La Dama De La Fuente
El emperador Arturo se encontraba en Kaer Llion, junto al Wysc[263]. Un día estaba sentado en su habitación en compañía de Owein, hijo de Uryen[264]; de Kynon[265], hijo de Klydno, y de Kei [266] hijo de Kynyr, y Gwenhwyvar[267], y sus doncellas cosían junto a la ventana. Se decía que había un portero en la corte de Arturo, pero en realidad no había ninguno: Glewlwyt Gavaelvawr[268] (Garra Poderosa) cumplía esta función: recibía a los huéspedes y a las gentes que venían de lejos, les rendía los primeros honores, les hacía conocer las maneras y los usos de la corte; indicaba la sala y la cámara a los que tenían derecho a entrar en ellas y la habitación a los que tenían derecho de alojamiento. En medio de la cámara estaba sentado el emperador Arturo sobre un asiento de juncos verdes y un cobertor de brocado amarillo rojo, y su codo descansaba sobre un cojín con funda de brocado rojo.
—Señores —dijo Arturo—, si no os burláis de mí, dormiré con mucho gusto mientras espero mi comida. Vosotros podéis hablar, beber aguamiel y comer rodajas de carne que os dará Kei.
Y el emperador se durmió.
Kynon, hijo de Klydno, pidió a Kei lo que el emperador les había prometido.
—Pero primero quiero el relato que me ha sido prometido —dijo Kei.
—Señor —dijo Kynon—, lo mejor que puedes hacer es cumplir la promesa de Arturo, después te contaremos el mejor relato que sepamos.
Kei se fue a la cocina y a la bodega y volvió con cantarillos de aguamiel, un cubilete de oro y el puño lleno de asadores con rodajas de carne. Cogieron las rodajas y se pusieron a beber aguamiel.
—Ahora —dijo Kei— me pagaréis contándome el relato.
—Kynon —dijo Owein—, paga a Kei con tu relato.
—En verdad —dijo Kynon—, tú eres hombre más viejo que yo, mejor relator de cuentos y has visto cosas más extraordinarias: paga a Kei con tu relato.
—Empieza tú con las cosas más maravillosas que conozcas —dijo Owein.
—Empezaré —dijo Kynon.
»Era hijo único de padre y madre y era fogoso, y grande era mi presunción. No creía que existiera en el mundo nadie que pudiera superarme en ninguna proeza. Después de llevar a cabo todas las que se me presentaron en mi país, hice mis preparativos y me puse en marcha hacia los confines del mundo y a las tierras salvajes. Al final llegué al valle más hermoso del mundo, cubierto de árboles de igual tamaño, atravesado en toda su longitud por un río de aguas rápidas. Un camino costeaba el río y lo seguí hasta el mediodía y continué por el otro lado hasta la hora de nonas. Llegué entonces a una vasta llanura, en cuyo extremo había un resplandeciente castillo fortificado, bañado por las olas. Me dirigí hacia el castillo y allí vi a dos jóvenes con los cabellos rubios rizados y una diadema de oro en la cabeza; vestían una túnica de brocado amarillo y calzaban zapatos de cordobán nuevo con dos hebillas de oro; en la mano llevaban un arco de marfil cuyas cuerdas eran de nervios de ciervo, y las flechas y las lanzas de hueso de cetáceos, con plumas de pavo real y las puntas de las lanzas eran de oro. Las hojas de sus cuchillos eran de oro y el mango de hueso de cetáceo. Estaban lanzando sus cuchillos. A poca distancia de ellos vi a un hombre con los cabellos rubios rizados y barba recién afeitada. Iba vestido con una túnica y una capa de brocado amarillo; un ribete de hilo de oro bordeaba su capa. Calzaba altos zapatos de cordobán moteado, cerrados con dos hebillas de oro. En cuanto lo vi, me acerqué a él con la intención de saludarle, pero era un hombre tan cortés que su saludo precedió al mío. Me acompañó al castillo.
»No había allí otros habitantes que los que se encontraban en la sala. Veinticuatro doncellas cosían la seda junto a la ventana y te diré, Kei, que no creo equivocarme al afirmar que la más fea de entre ellas era más bella que la joven más bella que hayas visto en la isla de Bretaña; la menos bella era más encantadora que Gwenhwyvar, la mujer de Arturo, cuando está más hermosa, el día de Navidad o el día de Pascuas para la misa. Se levantaron a mi llegada y seis de ellas cogieron a mi caballo y me quitaron las botas; otras seis cogieron mis armas y las lavaron en un estanque de tal modo que no se podía ver nada más blanco, un tercer grupo de seis doncellas puso los manteles sobre las mesas y preparó la comida. El cuarto grupo de seis doncellas me quitó mis ropas de viaje y me dio otras: camisa, calzas, túnica, cota de armas y capa de brocado amarillo con anchos galones. Extendieron debajo de nosotros y a nuestro alrededor numerosos cojines con fundas de fina tela roja. Nos sentamos. Las seis que se habían encargado de mi caballo, le quitaron todos sus aparejos y lo hicieron tan bien como el mejor escudero de la isla de Bretaña. En seguida nos trajeron cuencos de plata para lavarnos y servilletas de tela fina, unas verdes y otras blancas; y así nos lavamos. El hombre del que he hablado antes, se sentó a la mesa y yo me senté a su lado y todas las doncellas junto a mí, a excepción de las que servían. La mesa era de plata y los manteles de tela fina; en cuanto a los vasos que había en la mesa, no había uno que no fuera de oro, de plata o de cuerno de buey salvaje. Nos trajeron nuestra comida y puedes estar seguro, Kei, que no había bebidas ni manjares por mí conocidos que no fueran allí servidos, con la diferencia de que tales manjares y bebidas estaban mucho mejor preparados que en cualquier otro lugar.
»Llegamos a la mitad de la comida, sin que el hombre o las doncellas me hubieran dicho palabra. Cuando a mi huésped le pareció que estaba más dispuesto a hablar que a comer, me preguntó quién era. Le dije que me alegraba de encontrar a alguien con quien conversar y que el único defecto que veía en su corte era la falta de conversación.
—Séñor —dijo—, habríamos hablado contigo si no hubiéramos temido molestarte en tu comida. Ahora conversaremos contigo.
»Le hice saber quién era y cuál era el objetivo de mi viaje: quería encontrar a alguien que pudiera vencerme o yo vencer a todos. Me miró, sonrió y me dijo:
—Si no creyera que iban a ocurrirte demasiados males te indicaría lo que buscas.
