Gereint, Hijo De Erbin
Ésta es la historia de Gereint[300], hijo de Erbin. Arturo acostumbra convocar corte en Kaer Llion, junto al Wysc, y allí la convocó siete veces seguidas en Pascuas, y cinco veces en Navidad. Una vez la convocó en Pentecostés y de entre todos sus dominios Kaer Llion era, en efecto, el lugar más fácil de acceso por mar y tierra. Reunía a nueve reyes coronados, sus vasallos, que acudían con sus condes y barones. Siempre eran sus invitados en las fiestas más relevantes, a menos que algún asunto grave les impidiera ir. Cuando convocaba corte en Kaer Llion, se reservaban trece iglesias para la misa y se ocupaban así: una iglesia estaba destinada a Arturo, a sus reyes y a sus invitados; una segunda a Gwenhwyvar y a sus damas; la tercera al senescal y a los solicitantes; la cuarta a Odyar el Franco y a otros oficiales; las otras nueve eran para los nueve penteulu[301] y, en primer lugar, para Gwalchmeí[302], a quien la extraordinaria reputación por los hechos y la dignidad de su noble nacimiento había valido ser jefe de los nueve penteulu. Ninguna de estas iglesias albergaba a ningún otro hombre más de los que acabamos de mencionar.
Glewlwyt Gavaelvawr[303] (Garra Poderosa) era jefe portero; pero sólo cumplía este servicio en cada una de las tres fiestas principales. Tenía a sus órdenes a siete hombres que se repartían el servicio del año: se llamaban Grynn Penpigchon, Llaesgynym, Gogyvwlch, Gwrddnei, Llygeit Cath (Ojos de Gato), que por la noche veía tan bien como de día; Drem, hijo de Dremhidid, y Klust, hijo de Klustveinyt, que eran guerreros de Arturo.
El martes de Pentecostés, cuando el emperador estaba sentado y bebiendo en compañía, llegó un joven de cabellos castaños. Vestía una túnica y una cota de armas de brocado, una espada con empuñadura de oro le colgaba del cuello y calzaba dos botas bajas de cordobán[304]. Se acercó a Arturo y le saludó.
—Salud, señor —dijo.
—Dios te dé bien —dijo Arturo—; seas bienvenido en su nombre. ¿Traes noticias recientes?
—Sí, señor —respondió.
—No te conozco —dijo Arturo.
—Me sorprende que no me conozcas, soy tu guardabosques en el bosque de Dena[305]; mi nombre es Madawc, hijo de Twrgadarn.
—Dime las noticias —dijo Arturo.
—Lo haré. He visto en el bosque un ciervo como jamás había visto uno igual.
—¿Qué tiene de particular para que jamás hayas visto uno igual?
—Es todo blanco, señor, y tan majestuoso que por orgullo y por presunción no va en compañía de ningún otro animal. He venido a pedirte consejo, señor.
—Haré lo más adecuado: mañana al amanecer iré de caza y esta noche lo haré saber a todos.
Así se decidió y así se lo dijeron a Ryfverys, el jefe cazador de Arturo, y a Elivri, jefe de los criados, y a todo el mundo. Entonces Gwenhwyvar dijo a Arturo:
—Señor, ¿me permitirías ir mañana a ver y oír la caza del ciervo del que ha hablado el criado?
—Con mucho gusto —dijo Arturo.
—Entonces iré —dijo la reina.
Entonces Gwalchmeí dijo a Arturo:
—¿Considerarías justo, señor, permitir que corte la cabeza del ciervo y se la dé a su amiga o a la de su compañero, el hombre junto al que el ciervo caiga durante la caza, ya sea caballero u hombre a pie?
—Lo concedo con mucho gusto —respondió Arturo—, y que los reproches caigan sobre el senescal si mañana todos no están dispuestos para la caza.
Y pasaron aquella noche entre canciones, distracciones, conversaciones y servicios abundantes. Cuando lo creyeron oportuno, se fueron a dormir.
Al día siguiente se despertaron al amanecer. Arturo llamó a los cuatro pajes que guardaban su lecho: Kadyrieith, hijo del portero Gandwy; Amhren, hijo de Bedwyr; Amhar, hijo de Arturo; Goreu, hijo de Kustenin[306]. Acudieron junto a Arturo, le saludaron y le vistieron. Arturo se sorprendió de que Gwenhwyvar no se hubiera despertado y no se hubiera levantado de la cama. Los hombres quisieron despertarla, pero Arturo les dijo:
—No la despertéis, ya que prefiere dormir a ver la caza.
Arturo se puso en marcha y en seguida oyó sonar dos cuernos, uno junto a la vivienda del jefe cazador, el otro junto a la del jefe de los criados. Todas las huestes fueron a reunirse alrededor de Arturo y se dirigieron al bosque. Atravesaron Wysc y abandonando el camino principal marcharon por tierras altas y elevadas hasta llegar al bosque.
Arturo ya había salido de la corte cuando Gwenhwyvar se despertó. Llamó a sus doncellas y se vistió.
—Doncella —dijo—, ayer noche obtuve permiso para ir a ver la caza. Que una de vosotras vaya al establo y me traiga un caballo apropiado para ser montado por una mujer.
Una de ellas fue allí, pero en el establo sólo encontró dos caballos. Gwenhwyvar y una de las doncellas montaron en los dos caballos, atravesaron Wysc y siguieron el rastro de hombres y de caballos. Cuando cabalgaban así, oyeron un gran ruido. Miraron atrás y vieron un caballo de caza de enorme estatura, montado por un joven de cabellos castaños, con las piernas desnudas y aspecto principesco. De la cadera le colgaba una espada de empuñadura de oro y vestía una túnica y una cota de armas de brocado y calzaba dos botas bajas de cordobán. Por encima llevaba una capa de color azul púrpura, adornado con una manzana de oro en cada ángulo. El caballo marchaba con la cabeza erguida, a paso rápido, brioso y acompasado. El caballero alcanzó a Gwenhwyvar y la saludó:
—Que Dios te favorezca, Gereint —le respondió— Te he reconocido en cuanto te he visto. Seas bienvenido en nombre de Dios. ¿Por qué no has ido a cazar con tu señor?
—Porque partió sin que me enterara —dijo.
—También a mí me sorprendió que se fuera sin advertirme.
—Yo estaba durmiendo, señora, de modo que no me di cuenta de su marcha.
—Tú eres el mejor compañero que tengo. La caza podría ser tan distraída para nosotros como para ellos: oiremos los cuernos cuando los hagan sonar, oiremos a los perros cuando los suelten y cuando acorralen al ciervo.
Llegaron al lindero del bosque y allí se detuvieron.
—Desde aquí oiremos cuando suelten a los perros —dijo ella.
En aquel momento oyeron un gran ruido. Miraron en aquella dirección y vieron a un enano montado sobre un caballo alto y grande, de amplios ollares, fuerte y brioso que parecía devorar el espacio. El enano sostenía en la mano un látigo; junto a él vieron una dama sobre un hermoso caballo blanco, de paso uniforme y orgulloso, y la dama vestía una túnica de brocado de oro. A su lado vieron a un caballero montado sobre un caballo de guerra de gran estatura y lleno de fango, y caballo y caballero iban protegidos con resplandecientes y pesadas armas. Y pensaba que con toda seguridad jamás habían visto caballero ni armas de proporciones más considerables. Los tres estaban uno junto a otro.
—Gereint —dijo Gwenhwyvar—, ¿conoces tú a ese gran caballero que está allí?
—No le conozco —respondió—, y esas armas extranjeras no me permiten ver ni su rostro ni su expresión.
—Ve, doncella —dijo Gwenhwyvar—, y pregunta al enano quién es ese caballero.
La doncella se dirigió junto al enano; cuando el enano vio que se acercaba, la esperó.
—¿Quién es ese caballero? —preguntó la doncella al enano.
—No te lo diré —respondió.
—Puesto que tienes tan malos modales, se lo preguntaré a él mismo.
—A fe mía, no se lo preguntarás —replicó.
—¿Por qué? —preguntó ella.
—Porque no tienes rango suficiente para hablar a mi amo.
Entonces la doncella volvió grupas en dirección al caballero. De inmediato, el enano le dio un latigazo en el rostro y los ojos y la sangre brotó abundantemente. El dolor del golpe detuvo a la doncella, que regresó quejándose junto a Gwenhwyvar.
—Es realmente una villanía lo que te ha hecho el enano —dijo Gereint—. Yo mismo iré a preguntar quién es el caballero.
—Ve —dijo Gwenhwyvar.
Gereint fue a ver al enano y le preguntó:
—¿Quién es ese caballero?
—No te lo diré —respondió.
—Entonces se lo preguntaré al propio caballero —dijo Gereint.
—A fe mía, no le preguntarás nada; no tienes rango suficiente para hablar con mi amo.
—He hablado con hombres de rango tan elevado como pueda tenerlo tu señor.
Y volvió grupas en dirección al caballero. El enano lo alcanzó y le golpeó en el mismo lugar que a la joven, de modo que la sangre manchó la capa que cubría a Gereint. Gereint llevó su mano a la empuñadura de su espada, pero cambió de opinión y pensó que no era venganza propia de él matar al enano y que el caballero haría buen negocio con él, privado como estaba de sus armas. Regresó junto a Gwenhwyvar.
—Has actuado como hombre sabio y prudente —le dijo.
—Señora —respondió—, con tu permiso, le perseguiré y al final llegará a algún lugar habitado donde encuentre armas, en préstamo o en gaje, de modo que pueda enfrentarme con él.
—Ve —dijo ella— y no combatas antes de haber encontrado buenas armas. Estaré muy inquieta por ti hasta que reciba noticias tuyas.
—Si sigo con vida, mañana por la noche, hacia nonas, tendrás noticias mías.
Y en seguida se puso en marcha.
El camino que siguieron pasaba por un lugar situado más abajo que la corte de Kaer Llion. Atravesaron el vado en Wysc y marcharon por una hermosa tierra llana y fértil, hasta que llegaron a una ciudad fortificada. Al final de la ciudad vieron unas murallas y un castillo, y se dirigieron hacia allá. Al avanzar el caballero a través de la ciudad, las gentes de todas las casas se levantaban para saludarle y desearle la bienvenida, y cuando Gereint entró en la ciudad miró todas las casas para ver si encontraba a alguien que hubiera visto alguna vez. Pero no conocía a nadie y nadie le conocía a él, de modo que de nadie podría esperar el préstamo de armas o sobre gaje. Vio que todas las casas estaban llenas de hombres, armas y caballos, de gentes que bruñían sus escudos, limpiaban las espadas, pulían las armas y herraban los caballos.
