Capítulo II – Regreso – William

 

 

Entré en el parque y seguí el camino de vuelta a casa sin muchas ganas.

¿Era normal encontrarse vampiros agradables? No sabía si debía fiarme o no. No me caía mal… Pero tampoco sería bueno verle siempre. No quería que nadie, absolutamente nadie supiera de mi vida. Creo que era demasiado penosa. Ni siquiera me gustaba ser vampiro.

Lo odiaba.

Me convirtieron sin mi consentimiento. Veintiún años llevaba mi padre rondándome… Desde el día en que nací.

Ni siquiera este era mi hogar. ¿Por qué? ¿Por qué yo?

Era feliz en mi mundo, era feliz preparándome para ser saxofonista. Era feliz… Era…

Apenas recordaba el significado de la palabra felicidad.

Vivía con mi madre en un mundo diferente a este. Ella tuvo una aventura con un hombre… Y eso me pagaba factura a mí.

Incluso me cambió el nombre. El nombre que me pusieron al nacer era Takuma Kai, pero mi padre pensó que sería extraño en este mundo… Un mundo que no conozco, que no he podido conocer. ¿Cómo? Me paso el día encerrado.

Mi nombre fue cambiado por el de William Silber.

 

Ya que llegaba tarde a casa, ¿qué más daba entretenerme un poco más?

Me detuve en el parque, mirando al cielo, pensativo. Era lo único que podía hacer, pensar e imaginar. Y porque mi padre no podía llegar a mi mente, si no…

Era patético poder salir sólo de noche… Qué triste vida me esperaba, patética existencia.

Respiré hondo, aunque hacía ya meses que no necesitaba aire.

Después seguí mi camino hacia el apartamento.

No me hizo falta abrir la puerta para ver a mi padre en el portal, con el ceño arrugado y los brazos cruzados.

Lo olvidaba, era de noche para mí y también para él… Ambos podíamos salir.

Era un hombre alto y robusto, de cabello moreno recogido en una cola larga y lisa. Tenía los ojos verdes, esmeraldas. Si no fuera por… Lo que era, diría que incluso sería atractivo.

—¿Dónde estabas? —exigió saber—. ¿No te quedó bien claro una noche? Estaba preocupado, Will.

Me tendió una mano.

«Eso… Tú hazte el santo», pensé.

Cogí la mano ofrecida. Me sentía obligado a hacerlo, como si algo me atara a él. Era una sensación… Extraña, repugnante, algo que no comprendía.

—Lo siento —me disculpé.

—No me has contestado. ¿Dónde estabas?

—En el matadero, como siempre.

—¿Has tomado sangre? No quiero verte moribundo durante esta semana, ¿hm?

—He tomado.

—¿Por qué me hablas tan poco, Will? Estás muy poco cariñoso hoy.

«Nunca estoy cariñoso contigo, cabrón».

—Perdona, es que no me ha sentado bien estar lejos de ti.

Me sentía incluso mejor sin él.

Danag, pues ese era el nombre de mi padre, me cogió por la cintura y me llevó adentro, al ascensor.

—Para mañana tengo una sorpresa para ti, Will, mi niño —dijo mientras subíamos.

Me puso contra la pared y me lamió la cara, pasando por mis labios y besándome de forma profunda, hundiendo la lengua en mi boca.

Estaba acostumbrado… Aunque no me gustara, no lo soportara, al final uno acaba acostumbrándose a todo.

Correspondí sin ganas, rozando mi lengua con la suya.

—Te veo flojo, pequeño —me susurró al oído, para luego atrapar con sus labios mi lóbulo—. ¿Es que no me deseas?

«Nunca».

—No es eso. Es que me siento un poco cansado.

—Entiendo… Entonces hoy intentaré ser suave, ¿hm?

Para él, ser suave significaba atarme a la cama como poco.

Volvió a lamerme, la mejilla ahora.

La puerta del ascensor se abrió y yo salí primero, seguido por mi padre, con su mano en mi trasero. Tanteaba el terreno.

Por lo general tenía que hacerle favores antes de que me penetrara, pero…

Espera… ¿Suena esto demasiado extraño?

Mi padre literalmente me violaba. Era su esclavo, su juguete. Deseaba desesperadamente que se cansara de mí, pero dudaba que eso ocurriera. Siempre repetía que yo era su favorito.