»Concebí gran pena y gran dolor. Lo reconoció en mi rostro y me dijo:
—Puesto que prefieres que te aconseje algo malo en lugar de algo bueno, lo haré: duerme aquí esta noche. Levántate mañana temprano, sigue el camino por el que viniste a través del valle hasta que llegues al bosque. A cierta distancia del bosque encontrarás un atajo a la derecha. Síguelo hasta un claro; en el centro se eleva una colina, en lo alto de la cual verás a un gran hombre negro, tan grande al menos como dos hombres de este mundo; tiene un solo pie y un solo ojo en medio de la frente; en la mano lleva una maza de hierro y puedes estar seguro que esa maza pesa más que dos hombres juntos. No es un hombre temible, sino tan sólo de horrible aspecto. Es el guarda del bosque y verás a mil animales salvajes a su alrededor. Pregúntale por el camino que conduce fuera del claro. Se mostrará huraño contigo, pero te indicará un camino que te permitirá encontrar lo que buscas.
»Aquella noche me pareció larga. Al día siguiente por la mañana, me levanté, me vestí, monté a caballo y atravesé el valle y el bosque; seguí el atajo hasta el claro. Al llegar allí, me pareció ver al menos tres veces mayor cantidad de animales salvajes de los que me había dicho mi huésped. El Hombre Negro[269] estaba sentado en la cima de la colina y era mucho más grande de lo que me había dicho mi huésped. Puedes estar seguro, Kei, de que la maza de hierro que según él pesaba más que dos hombres, pesaba en realidad más que cuatro guerreros. El Hombre Negro la sostenía en la mano. Le saludé, pero sólo me respondió con descortesías. Le pregunté qué poder tenía sobre aquellos animales.
—Te lo mostraré, hombre pequeño —dijo.
»Y cogió su maza y descargó un buen golpe sobre un ciervo. Éste lanzó un gran bramido y de inmediato acudieron a su voz tantos animales como estrellas hay en el firmamento, de tal modo que me resultaba difícil seguir de pie en medio de todos ellos en aquel claro. Había allí serpientes, leones, víboras y toda especie de animales. Lanzó la mirada sobre ellos y les ordenó ir a pastar. Bajaron la cabeza y le testimoniaron la misma obediencia que humildes hombres demostrarían a su señor.
—¿Ves, hombre pequeño, el poder que tengo sobre estos animales? —me dijo entonces el Hombre Negro.
»Le pregunté por el camino. Se mostró rudo, pero no obstante me preguntó dónde quería ir. Le dije quién era y lo que quería. Entonces me lo mostró y me dijo:
—Coge el camino del final del claro y marcha en dirección de aquella colina rocosa. Cuando llegues a la cima, verás una llanura, una especie de gran valle regado. En el centro verás un gran árbol y sus ramas son más verdes que el más verde de los abetos. Bajo el árbol hay una fuente, y en el borde de la fuente una losa de mármol sobre la cual hay un recipiente de plata sujeto por una cadena de plata de modo que no se puede arrancar[270]. Coge el recipiente, llénalo de agua y échala sobre la losa. En seguida oirás un trueno y te parecerá que cielo y tierra tiemblan; después del trueno vendrá un aguacero muy frío y sólo con esfuerzo podrás soportarlo y salvar la vida: será un aguacero de granizo. Después del aguacero hará buen tiempo. No habrá en el árbol ni una sola hoja que el aguacero no se haya llevado; después de esto vendrá una bandada de pájaros que se posarán en el árbol; jamás habrás oído en tu país una música comparable a su canto. Y cuando más extasiado estés con su canto, oirás llegar hasta ti gemidos y quejas procedentes del valle y de inmediato se te aparecerá un caballero montado sobre un caballo negro, vestido de brocado negro; y con una lanza cuyo pendón es de tela fina negra. Te atacará con la mayor rapidez posible y si huyes ante él, te alcanzará; si le esperas, pasarás de ser caballero a ser hombre a pie. Si esta vez no encuentras sufrimiento, es inútil que lo busques mientras estés con vida.
»Seguí el camino hasta la cima de la colina, desde donde vi lo que me había anunciado el Hombre Negro. Fui hasta el árbol y debajo vi la fuente con la losa de mármol y el cuenco de plata atado a la cadena. Cogí el cuenco y lo llené de agua que derramé sobre la losa. Y en seguida el trueno, mucho más fuerte de lo que me había dicho el Hombre Negro, y después el ruido del aguacero. Estaba completamente convencido, Kei, de que ni hombre ni animal alguno escaparía con vida de aquel aguacero. Ni un solo granizo se detenía ante la piel o la carne, sino que penetraba hasta el hueso. Volví grupas a mi caballo contra el aguacero, coloqué la punta de mi escudo sobre la cabeza de mi caballo y sobre sus crines, puse la gualdrapa sobre mi cabeza y soporté así el aguacero. Eché una mirada al árbol y no había ni una hoja. Entonces el temporal se apaciguó y los pájaros se posaron en el árbol y empezaron a cantar; y estoy seguro, Kei, de jamás haber oído, ni antes ni después, canto tan maravilloso como aquél. Cuando más extasiado estaba en su canto, me llegaron las quejas procedentes del valle y una voz me dijo:
—Caballero, ¿qué querías de mí? ¿Qué mal te he hecho para que me hayas causado tantos daños a mí y a mis dominios en el día de hoy? ¿No sabes que el aguacero no ha dejado con vida en mis dominios a ningún hombre ni a ningún animal?
»Después de esto se presentó el caballero sobre un caballo negro, vestido de brocado negro, con un pendón de fina tela negra. Nos enfrentamos y el encuentro fue duro y pronto fui derribado. El caballero pasó el asta de su lanza a través de las riendas de mi caballo y se fue con los dos caballos, dejándome allí. Ni siquiera me hizo el honor de hacerme prisionero, ni tampoco me despojó.