El caballero, la dama y el enano se dirigieron al castillo. Todas las gentes del castillo los recibieron bien, en las almenas, en las puertas y en todos lados se rompían el cuello para saludarles y recibirles. Gereint se detuvo para ver si permanecerían mucho tiempo en el castillo. Cuando estuvo seguro de que se quedaban allí, miró a su alrededor y vio a cierta distancia de la ciudad una vieja corte en ruinas con una sala muy deteriorada. Como no conocía a nadie en la ciudad, se dirigió hacia allí. Y al llegar no vio más que una habitación a la que conducía una escalera de mármol. En la escalera estaba sentado un hombre de cabellos blancos, vestido con ropas viejas y usadas. Gereint le miró fijamente durante largo rato.
—Joven —dijo el anciano—, ¿en qué piensas?
—Estoy pensativo porque no sé a dónde ir esta noche —respondió Gereint.
—¿Quieres pasar aquí la noche, señor? Te daremos lo mejor que tengamos.
Gereint avanzó y siguió al anciano hasta la sala. Gereint desmontó en la sala y dejó allí su caballo y se dirigió a la habitación con el anciano. Vio en la habitación a una mujer muy mayor, sentada sobre un cojín y vestida con viejas ropas de brocado de seda: Gereint pensó que si hubiera estado en la flor de su juventud habría sido difícil encontrar mujer más bella. A su lado estaba una doncella que vestía una camisa y una capa muy viejas, que ya empezaban a estar raídas. Gereint pensó que jamás había visto joven más hermosa, con mayor gracia y gentileza que aquélla. El hombre de los cabellos blancos dijo a la doncella:
—Esta noche no hay aquí más criado que tú para ocuparse del caballo de este joven.
—Le atenderé lo mejor que pueda, a él y a su caballo —respondió.
Y la doncella le quitó las botas al joven, proveyó abundantemente a su caballo de paja y trigo, luego se dirigió a la sala y regresó a la habitación.
—Ve ahora a la ciudad —le dijo entonces el anciano— y haz que traigan la mejor comida que encuentres.
—Con mucho gusto, señor —le respondió.
Y la doncella fue a la ciudad. Y ellos conversaron mientras la doncella estuvo en la ciudad. Regresó en seguida acompañada de un servidor que llevaba en la espalda un cantarillo lleno de aguamiel y un cuarto de buey joven. La doncella llevaba en sus manos una rodaja de pan blanco y en su capa otro pan más delicado. Subió a la habitación y dijo:
—No he podido conseguir mejor comida y tampoco me habrían prestado para otra mejor.
—Está muy bueno —dijo Gereint.
Hicieron cocer la carne. Cuando la comida estuvo preparada, se sentaron a la mesa. Gereint se sentó entre el hombre de cabellos blancos y su mujer. La doncella les sirvió y comieron y bebieron.
Terminada la comida, Gereint se puso a conversar con el anciano y le preguntó si había sido el primer propietario de la corte donde habitaba.
—Sí —respondió—, la construí yo, y la ciudad y el castillo que has visto me pertenecieron.
—¡Oh! —exclamó Gereint—, ¿y por qué lo perdiste?
—Perdí además un gran condado, y ésta fue la causa: tenía un sobrino, un hijo de mi hermana, y en mi poder estaban sus dominios y los míos. Cuando se sintió con fuerza, reclamó sus dominios. Yo se los negué y entonces me hizo la guerra y conquistó todo lo que poseía[307].
—Buen señor, ¿querrías explicarme por qué han venido hace un rato a esta ciudad un caballero, una dama y un enano, y por qué todas las gentes de la ciudad han estado preparando las armas? —preguntó Gereint.
—Son los preparativos para la justa de mañana que organiza el joven conde. En el prado fijarán dos horcas sobre las que reposará una vara de plata; sobre la vara colocarán un gavilán, que será el premio de la justa. Allí estarán todos los hombres, caballos y armas que has visto en la ciudad. Cada uno irá acompañado por la mujer que más ame, pues de otra forma no sería admitido en la justa. El caballero que has visto, ha conquistado el gavilán durante dos años consecutivos. Si lo conquista por tercera vez, en lo sucesivo se lo enviarán cada año, sin que tenga que venir él mismo, y será llamado el Caballero del Gavilán.
—Buen señor —dijo Gereint—, ¿qué me aconsejas con respecto a ese caballero y acerca del ultraje que su enano nos hizo a mí y a la doncella de Gwenhwyvar, mujer de Arturo?
Entonces Gereint contó al hombre de cabellos blancos la historia del ultraje.
—Me resulta difícil darte un consejo —respondió—, pues no hay aquí ni mujer ni doncella de la que puedas declararte campeón. Si combatieras con él, te ofrecería las armas que llevaba antaño, así como mi caballo, si lo prefieres al tuyo.
—Buen señor —dijo Gereint—, Dios te lo pague. Prefiero mi caballo porque estoy acostumbrado a él y me contentaré con tus armas. ¿Me permitirías declararme campeón de esta doncella, tu hija, en el encuentro de mañana? Si salgo con vida de la justa, la doncella tendrá mi fe y mi amor mientras viva. Si, por el contrario, no regreso con vida, ella será tan casta como antes.
—Con mucho gusto —dijo el anciano—. Puesto que así lo decides, mañana por la mañana deberás tener dispuestos tu caballo y armas. El Caballero del Gavilán anunciará la justa así: invitará a la mujer que más ama a coger el gavilán. Dirá que es a ella a quien más le corresponde, que ella lo ganó el año pasado y el anterior, y que si hay alguien que quiera disputárselo por la fuerza, se enfrentará con él. Así, mañana tendrás que estar allá y nosotros tres te acompañaremos.
Lo decidieron así y se fueron a dormir.
Se levantaron antes del amanecer y se vistieron. Cuando se hizo de día, los cuatro estaban ya en el campo de liza. Allí se encontraba también el Caballero del Gavilán, que hizo la proclama e invitó a su amante a coger el gavilán.
—No lo cojas —exclamó Gereint—. Hay aquí una doncella más hermosa, más gentil y más noble que tú y que lo merece más.
—Si afirmas que el gavilán le corresponde a ella, ven a combatir conmigo.
Gereint avanzó hasta el extremo del prado, protegidos él y su caballo con pesadas armas extranjeras, oxidadas y pobres. Se enfrentaron y quebraron un haz de lanzas, luego un segundo, después un tercero. Quebraban las lanzas a medida que se las traían. Cuando el conde y su hueste veían que el Caballero del Gavilán le aventajaba, lanzaban gritos de alegría y entusiasmo; y el hombre de cabellos blancos, su mujer y su hija se entristecían. El anciano proporcionaba a Gereint lanzas a medida que las quebraba y el enano se las servía al Caballero del Gavilán. En esto el anciano se acercó a Gereint.
—Señor —le dijo—, ésta es la lanza que tenía en la mano el día en que me ordenaron caballero. Desde aquel día su asta jamás se ha quebrado, y la punta de hierro es excelente. Cógela, puesto que ninguna lanza te ha servido.
Gereint cogió la lanza y dio las gracias al anciano. A su vez el enano llevó una lanza a su señor y le dijo:
—Ésta es una buena lanza. Recuerda que no has dejado en pie a ningún caballero durante tanto tiempo.
—Por mí y por Dios —exclamó Gereint—, a menos que una muerte súbita se me lleve, él no será el mejor con tu ayuda.
Y alejándose del anciano, Gereint lanzó su caballo a galope y poniendo en guardia a su adversario se precipitó sobre él, y le dio un golpe tan duro, cruel y rudo en medio del escudo que le partió escudo y armas, las cinchas se rompieron y el caballero fue arrojado con su silla al suelo por encima de las grupas del caballo.
Gereint desmontó, y enardecido por el furor desenvainó su espada y se abalanzó sobre él con gran ímpetu. El caballero también se levantó, desenvainó su espada contra Gereint y combatieron a pie con las espadas, hasta que las armas se les rompieron y el sudor y la sangre cegaron sus ojos. Cuando Gereint le aventajaba, el anciano, su mujer y su hija se alegraban, y cuando el caballero iba ganando, el conde y su gente se alegraban. El anciano, al ver que Gereint acababa de recibir un golpe terrible y doloroso, se acercó a él y le dijo:
—Señor, recuerda el ultraje que recibiste del enano, ¿no viniste aquí para vengarlo, así como el ultraje hecho a Gwenhwyvar, la mujer de Arturo?
Estas palabras llegaron al corazón de Gereint. Apeló a todas sus fuerzas, levantó su espada y abalanzándose sobre el caballero le descargó tal golpe en la cabeza que todas las armas que la cubrían se quebraron, rompiéndole piel y carne hasta el hueso del cráneo. El caballero cayó de rodillas y tirando su espada pidió gracia a Gereint.
—Demasiado tarde mi falso orgullo y presunción me han permitido pedirte gracia —exclamó—. Si no me queda todavía algo de tiempo para reconciliarme con Dios por mis pecados y hablar con un sacerdote, tu gracia habrá sido inútil.
—Te concedo gracia a condición de que vayas a ver a Gwenhwyvar, la mujer de Arturo, para darle satisfacción por el ultraje hecho a su doncella por tu enano —respondió Gereint—. En lo que a mí respecta, ya te he hecho sufrir bastante por la injuria que recibí de ti y de tu enano. No desmontarás del caballo antes de haberte presentado ante Gwenhwyvar para ofrecerle la satisfacción que se decida en la corte de Arturo.
—Lo haré con mucho gusto. Dime ahora quién eres tú —le preguntó.
—Soy Gereint, hijo de Erbin, ¿y tú quién eres? —dijo.
—Soy Edern, hijo de Nudd —respondió el caballero.
Le sentaron en su caballo y él, la mujer a la que más amaba y el enano partieron hacia la corte de Arturo, haciendo gran duelo los tres. Aquí dejamos su historia.
El joven conde y su hueste se dirigieron entonces junto a Gereint, le saludaron y le invitaron al castillo.
—No acepto —dijo Gereint—. Pasaré esta noche donde estuve ayer.
—Puesto que no aceptas nuestra invitación, me ocuparé de que no te falte nada en el lugar donde estuviste ayer noche. Haré que te preparen un baño y podrás descansar de tu fatiga y cansancio.
—Dios te lo pague —dijo Gereint—. Ahora quiero ir a mi alojamiento.
Gereint se fue con el conde Ynywl, su mujer y su hija. Al llegar a la habitación, encontraron allí criados del joven conde ocupados en su servicio, arreglando la vivienda y abasteciéndola de paja y fuego. En poco tiempo el baño estuvo dispuesto. Gereint fue allí y le lavaron la cabeza. En esto llegó el joven conde con cuarenta caballeros ordenados y todos sus vasallos y los invitados de la justa. Gereint salió del baño y el joven conde le rogó que acudiera a la sala para comer.
—¿Dónde están el conde Ynywl, su mujer y su hija? —preguntó Gereint.
—Están en la habitación de abajo —dijo un criado del conde—, vistiéndose con las ropas que el conde les ha hecho traer.
