Peredur, Hijo De Evrawc
El conde Evrawc poseía un condado en el Norte y tenía siete hijos. Pero no eran sus dominios los que mantenían a Evrawc, sino los torneos, las guerras y los combates, y como suele ocurrir al que busca las guerras, le mataron al igual que a sus seis hijos. El séptimo hijo se llamaba Peredur[281]; era el más joven. No tenía edad de ir a los combates ni a las guerras, y si la hubiera tenido, le habrían matado como a su padre y a sus hermanos.
Su madre era una mujer sagaz e inteligente. Reflexionó mucho sobre su hijo y sus dominios. Finalmente decidió marcharse con su hijo a las tierras salvajes y desiertas, y abandonar los lugares habitados. Sólo eligió como compañía a mujeres, niños y hombres humildes que fueran incapaces de combatir o ir a la guerra y de quienes habría resultado impropio.
Nadie se hubiera atrevido a reunir armas y caballos allí donde el niño pudiera verlos, por miedo a que le gustaran, y cada día el niño iba al bosque a jugar y lanzar dardos de madera. Un día vio el rebaño de cabras de su madre y dos cabritos cerca de las cabras. El niño se sorprendió mucho de que aquéllos carecieran de cuernos, mientras que todos los demás los tenían, y pensó que debían estar extraviados desde hacía mucho tiempo y así habían perdido sus cuernos. A fuerza de valor y tenacidad, empujó a los cabritos y a las cabras al final del bosque, hasta una casa que había allí para las cabras. Luego regresó a su casa y dijo a su madre:
—Madre, acabo de ver aquí cerca en el bosque algo sorprendente: dos de tus cabras se han vuelto salvajes y han perdido sus cuernos, pues han estado extraviadas mucho tiempo en el bosque. Jamás mortal alguno se ha esforzado tanto como yo para hacerles entrar en la casa.
En seguida todos se levantaron y fueron a ver, y cuando vieron los cabritos se maravillaron de que alguien tuviera fuerza y agilidad suficientes para dominarlos.
Un día vieron a tres caballeros que venían por un camino de herradura junto al bosque. Eran Gwalchmei, hijo de Gwyar, y Gweir, hijo de Gwystyl, y Owein, hijo de Uryen. Owein cerraba la marcha. Estaban persiguiendo a un caballero que había distribuido las manzanas en la corte de Arturo.
—Madre —dijo Peredur—, ¿quiénes son esas gentes?
—Son ángeles, hijo mío —dijo ella.
—Quiero ir con ellos como un ángel —dijo Peredur.
Y Peredur fue a su encuentro.
—Dime, amigo —dijo Owein—, ¿has visto pasar por aquí hoy o ayer a un caballero?
—No sé lo que es un caballero —respondió Peredur.
—Yo soy un caballero —dijo Owein.
—Si quieres contestarme a lo que te voy a preguntar, yo a cambio te respondería lo que me preguntas —replicó Peredur.
—Con mucho gusto —dijo Owein.
—¿Qué es eso? —le preguntó, señalando la silla.
—Una silla —respondió Owein.
Peredur le preguntó qué era cada cosa y para qué servía. Owein le explicó extensamente lo que era cada cosa y para qué servía.
—Toma ese camino —dijo Peredur—. He visto a un hombre como el que buscas y yo también quiero seguirte como un caballero.
Entonces Peredur regresó junto a su madre y sus gentes.
—Madre —dijo—, las gentes que hemos visto no son ángeles, sino caballeros ordenados[282].
La madre cayó desvanecida. Peredur fue al lugar donde se encontraban los caballos que les traían la madera para calentarse y la comida y bebida de los lugares habitados hasta las tierras desiertas. Cogió un caballo pío, huesudo, el más fuerte, según su opinión; le ajustó una cesta a modo de silla y con mimbre imitó todos los aparejos que había visto. Luego regresó junto a su madre. En ese momento la condesa volvió en sí del desmayo.
—¡Ay, hijo mío! —dijo—, ¿quieres partir?
—Con tu permiso, me iré —respondió.
—Espera a recibir mis consejos antes de irte.
—Con mucho gusto, apresúrate.
—Ve directamente a la corte de Arturo. Allí están los mejores hombres, los más generosos y los más valientes. Donde veas una iglesia, reza un Pater. En cualquier lugar donde veas alimentos y bebidas, si tienes necesidad y no tienen la suficiente cortesía ni bondad para ofrecértelos, cógelos tú mismo. Si oyes gritos, ve en esa dirección; el grito de una mujer está por encima de todos los gritos del mundo. Si ves bellas joyas, cógelas y dáselas a otro, y así adquirirás fama. Si ves a una mujer hermosa, hazle la corte, aunque ella no quiera nada de ti. Eso hará que seas un hombre mejor y más noble que antes.