«Regresé por el camino que ya había seguido antes. Encontré al Hombre Negro en el claro y te confieso, Kei, que fue un milagro que no me fundiera de vergüenza al oír las burlas del Hombre Negro. Aquella noche llegué al castillo donde había pasado la noche anterior. Allí se mostraron aún más corteses que la noche anterior, me prepararon buena comida y pude conversar a mi gusto con hombres y mujeres. Nadie hizo la menor alusión a mi expedición a la fuente. Yo tampoco dije ni palabra a nadie. Allí pasé la noche. Al levantarme al día siguiente por la mañana, encontré un palafrén castaño oscuro, con resplandecientes crines rojas, tan rojas como el kenrt[271], completamente equipado. Después de armarme, les di mi bendición y regresé a mi corte. Todavía conservo el caballo; está en el establo y por Dios y por mí, Kei, no lo daría ni por el mejor palafrén de la isla de Bretaña. Dios sabe que nadie ha confesado jamás por sí mismo una aventura más infeliz que ésta. Y, no obstante, me resulta extraño no haber oído hablar a nadie, ni antes ni después, de esta aventura, a excepción de lo que acabo de contar, y que nadie la conozca, aunque haya tenido lugar en los dominios del emperador Arturo».
—Señores —dijo Owein—, ¿no sería necesario ir a ese lugar?
—Por la mano de mi amigo —dijo Kei—. No es la primera vez que tu lengua propone lo que tu brazo no hará.
—En verdad —exclamó Gwenhwyvar—, más te valdría verte colgado que decir esas palabras tan ultrajantes con respecto a un hombre como Owein.
—Por la mano de mi amigo, señora, nunca has alabado más a Owein de lo que no lo haya hecho yo mismo —respondió[272].
En ese momento Arturo se despertó y preguntó si había dormido mucho tiempo.
—No poco, señor —dijo Owein.
—Es ya tiempo de sentarse a la mesa —dijo Arturo.
—Ya es tiempo, señor —dijo Owein.
El cuerno dio la señal para lavarse y el emperador, con toda su casa, se sentó para comer. Terminada la comida, Owein desapareció. Fue a sus estancias y preparó su caballo y sus armas.
Al día siguiente, en cuanto despuntó el alba, se armó, montó a caballo y marchó a los confines del mundo y a las montañas desoladas. Al final encontró el valle que le había indicado Kynon, de modo que no se podía dudar de que no fuera el mismo. Caminó por el valle siguiendo el río, luego pasó al otro lado y marchó hasta el claro y atravesó el claro hasta que vio el castillo. Se dirigió hacia el castillo, vio a los jóvenes lanzando sus cuchillos en el lugar donde los había visto Kynon, y al hombre rubio, el dueño del castillo, de pie junto a ellos. En el momento en que Owein fue a saludarle, el hombre rubio le dirigió su saludo y le acompañó hasta el castillo, y allí vio una cámara, y al entrar en la cámara a unas doncellas cosiendo brocado, sentadas en sillas de oro. Owein las encontró mucho más bellas y graciosas de lo que le había dicho Kynon. Se levantaron para servir a Owein como lo habían hecho por Kynon. La comida le pareció a Owein aún mejor que a Kynon. Mientras comían, el hombre rubio preguntó a Owein qué viaje hacía. Owein no le ocultó nada:
—Quisiera encontrarme con el caballero que guarda la fuente —dijo.
El hombre rubio sonrió, y a pesar de que sintiera mucho contar a Owein aquella aventura, tal como le había dolido contársela a Kynon, se la contó toda. Y se fueron a dormir.
Al día siguiente por la mañana, Owein encontró su caballo que había sido dispuesto por las doncellas. Cabalgó hasta el claro donde estaba el Hombre Negro, que le pareció aún más grande que a Kynon. Le preguntó por el camino. El Hombre Negro se lo indicó. Como Kynon, Owein siguió el camino hasta el árbol verde. Vio la fuente y, en el borde, la losa con el recipiente. Owein lo cogió y derramó el agua sobre la losa. De pronto, el trueno, y después del trueno, el aguacero, mucho más fuerte de lo que había dicho Kynon. Después del aguacero, el cielo se aclaró. Cuando Owein levantó los ojos hacía el árbol, no había ni una sola hoja. En aquel momento los pájaros se posaron en el árbol y empezaron a cantar. Cuando más extasiado estaba en el canto vio venir a un caballero[273] por el valle. Owein fue a su encuentro y combatieron rudamente. Quebraron las dos lanzas, desenvainaron sus espadas y lucharon. Pronto Owein le dio al caballero tal golpe que le atravesó el yelmo, el bacinete y el almófar[274], y alcanzó la piel, la carne y el hueso hasta el cerebro. El Caballero Negro sintió que estaba mortalmente herido, volvió grupas y huyó. Owein lo persiguió, y si bien no le podía alcanzar con su espada, lo seguía de cerca. Vio una resplandeciente ciudad amurallada y llegaron a la entrada. Dejaron entrar al Caballero Negro, pero hicieron caer sobre Owein el rastrillo, que alcanzó el arzón trasero de la silla, de modo que partió el caballo en dos, arrancó las rosetas de las espuelas de Owein y sólo se detuvo en el suelo. Fuera quedaron las rosetas de las espuelas y un trozo del caballo y Owein con el resto del caballo entre las dos puertas. La puerta interior se cerró, de modo que Owein quedó aprisionado.
Se encontraba en el mayor apuro cuando vio a través de la juntura de la puerta una calle frente a él con una fila de casas a ambos lados y a una joven con los cabellos rubios rizados, la cabeza adornada con una diadema de oro, vestida con brocado amarillo y los pies calzados con zapatos de cordobán moteados, dirigiéndose hacia la entrada. Le pidió que le abriera.
—En verdad, señora —dijo Owein—, es tan imposible abrirte desde aquí como que tú me liberes desde allí.
—Es realmente una gran lástima que no te pueda liberar —dijo la doncella—. El deber de una mujer sería rendirte servicio. Con toda seguridad jamás he visto a un joven mejor que tú para una mujer. Si tuvieras una amiga, serías el mejor de los amigos; si tuvieras una amante, no habría mejor amante que tú. Haré todo lo que pueda para sacarte de este apuro. Coge este anillo y ponlo en tu dedo. Vuelve el engaste hacia el interior de tu mano y ciérrala. Mientras lo ocultes, él también te ocultará. Cuando hayan deliberado, acudirán para encerrarte y matarte por causa del caballero. Se irritarán mucho cuando no te encuentren. Yo estaré en aquel montador de piedra esperándote. Tú me verás sin que yo te vea. Ven hacia mí y pon tu mano sobre mi hombro; así sabré que estás ahí y sígueme donde vaya.
En esto, ella dejó a Owein.