—Que la doncella no se vista con otra ropa que su camisa y capa hasta que llegue a la corte de Arturo, donde Gwenhwyvar la vestirá como ella quiera.
Y la doncella no se vistió.
Entonces todo el mundo se dirigió a la sala y después de lavarse se sentaron a la mesa y comieron. A un lado de Gereint se sentó el joven conde, luego el conde Ynywl; al otro lado de Gereint se sentaron la doncella y su madre, y después cada uno según su rango. Comieron y fueron servidos con generosidad y abundancia de manjares diferentes. Empezaron a conversar. El joven conde invitó a Gereint para el día siguiente.
—Por mí y por Dios, no acepto —dijo Gereint—. Mañana me dirigiré con esta doncella a la corte de Arturo. Después intentaré acrecentar los recursos del conde Ynywl, pues ha vivido demasiado tiempo en la pobreza y en la miseria.
—Señor —dijo el joven conde—, si el conde Ynywl carece de dominios no se debe a mi injusticia.
—Por mi fe —dijo Gereint—, no permanecerá sin sus dominios a menos que una muerte súbita se me lleve.
—Señor —dijo el conde—, en lo que respecta al litigio que existe entre Ynywl y yo, seguiré con placer tu consejo, ya que en este asunto no tienes intereses.
—Reclamo para él lo que le pertenece por derecho y una compensación por las pérdidas que ha sufrido desde que perdió sus dominios hasta el día de hoy —dijo Gereint.
—Lo haré con mucho gusto por la consideración que me mereces —dijo el conde.
—¡Bien! —dijo Gereint—. Todos los que están aquí deberán ser vasallos de Ynywl y le prestarán homenaje ahora mismo.
Así lo hicieron todos los hombres y el acuerdo quedó aprobado. Devolvieron a Ynywl su castillo, la ciudad y sus dominios y todo lo que había perdido hasta la última joya.
Entonces Ynywl dijo a Gereint:
—Señor, la joven de la que te declaraste campeón durante la justa está dispuesta a hacer tu voluntad. Aquí la tienes en tu poder.
—No deseo nada salvo que la doncella permanezca como está hasta su llegada a la corte de Arturo. Arturo y Gwenhwyvar me entregarán a la doncella —respondió.
Al día siguiente partieron hacia la corte de Arturo. Aquí acaba esta aventura de Gereint.
Veamos ahora cómo Arturo cazó el ciervo. Los hombres y los perros se repartieron en distintos puestos de caza y luego soltaron a los perros sobre el ciervo. El último que soltaron era el perro favorito de Arturo. Se llamaba Cavall. Dejó atrás a todos los perros y obligó al ciervo a dar una vuelta. A la segunda vuelta el ciervo llegó al puesto de caza de Arturo. Arturo se abalanzó sobre él y antes de que nadie pudiera matarle le cortó la cabeza. Tocaron el cuerno, anunciando la muerte del ciervo, y todos se reunieron en aquel lugar. Kadyrieith acudió junto a Arturo y le dijo:
—Señor, Gwenhwyvar está allá abajo, sin más compañía que una doncella.
—Llama a Gildas, hijo de Caw, y a todos los clérigos y diles que vuelvan con Gwenhwyvar a la corte —respondió Arturo.
Y eso hicieron. Todos se pusieron entonces en marcha, discutiendo a quién se daría la cabeza del ciervo, uno quería regalársela a la dama que más amaba, otro a su dama. Se disputaban con acritud la cabeza del ciervo y Arturo y Gwenhwyvar oyeron la disputa. Entonces Gwenhwyvar dijo a Arturo:
—Señor, mi consejo con respecto a la cabeza del ciervo es que no se la den a nadie antes de que Gereint, hijo de Erbin, no haya regresado de su expedición.
Y ella expuso a Arturo el motivo de su viaje.
—Con mucho gusto —dijo entonces Arturo—, que así se haga.
Y así lo decidieron.
Al día siguiente Gwenhwyvar ordenó distribuir vigilantes en las murallas. Hacia el mediodía vieron a lo lejos a un hombre pequeño montado en un caballo y detrás de él creyeron ver a una mujer o doncella montada a caballo. Les seguía un caballero de alta estatura, encorvado, cabizbajo y muy apesadumbrado, cuyas armas estaban rotas y en mal estado. Antes de que hubiera llegado a la puerta, uno de los vigilantes acudió junto a Gwenhwyvar y le contó qué tipo de gentes venían y cuál era su aspecto.
—No sé quiénes son —respondió.
—Yo sí lo sé —dijo Gwenhwyvar—, ése es el caballero que persiguió Gereint y me parece que no viene por su propia voluntad. Gereint lo habrá alcanzado y habrá vengado el ultraje hecho a la doncella.
En aquel momento, el portero fue a ver a Gwenhwyvar.
—Señora —dijo—, un caballero está en la puerta y jamás he visto a nadie con peor aspecto. Sus armas están rotas y en muy mal estado y se ve más el color de la sangre que le cubre, que su propio color.
—¿Sabes quién es? —le preguntó.
—Lo sé —respondió—. Dice ser Edern, hijo de Nudd, pero yo no le conozco.
Entonces Gwenhwyvar fue a su encuentro. El caballero entró, y mucho habría dolido a Gwenhwyvar aquella visión si no le hubiera acompañado el enano descortés. Edern saludó a Gwenhwyvar.
—Dios te dé bien —dijo ella.
—Señora —dijo—, te saludo en nombre de Gereint, hijo de Erbin, el mejor y más valiente de los hombres.
—¿Te enfrentaste con él? —le preguntó.
—Sí y no para mi ventura, pero la culpa no es suya, sino mía, señora. Gereint te saluda. Me ha ordenado que viniera aquí para hacer tu voluntad por el daño que el enano causó a tu doncella. Él ya se ha olvidado del daño recibido y me ha perdonado en razón del mal que me ha hecho, pues pensaba que estaba en peligro de muerte. Después de un encuentro vigoroso y guerrero, lleno de coraje y valor, me forzó a venir aquí a darte satisfacción, señora.
—¿Y dónde os enfrentasteis, señor? —preguntó Gwenhwyvar.
—En el lugar donde justamos y nos disputamos el gavilán, en la ciudad que ahora llaman Kaerdyff (Cardiff). Sólo le acompañaban personas de aspecto muy pobre y humilde: un hombre de cabellos blancos muy viejo, una mujer mayor y una joven y hermosa doncella, y todos vestían viejas ropas usadas. Declarando su amor por la doncella, Gereint tomó parte en la justa por el gavilán. Afirmó que su doncella lo merecía más que la doncella que me acompañaba y por esa razón combatimos, y me dejó, señora, en el estado en que me ves.
—¿Cuándo crees que llegará Gereint? —preguntó ella.
—Pienso que llegará mañana, señora, con la doncella —le respondió.
En aquel momento llegó Arturo. El caballero le saludó. Arturo lo contempló durante largo rato y se estremeció al verlo en aquel estado. Como creyera reconocerle, le preguntó:
—¿No eres Edern, hijo de Nudd?
—Sí, señor, preso de grandes sufrimientos e insoportables heridas.
Y contó a Arturo toda su desventura.
—Después de lo que acabo de oír, Gwenhwyvar hará bien en ser misericordiosa contigo —dijo Arturo.
—Le otorgaré la merced que quieras, señor, pues el ultraje que me hizo es tan grande para ti como para mí.
—Considero justo permitir que este hombre reciba cuidados hasta que sepamos si vivirá. Si vive, decidiréis la corte y tú, señora, la satisfacción que debe dar. Toma gajes con tal fin. Pero si muere, la muerte de un hombre como Edern será expiación demasiado elevada por el ultraje hecho a una doncella.
—Consiento en ello —dijo Gwenhwyvar.
Entonces Arturo respondió por él junto con Kradawc, hijo de Llyr; Gwallawc, hijo de Llenawc; Owein, hijo de Nudd; Gwalchmei y muchos hombres más. Arturo hizo llamar a Morgan Tut, el jefe de los médicos, y dijo:
—Llévate a Edern, hijo de Nudd; ordena que le preparen una habitación y que le cuiden tan bien como si yo mismo fuera el herido, y para no turbar su reposo, no dejes entrar en la habitación a nadie salvo tú y aquellos discípulos tuyos que le cuiden.
—Lo haré con mucho gusto, señor —respondió Morgan Tut.
El senescal dijo entonces a Arturo:
—Señor, ¿dónde llevaremos a la doncella?
—Junto a Gwenhwyvar y sus doncellas —respondió él.
Y el senescal se la confió. Aquí dejamos su historia.
Al día siguiente, Gereint se dirigió a la corte. Gwenhwyvar había ordenado distribuir vigilantes en las murallas para que no llegara de modo inesperado. Y un vigilante fue a ver a Gwenhwyvar.
—Señora —dijo—, me parece que veo a Gereint y a la doncella: va a caballo con ropa de viaje y creo que ella lleva ropa blanca y por encima lleva algo parecido a una capa de tela.
—Preparaos, mujeres, para recibir a Gereint, darle la bienvenida y desearle felicidad —dijo Gwenhwyvar.
Gwenhwyvar fue al encuentro de Gereint y la doncella. Al llegar junto a ella, Gereint la saludó.
—Dios esté contigo —dijo—, seas bienvenido. Has realizado una fecunda, rápida y gloriosa empresa. Dios te recompense por haberme procurado satisfacción con tanto valor.
—Señora —respondió—, mi mayor deseo era darte toda la satisfacción según tus deseos. Ésta es la doncella que me ha procurado la ocasión de librarte del ultraje.
—Dios la bendiga —dijo Gwenhwyvar—. No es impropio que le dé la bienvenida.
Entraron y desmontaron. Gereint se dirigió junto a Arturo y le saludó.
—Dios esté contigo —dijo Arturo—; seas bienvenido en su nombre. Aunque Edern, hijo de Nudd, haya recibido de ti sufrimientos y heridas, has realizado una fecunda empresa.
—No me lo reproches a mí, sino a la arrogancia de Edern, que no quiso decir su nombre. No quería separarme de él antes de saber quién era o que uno de los dos acabara con el otro —respondió Gereint.
—Y bien, ¿dónde está la doncella de la que he oído eres campeón? —preguntó Arturo.
—Está con Gwenhwyvar en su habitación —respondió Gereint.
Arturo fue a ver a la doncella y le dio la bienvenida, así como sus compañeros y las gentes de la corte, y todos pensaron que sin duda era la doncella más hermosa que jamás habían visto, si sus recursos hubieran estado en relación con su belleza. Gereint la recibió de la mano de Arturo y se unió con Enid, según la costumbre de la época. La doncella pudo escoger entre todas las ropas de Gwenhwyvar y cualquiera que la hubiera visto así vestida la habría encontrado agradable y hermosa. Pasaron aquella jornada y aquella noche en medio de los placeres de la música, abundantes servicios, muchos tipos de bebidas y profusión de juegos varios. Cuando les pareció que había llegado el momento, se fueron a dormir. Y en la habitación donde estaba el lecho de Arturo y de Gwenhwyvar hicieron el lecho de Gereint y Enid, y por primera vez durmieron juntos aquella noche.