Y Peredur montó a caballo con un puñado de jabalinas aguzadas y se alejó.
Cabalgó durante dos días y dos noches a través de tierras desiertas y salvajes, sin comida ni bebida. Finalmente llegó a un gran bosque desolado y a lo lejos del bosque vio un hermoso claro y en el claro vio un pabellón y creyendo que era una iglesia rezó su Pater. La puerta del pabellón estaba abierta y cerca de la puerta había una silla de oro en la cual estaba sentada una hermosa doncella de cabellos castaños, llevando alrededor de la frente una diadema de oro enriquecida con piedras brillantes y en las manos llevaba anchos anillos de oro.
Peredur desmontó y entró. La doncella le acogió amigablemente y le deseó la bienvenida. Al final del pabellón, Peredur vio comida y dos botellas llenas de vino, dos tortas de pan blanco y rodajas de carne de lechal.
—Mi madre —dijo Peredur— me ha recomendado que coja comida y bebida en cualquier lugar donde la vea.
—Te lo permito con gusto, señor —dijo ella.
Entonces Peredur cogió la mitad de la comida y de la bebida para él y dejó el resto para la doncella. Cuando terminó de comer se levantó y fue hasta donde estaba la doncella y dijo:
—Mi madre me ha recomendado que allí donde vea una joya hermosa la coja.
—Cógela, amigo —dijo ella.
Peredur cogió el anillo, besó a la doncella, cogió su caballo y se marchó.
Después de esto llegó el caballero al que pertenecía el pabellón: era el Orgulloso del Claro[283]. Vio las huellas del caballo.
Dime —dijo a la doncella—, ¿quién ha estado?
—Un hombre de extraño aspecto, señor —respondió.
Y le describió con detalle el aspecto y el comportamiento de Peredur.
—Dime —exclamó—, ¿ha tenido relaciones contigo?
—No, a fe mía —respondió la doncella.
—No te creo, y hasta que lo encuentre para vengar mi deshonor y mi vergüenza, no permanecerás dos noches bajo mi mismo techo.
Y el caballero se levantó y partió en busca de Peredur.
Por su parte, Peredur se dirigía hacia la corte de Arturo. Antes de que llegara, otro caballero apareció en la corte y dio al hombre de la entrada un gran anillo de oro para que se ocupara de su caballo.
Se dirigió a la sala donde se encontraba Arturo con toda su gente y Gwenhwyvar con sus doncellas. Un criado servía bebida a Gwenhwyvar en una copa de oro: el caballero cogió la copa de la mano de Gwenhwyvar y derramó todo el licor que había sobre su rostro y pecho y le dio una gran bofetada, y el caballero dijo:
—Si hay alguien aquí que quiera combatir conmigo por esta copa y vengar el ultraje a Gwenhwyvar, que me siga hasta el prado y allí le esperaré.
Y el caballero cogió su caballo y se dirigió al prado. Entonces todas las gentes de la corte bajaron la cabeza, por miedo de que se pidiera a uno de ellos vengar el ultraje de Gwenhwyvar. Pensaron que jamás ningún hombre habría cometido un ultraje semejante a no ser que tuviera valor y fuerza particulares, magia o encantamientos, de forma que nadie pudiera infligirle venganza. En ese momento llegó Peredur a la sala sobre su caballo pío, huesudo, muy pobremente ataviado para una corte tan noble como aquélla. Kei estaba de pie en medio de la sala.
—Dime, hombre alto —dijo Peredur—, ¿quién es Arturo?
—¿Qué quieres de Arturo? —dijo Kei.
—Mi madre me recomendó que me dirigiera a él para que me ordenara caballero —dijo Peredur.
—A fe mía —exclamó Kei—, vienes mal equipado de caballo y armas.
Y entonces toda la corte fijó su mirada en él y todos empezaron a reírse y a tirarle bastones. En aquel momento entró un enano que desde hacía un año había llegado a la corte de Arturo con una enana para pedirle hospitalidad, y Arturo se la había concedido, pero en todo el año ninguno de ellos había dirigido la palabra a nadie.
—¡Ay! ¡Ay! —exclamó el enano al ver a Peredur—. ¡Dios te bendiga, Peredur, hijo de Evrawc, jefe de guerreros y flor de los caballeros!
—¡En verdad —dijo Kei—, triste comportamiento el tuyo; permanecer un año mudo en la corte de Arturo, teniendo la libertad de escoger con quién conversar y beber, para luego llamar a un hombre como éste, en presencia del emperador y de su corte, jefe de guerreros y flor de caballeros!
