Manawyddan, Hijo De Llyr

Cuando los siete hombres de los que hemos hablado más arriba hubieron enterrado en Gwynvryn (Colina Blanca), en Llundein, la cabeza de Bendigeit Vran con el rostro vuelto hacia Francia, Manawyddan dirigió su mirada a la ciudad de Llundein y lanzó un gran suspiro y se apoderó de él un gran dolor y una gran nostalgia.

—¡Dios Todopoderoso, la desgracia caiga sobre mí! —exclamó—. No hay persona que no tenga esta noche un refugio, salvo yo.

—Señor —dijo Pryderi—, no te dejes abatir así. Tu primo hermano es rey de la isla de Fuertes y a pesar de que haya obrado mal contigo, tú jamás le has reclamado ni tierra ni posesión. Eres uno de los Tres Príncipes Sin Codicia[120].

—Aunque ese hombre sea mi primo —respondió Manawyddan—, me entristecerá siempre ver a quien sea en el lugar de mi hermano Bendigeit Vran, y jamás podré ser feliz en la misma casa que él.

—¿Quieres seguir un consejo? —le dijo Pryderi.

—Tengo gran necesidad de ello; ¿cuál es tu consejo?

—Me han dejado en herencia los siete cantrevs de Dyvet y mi madre, Rhiannon, se encuentra allí. Te la daré, y con ella la autoridad de los siete cantrevs, y aunque no poseas más que esos siete cantrevs, no hay en el mundo siete cantrevs mejores que ésos. Mi mujer es Kicva, la hija de Gwynn Gohoyw, y aunque los dominios son míos de nombre, tú y Rhiannon seréis los usufructuarios. Si alguna vez deseas dominios en propiedad, también podrán ser tuyos.

—No, señor, jamás; Dios te recompense tu amistad.

—Si tú quieres, tendrás toda la amistad de la que soy capaz.

—Acepto, amigo, Dios te lo recompense. Voy a ir contigo a ver a Rhiannon y tus dominios.

—Tienes razón; no creo que jamás hayas oído conversar a ninguna mujer mejor que ella. Cuando estaba en la flor de la juventud, no había ninguna más hermosa y aún ahora no te disgustará su rostro.

Partieron en seguida, y cualquiera que fuera la duración de su viaje llegaron a Dyvet. Encontraron un festín preparado en su honor al llegar a Arberth; Rhiannon y Kicva lo habían dispuesto todo. Se sentaron todos juntos a la mesa y Manawyddan y Rhiannon hablaron. Aquella conversación le inspiró tiernos sentimientos hacia ella y fue feliz al pensar que jamás había visto a mujer más bella ni más completa.

—Pryderi —dijo—, obraré según tus palabras.

—¿Qué palabras? —preguntó Rhiannon.

—Princesa —respondió Pryderi—, te he dado como mujer a Manawyddan, hijo de Llyr.

—Obedeceré con placer —dijo Rhiannon.

—Y yo también —dijo Manawyddan.

—Dios recompense al que me testimonia una amistad tan sólida.

Antes de que finalizara el banquete, él se acostó con ella.

—Continuad vosotros la fiesta —dijo Pryderi—. Yo voy a prestar homenaje a Kasswallawn, hijo de Beli, en Lloegyr[121].

—Señor —respondió Rhiannon, Kasswallawn está en Kent. Puedes continuar con la fiesta y esperar que esté más cerca.

—Le esperaremos —dijo él.

Acabaron el banquete y comenzaron a recorrer Dyvet, a cazar y a distraerse. Viajando por la región, comprobaron que jamás habían visto país más habitado, tierra con mejor caza ni país con mayor abundancia de miel y pescado. La amistad entre los cuatro creció tanto que no había día ni noche que pudieran estar los unos sin los otros.

Mientras tanto, Pryderi fue a prestar homenaje a Kasswallawn en Ryt-ychen (Oxford). Recibió una excelente acogida y se le reconoció su homenaje.