Ahora… Ahora queda clara mi actitud, y por qué estaba siempre encerrado. Me pasaba seis días seguidos teniendo sexo con él. Pero claro… Tenía alguna pausa en la que él se alimentaba; volvía de su cacería para darme envidia. A veces dejaba que le lamiera la sangre de los labios… Sólo a veces.

En otras ocasiones me retaba y me llevaba a los límites de mi control, trayendo gente a casa, bebiendo delante de mí hasta matar a su víctima.

Cabronazo.

—¿No te preguntas qué clase de sorpresa tengo para mi niño? —preguntó.

—Esperaba que me lo dijeras, padre.

—Danag. Para ti soy Danag, tu amante.

—Sí… Disculpa, mi amo.

—Eso está mucho mejor.

Abrió la puerta de nuestro apartamento y me empujó dentro, mientras me besaba y lamía el cuello, cerrando detrás de sí.

—Pues te diré que estoy seduciendo a una jovencita que traeré —explicó—. Te gustará oler su sangre y desearás que muera en tus manos —rió de pronto con una nota sádica.

«Ojala el que mueras seas tú», pensé con impotencia. «Toma tanta sangre como puedas y revienta».

Preferí no contestar a aquello, pero eso impacientó a mi padre, de modo que lo besé en los labios como respuesta.

Me empujó en la cama y comenzó a desnudarme. Automáticamente me giré, poniéndome boca abajo en la cama, y mi padre retiró los pantalones, me ató a la cabecera…

Iba a comenzar la función que duraría seis noches.

 

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Durante ese tiempo mi sed fue aumentando y mi control menguando.

Durante ese tiempo, y como castigo sin motivos, trajo mujeres todos los días para desangrarlas ante mí, y no me dejó probar gota de ninguna de ellas.

Mejor. Odiaba la violencia que usaba.

Seguramente mis ojos grises se volvieron rojos en poco tiempo.

Y por fin… Llegó el día de mi momentánea liberación.

Me había pasado esos días atado a la cama, desnudo, y ahora apenas me mantenía en pie. Se había pasado de lo lindo, pero no me quejaba, y en mi rostro no había ningún tipo de emoción.

No cruzamos una palabra cuando me dejó marchar. Me vestí y salí del edificio, sin más.

Si veía a cualquier otra persona iba a tirarme encima…Debía evitar al gentío, debía llegar a… ¿Adónde? Mis pies iban solos… Hacia el parque.

Allí, sobre la barra superior de los columpios, sentado con elegancia, estaba Nosuë, con los ojos cerrados y el cabello negro mecido por el viento.

Alcé la mirada hacia él, tambaleante. Sus párpados se abrieron cuando llegué cerca. Creí que iba a caerme allí mismo.

Entreabrí los labios… Me crecían los colmillos. Quise hablar, pero no pude.

Él bajó de un ágil saltó y con cuidado me rodeó la cintura.

—Estás peor que la semana pasada —comentó de aquella forma suave, tan pausada y calmada, pero con un extraño punto de ansiedad.

Me reí a mi pesar con las pocas fuerzas que me quedaban.

«No te jode…», pensé.

Con la semana que había pasado…

—¿Puedes andar…? —me preguntó, en absoluto convencido.

—Creo que sí… —logré contestar, con la voz agotada.

Carraspeé. Necesitaba beber… Con urgencia.

—Está bien… —dijo—. A mí me parece que no.

Con movimientos ágiles me subió a su espalda como a un niño, cogiéndome por debajo de las rodillas.

—Agárrate.

No estaba muy atento a lo que él hacía o decía. En realidad sólo buscaba una presa. Qué instintos tan bajos y ruines…

Me agarré a duras penas a Nosuë. ¿En serio estaba siendo amable conmigo?

¿Por qué?

¿Y por qué volví? Él ya tendría sus propios problemas, ¿para qué le daba yo más?

No corrió de vuelta a su casa, ni siquiera se apresuró. Tardamos al menos quince minutos en llegar a la mansión.

Me llevó de nuevo al salón, donde, como la semana anterior, me esperaba una jarra llena de sangre. Me la acercó.

El simple olor me hizo actuar de forma violenta al coger la jarra.

«Es sangre, no le arranques la mano para beber», eso fue lo  que pensó la pequeñísima parte racional que me quedaba, mientras la bestia en mí bebía con ganas, con muchas ganas…

Un hilo de sangre se quedó en mis labios y bajó hasta el mentón.