Y le dio tal bofetada que lo tiró al suelo desvanecido.
—¡Ay! ¡Ay! —exclamó en seguida la enana—. ¡Dios te bendiga, Peredur, hijo de Evrawc, flor de guerreros y luz de los caballeros!
—¡En verdad, mujer —dijo Kei—, triste comportamiento el tuyo; permanecer un año muda en la corte de Arturo y llamar a hombre como éste, en presencia del emperador y de su corte, flor de guerreros y luz de los caballeros!
Y Kei le dio tal puntapié que cayó al suelo desvanecida.
—Hombre alto —dijo entonces Peredur—, dime dónde está Arturo.
—¡Cállate! —dijo Kei—. Ve junto al caballero que ha ido al prado, quítale la copa, derríbale, coge su caballo y sus armas y después te ordenarán caballero.
—Lo haré, hombre alto —le respondió Peredur.
Y Peredur volvió grupas y se dirigió al prado. Allí encontró al caballero[284] cabalgando muy orgulloso de su fuerza y del valor que creía tener.
—Dime —dijo el caballero—, ¿has visto si alguien de la corte de Arturo me seguía?
—El hombre alto que estaba allí me ha pedido que te derribe, te quite la copa y coja tu caballo y tus armas para mí.
—Cállate. Vuelve a la corte y pide a Arturo en mi nombre que venga él u otro a combatir conmigo; si no viene inmediatamente, no le esperaré.
—Escoge. Con tu permiso o sin él, quiero tu caballo, tus armas y la copa —dijo Peredur.
El caballero se precipitó con furor sobre él y con el extremo de la lanza le dio un golpe muy doloroso entre los hombros y el cuello.
—Compañero —dijo Peredur—, los sirvientes de mi madre no jugaban así conmigo. Pero así jugaré yo ahora contigo.
Cogió una jabalina de punta aguzada y se la lanzó a un ojo, de tal forma que le atravesó la cabeza y lo derribó muerto en el acto.
—En verdad —dijo Owein, hijo de Uryen, a Kei—, has obrado mal enviando a ese loco a combatir con el caballero. Una de las dos cosas: o lo ha derribado o está muerto. Si lo ha derribado, el caballero querrá considerarlo como un hombre de rango y esto será vergüenza eterna para Arturo y sus guerreros. Si lo ha matado, el deshonor será el mismo y además tú tendrás la culpa. Y que caiga la vergüenza sobre mí, si no voy al prado para saber cuál ha sido su aventura.
Y Owein se dirigió al prado y cuando llegó, vio a Peredur arrastrando al caballero a lo largo del prado.
—Aguarda. Le quitaré sus armas —le dijo.
—Jamás le abandonará esta ropa de hierro; es parte de él —dijo Peredur.
Owein le quitó las armas y la ropa.
—Aquí tienes, amigo, mejor caballo y armas que las tuyas; cógelas y ven conmigo junto a Arturo para que te ordene caballero. Realmente lo mereces —le dijo Owein.
—Que pierda mi honor, si voy —dijo Peredur—. Pero lleva de mi parte la copa a Gwenhwyvar y di a Arturo que en cualquier lugar donde me encuentre seré su vasallo y que si puedo prestarle servicio, lo haré. Y dile que no iré a la corte antes de haberme encontrado con el hombre alto, para vengar el ultraje del enano y la enana.
Entonces Owein regresó a la corte y contó la aventura a Arturo, a Gwenhwyvar y a las gentes de la corte, sin olvidar la amenaza contra Kei.
Peredur partió. Cuando cabalgaba, encontró a un caballero que le dijo:
—¿De dónde vienes?
—De la corte de Arturo —respondió.
—¿Eres un vasallo de Arturo? —le preguntó.
—Lo soy, a fe mía —dijo Peredur.
—¡Buen lugar para reconocerte de Arturo! —exclamó.
—¿Por qué? —preguntó Peredur.
—Te lo diré —le respondió—. Siempre que he podido, he robado a Arturo, y cuando me he encontrado con alguno de sus hombres lo he matado.
Eso fue todo y combatieron. No había transcurrido mucho rato cuando Peredur ya lo había derribado al suelo por encima de las grupas de su caballo. El caballero pidió gracia.
—La tendrás —dijo Peredur—, si juras que irás a la corte de Arturo y que le dirás que te he vencido para su honor y en su servicio: le dirás también que no iré a su corte antes de haberme encontrado con el hombre alto que hay allí, para vengar el ultraje del enano y la enana.
