», pensé. «¿Puede ser que…?».

Me retiré a un lado de la cama.

—Si quieres tomar sangre sólo podrás lamer los restos que quedan en mi cuerpo —informó Danag, tendiéndose y cerrando los ojos cómodamente—. Suficiente es que te deje un día para que te alimentes, como para tener que traer algo hoy.

Alargué una mano y reseguí con los dedos la línea que iba de su cuello a su vientre, poco a poco, dejando un claro camino al limpiarlo de sangre.

—¿Confías en mí, sire? —pregunté con voz anhelante, y, aunque me costó un mundo conseguirlo, también deseosa—. ¿Tanto como para dejar que lama tu cuerpo… Libremente?

Él sonrió, mostrando sus colmillos manchados de sangre, pasando la lengua por ellos.

—Creo que ya llevamos bastante tiempo, y sé que me deseas como yo a ti, pequeño… Si tiene que lamer, hazlo, pero sé cuidadoso, ¿hm?

—Sí, sire, lo seré.

Primero de todo me incliné sumisamente y besé sus labios de forma leve, tímida…

Asco. Eso era todo lo que tenía en la cabeza, una sensación de repugnancia sin igual.

Apoyó una mano en mi espalda y la otra la dejó en su pecho, suspirando de forma artificial.

—Lento, sé lento… —advirtió—. Disfruta de mi cuerpo, pequeño, ya que no tendrás muchas oportunidades más.

—Gracias, sire.

Bajé a su cuello, lamiendo la sangre, acariciando sus manos con las mías.

«Vamos, súbelas», rogué. «Déjame vía libre».

—Te gusta, ¿mm…?

Apartó la mano de su pecho y la puso tras su nuca, dejando más espacio para mí.

—Sí…

Bajé, lamiendo poco a poco su pecho níveo manchado de sangre.

Cuán sumamente ultrajante podía llegar a ser aquello, cuán desagradable.

—Sigue bajando, sigue… —rió por lo bajo.

Me detuve un instante.

«No me…».

Pero tenía que hacerlo.

Fui bajando, poco a poco, rozando con mi lengua su vientre.

Finalmente él alzó los brazos hacia arriba, dejándolos por encima de su cabeza, mostrando una sonrisa satisfecha.

—Muy bien, cachorro —ronroneaba—. Muy bien.

«Te tengo donde te quería», pensé, siniestro.

Bajé una mano a su entrepierna endurecida y abultada por el exceso de sangre y acaricié por encima de la ropa. Volví a lamer en dirección arriba otra vez, por su pecho, sus pectorales, su cuello, dejando con la lengua finos caminos en su cuerpo manchado de sangre.

Danag cerraba los ojos con una sonrisa en los labios.

—No subas tanto, pequeño.

«Maldición».

—¿Eh? Pero… Me gustaría… Besarte otra vez. ¿No puedo?

Él entreabrió los labios como respuesta. Una especie de «sí», imagino.

Ascendí hasta sus labios en actitud anhelante y lo besé, profundizando sólo un poco a pesar del asco. Acaricié sus brazos con una mano, mientras la otra permanecía… Bien abajo.

Rió contra mis labios, correspondiéndome.

—Hoy tienes ganas de juerga, ¿eh? —preguntó con burla.

—Lo siento. Sí. Es que te… Te deseo… Tanto.

No sentía más que repugnancia por su cuerpo, su actitud, su mera existencia.

Toqué finalmente sus manos, cuidadoso, acariciando.

De entre los barrotes de la cama saqué un apenas visible hilo dorado que había escondido hacía tiempo. El ligero cosquilleo que yo sentía en los dedos a causa del oro sería todo lo que notaría en su piel, pero me esforzaría… Mucho… Por que no se diera cuenta.

Sacó la lengua para relamerse los labios.

—Bien… Pues aprovecha, pero bésame de nuevo, pequeño, tengo ganas de sentir tu lengua.

Contuve a duras penas un estremecimiento de asco.

Volví a besarlo, profunda y lentamente esta vez, acariciando su lengua con la mía. Subí ambas manos a las suyas, acariciándolas… Moviendo el hilo entre sus muñecas sin que lo notara en absoluto.

Él me correspondía. Lo tenía bien, bien distraído.

«Ahora».

Bruscamente mordí la lengua que invadía mi boca y me aparté, tirando del hilo… Que encerró sus manos en una presa de la que ya no podría salir.

Me miró, sorprendido, furioso… Su rostro cambió, haciendo una mueca horrible.

—¿¡Qué se supone que estás haciendo, cachorro?! —gritó, lleno de ira por mi atrevimiento.