Al día siguiente Arturo colmó a los solicitantes de ricos presentes, en nombre de Gereint. La doncella se familiarizó con la corte de Arturo y se atrajo a tantos compañeros, hombres y mujeres, que no hubo en toda la isla de Bretaña ninguna doncella de la que se hablara mejor. Gwenhwyvar dijo entonces:
—Tuve una buena idea, al pedir que no se diera la cabeza del ciervo a nadie antes de la llegada de Gereint. Ésta es la ocasión más apropiada para dársela a Enid, hija de Ynywl, la doncella que ha conquistado mayor fama. No creo que nadie se la dispute, pues mantiene relaciones de amistad y compañerismo con todos los que están aquí.
Todos lo aprobaron, Arturo el primero, y entregó la cabeza a Enid. A partir de aquel momento, su reputación aumentó aún más, al igual que el número de compañeros. En aquella época Gereint tomó gusto por los torneos y por los rudos combates y de todos salía siempre vencedor. A esto se dedicó un año, dos años, tres años, hasta que su gloria se extendió por todo el reino.
Un día, había convocado Arturo corte en Kaer Llion, cuando acudieron allí mensajeros sabios, prudentes y de gran elocuencia. Le saludaron.
—Dios esté con vosotros —dijo Arturo—; bienvenidos seáis en su nombre. ¿De dónde venís?
—De Kernyw (Cornualles), señor —respondieron—. Somos mensajeros de Erbin, hijo de Kustenin, tu tío. Te saluda como un tío saluda a su sobrino y un vasallo a su señor. Te hace saber que está agobiado, debilitado, que se acerca a la vejez y que los hombres cuyas tierras limitan con las suyas lo saben y por ello invaden sus límites y codician sus tierras y dominios. Erbin te ruega, señor, que dejes ir a Gereint para que proteja sus bienes y haga reconocer sus limites, y que le digas que vale más pasar la flor de su juventud protegiendo los límites de sus tierras que en torneos sin provecho, a pesar de la gloria que pueda encontrar en ellos.
—Bien —dijo Arturo—, desarmaos, comed y reposad de vuestras fatigas. Antes de vuestro regreso tendréis una respuesta.
Y ellos fueron a comer.
Entonces Arturo pensó que no le sería fácil dejar marchar a Gereint lejos de él y de su corte. Pero tampoco le resultaba agradable impedir que su primo fuera a proteger sus dominios y limites, puesto que su padre era ya incapaz de hacerlo. Y no eran menores la inquietud y las lamentaciones de Gwenhwyvar y de sus doncellas, ante el miedo de que Enid las abandonase. Pasaron aquel día y aquella noche con gran abundancia de todo. Arturo hizo saber a Gereint la llegada de los mensajeros de Kernyw y el motivo de su misión.
—Sea cual sea la ventura o desventura que pueda sucederme, señor, haré tu voluntad con respecto a esta misión —dijo Gereint.
Y Arturo dijo:
—Aunque tu marcha me resulte dolorosa, éste es mi consejo: ve a vivir a tus dominios y a proteger los límites de tus tierras. Llévate como compañía el séquito que desees, y que también te acompañen mis hombres que más te aman, tus propios vasallos y compañeros de armas.
—Dios te lo pague —dijo Gereint—, así lo haré.
—¿De qué hablabais? —preguntó Gwenhwyvar. ¿Se trata acaso de las gentes que acompañarán a Gereint hasta su país?
—De eso se trata —respondió Arturo.
—También yo debo pensar en hacer acompañar y proveer de todo a la dama que está en mi compañía —dijo Gwenhwyvar.
—Harás bien —dijo Arturo.
Y se fueron a dormir. Al día siguiente despidieron a los mensajeros, diciéndoles que Gereínt les seguiría. Tres días más tarde Gereint se puso en marcha, y éstos fueron quienes le acompañaron: Gwalchmei, hijo de Gwyar; Riogonedd, hijo del rey de Iwerddon; Ondyaw, hijo del duque de Borgoña; Gwilym, hijo del rey de Francia; Howel, hijo de Enyr Llydaw; Elivri Anaw Kyrdd; Gwynn, hijo de Tringat; Goreu, hijo de Kustenin; Gweir Gwrhytvaw; Garannaw, hijo de Glotihmer; Peredur, hijo de Evrawc; Gwynn Llogell Gwyr, el más viejo de la corte de Arturo; Dyvyr, hijo de Alun Dyvet; Gwrhyr Gwalstawt Ieithoedd (Intérprete de Lenguas); Bedwyr, hijo de Bedrawt; Kadwri, hijo de Gwryon; Kei, hijo de Kynyr; Odyar el Franco, senescal de la corte de Arturo.
—Y Edern, hijo de Nudd —dijo Gereint—, pues he oído que se encuentra en estado de cabalgar y deseo que venga también conmigo.
—No es conveniente que lo lleves contigo aunque esté restablecido, pues no ha hecho la paz con Gwenhwyvar —respondió Arturo.
—Gwenhwyvar podría permitir que me acompañara bajo gajes.
—Si ella lo permite, que lo deje en libertad sin gajes; bastantes penas y sufrimientos ha tenido ya este hombre por el ultraje que el enano hizo a la doncella.
—Bien —dijo Gwenhwyvar—, puesto que os parece justo a ti y a Gereint, lo concedo con mucho gusto.
Entonces permitió a Edern, hijo de Nudd, que marchara con toda libertad y muchos otros acompañaron a Gereint en su camino.
Partieron en dirección al Havren, formando la más bella compañía jamás vista. En la otra orilla del Havren estaban los nobles de Erbin, hijo de Kustenin, y su padre putativo a la cabeza, para recibir a Gereint. También había allí muchas damas de la corte y su madre para recibir a Enid, hija de Ynywl, mujer de Gereint. Todas las gentes de la corte y de todos los dominios se sintieron llenas de alegría y júbilo por la llegada de Gereint, pues le amaban por la gloria que había conquistado desde su marcha y también porque venía a tomar posesión de sus dominios y a hacer respetar sus límites.
Llegaron a la corte. Había allí gran profusión de todo tipo de platos y gran abundancia de bebidas diversas, rico servicio, música y juegos variados. Todos los nobles de los dominios habían sido invitados para honrar a Gereint. Pasaron aquel día y aquella noche del modo más agradable y al día siguiente por la mañana Erbin reunió a Gereint y a todos los nobles personajes que le habían escoltado y les dijo:
—Soy un hombre viejo y cansado; mientras he podido mantener los dominios para ti y para mí, lo he hecho. Tú eres un hombre joven y estás en la flor de la virilidad y la juventud. A ti te corresponde mantener tus dominios.
—Si dependiera de mí, ahora no pondrías entre mis manos la posesión de tus dominios ni yo me habría marchado de la corte de Arturo —respondió Gereint.
—Te entrego mis dominios y hoy te prestarán homenaje.
Gwalchmei dijo entonces:
—Lo mejor que puedes hacer es satisfacer hoy a los solicitantes y recibir mañana los homenajes de tus vasallos.
Entonces reunieron a los solicitantes y Kadyrieith se dirigió hacia ellos para sopesar sus intenciones y preguntar a cada uno lo que deseaba. Las gentes de Arturo comenzaron a dar y en seguida vinieron las gentes de Kernyw, que también empezaron a hacer dones. La distribución no duró mucho tiempo, de tal modo se apresuraban todos a dar. Nadie de los que se presentaron regresó sin haber sido satisfecho. Pasaron aquel día y aquella noche del modo más agradable.
Al día siguiente, Erbin rogó a Gereint que enviara mensajeros a sus vasallos para preguntarles si les parecía bien que fuera a recibir su homenaje y si tenían que exponerle alguna queja contra él. Gereint envió mensajeros a sus hombres de Kernyw para hacerles estas preguntas. Respondieron que experimentaban el mayor júbilo y honor por la noticia de que Gereint iba a recibir su homenaje. Y Gereint recibió en seguida el homenaje de todos los que se encontraban allí y aún pasaron juntos la tercera noche. Al día siguiente, las gentes de Arturo manifestaron el deseo de partir.
—Es demasiado pronto para que os marchéis —dijo Gereint—. Permaneced conmigo hasta que haya terminado de recibir homenaje de los nobles que tengan intención de acudir ante mí.
Permanecieron allí hasta que hubo terminado y luego partieron hacia la corte de Arturo. Gereint y Enid los acompañaron hasta Diganhwy. Al separarse, Ondyaw, hijo del duque de Borgoña, dijo a Gereint:
—Dirígete a los límites de tus dominios y señálalos con precisión. Si los obstáculos te resultan demasiado gravosos, hazlo saber a tus compañeros.
—Dios te lo pague —dijo Gereint—. Así lo haré.
Gereint se dirigió a los límites de sus dominios, llevando con él como guías a los nobles más expertos. Tomó posesión de los límites más alejados que le mostraron.
Como era su costumbre durante su estancia en la corte de Arturo, frecuentó los torneos, combatió con los hombres más valientes y más fuertes, hasta que fue celebre en toda la región como lo había sido antaño, y enriqueció a su corte, compañeros y nobles con los mejores caballos, las mejores armas y las mejores joyas.
No cejó hasta que su gloria se hubo extendido por todo el reino. Pero cuando adquirió conciencia de ello comenzó a amar el reposo y las comodidades. Nadie allí merecía que combatiera con él. Amó a su mujer y la paz de la corte, la música y las distracciones y permanecía así mucho tiempo en su casa. Pronto prefirió retirarse en su habitación con su mujer de forma que nada le complacía salvo aquello, y así perdió el corazón de sus nobles, el gusto por la caza y las distracciones, y el corazón de las gentes de su corte, hasta tal punto que en secreto murmuraban y hacían burlas de él por haberse separado completamente de su compañía por amor a una mujer. Y aquellas palabras llegaron a oídos de Erbin. Éste repitió lo que había oído a Enid y le preguntó si era ella la que hacía actuar así a Gereint y le predisponía a separarse de su casa y de su ambiente.
—No, a fe mía —respondió ella—, lo declaro ante Dios y no hay nada que me resulte más odioso que esto.
Y Enid no sabía qué hacer. Le resultaba difícil revelarle aquello a Gereint y menos aún podía dejar de advertirle acerca de lo que había oído. Y por esta razón se apoderó de ella un gran dolor.