Él hizo todo lo que la doncella le había ordenado. Los hombres de la corte fueron a buscar a Owein para darle muerte, pero sólo encontraron la mitad de su caballo y esto les enfureció mucho. Owein se escapó en medio de ellos, se dirigió hacia la doncella y puso la mano sobre su hombro. Ella empezó a andar seguida de Owein y llegaron a la puerta de una cámara grande y hermosa. Ella abrió, entraron y cerraron la puerta. Owein paseó su mirada por toda la estancia: no había ni un solo clavo que no estuviera pintado de un bello color, ni panel que no estuviera cubierto de imágenes doradas. La doncella encendió un fuego de carbón, cogió un recipiente de plata con agua y una servilleta de fina tela blanca y la puso sobre su hombro y ofreció a Owein el agua para que se lavara. Seguidamente colocó delante de ella una mesa de plata dorada, cubierta por un mantel de fina tela amarilla, y le trajo la cena. No había allí manjares conocidos por Owein que no hubiera en abundancia, con la diferencia de que los manjares que veía estaban mucho mejor preparados que en cualquier otro lugar. En ninguna parte había visto ofrecer tantas excelentes comidas y bebidas como allí. Ni un solo vaso que no fuera de oro o plata. Owein comió y bebió hasta la hora de nonas. Después oyeron grandes gritos en el castillo. Owein preguntó a la doncella qué eran aquellos gritos:
—Están dando la extremaunción al señor del castillo —dijo ella.
Owein fue a acostarse. El lecho que le hizo la doncella, de tejidos escarlatas, de brocado, cendal y tela fina, era tan rico que habría sido digno de Arturo.
Hacia medianoche oyeron agudos gritos.
—¿Qué significan ahora estos gritos? —dijo Owein.
—El señor, dueño del castillo, acaba de morir —respondió la doncella.
Un poco después de que amaneciera resonaron gritos y lamentaciones de gran violencia. Owein preguntó a la joven qué significaban aquellos gritos.
—Llevan el cuerpo del señor del castillo a la iglesia —dijo ella.
Owein se levantó y se vistió, abrió la ventana y miró la ciudad. No pudo ver los límites de las huestes que llenaban las calles, todas completamente armadas; también había muchas mujeres a pie y a caballo y todos los clérigos de la ciudad cantaban. A Owein le pareció que el cielo resonaba por la violencia de los gritos, por el sonido de las trompetas y por los cantos de los clérigos. En medio de la hueste estaba el ataúd, cubierto con una tela blanca, llevado por hombres, entre los cuales el de menor rango era un noble poderoso. Con toda seguridad Owein no había visto jamás un séquito tan hermoso como aquél con los brocados, seda y cendal. Detrás de aquella hueste iba una mujer de cabellos rubios que le llegaban hasta los hombros y manchados con gotas de sangre. Vestía una túnica desgarrada de brocado amarillo y calzaba zapatos de cordobán moteado. Era maravilla que no se hubiera desollado la punta de los dedos, de tanto que golpeaba sus dos manos una contra otra. Y Owein estaba seguro de que jamás había visto a una mujer tan bella si hubiera conservado su aspecto habitual, y sus gritos eran más fuertes que todos los de los hombres y que el cuerno de la hueste. Al verla, Owein se inflamó de amor por ella hasta el punto de sentirse completamente penetrado y Owein preguntó a la doncella quién era aquella señora.
—Dios sabe —respondió— que es la mujer más bella, la más casta, la más generosa, la más sabia y la más noble. Es mi señora y la llaman la Dama de la Fuente[275]. Es la mujer del hombre al que mataste ayer.
—Dios sabe —dijo Owein— que es la mujer a la que más amo.
—Dios sabe —respondió la doncella— que ella no te ama ni poco ni mucho.
En esto la doncella se levantó y encendió un fuego de carbón, llenó una marmita de agua y la puso a calentar. Luego cogió una servilleta de tela blanca y se la colocó a Owein alrededor del cuello. Cogió un cubilete de marfil y un recipiente de plata, lo llenó de agua caliente y lavó la cabeza de Owein. Luego abrió un cofre de madera y sacó una navaja con mango de marfil cuya lámina tenía dos ranuras doradas. Le afeitó y le secó la cabeza y el cuello con la toalla.
Entonces la doncella puso la mesa delante de Oweín y le trajo su comida, y Owein estaba seguro de que no había visto nunca nada comparable con aquello, ni un servicio tan irreprochable. Terminada la comida, la doncella preparó su lecho.
—Ven aquí a dormir —dijo—, iré a hacer la corte en tu lugar.
Cerró la puerta y se dirigió al castillo. No encontró allí más que tristezas y preocupaciones. La condesa estaba en su cámara, no pudiendo, en su tristeza, soportar la vista de nadie. Lunet avanzó hacia ella y le saludó, pero la condesa no respondió. La doncella se molestó y le dijo:
—¿Qué te ha ocurrido para que no hables a nadie?
—Lunet[276] —dijo la condesa—, mucho me extraña que no hayas venido ni me hayas mostrado respeto por mi dolor. Yo te he hecho rica. Has obrado mal.
—En verdad —dijo Lunet—, jamás habría pensado que tuvieras tan poco sentido. Más te valdría intentar reparar la pérdida de este señor en lugar de buscar lo que ya nunca conseguirás.
—Por mí y por Dios, jamás podré reemplazar a mi señor por ningún otro hombre del mundo —respondió la condesa.
—Podrías tomar por marido a un hombre que es tan bueno o mejor que él —le dijo la doncella.
—Por mí y por Dios, si no me repugnara hacer matar a una persona a la que he educado, ordenaría tu muerte, por hacerme sugerencias tan desleales como éstas. En todo caso, te desterraré.
—Me alegra que no tengas otro motivo para ello, que mi deseo de indicarte tu bien, cuando no lo puedes ver por ti misma. Y que caiga la vergüenza sobre la primera de nosotras que busque a la otra, ya sea yo quien haga la invitación, o tú quien me invites.
Y entonces Lunet salió y la condesa se levantó y fue hasta la puerta de la cámara tras Lunet; allí tosió fuertemente y Lunet se volvió. La condesa le hizo una señal y ella acudió:
—Por mí y por Dios —dijo la condesa—, tienes mal carácter, pero puesto que lo que me has dicho era en mi propio interés, explícame lo que sería lo mejor para mí.
—Lo haré —dijo ella—. Sabes que tus dominios sólo se pueden defender con valor y por las armas. Por esta razón debes buscar lo más pronto posible a alguien que los defienda.