Cuando estuvo de regreso, Manawyddan y él volvieron a los festines y al reposo. El festín comenzó en Arberth; era la corte principal y toda ceremonia comenzaba siempre allí. Aquella noche, después de la primera comida y mientras los sirvientes estaban comiendo, salieron los cuatro y se dirigieron con su séquito a Gorsedd Arberth. Cuando estaban sentados, se oyó un gran trueno, seguido de una nube tan espesa de forma que no se podían ver unos a otros. La nube se disipó y todo se aclaró alrededor de ellos. Cuando miraron el campo donde antes se veían rebaños, ganados y casas, todo había desaparecido: casas, ganado, humo, hombres, viviendas; no quedaban más que las casas de la corte, vacías, desoladas, sin una criatura humana, sin un animal. Incluso sus compañeros habían desaparecido sin dejar rastro, sólo quedaban ellos cuatro[122].

—¡Oh! ¡Señor Dios! —exclamó Manawyddan—. ¿Dónde está la hueste de la corte? ¿Dónde están nuestros compañeros? Vayamos a ver.

Se dirigieron a la sala: no había nadie. Entraron en los dormitorios, pero tampoco allí encontraron a nadie. En la cava del aguamiel y en la cocina todo estaba desierto.

Los cuatro continuaron el festín, cazaron y se distrajeron. Cada uno de ellos recorrió el país y los dominios para ver si encontraban casas y lugares habitados, pero no vieron nada más que animales salvajes. Acabado el festín y agotadas las provisiones, comenzaron a alimentarse de caza, pescado y miel salvaje. Y de este modo pasaron alegremente un primer año, y un segundo. Pero al final se hastiaron.

—En verdad, no podemos vivir así —dijo Manawyddan—. Vamos a Lloegyr y busquemos un oficio que nos permita vivir.

Se dirigieron a Lloegyr y se detuvieron en Henffordd (Hereford). Se ofrecieron como guarnicioneros. Manawyddan empezó a hacer arzones y a colorearlos como se lo había visto hacer a Llagar Llaesgygwyd con azul esmaltado, y como él fabricó esmalte azul. Por esa razón se llama calch lasar, porque Llasar Llaesgygwyd lo hizo y en todo Henffordd nadie compraba a ningún guarnicionero ni arzón ni silla[123], en tanto la encontrara hecha por Manawyddan. Los guarnicioneros se dieron cuenta de que sus ganancias disminuían mucho, pues sólo les compraban cuando no se podían aprovisionar en casa de Manawyddan. Se reunieron todos y convinieron matar a Manawyddan y a su compañero. Pero éstos fueron advertidos y pensaron abandonar la ciudad.

—Por mí y por Dios —dijo Pryderi—, mi consejo no es partir, sino matar a esos villanos.

—No —respondió Manawyddan—, si combatimos con ellos, nos crearemos mala reputación y nos encerrarían. Haremos mejor marchando a otra ciudad a buscar nuestra subsistencia.

Entonces los cuatro se dirigieron a otra ciudad.

—¿Qué oficio tendremos? —dijo Pryderi.

—Haremos escudos —respondió Manawyddan.

—¿Pero sabemos algo de eso? —le preguntó Pryderi.

—De todos modos, lo intentaremos —contestó Manawyddan.

Se pusieron a fabricar escudos; los hicieron según el modelo de los mejores que habían visto y les aplicaron el mismo color que habían aplicado a las sillas. Aquel trabajo les resultó tan próspero que nadie compraba un escudo en toda la ciudad más que cuando no habían encontrado en su casa. Trabajaban de prisa, hicieron una cantidad de escudos enorme; y continuaron así hasta que sus conciudadanos se cansaron y se pusieron de acuerdo para matarlos. Pero fueron advertidos y se enteraron de que aquella gente había decidido su muerte.

—Pryderi —dijo Manawyddan—, estos hombres quieren matarnos.