El caballero lo juró y se dirigió a la corte de Arturo. Contó toda su aventura y la amenaza contra Kei. Peredur siguió su camino y en la misma semana se enfrentó con dieciséis caballeros a los que venció e hizo ir a la corte de Arturo; y todos llevaron las mismas palabras que el primer caballero y la misma amenaza contra Kei. Kei fue vituperado por Arturo y la corte, y él mismo se inquietó entonces por aquel motivo.
Peredur siguió su camino. Llegó a un gran bosque desolado y en el lindero del bosque había un lago y al otro lado del lago un hermoso castillo fortificado. En las orillas del lago vio a un hombre de cabellos blancos, sentado sobre un cojín de brocado, vestido con una túnica de brocado, y a unos criados pescando. Al ver a Peredur, el hombre de los cabellos blancos se levantó para dirigirse al castillo y el hombre era cojo[285]. Peredur se dirigió a la corte, encontró la puerta abierta y entró en la sala. El anciano estaba sentado en un cojín de brocado, ante un gran fuego. Las gentes de la corte se levantaron para ir al encuentro de Peredur y lo desarmaron. El anciano rogó al joven que se sentara sobre el cojín. Se sentó a su lado y hablaron. Cuando llegó el momento, pusieron las mesas y empezaron a comer. Peredur se sentó al lado del dueño de la corte. Cuando hubieron terminado de comer, preguntó a Peredur si sabía manejar la espada:
—No sé —dijo Peredur—, pero si hubiera tenido ocasión de aprender, sabría.
—Quien sepa jugar bien al bastón[286] y al escudo, sabrá luchar con la espada.
El anciano tenía dos hijos, uno de cabellos rubios y otro de cabellos castaños.
—Levantaos, jóvenes —dijo—, para jugar al bastón y al escudo.
Los jóvenes fueron a jugar.
—Dime, amigo —dijo el anciano—, ¿quién crees que juega mejor?
—Según mi opinión —dijo Peredur—, el rubio podría sacarle sangre al otro si quisiera.
—Coge el bastón y el escudo del joven de cabellos castaños y sácale sangre al joven rubio, si puedes.
Peredur se levantó, levantó la mano sobre el joven de cabellos rubios y le descargó tal golpe que una de sus cejas le cayó sobre el ojo y la sangre empezó a correr a borbotones.
—Bien, amigo —dijo el anciano—, ven a sentarte ahora; serás el hombre que mejor combata con la espada en esta isla. Soy tu tío, el hermano de tu madre. Te quedarás ahora algún tiempo conmigo para aprender las costumbres y los usos del país, las bellas maneras y la cortesía. Olvida ahora las palabras de tu madre. Seré tu maestro y te ordenaré caballero. Deberás hacer lo siguiente: siempre que veas algo que te parezca extraño, no preguntes nada, a menos que haya suficiente cortesía y te lo expliquen. La falta no caerá sobre ti, sino sobre mí, que soy tu maestro.
Y les ofrecieron todos los honores y servicios y cuando llegó el momento se fueron a dormir. En cuanto se hizo de día, Peredur se levantó, cogió su caballo y con el permiso de su tío siguió su camino. Llegó a un gran bosque, luego, al final del bosque, a un prado llano, y al otro lado del prado vio un gran castillo. Peredur se dirigió hacia allí, encontró la puerta abierta y entró en la sala. En un rincón de la sala estaba sentado un hombre de cabellos blancos, majestuosos, rodeado de numerosos escuderos. Se levantaron y fueron al encuentro de Peredur y excelentes fueron su cortesía y servicios. Lo sentaron al lado del dueño de la corte y conversaron. Cuando llegó el momento de ir a comer, Peredur se sentó y comió al lado del noble. Después de que hubieron comido y bebido a sus anchas, el noble preguntó a Peredur si sabía manejar la espada.
—Si hubiera podido aprender —dijo—, creo que sabría.
En la sala había una gran columna de hierro que con esfuerzo habría podido abrazar un guerrero.
—Coge esta espada —dijo el anciano a Peredur— y golpea la columna de hierro.
Peredur se levantó y golpeó la columna de tal forma que la partió en dos trozos y la espada también.
—Coloca los dos trozos juntos y únelos.
Peredur los colocó juntos y se unieron como antes. Golpeó una segunda vez la columna, de tal forma que la rompió en dos trozos y la espada también, y como antes, los trozos se volvieron a unir. La tercera vez dio tal golpe que la columna se rompió en dos trozos y la espada también.
—Colócalos juntos otra vez y únelos.
Peredur los colocó juntos de nuevo, pero ni la columna ni la espada quisieron unirse.