—¿Cómo puedo hacerlo? —preguntó la condesa.
—Te lo diré —respondió Lunet—. Si no puedes defender la fuente, no podrás defender tus dominios. Nadie podrá defender la fuente, si no es un hombre de la casa de Arturo. Iré a la corte y que caiga sobre mí la vergüenza si no vuelvo con un guerrero que pueda defender la fuente tan bien o mejor que el hombre que lo ha hecho hasta ahora.
—Eso no es fácil —dijo la condesa—, pero, de todas formas, ve allí e intenta lo que dices.
Lunet se marchó como si tuviera la intención de ir a la corte de Arturo. Pero se dirigió a sus habitaciones y allí permaneció con Owein hasta el momento en que ya era tiempo de haber regresado de la corte de Arturo. Entonces se vistió y fue a ver a la condesa, que la recibió con alegría:
—¿Traes noticias de la corte de Arturo? —le preguntó.
—Las mejores del mundo, señora; he encontrado lo que fui a buscar. ¿Cuándo querrás ver al señor que ha venido conmigo?
—Ven a verme con él mañana hacia el mediodía; para entonces ya tendré la casa desalojada.
Lunet se marchó. Y al día siguiente, hacia el mediodía, Owein vistió una túnica, una cota de armas y una capa de brocado amarillo, adornada con amplios galones de hilo de oro; calzaba zapatos de cordobán moteado, cerrados con una figura de león en oro. Se dirigieron a la cámara de la dama, que les recibió muy amablemente. Observó a Owein con atención.
—Lunet —dijo—, este señor no tiene aspecto de haber viajado. Por Dios y por mí, éste no es otro que el que ha hecho salir el alma del cuerpo a mi señor.
—Tanto mejor para ti, señora; si no hubiera sido más fuerte que él, no le habría sacado el alma del cuerpo; ya no se puede hacer nada, es cosa hecha.
—Volved a vuestra casa —dijo la condesa—, tomaré consejo.
Hizo convocar a todos sus vasallos para el día siguiente y les indicó que el condado estaba vacante y que sólo se podía defender con caballo, armas y valor.
—Os doy a escoger: o tomaré a uno de vosotros por esposo o me permitiréis escoger un marido fuera que pueda defender los dominios.
Decidieron permitirle escoger un marido fuera del país. Entonces llamó a los obispos y arzobispos a la corte para celebrar su matrimonio con Owein y los vasallos del conde prestaron homenaje a Owein, y Owein defendió la fuente con lanza y espada y he aquí cómo: derribaba a todo caballero que allí iba y lo retenía hasta percibir el rescate en todo su valor, que distribuía entre sus nobles y caballeros; así no hubo nunca nadie más amado que él. Y así fue durante tres años.
Un día que Gwalchmeí paseaba con el emperador Arturo, le dirigió la mirada y lo vio triste y pensativo. Gwalchmei se apenó mucho al verle en aquel estado y le preguntó:
—Señor, ¿qué te ocurre?
—Por mí y por Dios, Gwalchmei, siento añoranza por Owein, que desapareció de mi lado desde hace tres largos años; si sigo un cuarto año sin verle, mi alma no permanecerá en mi cuerpo. Estoy completamente seguro de que Owein desapareció de entre nosotros a causa del relato de Kynon, hijo de Klydno.
—No es necesario que por ello —dijo Gwalchmei— reúnas las huestes de tus dominios; con las gentes de tu corte podrás vengar a Owein si fue muerto, liberarle si está prisionero o llevártelo contigo si está con vida.
Y así lo decidieron. Arturo y los hombres de su casa, equipados con caballos y armas, se pusieron en marcha para ir en búsqueda de Owein. Eran trescientos sin contar con los sirvientes, y Kynon, hijo de Klydno, les servía de guía. Llegaron al castillo fortificado donde había estado Kynon: los jóvenes estaban lanzando sus cuchillos en el mismo lugar, el hombre rubio estaba de pie junto a ellos. En cuanto vio a Arturo le saludó e invitó. Arturo aceptó la invitación. Se dirigieron al castillo. A pesar de que la hueste era grande, no se notaba su presencia en el castillo. Las doncellas, se levantaron para servirles. Siempre habían notado defectos en los servicios, pero nada pudieron decir del servicio de las doncellas. Aquella noche, los palafreneros no fueron peor servidos que Arturo en su propia corte.
Al día siguiente por la mañana, Arturo se puso en marcha, con Kynon como guía. Llegaron al lugar donde estaba el Hombre Negro y su estatura le pareció a Arturo aún mayor de lo que le habían dicho. Subieron hasta la cima de la colina, y siguieron el valle hasta el árbol verde y vieron la fuente y el recipiente sobre la losa. Entonces Kei fue a ver a Arturo y le dijo:
—Señor, conozco perfectamente el significado de esta aventura y te ruego que me dejes tirar el agua sobre la losa y soportar la desventura que pueda ocurrir.
Arturo se lo permitió. Kei tiró el agua sobre la losa y en seguida retumbó el trueno y después del trueno vino el aguacero. Nadie había oído jamás ruido ni aguacero semejante. El aguacero mató a muchos sirvientes del séquito de Arturo. Tan pronto como cesó la tormenta, el cielo se aclaró. Cuando levantaron los ojos hacia el árbol no vieron ni una sola hoja. Los pájaros se posaron en el árbol; con toda seguridad, jamás habían oído música comparable a su canto. En esto vieron a un caballero montado en un caballo negro vestido de brocado negro que se acercaba velozmente. Kei fue a su encuentro y combatió con él. El combate no fue largo: Kei fue derribado. El caballero levantó su pabellón y Arturo y sus gentes hicieron lo mismo aquella noche.
Al levantarse al día siguiente por la mañana, vieron la enseña del combate en la lanza del caballero. Kei fue a ver a Arturo:
—Señor —dijo—, ayer fui derribado injustamente; ¿te complacería que hoy fuera a combatir con el caballero?
—Te lo permito —dijo Arturo.
Kei se dirigió hacia el caballero, que en seguida lo derribó al suelo. Luego le lanzó una mirada y le golpeó con el extremo de su lanza en la frente de tal modo que le rompió el yelmo y almófar y penetró en la piel y la carne hasta el hueso en toda la punta de la lanza. Kei regresó junto a sus compañeros.