—No soportemos semejante cosa de estos villanos —respondió—; marchemos contra ellos y matémoslos.

—De ningún modo —respondió—, Kaswallawn y sus hombres se enterarían y estaríamos perdidos. Iremos a otra ciudad.

Llegaron a otra ciudad.

—¿A qué oficio nos dedicaremos ahora? —dijo Manawyddan.

—Al que quieras de todos los que sabemos —respondió Pryderi.

—De ningún modo; seremos zapateros. Los zapateros jamás tendrán suficiente valor para intentar matarnos o crearnos obstáculos.

—Pero yo no sé nada de eso —dijo Pryderi.

—Yo lo conozco, y te enseñaré a coser —le respondió—. No nos ocuparemos de preparar el cuero, lo compraremos todo preparado y con él trabajaremos.

Y entonces compró el mejor y más fino cordobán[124] que encontró en la ciudad, y no compró otro tipo de cuero más que para las suelas. Se asoció con el mejor orfebre de la ciudad y le hizo hacer hebillas para los zapatos, dorar las hebillas y le observó mientras lo hacía, hasta que él mismo aprendió, y por esta razón le llamaron uno de los Tres Zapateros Orfebres[125]. Mientras se encontrara en su casa zapato o bota, no se compraba a ningún otro zapatero en toda la ciudad. Los zapateros se dieron cuenta de que ya no ganaban nada. A medida que Manawyddan daba forma, Pryderi cosía. Los zapateros se reunieron y tuvieron consejo; y en su consejo decidieron matarlos.

—Pryderi —dijo Manawyddan—, estas gentes quieren matarnos.

—¿Por qué soportar semejante cosa de estos villanos? —dijo Pryderi—. Matémoslos a todos.

—De ningún modo —dijo Manawyddan—, no combatiremos con ellos y no nos quedaremos por más tiempo en Lloegyr. Nos dirigiremos a Dyvet e iremos a examinar el país.

Fuese cual fuese la duración de su viaje, llegaron a Dyvet y se dirigieron a Arberth. Encendieron el fuego y se alimentaron de la caza; así pasaron un mes. Reunieron a todos sus perros y cazaron, y así vivieron durante un año.

Una mañana, Pryderi y Manawyddan se levantaron para ir de caza; prepararon sus perros y salieron de la corte. Algunos de sus perros corrieron delante y llegaron a un pequeño matorral que se encontraba muy cerca. Pero apenas llegaron al matorral, retrocedieron apresuradamente, con el pelo erizado, y regresaron junto a sus amos.

—Acerquémonos al matorral —dijo Pryderi—, para ver lo que hay.

Se dirigieron hacia allí, pero cuando estuvieron cerca, un jabalí de un blanco resplandeciente se levantó repentinamente del matorral. Los perros, azuzados por los hombres, se lanzaron sobre él. Entonces abandonó el matorral y retrocedió a una cierta distancia de los hombres. Y hasta que los hombres se fueron acercando, estuvo acorralado por los perros sin retroceder ante ellos. Pero cuando los hombres lo cercaron un poco más, retrocedió por segunda vez y escapó. Persiguieron al jabalí hasta la vista de un castillo muy elevado, que parecía construido recientemente, en un lugar donde jamás habían visto ni piedra ni construcción alguna, y el jabalí se dirigió rápidamente hacia el castillo y los perros en su persecución. Cuando el jabalí y los perros hubieron desaparecido en el interior, se maravillaron al ver un castillo allí donde jamás habían visto rastro de construcción. Desde lo alto de la colina miraron y prestaron oídos a los perros, pero por más que esperaron no oyeron ni vieron a un solo perro.

—Señor —dijo Pryderi—, voy al castillo para ver qué ocurre con los perros.

—No es una buena idea ir a un castillo que jamás has visto —respondió Manawyddan—. Si quieres oír mi consejo, no irás. El mismo que encantó el país ha hecho aparecer este castillo en este lugar.