Una mañana de verano estaban en la cama. Gereint dormido en el borde de la cama y Enid despierta en la habitación vidriada. Los rayos del sol penetraban resplandecientes hasta la cama. Las ropas se habían deslizado, descubriendo el pecho y brazos de Gereint. Enid le contempló y pensó cuán hermoso y noble era, y exclamó:
—Que la desgracia caiga sobre mí si estos brazos y este pecho pierden toda la gloria y reputación que habían conquistado por mi culpa.
Hablando así, dejó caer abundantes lágrimas, que cayeron sobre el pecho de Gereint, a quien despertaron las palabras y aquellas lágrimas, y se apoderó de él la idea de que ella no hablaba así por amor a él, sino por amor a otro al que prefería, y porque deseaba alejarse de él. Gereint se turbó de tal forma que llamó a su escudero y le dijo:
—Prepara en seguida mi caballo y mis armas —y dirigiéndose a Enid dijo—: Levántante y vístete. Haz que preparen tu caballo y vístete con la peor ropa que tengas para cabalgar. No regresarás aquí antes de que hayas comprobado si es cierto que he perdido completamente mi valor como afirmabas, ni tampoco hasta que ya no desees encontrarte a solas con él[308].
Enid se levantó en seguida y se vistió con ropas sencillas.
—No sé cuáles son tus pensamientos, señor —dijo ella.
—Ni lo sabrás ahora —respondió.
Gereint se dirigió junto a Erbin.
—Señor —dijo—, parto por un asunto y no sé cuándo estaré de vuelta. Vigila tus dominios hasta mi regreso.
—Así lo haré —respondió—, pero me sorprende que partas tan súbitamente. ¿Y quién viajará contigo? No eres hombre al que convenga atravesar solo la tierra de Lloegyr.
—Sólo vendrá conmigo una persona.
—Dios te aconseje, hijo mío, y puedan muchas gentes de Lloegyr necesitar tu ayuda —dijo Erbin.
Gereint fue a buscar su caballo y lo encontró equipado con pesadas y brillantes armas extranjeras. Ordenó a Enid que montara a caballo y que fuera delante a una buena distancia.
—No vuelvas sobre tus pasos por mucho que veas y oigas, y a menos que yo te hable, no me dirijas la palabra.
Y así se pusieron en camino. Y no eligió para el viaje el camino más agradable ni el más frecuentado, sino el más desierto y salvaje, aquél donde con mayor seguridad encontrarían a ladrones, vagabundos y venenosas bestias salvajes. Llegaron al camino principal, lo siguieron y vieron un gran bosque junto a ellos. Atravesaron el bosque y al salir vieron a cuatro caballeros. Éstos les miraron y uno de ellos dijo:
—Es ésta una buena ocasión para conseguir dos caballos, armas y mujer. No nos costará mucho esfuerzo quitárselo a ese caballero solitario, cabizbajo, abatido y necio.
Enid oyó aquellas palabras, pero no sabía qué hacer por temor a Gereint: si debía decírselo o callarse.
—La venganza de Dios caiga sobre mí —dijo finalmente— si no prefiero la muerte de su mano que de la mano de otro. Si ha de matarme que lo haga, pero le advertiré antes de que le maten por sorpresa. —Esperó a Gereint hasta que estuvo cerca— Señor, ¿has oído lo que han dicho esos hombres de ti?
Gereínt alzó la cabeza y la miró encolerizado.
—Tú no tenías otra cosa que hacer, salvo obedecer la orden que te he dado, es decir, callarte. Nada me importan tus advertencias, y no tengo el menor temor, aunque desees verme muerto o despedazado por esas gentes.
En aquel momento, el primero de ellos bajó su lanza y se precipitó contra Gereint. Geréint no le recibió como hombre débil. Esquivó el golpe y a su vez golpeó al caballero en medio del escudo de tal forma que partió el escudo y le rompió las armas. Un codo del asta de la lanza penetró en el cuerpo y lo arrojó al suelo por encima de las grupas de su caballo. El segundo caballero le atacó con furor al ver a su compañero muerto; Gereint lo derribó de un solo golpe y lo mató como al anterior. El tercero cargó contra él y murió de la misma forma, y también mató al cuarto.
Enid observaba triste y apenada. Gereint desmontó, quitó las armas a los muertos y las colocó en las sillas. Ató a los caballos juntos por el freno y volvió a montar en su caballo.
—Coge los cuatro caballos y guíalos —le dijo—. Irás delante, como te había ordenado hace un rato, y no me dirigirás la palabra si yo no te hablo. Si no lo haces así, por Dios que no quedarás sin castigo.
—Haré lo que pueda para satisfacerte, señor —respondió.
Avanzaron a través de un bosque, lo abandonaron y llegaron a una vasta llanura. En medio de la llanura había un bosquecillo espeso y lleno de maleza. Desde allí vieron acercarse a ellos a tres caballeros montados sobre caballos bien equipados y protegidos con armas de la cabeza a los pies, ellos y sus caballos. Enid los observó con atención. Cuando estuvieron cerca, les oyó decir:
—Esto es un buen hallazgo —dijeron—. Sin esfuerzo conseguiremos cuatro caballos y cuatro armas completas. También nos apoderaremos de la doncella, pues nada hay que temer de ese caballero cabizbajo.
—Es verdad —se dijo ella—. Estará fatigado después de haber combatido hace un momento con los caballeros. La venganza de Dios caiga sobre mí si no le advierto. —Esperó a Gereint y cuando estuvo cerca de ella le dijo— Señor, ¿has oído las palabras de aquellos hombres respecto a ti?
—¿Qué pasa? —preguntó.
—Están diciendo que conseguirán todo el botín a buen precio.
—Por mí y por Dios, mucho más doloroso me resulta que no te calles ni te conformes a mi orden, que las palabras de esas gentes —exclamó Gereint.
—Señor, no quiero que te cojan por sorpresa —dijo Enid.
—Cállate. Nada me importa lo que me digas —contestó Gereint.
En aquel momento uno de los caballeros bajó la lanza, se dirigió hacia Gereint y le golpeó con buen provecho, pensaba él. Pero Gereint recibió el golpe tranquilamente y lo desvió. Entonces arremetió contra el caballero y le dio tal golpe que de nada le sirvieron las armas y la punta de la lanza y buena parte del asta le atravesaron el cuerpo, cayendo al suelo por encima de las grupas de su caballo cuan largos eran su brazo y lanza. Los otros dos caballeros arremetieron contra él, pero no corrieron mejor suerte que el anterior.
La doncella se había detenido y observaba ansiosa por miedo a que Gereint fuera herido en el combate con aquellos hombres, pero con gran júbilo al verle llevar ventaja. Gereint desmontó, ató los tres equipos de armas en las tres sillas y juntó a los tres caballos por el freno, de modo que llevaba con él siete caballos. Luego volvió a montar y ordenó a la joven que los condujera.
—Será mejor que no digas nada, ya que no obedeces mis órdenes.
—Lo haré, señor, mientras pueda, pero no podré ocultarte las palabras amenazadoras y terribles que oiga respecto a ti de los extranjeros que viajan por estas tierras salvajes.
—Por mí y por Dios, nada me importa lo que me digas. Cállate ahora.
—Lo haré, señor, mientras pueda.
La joven siguió su camino con los caballos delante y guardó una distancia.
Al salir del bosquecillo del que hemos hablado más arriba, atravesaron una amplia región, llana y hermosa. A lo lejos vieron un bosque, y salvo el lindero más cercano, no pudieron distinguir ningún otro lado ni límite del bosque. Llegaron al bosque y al salir vieron a cinco caballeros llenos de ímpetu y fuerza montados en caballos de guerra gruesos y robustos de amplios ollares y paso brioso. Hombres y caballos iban completamente armados. Cuando estuvieron más cerca, Enid oyó sus palabras:
—Hemos hecho un buen hallazgo que no nos costará ningún esfuerzo. Conseguiremos todos los caballos y las armas, y también la doncella, pues no hay nada que temer de ese caballero solitario, debilitado, cabizbajo y triste.
Enid se inquietó mucho al oír las palabras de aquellos hombres, pero no sabía qué hacer. Al final decidió advertir a Gereint. Volvió grupas hacia él.
—Señor —le dijo—, si hubieras oído las palabras de aquellos hombres como yo las he oído, tendrías más cuidado.
Gereint sonrió con amargura y acritud y dijo:
—Continúas infringiendo mis prohibiciones; puede que tengas que arrepentirte muy pronto.
En el mismo momento, los caballeros arremetieron contra él y Gereint venció a los cinco de modo extraordinario, colocó las armas en las cinco sillas, ató juntos a los doce caballos por el freno y se los confió a la doncella.
—No sé de qué me sirve dar órdenes —dijo—. Por esta vez, que mis órdenes te sirvan de advertencia.
La doncella siguió su camino hacia el bosque y guardó la distancia tal como Gereint le había ordenado, y si la cólera se lo hubiera permitido le habría resultado duro de ver a una doncella como ella obligada a una marcha tan penosa a causa de los caballos. Marcharon a través del bosque, que era espeso y vasto, y la noche les sorprendió en el bosque.
—Doncella —dijo Gereint—, de nada nos servirá empeñarnos en continuar nuestro camino.
—Bien, señor —respondió ella—; haremos lo que desees.
—Lo mejor que podemos hacer es desviarnos del camino para reposar en el bosque y esperar a que amanezca.
—Con mucho gusto —dijo Enid.
Y así lo hicieron. Desmontó del caballo y ayudó a desmontar a Enid.
—Estoy tan cansado que me dormiré —le dijo—. Vigila tú los caballos y no te duermas.
—Lo haré, señor —respondió.
Durmió con sus armas y pasó así la noche, que no era muy larga en aquella época del año. Cuando Enid vio despuntar el alba le miró para ver si dormía; en aquel momento se despertó.
—Señor, hace un rato que intentaba despertarte —le dijo.
Por cansancio, Gereint no dijo nada, aun cuando no le había autorizado a hablar. Se levantó y le dijo:
—Coge los caballos, ve delante y guarda la distancia como debiste hacer ayer.
Ya había transcurrido parte del día cuando dejaron el bosque y llegaron a un gran claro muy llano. A ambos lados se extendían praderas y segadores cortaban allí el heno. Llegaron a un río y los caballos bajaron hasta allí y, cuando hubieron bebido, subieron por una pendiente bastante elevada. Allí encontraron a un joven delgado, con una toalla alrededor del cuello o un fardo y en la mano un pequeño cántaro azul y encima una copa. El criado saludó a Gereint.
—Dios esté contigo —dijo Gereint—, ¿de dónde vienes?
—De la ciudad que está delante de ti. ¿Te disgustaría, señor, que te preguntara de dónde vienes?
—No —dijo Gereint—, acabo de atravesar aquel bosque.
—En tal caso no debiste pasar bien la noche y no debes tener nada para comer ni para beber.
—No, ciertamente, por mí y por Dios.
—¿Quieres seguir mi consejo? Acéptame esta comida.
—¿Qué comida?