Entonces las gentes de la casa de Arturo fueron uno a uno a combatir con el caballero hasta que sólo quedaron en pie Arturo y Gwalchmei. Arturo se armó para ir a luchar contra el caballero. Gwalchmei le dijo:
—¡Oh, señor, déjame ir a mí primero a luchar con el caballero!
Y Arturo le dio permiso. Fue a combatir con el caballero, vestido él y su caballo con una túnica de brocado que le había enviado la hija del conde de Anjou. Por esta razón nadie del ejército le reconoció. Aquel día se enfrentaron y combatieron hasta la noche y, sin embargo, ninguno de ellos estuvo cerca de derribar el otro al suelo.
Al día siguiente fueron a combatir con lanzas gruesas, pero ninguno de ellos pudo vencer al otro. Al tercer día fueron a combatir con resistentes lanzas, gruesas y fuertes. Inflamados por la cólera, combatieron hasta el mediodía y finalmente chocaron de forma tan violenta que las cinchas de sus caballos se rompieron y ambos rodaron por encima de las grupas de sus caballos al suelo. Se levantaron rápidamente, desenvainaron sus espadas y combatieron y todos los de la hueste se convencieron de que jamás habían visto a hombres tan valientes ni tan fuertes. Si la noche hubiera sido oscura, se habría iluminado por el fuego que surgía de sus armas. Finalmente el caballero dio a Gwalchmei tal golpe, que apartó el yelmo[277] de su rostro y pudo reconocer a Gwalchmei.
—Señor Gwalchmei —dijo entonces Owein—, no te reconocía a causa de tu túnica; tú eres mi primo hermano. Toma mi espada y mis armas.
—Te corresponden a ti, Owein —respondió Gwalchmei—, tú has vencido, toma mi espada.
—Señor —dijo Owein—, es él el vencedor, y no quiere mi espada.
—Dadme vuestras espadas —dijo Arturo—, y así ninguno de vosotros habrá vencido al otro.
Owein echó los brazos alrededor del cuello de Arturo y se besaron. En esto toda la hueste corrió hacia ellos y se apresuraron tanto para ver y abrazar a Owein que poco faltó para que hubiera muertos.
Y aquella noche todos fueron a sus pabellones.
Al día siguiente Arturo manifestó la intención de ponerse en camino.
—Señor —dijo Owein—, no obras con justicia. Hoy hace tres años que te dejé y esta tierra me pertenece. Desde entonces hasta ahora he estado preparando un banquete en tu honor. Sabía que vendrías en mi búsqueda. Vendrás conmigo para reponerte de tu fatiga, tú y tus hombres. Os podréis bañar.
Y todos juntos se dirigieron al castillo de la Dama de la Fuente y el festín que había sido preparado durante tres años, fue consumido en tres meses. Jamás banquete les pareció más agradable ni mejor. Entonces Arturo pensó en partir y envió mensajeros a la condesa para pedirle que dejara ir a Owein con él, para que los nobles y las damas de la isla de Bretaña pudieran estar con él durante tres meses, y la condesa dio su permiso, a pesar de la pena que experimentaba por ello.
Owein se fue con Arturo a la isla de Bretaña. Una vez estuvo con sus parientes y compañeros permaneció allí tres años en lugar de tres meses.
Un día se encontraba Owein sentado a la mesa en la corte del emperador Arturo de Kaer Llion, junto al Wysc, cuando una joven se presentó montada sobre un caballo bayo con las crines rizadas que le llegaban hasta el suelo. Vestía brocado amarillo. Las bridas y todo lo que podía ver de la silla era de oro. Avanzó hasta Owein y le quitó el anillo que llevaba en el dedo.
—Es así como se trata a un embustero y a un traidor sin palabra. ¡Caiga la vergüenza sobre tu barba! —dijo ella.
Volvió grupas y se marchó. El recuerdo de su aventura volvió a Owein y se apoderó de él gran tristeza. Terminada la comida, se retiró a su estancia y allí pasó la noche con gran turbación.
Al día siguiente se levantó, pero no se dirigió a la corte, sino a los confines del mundo y a las montañas desiertas. Y erró hasta que sus ropas perecieron y su cuerpo estuvo a punto de perecer y largos pelos crecieron por todo su cuerpo. Se acompañó de animales salvajes y comió con ellos, hasta que se acostumbraron a él. Pero al final se debilitó tanto que no pudo seguirles. Descendió de las montañas hasta el valle y se encaminó hacia un jardín, el más bello del mundo, que pertenecía a una condesa viuda.
Un día la condesa y sus doncellas fueron a pasearse junto a un lago que había en el jardín y vieron una forma y figura de hombre. Tuvieron cierto miedo, pero, no obstante, se acercaron a él, lo tocaron y lo examinaron. Estaba cubierto de bichos y se quejaba por el calor del sol. La condesa volvió al castillo y llenó una botella de ungüento precioso que dio a una de sus doncellas diciéndole:
—Ve junto a ese hombre y lleva este caballo y estas ropas que pondrás a su alcance. Frótale con este ungüento en la dirección de su corazón. Si aún hay vida en él, este ungüento le hará levantarse. Quédate para vigilar lo que hace.
La doncella fue al lugar donde estaba el hombre. Extendió sobre él el ungüento y dejó el caballo y las ropas al alcance de su mano. Se alejó un poco de él, se escondió y lo vigiló. Al cabo de poco tiempo vio cómo se rascaba los brazos, se incorporaba y miraba su piel. Sintió vergüenza por su aspecto tan horrible. Al ver el caballo y la ropa, se arrastró hasta que pudo coger la ropa de la silla y vestirse. Con gran esfuerzo pudo montar en el caballo. Entonces apareció la doncella y le saludó. Él la saludó a su vez y le preguntó de quién eran aquellos dominios y cuál era aquel lugar.
—Aquel castillo pertenece a una condesa viuda —dijo ella—. Cuando murió su marido, le dejó dos condados y ahora no posee otro bien más que esa residencia: todo lo demás le ha sido arrebatado por un joven conde, su vecino, porque no ha querido convertirse en su mujer.
—Es triste —dijo Owein.
Y la joven y él se dirigieron al castillo.
Owein desmontó y la joven le condujo a una habitación confortable, encendió el fuego y lo dejó allí. Luego acudió junto a la condesa y le devolvió el frasco.
—Doncella —dijo la dama—, ¿dónde está el ungüento?
—Lo he utilizado todo —respondió.