A cada trago volvía un poco más en mí, y podía pensar con más claridad. Mis colmillos se enfundaron de nuevo, y mi vista antes enrojecida se volvió multicolor.

Suspiré.

—Gracias… En serio, gracias —dije.

—Como te dije la semana pasada, no me las des. No podría dejarte morir por inanición, es… De acuerdo, la palabra inhumano no es muy adecuada.

Medio sonreí, y me sequé los restos de sangre de la boca y el mentón.

—Pero se sobrentiende.

—Sí. ¿Quieres más?

—De momento no, estoy bien —moví la jarra—. ¿Dónde la dejo?

Alargó una mano y la cogió.

—Pues yo, con tu permiso, voy a tomar un sorbo —respondió.

Cruzó el salón y se dirigió a una puerta de metal que había en la pared. Parecía muy pesada.

—¿Un sorbo? —ladeé la cabeza, siguiéndolo con la mirada—. Ah… Tenías un almacén, ¿no? ¿O aluciné?

—Lo tengo. Si todavía tienes sed, quédate sentado.

Abrió la puerta con aparente facilidad, y la hoja de metal se deslizó hacia fuera. El salón se inundó de multitud de olores de sangre.

Arrugué la nariz al sentir tal variedad de aromas, pero no me puse tenso… O sí. Mi pierna se movía un poco, como un tic, pero pronto se detuvo.

Yo tenía control. La sed no iba a poder conmigo. Los instintos de… Vampiro no iban a vencerme. Me puse en pie para acercarme a Nosuë.

Él, su modo de vida, todo despertaba en mí… Cierta curiosidad.

El interior de la sala era pequeño y frío, y las paredes estaban cubiertas por estanterías metálicas con ganchos que sostenían bolsas de plástico llenas de sangre. En las etiquetas, en lugar de poner grupos sanguíneos, ponía nombres: Laura, Roze, Dani, Héctor, Sora,…

—¿Algo despierta tu interés? —preguntó mientras iba al fondo y miraba unas bolsas.

Olfateé y seguí mis sentidos hasta una bolsa en especial que desprendía un aroma… Que me hacía la boca agua. Bebería y bebería sin cansarme jamás.

La toqué suavemente con un dedo; se balanceó.

—Huele bien.

Nosuë se acercó a mí y miró.

—Marlene, ¿eh?

Cogió esa y otra que estaba cerca, y fue al fondo de la salita, donde había una vitrina con vasos, copas y jarras.

—¿Marlene? –—me puse a su lado —. ¿Así se llama?

«Un olor tan dulce…»

Hice una mueca al notar que mis colmillos amenazaban con salir otra vez.

—Sí, es el nombre de la chica que se empeña en donar al menos una vez al mes para que siempre haya sangre suya aquí. Empiezo a tener más de la cuenta.

Vertió la mitad de cada bolsa en dos vasos. Media bolsa en uno, media en otro.

—¿Caliente o fría? —me preguntó.

—Me da igual…

«El simple olor me vuelve loco».

—Se te ve con ganas —comentó, mirándome—. Toma.

Me dio el vaso de sangre dulce, pero el otro lo puso en un pequeño microondas y lo temporalizó a tres minutos.

Tomé lo que me ofrecía. Tragué saliva; no me gustaba nada la sensación de deseo por la sangre.

—No me hace mucha gracia tenerle tantas ganas a un montón de sangre —admití.

—Es normal que te ocurra, son muchas noches sin alimentarte y necesitas compensar.

—Hm.

Tomé un sorbo, frunciendo el ceño al sentir el sabor en el paladar, tan dulce y apetitoso…

—Será mejor que no tome mucho más de la tal Marlene.

—Si te gusta, hay de sobras.

Abrió el microondas y sacó su vaso lleno de sangre caliente.

—No, mejor no. Me hace sentir raro, no me gusta la sensación.

—Te gusta la sangre. Es totalmente normal. Te acostumbrarás.

—No me gusta la idea de acostumbrarme a ser lo que soy.

Odiaba ser vampiro, odiaba la sangre. Odiaba el deseo de usar los colmillos sobre algún frágil cuello.

Nosuë ladeó la cabeza, mirándome. Luego, en silencio, bebió con lentitud.

Fruncí un poco el ceño.

—No me gusta ser vampiro —aclaré.

—Ya lo veo… —su voz sonaba ligeramente molesta.

—Lo siento. No pienso que hay a quien sí.