—El almuerzo que llevaba a aquellos segadores: pan, carne y vino. Si quieres, señor, no recibirán nada de todo esto.
—Acepto —dijo Gereint—. Dios te lo pague.
Gereint desmontó del caballo. El criado ayudó a desmontar a Enid. Se lavaron y comieron. El criado cortó el pan, les dio de beber y les sirvió con gran solicitud. Cuando hubieron terminado, el joven se levantó y dijo a Gereint:
—Señor, con tu permiso iré a buscar comida para los segadores.
—Ve primero a la ciudad —respondió Gereint—, y procúrame alojamiento en el mejor lugar que conozcas y donde los caballos puedan estar a sus anchas. Coge el caballo y las armas que quieras en pago a tu servicio y provisiones.
—Dios te lo pague; eso habría bastado para pagar un servicio mucho mayor que el mío.
El criado se dirigió a la ciudad y reservó el alojamiento mejor y más confortable que conocía. Luego se dirigió con su caballo y sus armas a la corte, fue a ver al conde y le contó toda la aventura.
—Señor —dijo seguidamente—, voy a buscar al caballero para indicarle su alojamiento.
—Ve, si lo deseara, aquí sería bien recibido —dijo el conde.
El criado regresó junto a Gereint y le informó que sería bien recibido por el conde en su propia corte. Pero Gereint no deseaba nada salvo ir a su propio hospedaje. Al llegar, encontró una habitación confortable, con abundancia de paja y ropa, y amplio establo para los caballos. El criado cuidó de que fueran bien servidos. Cuando se hubieron despojado de sus ropas, Gereint dijo a Enid:
—Ve al extremo de la habitación y no pases de ahí. Si quieres, haz venir a la mujer de la casa.
—Lo haré como dices —respondió.
En aquel momento el hostelero acudió junto a Gereint, le saludó, dio la bienvenida y preguntó si había tomado su comida. Él respondió que sí. El criado le dijo entonces:
—¿Deseas beber o comer algo antes de que vaya a ver al conde?
—Sí, tráeme bebida —respondió.
Entonces el criado fue a la ciudad y volvió con la bebida. Empezaron a beber, pero al poco rato Gereint dijo:
—Necesito dormir.
—Bien —dijo el criado—; mientras duermes, iré a ver al conde.
—Ve y vuelve cuando te lo pida.
Gereint se durmió y Enid también.
El criado acudió junto al conde y el conde le preguntó dónde se hospedaba el caballero.
—Tendré que ir pronto a servirle —dijo el criado.
—Ve —dijo el conde— y salúdale de mi parte. Dile que iré a verle.
—Ahí lo haré —respondió el criado.
El criado llegó cuando ya era momento de despertarse. Se levantaron y fueron a pasear. Cuando les pareció oportuno, comieron y el criado les sirvió. Gereint preguntó al hostelero si había con él compañeros a los que quisiera invitar.
—Los tengo —respondió.
—Tráelos aquí para que coman en abundancia todo lo mejor que pueda encontrarse en la ciudad a mi cuenta.
El hostelero llevó allí a sus mejores compañeros para que comieran en abundancia a cuenta de Gereint. En esto llegó el conde con once caballeros ordenados a visitar a Gereint. Éste se levantó y le saludó.
—Dios esté contigo —dijo el conde.
Se sentaron cada uno según su rango. El conde conversó con Gereint y le preguntó cuál era el objetivo de su viaje.
—Ninguno, salvo buscar aventuras y realizar las empresas que me plazcan —respondió.
Entonces el conde miró a Enid con atención y pensó que jamás había visto a una joven más hermosa ni mejor dotada y puso en ella su corazón y sus pensamientos.
—¿Me permites que vaya a conversar con aquella doncella? La veo muy apartada de ti —dijo a Gereint.
—Con mucho gusto —le respondió.
Se acercó a Enid y le dijo:
—Doncella, no hay placer para ti en semejante viaje acompañada de este hombre.
—No me resulta desagradable seguir el camino que a él le complace seguir —respondió.
—No tendrás a tus órdenes ni a servidores ni a doncellas.
—Prefiero seguir a este hombre que tener servidores y doncellas.
—¿Quieres un buen consejo? Quédate conmigo y pondré mi condado en tu posesión.
—No, por mí y por Dios, ese hombre es el único al que he dado mi fe y no le seré infiel.
—Haces mal. Si lo mato, tendré todo lo que quiera y cuando me canse de ti te echaré. Pero si consientes por amor a mí, habrá entre nosotros acuerdo indisoluble y eterno mientras vivamos.
Reflexionó las palabras del conde y le pareció más sensato inspirarle confianza y animarle.
—Señor —dijo—, lo mejor que puedes hacer para que no se me acuse de infiel es venir aquí y llevarme contigo, como si yo no supiera nada.
—Así lo haré —respondió.
En esto, se levantó, se despidió y salió con sus hombres.
Por el momento, ella no contó a Gereint su conversación con el conde, por miedo a acrecentar su cólera, inquietud y ansiedad. Se fueron a dormir y al empezar la noche Enid durmió un poco, pero a medianoche se despertó y arregló todas las armas de Gereínt, de modo que no tuviera más que ponérselas y con mucho miedo se acercó temblorosa al borde de la cama de Gereint y en voz baja y dulcemente le dijo:
—Señor, despiértate y vístete. Oye la conversación que he tenido con el conde y sus intenciones con respecto a ti.
Enid contó a Gereint toda la conversación. Aunque se irritó con ella, tuvo en cuenta su advertencia y se vistió. Enid encendió una candela para iluminar mientras se vestía.
—Deja la candela y dile al hostelero que venga.
Ella obedeció. El hostelero acudió junto a Gereint.
—¿Sabes cuánto te debo? —le dijo.
—Poca cosa, creo, señor.
—Sea cual sea mi deuda, coge once caballos y las armas que hay en ellos.
—Dios te lo pague, señor. Pero no he gastado en ti ni el valor de una sola arma.
—¡Qué importa! Serás el más rico de todos. Amigo, ¿quieres servirme de guía hasta que salgamos de la ciudad?
—Con mucho gusto; ¿y en qué dirección quieres ir?
—Desearía ir en dirección opuesta al lugar por donde entré en la ciudad.
El hostelero le sirvió de guía hasta que no le necesitó. Entonces ordenó a Enid que tomara la delantera como antes y ella así lo hizo. El hostelero regresó a su casa. Apenas acababa de regresar cuando oyó el mayor tumulto que jamás hubiera oído. Miró fuera de la casa y vio a ochenta caballeros completamente armados y al conde Dwnn a su cabeza.
—¿Dónde está el caballero? —preguntó el conde.
—Por tu mano, señor —dijo el hostelero—, se encuentra a buena distancia de aquí, pues hace ya un rato que se ha marchado.
—¿Por qué le has dejado ir sin advertirme, villano?
—Señor, tú no me lo habías ordenado. Si lo hubieras hecho, no le habría dejado ir.
—¿Qué dirección crees que ha tomado?
—No lo sé, pero ha seguido el camino principal.
Volvieron grupas en aquella dirección, vieron las huellas de los caballos, las siguieron y llegaron al camino principal.
Cuando Enid vio despuntar el alba, miró hacia atrás y vio como una gran niebla o nube que se acercaba cada vez más. Se inquietó y pensó que el conde y su hueste les perseguían. En aquel momento vio aparecer fuera de la nube a un caballero.
—A fe mía —dijo—, le advertiré aunque me mate, prefiero morir de su mano que verle muerto sin haberle prevenido.
—Señor —le dijo—, ¿no ves a ese hombre que se dirige hacia ti seguido de muchos otros?
—Lo veo —respondió—, y por más que se te ordene silencio, no te callarás jamás. No tendré en cuenta tu advertencia y no me digas una palabra más.
Se volvió contra el caballero y de un primer golpe lo derribó a los pies del caballo. Y los derribó a todos de un primer golpe hasta que sólo quedó uno de los ochenta caballeros. El vencido siempre era sustituido por uno más fuerte, salvo el conde, que quedó el último, y cuando al final el conde arremetió contra él, quebró la primera lanza y luego una segunda. Entonces Gereint se volvió contra él y le golpeó con la lanza en medio del escudo de tal forma que el escudo se quebró y le rompió todas las armas. Cayó al suelo por encima de las grupas de su caballo y la vida le peligró. Gereint se acercó a él y el ruido de los cascos del caballo hizo que el conde se recobrara del desmayo.
—Señor, merced —dijo a Gereint.
Gereint le concedió merced. Y todos se fueron llenos de heridas mortales y con miembros rotos por los violentos golpes que habían recibido de Gereint y por las caídas en un suelo tan duro sobre el que habían sido derribados.
Gereint siguió adelante por el camino donde se encontraba y la doncella guardó la distancia. Cerca de ellos vieron un gran valle, el más hermoso que jamás hubieran visto, atravesado por un gran río. Sobre el río vieron un puente al que conducía un camino. Más arriba del puente, en el otro lado, vieron una ciudad fortificada, la más bella del mundo. Cuando se dirigía hacia el puente, Gereint vio venir hacia él, a través de un bosquecillo espeso, a un caballero montado sobre un caballo grueso y grande, fogoso pero dócil.
—Caballero —le dijo—, ¿de dónde vienes?
—Vengo de aquel valle y de aquella hermosa ciudad fortificada —respondió.
—¿A quién pertenece ese hermoso valle y esa hermosa ciudad fortificada?
—Te lo diré gustoso: los francos le llaman Gwiffret Petit y los galeses Brenhin Bychan (Pequeño Rey).
—Quiero ir a ese puente y al gran camino que pasa junto a la ciudad.
—No pongas los pies en la tierra que está al otro lado del puente, si no quieres enfrentarte con él; según su costumbre, ningún caballero puede pasar por sus tierras sin combatir con él.
—Por mí y por Dios, seguiré ese camino a pesar de él —respondió Gereint.
—Si lo haces, sufrirás vergüenza y afrenta —le dijo el caballero.
Entonces Gereint, enfurecido y lleno de cólera, siguió por el camino, como había sido su intención antes de hablar con el caballero. Pero no era el camino que llevaba a la ciudad desde el puente por el que había pasado, sino un camino que conducía a unas tierras áridas y muy elevadas, de amplios horizontes.
En esto vio que se le acercaba un caballero montado sobre un caballo de guerra fuerte y grueso, de paso brioso, con anchos cascos y amplio pecho. Caballero y caballo iban completamente armados. Al alcanzar a Gereint, exclamó:
—Dime, señor, ¿es por ignorancia o por presunción que intentas hacerme perder mi privilegio y violar mi costumbre?
—No sabía que el camino estuviera prohibido a nadie —respondió Gereint.
—Puesto que no lo sabías, ven conmigo a mi corte para darme satisfacción.
—No iré de ningún modo, a fe mía —replicó—. No iré a la corte de tu señor, a menos que tu señor fuera Arturo.