—Bien, joven —dijo el anciano—, ven a sentarte y que la bendición de Dios sea contigo. Eres el hombre que mejor maneja la espada en el reino. Has conseguido los dos tercios de tu fuerza y te falta un tercio por conquistar. Cuando la hayas conseguido toda, nadie será capaz de luchar contigo. Soy tu tío, el hermano de tu madre; soy hermano del hombre en cuya corte estuviste ayer noche.
Y Peredur se sentó junto a su tío y conversaron. En esto vio venir a la sala y seguir hasta la habitación a dos jóvenes llevando una lanza enorme de la que manaban tres ríos de sangre[287]. Al ver aquello, todos empezaron a lamentarse y a gemir. A pesar de esto, el anciano no interrumpió su conversación con Peredur. No le dio ninguna explicación y Peredur tampoco le preguntó nada. Después de un momento de silencio entraron dos doncellas llevando una gran bandeja sobre la cual había una cabeza de hombre bañada en sangre[288]. Y entonces todos lanzaron tales gritos que se hizo difícil permanecer en aquella sala. Al final se callaron. Cuando llegó el momento de dormir, Peredur fue a acostarse en una habitación preparada para él. Al día siguiente, Peredur se levantó y con el permiso de su tío siguió su camino. Llegó a un bosque y, a lo lejos del bosque, oyó agudos gritos, se dirigió hacia allí y vio a una hermosa mujer de cabellos castaños y cerca de ella un caballo completamente equipado y a su lado un cadáver. Intentaba subirlo a la silla, pero caía al suelo y cada vez ella lanzaba grandes gritos.
—Dime, hermana mía —preguntó Peredur—, ¿por qué te lamentas?
—Maldito Peredur —exclamó ella—, poca ayuda puedo esperar de ti.
—¿Por qué me maldices?
—Porque eres la causa de la muerte de tu madre. Cuando te alejaste de ella a su pesar, una lanza de dolor penetró en su corazón y murió. Por esa razón eres maldito. El enano y la enana que viste en la corte de Arturo eran los enanos de tu padre y de tu madre; yo soy tu hermana de leche y éste es mi marido. El caballero del claro del bosque lo ha matado; no te acerques a él porque te matará.
—Hermana mía, no debes hacerme reproches. Apenas podré vencerle por haber estado tanto tiempo con vosotros, pero mucho más difícil sería si me hubiera quedado más tiempo. Deja ya de lamentarte. Enterraré al muerto y luego iré al lugar donde está el caballero y si puedo vengarte lo haré.
Después de haber enterrado al muerto se dirigieron al claro, donde el caballero cabalgaba con orgullo. En seguida el caballero preguntó a Peredur de dónde venía.
—Vengo de la corte de Arturo —respondió.
—¿Eres hombre de Arturo? —le preguntó.
—Lo soy —respondió Peredur.
—Buen sitio para reconocerte fiel de Arturo.
Eso fue todo y se enfrentaron. Peredur derribó al caballero én un instante. El caballero le pidió gracia.
—Te la concedo —dijo Peredur— a condición de que tomes a esta mujer por esposa y la trates con todo el honor y la consideración que puedas, por haber matado a su marido sin motivo. Irás a la corte de Arturo, le dirás que he sido yo quien te ha vencido en su honor y servicio y que no iré a su corte antes de haberme encontrado con el hombre alto para vengar el ultraje del enano y la enana.
Peredúr tomó los gajes del caballero con tal fin. Éste proveyó a la mujer de caballo y vestimenta y se dirigió a la corte de Arturo, a quien contó la aventura y la amenaza contra Kei. Arturo y su corte reprocharon a Kei que hubiera obligado a errar lejos de la corte de Arturo a un hombre como Peredur.
—Este joven no vendrá jamás a la corte si Kei no se va de aquí —dijo Owein, hijo de Uryen.
—A fe mía —exclamó Arturo—, iré en su búsqueda por las tierras salvajes de la isla de Bretaña hasta que lo encuentre y entonces que cada uno haga al otro todo el mal que pueda.
Peredur siguió su camino y llegó a un gran bosque desierto donde no vio rastro de hombres ni animales, sino tan sólo espesos matorrales y vegetación, y cuando llegó al final del bosque vio una gran muralla cubierta de hiedra y coronada de numerosas y fuertes torres. Cerca de la entrada, la vegetación era más alta que en cualquier otro lugar. Golpeó la puerta con el asta de su lanza; de inmediato un joven de cabellos pelirrojos y delgado le dijo desde la almena de la muralla:
—Escoge, señor: o yo mismo voy a abrirte la puerta o hago saber al dueño quién está en la entrada.