—Con toda seguridad no abandonaré a mis perros —dijo Pryderi.

A pesar de todos los consejos de Manawyddan, se dirigió al castillo. Cuando llegó al castillo no vio a ningún hombre, animal, ni jabalí, ni perros, ni casa, ni lugar habitado. En el centro de aquel lugar vio una fuente rodeada de mármol y en el borde de la fuente un recipiente de oro, sobre una losa de mármol, y el recipiente estaba sujeto por cuatro cadenas que ascendían hasta el cielo y cuyos extremos no se alcanzaban a ver. Se sintió completamente transportado por el resplandor del oro y la excelencia del trabajo de orfebrería del recipiente. Se acercó y lo tocó. En aquel mismo momento, sus dos manos se pegaron al recipiente y sus dos pies a la losa de mármol y perdió la voz y se encontró en la imposibilidad de pronunciar palabra y permaneció en esta situación[126].

Manawyddan le esperó hasta que terminó el día y al anochecer, cuando se convenció de` que nada iba a saber de Pryderi ni de sus perros, regresó a la corte. Cuando entró, Rhiannon le miró:

—¿Dónde está tu compañero? —le dijo—. ¿Dónde están los perros?

—Ésta es la aventura que me ha ocurrido —respondió. Y se lo contó todo.

—Verdaderamente —dijo Rhiannon—, has sido muy mal compañero, pero has perdido a un buen compañero.

Diciendo estas palabras salió y se dirigió hacia el lugar donde le había dicho que se encontraban Pryderi y el castillo. Vio la puerta del castillo y entró. Al entrar, vio a Pryderi con las manos pegadas en el recipiente. Fue hacia él y exclamó:

—¡Oh! Señor, ¿qué haces aquí?

Y puso sus manos en el recipiente, y en cuanto las puso, sus manos se pegaron al recipiente y sus pies a la losa y le fue imposible proferir fina palabra. Y con esto, tan pronto como anocheció, se oyó un fuerte trueno, seguido de una espesa nube, y el castillo desapareció y ellos con él.

Cuando Kicva, hija de Gwynn Gohoyw, la mujer de Pryderi, vio que en la corte no quedaba nadie más que Manawyddan y ella, se lamentó mucho y la muerte le pareció preferible a la vida. Al ver aquello, Manawyddan le dijo:

—Con toda seguridad estás en un error si te lamentas por miedo hacia mí; pongo a Dios por testigo que seré para ti el compañero mejor que jamás hayas tenido, tanto que a Dios complacerá prolongar tu situación. Por mí y por Dios, aunque estuviera en la flor de la juventud, guardaré fidelidad a Pryderi. También te la guardaré a ti. No tengas el menor temor. Tendrás de mí la amistad que quieras, en tanto que yo pueda y en tanto plazca a Dios dejarnos en esta miseria y calamidad.

—Dios te recompense —respondió ella—, es lo que suponía.

La joven se alegró y animó mucho por ello.

—Verdaderamente —dijo Manawyddan—, no es el momento de quedarnos aquí. Hemos perdido nuestros perros y nos es imposible ganar nuestra subsistencia. Vamos a Lloegyr, será más fácil vivir allí que aquí.

—Con mucho gusto, señor —respondió ella—, vayamos allá.

Partieron juntos a Lloegyr.

—¿Qué oficio tendrás, señor? —dijo ella—. Escoge uno apropiado.

—Seré zapatero, como fui antes —respondió él.

—Señor, no es un oficio apropiado para un hombre tan hábil y de tan alta condición como tú.

—Sin embargo, a ése me dedicaré.

Empezó su oficio y para su trabajo se sirvió del mejor cordobán que encontró en la ciudad. Luego, como habían hecho antes en otra ciudad, abrochó los zapatos con hebillas doradas de tal modo que el trabajo de todos los zapateros de la ciudad era en vano comparado con el suyo. A nadie más compraban, si en su casa encontraban calzados o botas. Al cabo de un año, los zapateros estaban llenos de envidias y malas intenciones contra él; pero fue advertido e informado de que los zapateros se habían puesto de acuerdo para matarle:

—Señor —dijo Kicva—, ¿por qué soportar semejante cosa de estos villanos?