—Por la mano de Arturo —exclamó—, tendré satisfacción de ti o gran sufrimiento deberás causarme.
Sin más, arremetieron uno contra otro y un escudero fue a proveerles de lanzas a medida que las quebraban. Se golpearon tan dura y violentamente que los escudos perdieron todo su color. A Gereint no le resultaba nada fácil combatir con él, pues era muy pequeño y le costaba acertar los golpes y, en cambio, recibía muy duros golpes de él. No cesaron de combatir hasta que los caballos cayeron de rodillas y finalmente Gereint lo arrojó cabeza abajo al suelo. Pero entonces continuaron la lucha a pie, y se dieron golpes tan dolorosos, fuertes y duros que agujerearon sus yelmos, rompieron sus capuchas, estropearon sus armas hasta que el sudor y la sangre les cegaron. Al final, Gereint se enfureció, apeló a todas sus fuerzas y con cólera, rapidez y crueldad levantó su espada y le descargó en la cabeza un golpe tan mortal y penetrante como el veneno, que le rompió todas las armas de la cabeza, la piel y la carne hasta el hueso y entonces el Pequeño Rey arrojó su espada en el extremo más alejado del campo. Pidió a Gereint gracia y merced.
—La tendrás —dijo Gereint—, a pesar de tu falta de cortesía y a condición de que seas mi aliado, no vuelvas a arremeter contra mí en lo sucesivo y me socorras, si oyes que me encuentro en un apuro.
—Lo haré, señor, con placer.
Cuando le hubo dado su fe, añadió:
—Y tú, señor, sin duda vendrás conmigo a mi corte, para reponerte de tus fatigas y cansancio.
—No iré de ningún modo, por mí y por Dios —respondió Gereint.
Gwiffret el Pequeño vio entonces a Enid y le pesó mucho ver a una criatura tan noble como ella presa de tales sufrimientos.
—Señor —dijo a Gereint—, haces mal en no permitirte descanso ni darte reposo. Si en este estado te ocurre una aventura difícil, no te será fácil llevarla a buen término.
Gereint no deseaba nada salvo seguir su camino y montó en su caballo, cubierto de sangre. La doncella guardó la distancia. Marcharon hacia un bosque que vieron cerca de ellos. Hacía mucho calor y las armas se pegaban a la carne por el sudor y la sangre. Al llegar al bosque, se detuvo bajo un árbol para evitar el calor. El dolor de las heridas se dejó sentir entonces más vivamente que en el momento en que las había recibido. Enid se detuvo bajo otro árbol. En esto oyeron el sonido de los cuernos y de un tumulto de gente: era Arturo y su séquito que bajaban al bosque. Gereint se preguntaba qué ruta tomar para evitarles, cuando apareció un hombre a pie: era el criado del senescal de la corte. Fue a ver al senescal y le contó qué tipo de caballero había visto en el bosque. El senescal hizo ensillar su caballo, cogió su lanza y su escudo y se dirigió junto a Gereint.
—Caballero —le dijo—, ¿qué haces aquí?
—Estoy bajo este refrescante árbol para evitar el ardor y el calor del sol —respondió.
—¿Quién eres y cuál es el motivo de tu viaje? —preguntó.
—Buscar aventuras y seguir el camino que me plazca —dijo Gereint.
—Bien —dijo Kei[309]—, ven conmigo a visitar a Arturo, que está cerca de aquí.
—No pienso ir, por mí y por Dios —replicó Gereint.
—Tendrás que venir —le respondió Kei.
Y Gereint conoció a Kei, pero Kei no le reconoció. Entonces Kei arremetió contra él lo mejor que pudo. Gereint se irritó y le golpeó con el extremo de su lanza bajo el mentón y lo derribó al suelo cabeza abajo, y no deseó hacerle más daño.
Kei se levantó furioso. Montó en su caballo y volvió furioso a su alojamiento. Desde allí, se dirigió al pabellón de Gwalchmei.
—Señor, uno de mis servidores acaba de decirme que ha visto en el bosque a un caballero herido con las armas en muy mal estado. Harás bien en ir a ver si es verdad.
—No me importa ir —respondió Gwalchmei[310].
—Entonces coge tu caballo y algunas armas, pues he oído contar que no es nada amable con los que van a verle.
Gwalchmei cogió su lanza y su escudo, montó a caballo y acudió junto a Gereint.
—Caballero —le dijo—, ¿cuál es tu viaje?
—Viajo por mis asuntos y busco aventuras.
—¿Me dirás quién eres y vendrás a visitar a Arturo, que está cerca de aquí?
—Por el momento no quiero decirte quién soy y no iré a ver a Arturo.
Y reconoció a Gwalchmei, pero Gwalchmei no le reconoció a él.
—Nadie dirá que te he dejado ir antes de saber quién eres —exclamó Gwalchmei.
Y arremetió con su lanza contra él y golpeó su escudo de modo que quebró la lanza y sus caballos quedaron frente a frente. Entonces Gwalchmei le miró con atención y le reconoció.
—¡Oh, Gereint! —exclamó—, ¿eres tú?
—No soy Gereint —respondió.
—¡Gereint!, por mí y por Dios. Triste y sin razón es tu aventura.
Al mirar alrededor de él vio a Enid, la saludó y dio la bienvenida.
—Gereint —dijo Gwalchmei—, ven a ver a Arturo, tu señor y tu primo.
—No iré —respondió—, no estoy en situación de presentarme ante nadie.
En aquel momento uno de los escuderos acudió junto a Gwalchmei para saber noticias. Gwalchmei le envió para que contara a Arturo que Gereint estaba herido, que no quería ir a sus pabellones y que daba lástima verle en el estado en el que se encontraba. Y habló en voz baja para que Gereint no se enterara y añadió:
—Recomienda a Arturo que acerque su pabellón al camino, pues no quiere ir a verle por su propia voluntad y no es fácil obligarle en el estado en que se encuentra.
El escudero contó todo aquello a Arturo y éste hizo trasladar su pabellón hasta el borde del camino. Entonces el corazón de Enid se regocijó y Gwalchmei intentó hacer entrar en razón a Gereint a lo largo de todo el camino hasta el lugar donde los pajes estaban levantando el pabellón de Arturo en el borde del camino.
—Salud, señor —dijo Gereint.
—Dios esté contigo —respondió Arturo—. ¿Quién eres?
—Es Gereint —dijo Gwalchmei—. Por su propia voluntad no habría venido a verte hoy.
—En verdad —respondió Arturo—, necesita consejo.
En aquel momento Enid llegó junto a Arturo y le saludó.
—Dios esté contigo —respondió—. ¿Qué significa este viaje, Enid?
—No sé, señor —dijo ella—, pero mi deber es seguir el mismo camino que a él le plazca seguir.
—Señor —dijo Gereint—, con tu permiso vamos a continuar nuestro camino.
—¿A dónde? —preguntó Arturo—. No puedes continuar así, a menos que quieras morir.
—No me permitió que le invitara —dijo Gwalchmei.
—A mí me lo permitirá —dijo Arturo—. Además, no se irá de aquí hasta que esté curado.
—Preferiría, señor, que me dejaras continuar mi camino —dijo Gereint.
—No lo haré, por mí y por Dios —replicó Arturo.
Hizo llamar a las doncellas para que condujeran a Enid al alojamiento. Gwenhwyvar y todas las damas le dieron la bienvenida. Le quitaron sus ropas y le pusieron otras. Arturo llamó a Kadyrieith y le ordenó que levantara un pabellón para Gereint y sus médicos y le encargó ocuparse de que no le faltara nada de lo que le pidiera. Kadyrieith lo hizo tal como le habían ordenado: y condujo a Morgan Tut y a sus discípulos junto a Gereint. Arturo y su corte permanecieron allí casi un mes cuidando de Gereint.
Cuando Gereint se sintió restablecido, fue a ver a Arturo y le pidió permiso para seguir su camino.
—No sé si ya estás curado —dijo Arturo.
—Lo estoy con toda seguridad —respondió Gereint.
—En este asunto no confiaré en ti, sino en los médicos que te han cuidado.
Reunió a los médicos y les preguntó si era verdad.
—Es verdad —dijo Morgan Tut.
Arturo le dio permiso para partir y él mismo abandonó aquellos lugares. Gereint ordenó a Enid que fuera delante y guardara distancia, tal como había hecho antes. Ella se puso en marcha y siguió el camino principal. Cuando marchaban así, oyeron los gritos más agudos del mundo cerca de ellos.
—Espérame aquí, yo iré a ver qué son esos gritos —dijo Gereint a Enid.
—Lo haré —respondió ella.
Se marchó y llegó a un claro que estaba cerca del camino. En el claro vio dos caballos, uno con una silla de hombre, otro con una silla de mujer y un caballero armado y muerto. Una doncella con ropas de montar se lamentaba inclinada sobre el caballero.
—Señora —dijo—, ¿qué te ha sucedido?
—Pasábamos por aquí yo y el hombre al que más amaba cuando de pronto cayeron sobre nosotros tres gigantes y despreciando toda justicia lo mataron.
—¿Por dónde han ido? —preguntó Gereint.
—Por allí, por el camino principal —respondió la doncella.
Regresó junto a Enid y le dijo:
—Ve junto a la dama que está allá abajo y espérame allí, si vuelvo —le dijo.
Mucho le entristeció aquella orden. No obstante, se dirigió junto a la doncella, a la que daba pena oír. Y Enid estaba persuadida de que Gereint no volvería nunca.
Gereint persiguió a los gigantes y los alcanzó. Cada uno de ellos era más grande que tres hombres y sobre sus hombros llevaban enormes mazas. Se precipitó sobre uno de ellos y le atravesó el cuerpo con la lanza, la retiró y atravesó al segundo del mismo modo. Pero el tercero se volvió contra él y le golpeó con su maza, de modo que le rompió el escudo y su hombro paró el golpe. Todas sus heridas se volvieron a abrir y empezó a perder sangre. En esto desenvainó la espada, se abalanzó sobre el gigante y le golpeó tan dura, rápida y terriblemente en la cabeza que le hundió la cabeza y el cuello hasta los hombros, y cayó muerto. Entonces fue al lugar donde estaba Enid y, al verla, cayó sin vida del caballo. Enid lanzó terribles y agudos gritos y corrió al lugar donde había caído. Al oír sus gritos, el conde Limwris y su séquito, que seguían aquel camino, se dirigieron hacia allí.
Al ver a Enid, el conde dijo:
—Señora, ¿qué te ha sucedido?
—Buen señor —respondió—, ha muerto el hombre que más amaba y al que amaré siempre.
—Y a ti, ¿qué te ha sucedido? preguntó a la otra dama.
—Aquél al que yo más amaba ha muerto —dijo ella.
—¿Quién los mató? —preguntó.