—Dile que estoy aquí; si desea que entre, lo haré.
El joven regresó en seguida y abrió la puerta a Peredur. Cuando entró en la sala vio a dieciocho criados delgados de cabellos pelirrojos, de la misma estatura, el mismo aspecto, la misma vestimenta y la misma edad que el joven que le había abierto. Excelente era su cortesía y su servicio. Lo desarmaron, luego se sentaron y comenzaron a hablar. En esto salieron cinco doncellas de una habitación y entraron en la sala. Peredur estaba seguro de que jamás había visto nada más bello. Vestía una vieja túnica de brocado, que antaño debió ser buena, pero que ahora estaba completamente gastada. Si se hubiera podido ver su piel a través de la túnica, se habría comprobado que su piel era más blanca que el más blanco cristal. Sus cabellos y cejas eran más negros que el jade y en las mejillas había dos puntos más rojos que lo más rojo que existe. La doncella saludó a Peredur, le echó los brazos alrededor del cuello y se sentó a su lado. Poco tiempo después llegaron dos monjas, una llevaba una botella llena de vino y la otra seis tortas de pan blanco.
—Señora —dijeron ellas—, Dios sabe que esto es todo lo que queda de alimentos y bebida en nuestro convento esta noche.
Se sentaron a la mesa. Peredur se dio cuenta de que la doncella quería darle más alimentos y bebidas que a los demás.
—Hermana mía —dijo—, voy a repartir los víveres y la bebida.
—De ningún modo, amigo mío —le respondió la doncella.
—Si no lo hago, que caiga la vergüenza sobre mi barba.
Y Peredur cogió el pan, dio a cada uno una parte igual y del mismo modo vertió de la botella una medida igual a cada uno. Cuando terminaron de comer prepararon una habitación para Peredur y éste se fue a dormir.
—Escucha, hermana —dijeron los jóvenes a la doncella—, queremos aconsejarte.
—¿Cuál es vuestro consejo? —preguntó ella.
—Que vayas a la habitación de arriba y te ofrezcas al joven como mejor le parezca, como mujer o amante.
—Me parece impropio. Jamás he tenido relación con hombre alguno y ofrecerme a él, antes de que él me lo haya pedido, no lo puedo hacer por nada del mundo.
—Ponemos a Dios por testigo —le dijeron—, si no lo haces, dejaremos que tus enemigos hagan aquí lo que quieran.
Entonces la doncella se levantó y se dirigió a la habitación llorando. Con el ruido de la puerta al abrirse, Peredur se despertó. Las lágrimas corrían por las mejillas de la joven.
—Dime, hermana, ¿por qué lloras de este modo? —le preguntó Peredur.
—Te lo voy a decir, señor. Esta corte pertenecía a mi padre y dominaba el mejor condado del mundo. El hijo de otro conde me pidió a mi padre en matrimonio. Yo no quería ir con él de buen grado y mi padre jamás me habría entregado contra mi voluntad, ni a él ni a ningún conde del mundo. Y mi padre no tenía más hijos que yo. A su muerte, los dominios pasaron a mis manos y deseaba al conde aún menos que antes. Me hizo la guerra y se apoderó de mis dominios, a excepción de esta única casa. Gracias al gran valor de los hombres que has visto, mis hermanos de leche, y a la propia resistencia de la casa, jamás podría ser tomada en tanto duraran los alimentos y la bebida. Pero ya se han agotado y sólo tenemos lo que las monjas que has visto pueden traernos, gracias a la libertad que gozan de recorrer los dominios y el país. Pero ahora ya no tienen ni comida ni bebida. El conde vendrá mañana con todas sus fuerzas a atacar este lugar. Si me coge, no correré mejor suerte que la de ser entregada a sus palafreneros. Por ello he venido a ofrecerme a ti, señor, para que hagas lo que te parezca bien, a cambio de que nos ayudes a salir de aquí o a defendernos.
—Ve a descansar, hermana mía; no te abandonaré sin hacer una cosa o la otra.
La joven fue a dormir.
Al día siguiente por la mañana la doncella se levantó, acudió junto a Peredur y le saludó.
—Dios te dé bien, amiga mía —dijo—. ¿Qué noticias traes?
—Mientras tú estés bien, señor, no podría haberlas peores; el conde y todas sus fuerzas han asediado el castillo, jamás vi en ningún lugar más pabellones ni caballeros llamándose unos a otros para justar.
—Bien —dijo Peredur—, que preparen mi caballo.