—Hay vampiros y vampiros, William. Incluso a mí a veces me avergüenza ser de la misma especie que según quién. Pero lo mismo pasa con los humanos, o con cualquier otra cosa, así que…

Desvié la mirada y suspiré. Sí, tenía algo de razón.

—¿Tenéis por costumbre transformar a quien os venga en gana? —pregunté.

—En teoría, no.

Nosuë apuró el vaso y lo sacó ambos al salón. Lo seguí.

—¿En teoría…?

—Marlene lleva diez años pidiéndome que la convierta. Ahora tiene dieciséis —me explicó, cerrando la puerta de metal—. ¿Por qué no lo hago? Porque no lo siento. Los nosferatu sentimos una Llamada con algunos humanos, lo que nos pide convertir a un individuo concreto y no a otro. Es una necesidad imperiosa y difícil de evitar. Yo no la he sentido nunca; hay vampiros que sí. Pero hay algunos que… Bueno, sólo por probar convierten a alguien. O quieren una familia y no saben cómo hacerla. Los hay que se sienten solos y buscan compañía a través de la conversión. En lo personal, encuentro ultrajante que haya nosferatu que caigan tan bajo por… Soledad, o peor, por altanería. No es una elección que se pueda tomar a la ligera, pero hay de todo en el mundo.

—Ya, bueno… Algunos también por tener un juguete.

Se me acababa de ir la lengua.

Nosuë me miró… Fijamente. Era como si viera a través de mí.

—Sí —asintió tras un momento—. Algunos también por eso.

Me toqué el cabello unos instantes y ladeé la cabeza.

—Me alegra saber que no todos son así —comenté.

—No, no todos.

Volvió a coger los dos vasos y se dirigió a otra puerta, esta blanca. Lo miré antes de seguirle.

Me sentía un poco como un perro faldero.

Me guió a una cocina… Perfectamente amueblada para tratarse de la casa de un vampiro. Al menos el apartamento de mi padre no tenía. Nosuë dejó los vasos en el lavavajillas, lo cerró y lo encendió. El aparato funcionaba con sólo un suave ronroneo.

—Bien, puedes hacer lo que quieras —dijo, mirándome.

«¿Lo que quiera? No sé lo que quiero…», pensé desorientado.

—Basta con que te siga, no sé muy bien qué hacer —respondí.

Nosuë ladeó la cabeza, observándome con unos desconcertantes ojos rojos.

—¿Te gusta la música, William? —preguntó de pronto.

Música…

Hacía tanto que no me dedicaba a ella que… ¿Me habría olvidado?

—Hasta hace unos meses te diría que la música es mi vida —contesté—. Ahora ya no lo sé.

—Entonces ven conmigo. Hay algunas partes de la casa que aún no te he mostrado.

Se dirigió a las escaleras. De nuevo la curiosidad pudo conmigo: volví a seguirle, con la cabeza un poco agachada.

—Esta casa me recuerda a mi antiguo hogar —susurré.

—¿Dónde vivías antes?

«¿Dónde? Buena pregunta».

—En… Tokio.

—Bien, no recuerdo un país con ese nombre por aquí, así que…

—No soy de aquí —mostré una media sonrisa—. Acabo antes diciéndote que soy de otro mundo.

—Sí, algo imaginaba.

No parecía en absoluto sorprendido.

—Bueno —me encogí de hombros—. Ya no puedo volver allí, así que es bueno que comience a olvidarlo.

—¿Tu sire no te lo permite?

Comenzó a subir las escaleras.

—¿Mi am… Mi padre? —repetí—. Creo que de milagro me deja salir a la calle.

De nuevo se oyó aquel gruñido gutural que venía de la garganta de Nosuë, pero que no le impedía hablar.

—No comprendo cómo un nosferatu puede ser tan inconsciente de encerrar a su cachorro —dijo con aspereza—. Ni siquiera te ha enseñado nada.

—Sí, ya te dije… Tiene otras cosas entre manos.

Quizá… Quizá estaba esperando que me preguntara. Tenía ganas de contarle a alguien mi situación. Necesitaba el apoyo del que andaba un poco falto.

—¿Qué, por ejemplo? —preguntó.

—Traer mujeres a casa y desangrarlas en mis narices, por ejemplo.

¿Por qué habría dicho aquello?

Nosuë se volvió hacia mí en mitad de la escalera, tan deprisa que por un instante su imagen se emborronó. Su mirada era acerada, y el gruñido que surgía de su garganta se hizo más intenso.