—Dejémoslos y regresemos a Dyvet —respondió Manawyddan.

Se dirigieron a Dyvet. Al marchar, Manawyddan se llevó consigo un haz de trigo. Llegó a Arberth y allí se instaló. Y nada le complacía más que ver Arberth y los lugares donde había ido a cazar en compañía de Pryderi y Rhiannon. Se acostumbró a coger el pescado y las bestias salvajes en su guarida. A continuación se puso a trabajar, sembró un cercado, luego un segundo, después un tercero. Pronto vio brotar el mejor trigo del mundo y crecer en los tres cercados del mismo modo: era imposible ver trigo más bello. Pasaron las estaciones del año y llegó la época de la recolección. Fue a ver uno de sus cercados: estaba maduro. «Mañana segaré éste», dijo. Regresó a pasar la noche en Arberth y al despuntar el alba partió para recolectar su cercado. Al llegar, no encontró más que paja desnuda; todo había sido arrancado a partir de donde el tallo se convierte en espiga; la espiga estaba completamente vacía y sólo quedaba la caña. Se sorprendió mucho y fue a ver otro cercado: aquél también estaba maduro.

—Mañana vendré a segar éste —dijo.

Y a la mañana siguiente volvió con la intención de hacer allí la siega: al llegar, no encontró más que el cáñamo desnudo.

—Señor Dios —exclamó—, ¿quién ha decidido consumar así mi ruina? Y sé quién es: es el que empezó mi ruina quien ahora la termina, y quien arruinó todo el país.

Fue a ver el tercer cercado; era imposible ver trigo más hermoso y aquél estaba maduro.

—Que caiga la vergüenza sobre mí —dijo— si no velo esta noche. El que se ha llevado el otro trigo vendrá a buscar también éste; así sabré quién es.

Tomó sus armas y se puso a vigilar el cercado. Advirtió a Kicva.

—¿Qué piensas hacer? —dijo ella.

—Vigilar el cercado esta noche —respondió.

Y allí se fue. Y cuando estaba allí, hacia medianoche oyó el mayor ruido del mundo. Miró: era la tropa de ratones mayor del mundo y era imposible contarlos ni calcular el número. Antes de que pudiera darse cuenta, éstos se precipitaron en el cercado; cada uno trepó a lo largo de un tallo, lo inclinó, partió la espiga y se la llevó, dejando el cáñamo desnudo. No veía ni un solo tallo que no fuera atacado por un ratón y del que ellos no se llevasen la espiga consigo.

Arrastrado por el furor y el despecho, se precipitó en medio de los ratones, pero no conseguía alcanzar a ninguno, como si se tratara de moscas o pájaros en el aire. Divisó a uno de aspecto macizo, por lo que le creyó incapaz de moverse con agilidad. Empezó a perseguirlo, lo cogió, lo metió en su guante, lo ató con una cuerda y se dirigió con el guante a la corte.

Entró en la sala donde se encontraba Kicva, encendió el fuego y colgó el guante por la cuerda en un clavo.

—¿Qué hay ahí, señor? —preguntó Kicva.

—Un ladrón al que he sorprendido robándome —respondió.

—¿Qué tipo de ladrón podrías meter en tu guante, señor?

—Ésta es toda la historia —respondió.

Y le contó cómo le habían estropeado y arruinado sus cercados y cómo los ratones habían invadido el último ante sus propios ojos.

—Y uno de ellos era muy macizo —añadió—. Ése fue el que atrapé en el guante. Lo colgaré mañana y pongo a Dios por testigo que los colgaría a todos si los tuviera.