Equiparon su caballo. Peredur montó y se dirigió al prado. Había allí un caballero cabalgando sobre su caballo y con el estandarte de combate alzado. Combatieron y Peredur derribó al caballero al suelo por encima de las grupas de su caballo y a muchos otros venció aquel día, y al anochecer, un caballero de alto rango fue a combatir con él y también fue derribado.
—¿Quién eres tú? —dijo Peredur.
—En verdad —respondió—, soy el penteulu[289] del condado.
—¿Qué parte de las posesiones de la condesa está en tu poder?
—El tercio —respondió.
—¡Pues bien! —dijo Peredur—, devuélvele todo el tercio y todo el provecho que has sacado de esa parte. Además, haz que traigan esta noche a la corte comida y bebida para cien hombres, y caballos y armas, y tú serás su prisionero y con esa condición salvarás tu vida.
Tuvo todo aquello sin tardanza. La doncella se alegró mucho aquella noche, pues tenía la tercera parte de sus dominios y comida, bebida, armas y caballos en abundancia.
Al día siguiente, Peredur se dirigió al prado y derribó a gran número de guerreros. Al final del día, un caballero, orgulloso y de alto rango, se enfrentó con él. Peredur lo derribó y le concedió merced.
—¿Quién eres tú? —le dijo.
—El senescal de la corte —respondió.
—¿Qué parte de los dominios de la doncella están en tu poder? —le preguntó Peredur.
—Un tercio —respondió.
—Pues bien —dijo Peredur—, además del tercio de los dominios de la doncella le devolverás todo el provecho que hayas tenido y le darás comida, bebida, caballos y armas para doscientos hombres y serás su prisionero.
Tuvo todo aquello sin demora.
Al tercer día, Peredur se dirigió al prado y derribó a más caballeros que en los días anteriores. Al final, el conde fue a combatir con él; fue derribado y pidió gracia.
—¿Quién eres? —dijo Peredur.
—No quiero ocultarlo —respondió—, soy el conde.
—Pues bien, devolverás todo su condado a la doncella, y le darás el tuyo y comida y bebida para trescientos hombres y todos tus caballos y armas y tú mismo estarás en su poder.
Y Peredur permaneció allí tres semanas para vigilar el cumplimiento de los tributos y la sumisión. Después estableció a la doncella en sus dominios.
—Con tu permiso —dijo entonces Peredur—, quiero seguir mi camino.
—¿Es eso lo que deseas, hermano mío?
—Sí, a fe mía: si no hubiera sido por amor a ti, no me habría quedado tanto tiempo.
—Amigo mío, ¿quién eres? —le preguntó la doncella.
—Peredur, hijo de Evrawc del Norte. Si algo te aflige o corres algún peligro, házmelo saber y te defenderé si puedo.
Entonces Peredur se marchó lejos de allí y encontró a una mujer montada en un caballo muy delgado y cubierto de sudor. Saludó a la joven.
—¿De dónde vienes, hermana mía? —dijo Peredur.
Ella le explicó la razón de su viaje. Era la mujer del Orgulloso del Claro.
—Pues bien —1e dijo—, soy el caballero a causa del cual has sufrido tanto. Se arrepentirá de esto el que te haya causado este sufrimiento.
En ese momento llegó un caballero que preguntó a Peredur si había visto a un caballero al que estaba buscando.
—Ya está bien de palabras —dijo Peredur—. Soy el hombre que buscas. A fe mía, la doncella es completamente inocente en lo que a mí concierne.
No obstante, combatieron y el combate no duró mucho: Peredur derribó al caballero y éste le pidió gracia.
—Te la concedo, a condición de que vuelvas por el mismo camino por el que has venido, hagas saber que consideras inocente a la doncella y que has sido derribado por mí para reparar el ultraje que le has hecho.
El caballero lo juró y Peredur siguió su camino. Y vio un castillo en una montaña. Se dirigió hacia allí y golpeó la puerta con su lanza. En seguida le abrió la puerta un hermoso joven de cabellos castaños, con estatura y cintura de guerrero, pero de la edad de un adolescente. Al entrar en la sala, Peredur vio a una gran mujer, majestuosa, sentada en una silla y alrededor de ella había un gran número de doncellas. La dama lo acogió bien. Cuando llegó el momento, se sentaron a la mesa. Terminada la comida, ella le dijo:
—Señor, harías bien yendo a dormir a otro lugar.
—¿Por qué no puedo dormir aquí? —preguntó.
—Hay aquí, amigo mío, nueve brujas de Kaerloyw (Gloucester) con su padre y su madre, y si al amanecer intentamos escaparnos nos matarán en seguida. Ya se han apoderado de mis dominios y los han devastado todos, a excepción de esta única casa.