—Los gigantes habían matado al hombre que más amaba. El otro caballero fue en su persecución y volvió en el estado que ves, habiendo perdido demasiada sangre. No creo que los haya dejado sin haber matado a alguno de ellos y quizá a todos.
El conde hizo enterrar al caballero muerto y pensó que a Gereint aún le quedaba algo de vida. Para ver si volvía a la vida, lo hizo transportar a su corte en su escudo como si fuese un ataúd.
Las dos doncellas le acompañaron a la corte. Cuando llegaron, trasladaron a Gereint del ataúd y lo colocaron sobre una tabla que había en la sala. Todos se quitaron sus ropas y el conde rogó a Enid que hiciera lo mismo y se pusiera otra túnica.
—Dama, no estés tan triste —replicó el conde.
—No te resultará fácil convencerme.
—Obraré de modo que no tengas motivos para estar triste, suceda lo que suceda a este caballero, muera o viva. Tengo un buen condado, que pondré en tus manos. De ahora en adelante serás feliz.
—Pongo a Dios por testigo que no lo seré mientras viva —respondió Enid.
—Ven a comer —dijo el conde.
—No pienso ir, por mí y por Dios —replicó ella.
—Vendrás, por mí y por Dios —dijo el conde.
La llevó a la mesa en contra de su voluntad y le pidió con insistencia que comiera.
—Pongo a Dios por testigo que no comeré hasta que coma el que está en el ataúd —dijo Enid.
—Es ésa una palabra que no podrás mantener, ¿no está acaso muerto ese hombre? —dijo el conde.
—Deberé intentarlo —dijo Enid.
Entonces le ofreció una copa llena de vino.
—¡Caiga sobre mí la vergüenza, si bebo antes de que él beba!
—¡En verdad —exclamó el conde—, no intentaré ya ser cortés contigo, siendo tú tan descortés!
Le dio una bofetada y ella lanzó un agudo y penetrante grito. Experimentó un dolor mayor que nunca al pensar que si Gereint estuviera vivo no le habrían abofeteado de aquel modo.
Con aquellos gritos Gereint se recobró de su desvanecimiento, se incorporó y encontrando su espada en el hueco del escudo se lanzó sobre el conde y le descargó un furioso y mortal golpe en la cabeza, de tal forma que lo partió en dos y la espada se clavó en la mesa. Todo el mundo abandonó las mesas y huyó. El miedo no se apoderó tanto de ellos por ver al hombre vivo, sino por la visión del muerto levantándose para golpearles. En esto Gereint miró a Enid y sintió doble dolor al ver a Enid tan pálida y por comprender que era inocente.
—Señora —le dijo—, ¿sabes dónde están nuestros caballos?
—Sé dónde está el tuyo, pero no sé dónde ha ido el mío. Tu caballo está en la casa de allá abajo.
Allí se dirigió e hizo salir a su caballo, montó en él y levantando a Enid del suelo, la colocó entre él y el arzón delantero y se alejó.
Mientras cabalgaban así, entre dos setos, y empezando la noche a vencer al día, vieron de pronto entre ellos y el firmamento astas de lanzas que les perseguían y oyeron ruido de cascos de caballos y el clamor de una hueste.
—Oigo que vienen detrás de nosotros —dijo Gereint—. Te dejaré al otro lado del seto.
En aquel momento un caballero se dirigió hacia él con la lanza bajada. Al verle, Enid exclamó:
—Señor, ¿qué gloria podrías conquistar matando a un hombre muerto quienquiera que seas?
—Cielos —dijo—, ¿será éste Gereint?
—Con toda seguridad, por mí y por Dios, ¿y quién eres tú?
—Yo soy el Pequeño Rey; vengo en tu ayuda, porque supe que estabas en peligro. Sí hubieras seguido mí consejo, no habrías sufrido tantas desgracias.
—Nada se puede hacer contra la voluntad de Dios —respondió Gereint—. No obstante, un buen consejo puede procurar mucho bien.
—No hay duda, y ahora puedo darte un buen consejo. Vas a venir conmigo a la corte de mi cuñado, que está muy cerca de aquí, para hacerte tratar por los mejores médicos del reino.
—Iremos con mucho gusto —respondió Gereint.
Dieron a Enid el caballo de uno de los escuderos y se dirigieron a la corte del barón. Allí les recibieron bien y encontraron atenciones y servicio. Al día siguiente por la mañana empezaron a buscar médicos. No tardaron en llegar y le cuidaron hasta que estuvo completamente curado. Mientras tanto había encargado al Pequeño Rey que reparara sus armas de modo que estuvieran en tan buen estado como nunca. Permanecieron allí un mes y quince días. El Pequeño Rey dijo entonces a Gereint:
—Ahora iremos a mí corte para descansar y disfrutar.
—Si lo deseas —dijo Gereint—, te acompañaremos durante un día, pero luego regresaremos.
—Con mucho gusto —dijo el Pequeño Rey—. Vámonos.
En la juventud del día, se pusieron en camino. Enid se mostraba con ellos más feliz y alegre de lo que nunca lo había estado. Llegaron al camino principal y vieron que se dividía en dos. Por uno de los caminos vieron acercarse a ellos a un hombre. Gwiffret le preguntó:
—¿De dónde vienes?
—Vengo de cumplir misiones de aquel país —respondió.
—Dime —dijo Gereint—, ¿cuál de los dos caminos es mejor coger?
—Harás mejor cogiendo este de aquí —le dijo—. Si vas por el otro, no volverás. Allá hay un cerco de nubes y juegos encantados. De todos los que han ido, nadie ha regresado. Allí está la corte del conde Owein. No permite que nadie vaya a alojarse en la ciudad, a menos de que no lo haga en su corte.
—Por mí y por Dios, ese camino seguiremos —dijo Gereint.
Y entonces, siguiendo aquel camino, llegaron a la ciudad. Se alojaron en el lugar que les pareció más bello y agradable de la ciudad. Cuando estaban allí, un joven escudero acudió junto a ellos y les saludó:
—Dios esté contigo —respondieron.
—Nobles, ¿qué intenciones tenéis?
—Alojarnos y pasar aquí la noche.
—El hombre al que pertenece esta ciudad no tiene por costumbre permitir que se aloje en ella a ningún noble, a menos de que vaya a verle a su corte. Venid, pues, a la corte.
—Con mucho gusto —dijo Gereint.
Siguieron al escudero y en la corte les acogieron bien. El conde fue a su encuentro en la sala y ordenó que prepararan las mesas. Se levantaron y fueron a sentarse: Gereint a un lado del conde y Enid al otro, el Pequeño Rey junto a Enid y la condesa junto a Gereint, cada uno según su dignidad.
Gereint pensaba en los juegos y creyendo que no le permitirían ir dejó de comer. El conde le miró y pensó que tenía miedo de ir a los juegos. Se arrepintió de haber instituido aquellos juegos, aunque sólo fuera por la pérdida de un hombre como Gereint, y si Gereint le hubiera pedido abolir aquellos juegos para siempre, lo habría hecho con gusto. Dijo a Gereint:
—¿En qué piensas? Si temes ir a los juegos, permitiré que no vayas, y en tu honor que nadie vaya nunca más.
—Dios te lo pague —dijo Gereint—, pero nada deseo tanto como ir y que me conduzcan hasta allí.
—Si lo prefieres así, lo haré con gusto.
—Sí, en verdad —respondió.
Comieron y tuvieron un servicio completo, abundancia de presentes y cantidad de bebidas. Terminada la comida, se levantaron. Gereint pidió su caballo y sus armas y se vistió y equipó a su caballo. Todas las huestes acudieron a los límites del cercado[311].
El seto era tan alto que se elevaba hasta el cielo. Se veían estacas por todos lados y en cada una de ellas había clavada una cabeza de hombre[312], a excepción tan sólo de dos.
—¿Acompañará alguien al caballero o irá solo? —dijo entonces el Pequeño Rey.
—Nadie le acompañará —replicó Owein.
—¿Por qué lado se entra? —preguntó Gereint.
—No sé —dijo Owein—. Ve por el lado que mejor te parezca.
Y sin miedo ni vacilación se introdujo en la nube. Al salir de ella vio un gran vergel, con un espacio libre en el centro, donde vio un pabellón de brocado con la cúspide roja. La puerta estaba abierta. Frente a la puerta había un manzano y un gran cuerno de llamada estaba colgado de una rama del árbol. Gereint puso pie en tierra y entró, allí estaba una doncella sentada en una silla de oro. Frente a ella había otra silla vacía. Gereint se sentó.
—Señor —dijo la joven—, no te aconsejo que te sientes aquí.
—¿Por qué? —preguntó.
—Aquél a quien pertenece no ha permitido que nunca nadie se siente en ella.
—Nada me importa que le parezca mal.
En aquel momento oyeron un gran ruido cerca de la puerta. Gereint fue a ver qué ocurría y vio a un caballero[313] montado sobre un caballo de guerra de fuertes huesos, amplios ollares, brioso y fiero; una cota de armas dividida en dos partes le cubría a él y a su caballo y debajo llevaba todas las armas.
—Dime, señor, ¿quién te ha pedido que te sientes ahí? —preguntó a Gereint.
—Yo mismo —replicó.
—Has obrado mal al causarme semejante vergüenza y afrenta. Levántate de ahí para darme satisfacción por tu falta de cortesía.
Gereint se levantó y en seguida combatieron. Quebraron un haz de lanzas, luego un segundo y después un tercero. Se daban uno a otro golpes duros, rápidos y violentos. Al final, Gereint se irritó, lanzó su caballo a todo galope, arremetió contra él y le golpeó justo en medio del escudo de tal modo que lo partió y la punta de la lanza penetró en sus armas. Todas las cinchas se rompieron y cayó al suelo cabeza abajo, por encima de las grupas de su caballo, cuan largas eran la lanza y el brazo de Gereint. Rápidamente desenvainó su espada y se dispuso a cortarle la cabeza.
—Merced, señor —le dijo—, y tendrás todo lo que quieras.
—Sólo quiero una cosa —respondió—. Que jamás vuelva a haber aquí juegos, ni cercos de nubes, ni encantamientos.
—Te lo concedo con mucho gusto, señor.
—Haz desaparecer la nube —le dijo Gereint.
—Toca el cuerno, y en cuanto suene la nube desaparecerá para siempre, pues no debía desaparecer antes de que un caballero me hubiera derribado.
Inquieta y triste estaba Enid en el lugar donde se había quedado pensando en Gereint. Gereint tocó el cuerno y al primer sonido la nube desapareció. Se reunieron todas las huestes y todo el mundo hizo la paz.
Aquella noche el conde invitó a Gereint y al Pequeño Rey. Al día siguiente por la mañana se separaron. Gereint se dirigió a sus dominios y a partir de entonces los gobernó de forma próspera[314]. Desde entonces su valentía y proezas no dejaron de proporcionarle gloria, al igual que a Enid.