—Me resulta difícil reprocharte algo. Sin embargo, no ha sido muy acertado gastar un ungüento de ciento veinte libras para un hombre que no conozco. A pesar de todo, sírvele todo lo que necesite de modo que no le falte nada —añadió.
Y eso fue lo que hizo la doncella. Le proveyó de alimentos, bebida, fuego, leche, baños hasta que se restableció y la piel se le fue cayendo a capas durante tres meses. Entonces su piel estuvo más blanca de lo que nunca lo había estado.
Un día Owein oyó tumulto en el castillo, grandes preparaciones y transporte de armas. Preguntó a la doncella qué significaba aquel tumulto.
—El conde del que te hablé viene hacia el castillo con una gran hueste para arruinar a mi señora
—dijo ella.
Owein preguntó si la condesa tenía caballo y armas.
—Sí —dijo ella—, las mejores del mundo.
—¿Querrías ir a pedirle en préstamo un caballo yarmas para mí? Me gustaría ver de cerca el ejército.
—Iré con gusto —le respondió la doncella.
Y la doncella acudió junto a la condesa, a la que contó lo que le habían dicho. La condesa se echó a reír.
—Por mí y por Dios —exclamó—, le doy el caballo y las armas para siempre. Y seguramente jamás tendrá unas mejores. Me complace más que las acepte que verlas mañana convertidas, en contra de mi voluntad, en la presa de mis enemigos. De todos modos no sé para qué las quiere.
Le trajeron un hermoso gascón negro con una silla de haya y todas las armas para caballo y caballero. Owein se armó, montó a caballo y salió con dos escuderos completamente armados y montados a caballo. Al llegar ante el ejército del conde no vieron ni principio ni fin. Owein preguntó a los escuderos en qué hueste estaba el conde.
—En la hueste donde hay cuatro estandartes amarillos, dos delante y dos detrás —le respondieron.
—Bien —dijo Owein—, volved sobre vuestros pasos y esperadme junto a la entrada del castillo.
Ellos regresaron y él avanzó entre las dos huestes principales hasta que encontró al conde. Owein lo sacó de la silla y lo colocó entre él y el arzón delantero y volvió grupas hacia el castillo. A pesar de todas las dificultades, llegó con el conde hasta la puerta donde le esperaban los escuderos. Entraron y Owein entregó al conde como presente a la condesa diciéndole:
—Acéptalo a cambio del ungüento bendito que recibí de ti.
La hueste levantó sus pabellones alrededor del castillo. Para conservar la vida, el conde devolvió a la dama sus dos condados y para recobrar la libertad le dio la mitad de sus dominios, todo su oro, su plata, sus joyas y sus rehenes. Entonces Owein partió. La condesa le invitó a quedarse, ofreciéndole su mano y todos sus dominios, pero él no aceptó y se dirigió a los confines del mundo y a las tierras salvajes.
En su camino oyó un grito de dolor en un bosque, luego un segundo y después un tercero. Se dirigió en aquella dirección y vio un gran cerro escarpado en medio del bosque y una roca gris en el cerro. En una grieta de la roca había una serpiente y junto a la serpiente un león blanco, y cada vez que el león intentaba escapar la serpiente le lanzaba el aguijón y él rugía. Owein desenvainó su espada y avanzó hasta la roca. En el momento en que la serpiente salía de la roca, Owein le golpeó con su espada y la cortó en dos. Secó su espada y reemprendió su camino. De pronto vio que el león le seguía y jugueteaba a su alrededor como un lebrel al que él mismo hubiera educado. Marcharon todo el día hasta el atardecer. Cuando Owein estimó que era tiempo de reposar, desmontó, ató su caballo en medio de un prado llano y encendió un fuego. Cuando el fuego estuvo dispuesto, el león trajo suficiente leña para tres noches. Luego desapareció y en un instante regresó llevando un fuerte y soberbio corzo. Lo echó delante de Owein y se echó entre aquél y el fuego. Owein cogió el corzo, lo desolló y lo partió en rodajas para asar sobre las brasas alrededor del fuego. El resto del corzo se lo dio al león.
Mientras estaba ocupado en esto, oyó un gran gemido, luego un segundo y después un tercero muy cerca de él. Preguntó si había allí alguien.
—Sí, puedes estar seguro —respondieron.
—¿Quién eres tú? —preguntó Owein.
—Soy Lunet, la doncella de la Dama de la Fuente.
—¿Qué haces aquí?
—Me han encerrado a causa de un caballero que vino de la corte de Arturo para casarse con mi dama; permaneció algún tiempo con ella, luego fue a la corte de Arturo y jamás volvió. Era para mí un gran amigo, el que más amaba del mundo. Un día, dos criados de la cámara de la condesa hablaron mal de él en mi presencia y le llamaron traidor. Les dije que sus dos cuerpos no podían competir con el suyo solo y por este motivo me encerraron en este cofre de piedra, diciéndome que perdería la vida si él mismo no venía a defenderme el día fijado. Y ese día es mañana y no tengo a nadie para que vaya a buscarle: es Owein, hijo de Uryen.
—¿Estás segura de que si el caballero lo supiera vendría a defenderte?
—Estoy segura, por mí y por Dios.
Cuando las rodajas de carne estuvieron suficientemente cocidas, Owein las partió por la mitad para él y la doncella. Comieron y hablaron hasta que amaneció.
Por la mañana, Owein le preguntó si había un lugar donde pudiera encontrar comida y alojamiento para la noche.
—Sí, señor —dijo ella—. Ve por el atajo, sigue el camino a lo largo del río y al cabo de poco tiempo verás un castillo coronado de numerosas torres. El conde al que pertenece el castillo es el mejor hombre del mundo. Podrás pasar allí la noche.
Jamás centinela vigiló tan bien a su señor como lo hizo el león con Owein aquella noche.
Owein equipó su caballo y siguió el vado hasta que vio el castillo. Entró y le recibieron con honor. Atendieron muy bien a su caballo y ante él dispusieron comida en abundancia. El león fue a acostarse en el establo del caballo, de modo que nadie de la corte se atrevió a acercarse al caballo. Owein estaba seguro de que jamás había visto un lugar con un servicio tan bueno como aquél. Pero todos sus habitantes estaban tan tristes como si la muerte pesara sobre cada uno de ellos. Se dispusieron a comer y el conde se sentó a un lado de Owein y su hija única al otro, y Owein estaba seguro de que jamás había visto doncella más encantadora que aquélla. El león fue a colocarse debajo de la mesa, entre los pies de Owein, y Owein le dio de todos los manjares que a él mismo le sirvieron y Owein no vio allí más defecto que la tristeza de sus habitantes. En medio de la comida, el conde expresó su bienvenida a Owein:
—Ya es hora de mostrarte alegre —dijo Owein.