—Señor, lo comprendo. Pero es impropio ver a un hombre de tu rango y dignidad colgando un vil animal como éste. Y si obraras como es debido, te olvidarías de ese animal y le dejarías ir.

—Que la vergüenza cayera sobre mí, si no los colgara a todos si los hubiera atrapado. No voy a dejar de colgar al único que he atrapado.

—Señor, ninguna razón tenía para acudir en ayuda de este animal; solamente quería evitarte una acción indigna de ti. Pero haz tu voluntad, señor.

—Si conociera la menor razón del mundo por la que quisieras ayudarle, señora, seguiría tu consejo —contestó Manawyddan—, pero como no la conozco estoy decidido a matarlo.

—Hazlo así entonces —dijo ella.

Entonces se dirigió a Gorsedd Arberth con el ratón y plantó dos horcas en el lugar más elevado del monte. Cuando lo estaba haciendo, vio venir hacia él a un clérigo vestido con viejos y pobres hábitos. Desde hacía siete años Manawyddan no había visto ni a hombre ni a bestia, a excepción de las tres personas con las que había vivido, hasta el momento en que dos de ellas desaparecieron.

—Buenos días, señor —dijo el clérigo.

—Dios te dé bien, seas bienvenido —respondió—. ¿De dónde vienes, clérigo?

—Vengo de Lloegyr, donde era cantor. ¿Por qué me lo preguntas?

—Porque desde hace siete años no he visto más que a tres personas y ahora a ti.

—Pues bien, señor, me dirijo ahora por esta región a mi propio país. ¿En qué estás ocupado, señor?

—En colgar a un ladrón al que cogí robándome.

—¿Qué tipo de ladrón, señor? Veo en tu mano un animal que parece un ratón y no es propio de un hombre de tu rango tocar semejante animal; suéltalo.

—De ninguna manera lo soltaré, por mí y por Dios. Lo he sorprendido robándome y le aplicaré la ley de los ladrones: la horca.

—Señor, antes de ver a un hombre de tu rango realizar semejante tarea te daré una libra que he recibido como limosna; suelta al animal.

—Ni lo soltaré, ni lo venderé.

—Como quieras, señor, si no resultara impropio ver a un hombre de tu rango tocar a semejante animal, nada me habría importado.

Y el clérigo se alejó.

En el momento en que colocaba la viga sobre las horcas, vio acercarse a un sacerdote montado sobre un caballo enjaezado.

—Buenos días, señor —dijo el sacerdote.

—Dios te dé bien —respondió Manawyddan—. Dame tu bendición.

—Dios te bendiga. ¿Y qué haces aquí, señor?

—Cuelgo a un ladrón que he cogido robándome.

—¿Qué tipo de ladrón es, señor?

—Una criatura con forma de ratón. Me ha robado y le daré la muerte de los ladrones.

—Señor, antes de verte tocar a semejante animal, te lo compro; suéltalo.

—Pongo a Dios por testigo que no lo venderé ni lo soltaré.

—Justo es reconocer, señor, que carece de valor. Antes de ver cómo te deshonras con esa bestia te daré tres libras; suéltalo.

—Por mí y por Dios —dijo Manawyddan—, no pienso hacer con él otra cosa que lo que debo: colgarlo.

—Está bien, señor, haz lo que quieras.

El sacerdote se marchó.

Entonces Manawyddan hizo un nudo corredizo alrededor del cuello del ratón. Cuando se disponía a tirarlo hacia arriba vio la comitiva de obispo con sus bagajes y su séquito y al propio obispo que se acercaba hacia él. Paró su trabajo:

—Señor, ¿qué haces aquí? —le preguntó el obispo.

—Cuelgo a un ladrón que he cogido robándome —respondió Manawyddan.

—¿No es un ratón lo que veo en tu mano?

—Sí, y me ha robado.

—Puesto que llego en el momento en que va a morir, te lo compro; te daré por él siete libras. No quiero ver a un hombre de tu rango destruir a un animal tan insignificante como éste: suéltalo y quédate con el dinero.