—¿Hace qué? —preguntó en tono helado.

—Se… Alimenta de sus víctimas hasta matarlas.

—Mata humanos.

No era una pregunta.

—Sí.

Nosuë respiró hondo de forma artificial y siguió subiendo las escaleras.

—Otro vampiro loco —masculló, más para sí mismo que para mí—. Con lo sencillo que es seguir las normas. ¿Es que ya nadie recuerdas las normas?

Le tomé del brazo, tirando un poco para que parara y me mirara.

—¿Qué normas?

Se volvió hacia mí otra vez.

—Normas de simple convivencia —respondió con cierto fastidio en la voz—. No matar humanos, por ejemplo. Si te alimentas, déjalo inconsciente, pero no desangrado, y no dejes la marca del colmillo; cuantas menos evidencias, mejor. No exponerte bajo ningún concepto al conocimiento humano, ocultando todas las huellas de tu existencia. Hay muchas normas así, y muy pocos vampiros que las cumplan.

Ladeó la cabeza y se encogió levemente de hombros.

—Tal vez sólo las familias grandes las saben y las obedecen, no lo sé —comentó—. Para mí son cosas tan elementales…

—Ya veo. Creo que mi padre se las salta todas.

Hice rodar la mirada. En realidad, no me extrañaba.

Quizá ser vampiro con sus reglas…no estaría tan mal.

—Sí, eso parece —replicó Nosuë.

Se giró de nuevo y llegamos al piso superior. Abrió una puerta de color marrón oscuro y me indicó con un gesto que entrara.

—Gracias.

Me sentía extraño cuando me trataba de esa forma tan cortés.

El interior de la habitación era una amplia y sorprendente sala de música: había todo tipo de instrumentos en vitrinas de cristal, un pequeño escenario al fondo y un piano de cola junto a la pared. Había también aparatos electrónicos como amplificadores, micrófonos, reproductores…

—Música —anunció Nosuë.

Me quedé helado. Aquello… Era el paraíso.

Creo que me quedé con la boca abierta al ver todos esos instrumentos juntos. Abrí un poco más los ojos para girarme de nuevo hacia él.

—¿Todo esto es… Tuyo? —pregunté, atónito.

—He tenido mucho tiempo para recopilarlo —respondió con indiferencia.

Silbé, encantando, y mostré una sonrisa que hacía bastante que no sacaba a la luz. La música era mi pasión.

—¿Puedo… Tocar algo? —pedí.

—Claro, lo que quieras.

Me dirigí con lentitud al piano de cola y me acomodé frente a la banqueta. Rocé con la punta de los dedos la tapa y luego la levanté con suavidad.

Como si fuera un cuerpo delicado, un cuerpo al que tratar con cuidado y amor, comencé a tocar, acariciando las teclas una pieza suave.

Noté que Nosuë se acercaba. Se apoyó en el piano y cerró los ojos, escuchando en total silencio. Parecía muy tranquilo.

Cuando llevé un rato tocando comencé a cantar, sin pensar en lo que hacía ni en dónde estaba.

Cantaba sobre alguien que pedía a gritos una mano que lo ayudara a superar sus peores momentos. Fue algo que salió de dentro de mí, más allá de mi voluntad.

Cuando terminé y abrí los ojos recordé mi posición, mi lugar.

—Quizá… Me excedí un poco —comenté en voz baja.

Nosuë me miraba ahora, fijamente.

—Tienes buena voz —respondió.

Me sonrojé… Todo lo que podía sonrojarme, que era poco. Medio sonreí.

—Sí… Supongo que se debe a que quise ser cantante.

—Y debo imaginar que tu padre te robó la ilusión.

Preferí no contestar a aquello.

 

Y seguí tocando durante horas, todo el día, hasta que la noche volvió a caer, y con él la certeza de que debía regresar al horror.

Suspiré. Cerré la tapa del piano y me puse en pie.

—Se hace tarde —anuncié.

—Sí —asintió Nosuë—. ¿Sabrás encontrar el camino la semana que viene?

Me ruboricé levemente de nuevo.

—Sí, tranquilo.

Él asintió y me guió hasta la puerta en silencio.

—Gracias, Nos.

«¿Qué son esas confianzas?», me pregunté por mi atrevimiento.

Abrí la puerta para salir y vi la noche ante mí.

Odiosa noche.