Le devolví la mirada, lejos de su alcance. Me relamí los labios, manchados con un poco de su sangre… Y su saliva repulsiva.

A veces me atas tú, a veces te ato yo. ¿No es lo justo… Sire?

Con el título dejé que por fin de mi garganta brotara un sonoro gruñido vibrante y gutural que llenó la habitación un momento. Era un gruñido salvaje lleno de odio y rencor: el gruñido de una bestia.

Y yo conocía muy bien a esa bestia.

—¡Maldito traidor! —rugió Danag—. ¿¡Quién eres tú?!

—Nosuë, tu sumiso cachorrito… Excepto que no soy cachorro y, desde luego, no soy sumiso.

Me alejé de un salto y me senté en el sillón. Debajo estaba mi bolsa. La saqué, cogí el móvil, lo encendí.

Danag gruñía, sin atreverse a moverse. Oh, sabía muy bien que no podría liberarse sin dejarse las manos en el intento, y de hacerlo en breve moriría desangrado.

Oro. Nuestra única debilidad: el oro nos hiere como si fuéramos humanos, nos envenena, nos mata.

—¿Y qué es lo que quieres de mí, maldito? —masculló.

—Tu sangre.

Marqué el número de Will y llamé. No tardó en responder con voz ronca.

—¿Qué…? —musitó ansiosamente, preocupado.

—William, ven a casa de Danag. Ahora.

Colgué. No podía hablar de más. No estaba muy en mis cabales. La bestia había roto todas las barreras y ya estaba de camino.

—¿William? —gruñó Danag—. ¿¡Has dicho William?!

—He dicho William —asentí con frialdad, pero una frialdad peligrosa, salvaje—. Sorpresa, nosferatu degenerado. Yo soy el protector de William. Yo le encontré una noche, yo le he alimentado, le he dado un hogar, y ahora yo le daré la libertad.

Chasqueó la mandíbula de forma muy sonora, peligrosa para quien estuviera lo suficientemente cerca.

—¡Tú…! ¡Tú has cambiado a mi hijo! ¡Desgraciado!

Medio sonreí… De forma desagradable.

Ya era más bestia que vampiro, y ni siquiera me preocupaba.

El animal se había desatado dentro de mí: el  que estaba sediento de sangre, de muerte.

—Qué listo eres, mi querido sire —respondí con burlona dulzura.

De pronto alguien aporreó la puerta. Se había dado prisa.

—Abre —suplicó la voz de William.

—Está abierta —respondí con voz contenida.

Esperaba estar lo suficientemente cuerdo aún para no montar un espectáculo sangriento delante de él.

Will abrió la puerta con cuidado, y parpadeó varias veces al ver la escena, seguramente sin saber qué hacer o dónde mirar. Danag hizo una mueca y gruñó de forma muy sonora.

—No os acerquéis a mí —masculló—. Ni se os ocurra.

Alcé una ceja.

«No, no vamos a acercarnos», pensé con burla. «No».

Cogí una daga de la bolsa y la lancé cerca de Danag. La hoja dorada resplandecía a la tenue luz.

—Es de oro —expliqué… Para ambos—. No contaminará la sangre pero mantendrá la herida abierta el tiempo justo para que tomes la suficiente. Adelante, William.

El cachorro dio un respingo, mirándonos a los dos, tragando saliva.

—¿Qué…? —murmuró.

—¡¡No hagas eso, William!! —bramó Danag.

Will retrocedió un paso.

Gruñí con fuerza. Los pedazos de cristal que quedaban en la ventana vibraron ante ese gutural sonido, y supe que la bestia dentro de mí ya llegaba, ya enroscaba sus venenosas fauces en torno a mi cordura.

Me levanté, lentamente. Me acerqué a la cama, poco a poco. Control. Tenía que controlarme. No podía parecer un loco delante de William, aunque una parte de mí lo fuera.

Me arrodillé junto a Danag, mirándolo. Me incliné.

—Retira esa orden —dije en voz baja, suave, casi como una petición.

—¡Ja! —rió—. Es mi cachorro y hago lo que quiero con él.

No pude evitarlo.

Sonreí. De forma maliciosa, cruel. Sádica.

Bruscamente me arqueé hasta tocar sus labios con los míos en un beso fiero… Para atrapar su lengua entre mis colmillos y arrancándola de cuajo, lanzándola lejos.

—Ordena algo ahora, despojo —mascullé con la voz ronca.

Danag se quedó con los ojos muy abiertos, desviando la mirada hacia William, como si buscara ayuda. El de ojos grises estaba paralizado.

Me aparté lentamente.

—Hazlo ahora —murmuré, agazapado a un lado de la cama—. No puede detenerte. Hazlo, Will.