—Dios sabe —dijo— que no nos mostramos alegres contigo porque tenemos motivos de gran tristeza y preocupación. Mis dos hijos fueron ayer a cazar a la montaña. Hay allí un monstruo salvaje que mata hombres y los devora. Se ha apoderado de mis hijos y mañana es el día convenido entre él y yo para entregarle a esta joven hija mía, o de lo contrario matará a mis hijos ante mis ojos. Tiene figura de hombre, pero no es más pequeño que un gigante.
—Es realmente triste —dijo Owein—. ¿Y qué decidirás?
—Considero menos vergonzoso dejar que mate a mis hijos que ha conseguido contra mi voluntad, que entregarle de mi propia mano a mi hija para que la mancille y la mate.
Y hablaron de otros temas. Owein pasó la noche en el castillo. Al día siguiente oyeron un ruido increíble: era el gigante que venía con los dos jóvenes. El conde resolvió defender el castillo contra él y abandonar a sus dos hijos. Owein se armó, salió y fue a luchar con el gigante, seguido del león. En cuanto vio a Owein armado, el gigante le atacó y combatió con él. Y el león luchó con el gigante mucho mejor que Owein.
—Por mí y por Dios —dijo a Owein—, no me costaría tanto luchar contigo si no te ayudara este animal.
Owein llevó el león al castillo, cerró la puerta detrás de él y fue a continuar la lucha contra el gran hombre. El león empezó a rugir al ver que Owein estaba en peligro. Trepó hasta la sala del conde y de allí hasta las murallas. Desde las murallas saltó hasta donde estaba Owein y el león dio tal zarpazo al gigante en el hombro que le desgarró hasta la juntura de las caderas, de modo que las entrañas se le salieron del cuerpo. El hombre cayó muerto. Entonces Owein devolvió al conde sus dos hijos. El conde invitó a Owein a quedarse, pero él lo rechazó y se dirigió al valle donde estaba Lúnet. Y allí vio una gran hoguera y a dos jóvenes de cabellos castaños y rizados que encendían un gran fuego. Conducían a la doncella a la hoguera, cuando Owein les preguntó qué tenían contra la doncella. Y ellos le contaron su historia como se la había contado la doncella la noche anterior.
—Y Owein no ha venido —añadieron—, y por eso vamos a quemarla.
—En verdad —dijo Owein—, era un buen caballero y mucho me maravillaría que no hubiera venido a defender a la doncella sabiéndola en este apuro. Si queréis aceptarme, me enfrentaré con vosotros en su lugar.
—Por aquél que nos ha creado, aceptamos.
Y fueron a combatir con Owein y mucho trabajo le dieron los dos jóvenes. El león fue a ayudarle y tomaron ventaja sobre los dos jóvenes.
—Señor —le dijeron—, hemos convenido en luchar contra ti solo, pero nos resulta más difícil combatir con este animal que contigo.
Owein encerró al león donde estaba la doncella y colocó piedras contra la puerta y volvió a combatir con ellos, y aún no había recobrado su fuerza y los dos jóvenes ya le aventajaban. El león no cesaba de rugir a causa del peligro en el que se encontraba Owein y el león hizo una brecha en la piedra y salió. Rápidamente mató a uno de los criados y después al otro[278]. Owein y Lunet se dirigieron juntos a los dominios de la Dama de la Fuente y después llevó a la dama con él a la corte de Arturo y fue su mujer mientras ella vivió.
Entonces tomó el camino de la corte de Du Traws (el Negro Opresor) y combatió con él. El león no abandonó a Owein antes de que lo hubiera vencido. Tan pronto llegó a la corte del Negro Opresor, se dirigió a la sala. Vio allí a veinticuatro mujeres, las más hermosas que jamás hubiera visto. Todas juntas no lograban reunir ni veinticuatro monedas de plata y estaban tan tristes como la muerte. Owein les preguntó la razón de su tristeza. Ellas le dijeron que eran hijas de condes que habían ido a aquel lugar en compañía de los hombres a los que más amaban.
—Al llegar aquí —añadieron— encontramos acogimiento cortés y respeto. Nos emborracharon y cuando estuvimos ebrias vino el demonio a quien pertenece esta corte, mató a nuestros maridos y se llevó nuestros caballos, nuestras ropas, nuestro oro y nuestra plata. Los cuerpos de nuestros maridos están aquí, al igual que muchos otros cadáveres. Ésta es, señor, la razón de nuestra tristeza. Lamentamos mucho que hayas venido aquí, pues tememos que te suceda desgracia.
Owein se apiadó de ellas y salió. Vio venir a un caballero que le acogió con tanta cortesía y afecto como a un hermano: era el Negro Opresor.
—Dios sabe —dijo Owein— que no he venido aquí para recibir buena acogida.
—Dios sabe que tampoco la recibirás —replicó él. Y en seguida se precipitaron uno sobre otro y tuvo lugar un enfrentamiento terrible. Owein le venció y le ató las dos manos tras la espalda. El Negro Opresor le pidió merced diciendo:
—Señor Owein, estaba predicho que vendrías aquí para someterme. Has venido y lo has hecho. He sido en estos lugares un expoliador y mi casa ha sido una casa de despojos; dame la vida y seré hospitalario y mi casa, mientras viva, será un hospicio para débiles y fuertes por la salvación de tu alma.
Owein aceptó. Pasó allí la noche y al día siguiente llevó consigo a las veinticuatro mujeres con sus caballos, sus ropas y todos los bienes y joyas que habían traído. Se dirigió con ellas a la corte de Arturo, y si Arturo siempre le había recibido bien, ésta fue su mejor acogida. En lo que respecta a las mujeres, aquéllas que quisieron quedarse en la corte tuvieron toda la libertad de hacerlo, y las demás pudieron irse.
Y Owein permaneció desde entonces en la corte de Arturo como penteulu[279], muy amado por Arturo, hasta que regresó a sus posesiones. Éstas eran las Trescientas Espadas de Kyrnvarch y el Vuelo de los Cuervos[280]. Y adonde Owein iba, allí alcanzaba la victoria. Y este cuento es el llamado Cuento de la Dama de la Fuente.