—No lo soltaré, por mí y por Dios.

—Puesto que no lo quieres soltar a este precio, te ofrezco veinticuatro libras de plata contante.

—No lo soltaré ni por el doble, pongo a Dios por testigo.

—Ya que no lo quieres soltar a este precio, te ofrezco todos los caballos que hay en este campo, las siete cargas y los siete caballos que las llevan.

—Nada de todo eso quiero.

—Ya que no lo quieres, pon tú mismo el precio.

—Quiero la libertad de Rhiannon y Pryderi.

—La tendrás.

—Eso no es suficiente.

—¿Qué quieres entonces?

—Que hagas desaparecer el hechizo y el encantamiento de los siete cantrevs de Dyvet.

—Te lo concedo. Suelta al ratón.

—No lo soltaré antes de saber quién es.

—Es mi mujer; y si no lo fuera, no intentaría que lo soltaras.

—¿Por qué ha venido a mí?

—Para hacer pillaje. Soy Llwyd, hijo de Kilcoet, y fui yo quien echó el encantamiento sobre los siete cantrevs de Dyvet y lo hice por amistad a Gwawl, hijo de Clut, para castigar a Pryderi por el juego del Tejón en el saco que Pwyll, señor de Annwyn, hizo sufrir a Gwawl en la corte de Eveidd Hen por un mal consejo[127]. Habiéndose enterado que tú habías venido a vivir al país, las gentes de mi casa acudieron a mí y me pidieron que los transformara en ratones para destruir tu trigo. La primera noche sólo fueron las gentes de mi casa; la segunda noche también y destruyeron los dos cercados. La tercera noche, mi mujer y las damas de la corte me rogaron que también las transformara a ellas y así lo hice. Ella estaba encinta; de lo contrario, no habrías podido alcanzarla. Pero puesto que ha ocurrido así y está en tu poder, te devolveré a Pryderi y Rhiannon y libraré a Dyvet del hechizo y del encantamiento. Ya te he dicho quién es, suéltala ahora.

—No lo haré en modo alguno.

—¿Qué quieres entonces?

—Esto es lo que quiero: que jamás haya encantamiento en los siete cantrevs de Dyvet y que nadie pueda hechizarlos.

—Te lo concedo. ¡Suéltale ahora!

—A fe mía que no lo haré.

—¿Qué más quieres?

—Que jamás nadie se tome venganza de esto con Pryderi, Rhiannon o conmigo.

—Tendrás todo lo que quieras y realmente has demostrado mucho ingenio. Si no lo hubieras indicado así todas las desgracias habrían caído sobre ti.

—Sí, he hecho la petición para guardarme de ello.

—Libera a mi mujer en mi presencia.

—No la liberaré antes de haber visto a Pryderi y a Rhiannon aquí conmigo.

—Míralos, aquí vienen.

En ese momento aparecieron Pryderi y Rhiannon. Manawyddan fue a su encuentro, los saludó y se sentaron juntos.

—Señor —dijo el obispo—, libera ahora a mi mujer; ¿no se te ha concedido todo lo que has indicado?

—La liberaré con mucho gusto.

Y la puso en libertad. El obispo la tocó con su vara mágica y se convirtió en la joven más bella que jamás hubieran visto.

—Mira el país a tu alrededor y verás las casas y viviendas en tan buen estado como antes —dijo el obispo.

Se levantó y miró. Vio que todo el país estaba habitado, con todos sus ganados y sus casas.

—¿Qué servicio realizaban Pryderi y Rhiannon? —preguntó Manawyddan.

—Pryderi llevaba alrededor del cuello los martillos de la puerta de mi casa y Rhiannon llevaba alrededor del cuello las colleras de los asnos después de que habían llevado el heno. Éste ha sido su cautiverio.

Debido a este cautiverio, esta historia fue llamada Mabinogi de Mynnweir y de Mynnord[128].

Así termina esta rama de los Mabinogi.