Él sacudió la cabeza y se acercó mientras Danag le seguía los pasos con aspecto cada vez más asustado. William tomó la daga entre sus manos, hizo un corte a la altura de la muñeca.

Dudó visiblemente, pero finalmente  tomó la sangre de su sire con una mueca de asco.

Ladeé la cabeza. Cuando no es el momento adecuado, bueno, tomar la sangre de un sire es… Extraño. Desagradable.

Especialmente si es la sangre de alguien como Danag, ¿no?

—Sentirás un cierto malestar general durante un rato —expliqué en voz baja, tensa—. Te dolerá un poco la garganta. No es nada, se te pasará pronto.

Dejó la daga en el mismo lugar que antes y me miró, confuso, perdido… ¿Me reconocía en la bestia que tenía delante?

Se apartó de su padre, que nos miraba con rabia.

—Vuelve a casa —ordené.

Agachó la cabeza, temblando… Asintió.

Con lentitud salió de la habitación sin decir nada. Estaba asustado, confundido. Y era normal.

Danag lo vio marchar, impotente.

Me volví a sentar en el sillón, miré al vampiro que había hecho tan desdichado a William. Estaba tan indefenso ahora… Tan a mi merced.

Si lo mataba con mis propias manos, con armas de oro… Sería un desastre. Incluso desquiciado como estaba aún podía recordarlo: los vampiros muertos son más peligrosos que los vivos.

Medio sonreí otra vez, pero no fue como siempre: era la bestia relamiéndose ante el placer de la agonía ajena.

—¿Sabes qué? —comenté con ligereza—. He preparado para ti una muerte lenta… Y dolorosa.

Danag clavó en mí su mirada. Quiso moverse para huir, pero dejó de hacerlo cuando sintió el oro del hilo clavándose en su piel. Gruñó de forma sonora, furioso.

Trataba de hablar, pero sólo conseguía balbucear cosas sin sentido. No podía evitar sonreír ante su desgracia, divertirme a su costa.

Divertirme… Sí, aquello me divertía. Tenerlo atado e indefenso a la cama, a punto de morir, me estaba divirtiendo.

No a mí. A la bestia que habitaba en mí, esa bestia sádica y cruel que tanto disfrutaba con la sangre, con el dolor.

Porque era una bestia que nacía del dolor, se alimentaba de él, y sólo este podía aplacarla.

—¿Sabes a qué me refiero, despojo?

Me acerqué lentamente y me arrodillé a su lado. Tomé la daga de oro entre mis manos. Su tacto frío era estremecedor; sabía que me haría daño si me cortaba solo un poco.

Danag frunció el ceño con la mirada asustada, intentando retroceder, alejarse de mí.

—Tranquilo, pequeño desgraciado… Con esto no puedo hacerte gran cosa sin convertirte en algo peor, y dios sabe que ya has hecho bastante daño —dije—. Pero siempre puedo hacer algo que llevo mucho… Muchísimo tiempo… Queriendo hacer.

Sin pensármelo, sin dudar un solo instante, clavé la daga más abajo de su vientre, justo entre sus piernas, en el sexo aún enhiesto.

Aunque no tenía lengua sí podía gritar.

Y vaya si gritó. Gritó de puro dolor. De sus ojos salían lágrimas de sangre.

«Grita, desgraciado», pensé con una sonrisa siniestra. «Grita, despojo de los vampiros, por todo el daño que has causado, a mí, a William y a los humanos de todo el mundo. No dejes de gritar».

Aparté la daga y la llevé a la bolsa otra vez. Saqué de ella otro hilo de oro, y con éste até sus tobillos con fuerza. No quería que escapara corriendo.

—¿Listo para dar un paseo, sire? —pregunté con burla.

Me mostró los colmillos como respuesta.

Solté una risotada cruel, deleitándome de un modo enfermizo. Lo solté de la cama, pero sin liberar sus muñecas. Luego lo agarré de los tobillos y lo tiré de la cama.

—Disculpa mi poco tacto. Es la sed.

Volvió a gruñir, rechinando los dientes, intentando escapar…

Pero atado y herido como estaba, poco podía hacer. Entonces tenía la fuerza y la capacidad de un humano. Gracias al oro no era más que un humano.

Lo llevé literalmente a rastras al pasillo, y luego escaleras arriba. Golpeó dolorosamente con cada escalón con su cuerpo todavía ensangrentado.

Tal y como había pensado allí un poste metálico sostenía la antena de la televisión.

«Perfecto».

Lo llevé hasta él y con un tercer hilo lo amarré al poste, sentado… De cara a la salida del sol.

—Y este, mi querido sire, es nuestro adiós —anuncié, irguiéndome a su lado.