—Pues bien —dijo Peredur—, me quedaré aquí esta noche. Si ocurre algún peligro, os socorreré, si puedo; en todo caso, no os causaré ningún perjuicio.
Se fueron a dormir. Al amanecer, Peredur oyó gritos espantosos. Se levantó apresuradamente y salió con la camisa, las calzas y la espada al cuello. Vio cómo una de las brujas alcanzaba al vigilante, que lanzaba grandes gritos. Peredur cayó sobre la bruja y le dio tal golpe con su espada en la cabeza que le abrió el yelmo y cofia como si fueran una simple bandeja.
—¡Merced, Peredur, hijo de Evrawc! —dijo—. ¡Merced de Dios!
—¿Cómo sabes, bruja, que soy Peredur?
—Estaba predicho que me causarías desgracia y que te llevarías mi caballo y mis armas. También que permanecerías conmigo para aprender a cabalgar y a manejar las armas.
—Te concederé merced con esta condición: darás tu fe de que jamás causarás perjuicio en las tierras de la condesa —dijo Peredur.
Peredur le tomó el juramento y con el permiso de la condesa se marchó a la Corte de las Brujas. Permaneció allí tres semanas. Luego escogió un caballo y armas y siguió su camino.
Hacia el atardecer llegó a un valle, y al final del valle, ante la celda de un ermitaño. El ermitaño lo acogió bien y pasó allí la noche. Al día siguiente por la mañana se levantó y salió. Había nevado durante la noche y un halcón había matado a un pato delante de la celda. El ruido del caballo hizo huir al halcón y un cuervo se posó sobre la carne del pájaro. Peredur se detuvo y al ver la negrura del cuervo, la blancura de la nieve y la rojez de la sangre, pensó en los cabellos de la mujer que más amaba, tan negros como el jade, en su piel tan blanca como la nieve, y en sus pómulos tan rojos como la sangre sobre la nieve.
Mientras tanto Arturo y su corte iban en búsqueda de Peredur.
—¿Sabéis quién es el caballero de la lanza larga[290] que está allá abajo en el valle? —preguntó Arturo.
—Señor —dijo alguien—, voy a averiguar quién es.
Entonces el escudero acudió junto a Peredur y le preguntó qué hacía y quién era. Y tan clavado estaba el pensamiento de Peredur en la mujer que más amaba, que no le contestó. El escudero se enfrentó con su lanza y Peredur se volvió contra él y lo derribó por encima de las grupas de su caballo. Veinticuatro escuderos acudieron, uno tras otro, a verle, pero no respondió a ninguno de ellos y con todos jugó al mismo juego: de un solo golpe los derribó al suelo. Entonces fue Kei a verle y le dirigió palabras rudas y desagradables[291]. Peredur le golpeó con la lanza bajo el mentón y lo derribó muy lejos de él, de tal forma que se rompió el brazo y el omóplato y luego pasó con su caballo por encima de su cuerpo veinte veces. Mientras Kei permanecía desvanecido por el dolor, su caballo regresó a galope tendido y cuando las gentes de la corte lo vieron venir sin el caballero, se dirigieron apresuradamente al lugar del encuentro. Al llegar allí, creyeron que Kei estaba muerto; pero vieron que con los cuidados de un buen médico viviría. Peredur tampoco salió de su meditación al ver la muchedumbre que rodeaba a Kei. Transportaron a Kei al pabellón de Arturo e hicieron venir a buenos médicos. Arturo se apenó mucho por los daños que había sufrido Kei, pues sentía gran amor por él.
Gwalchmei dijo entonces que nadie debía molestar en sus meditaciones a un caballero ordenado, pues podía ser que hubiera tenido alguna pérdida, o que estuviera pensando en la mujer que más amaba.
—Probablemente, el que se ha encontrado el último con el caballero ha cometido esa inconveniencia —añadió—. Si te parece bien, señor, iré a ver si ha salido de su meditación. En ese caso, le pediré amablemente que te venga a ver.
Entonces Kei se irritó y dijo palabras amargas y envidiosas:
—Gwalchmei, no dudo que lo traerás hasta aquí de las riendas. Poca gloria y honor conseguirás por vencer a un caballero fatigado y agotado por el combate. De todos modos, así has vencido muchas veces y mientras te duren tu lengua y tus bellas palabras, suficiente arma será para ti una delgada túnica de fina tela. No necesitarás quebrar lanza ni espada para combatir con el caballero que se encuentra en tal situación.
—Kei —respondió Gwalchmei—, si quisieras podrías hablar con más amabilidad. No deberías vengar tu furor y resentimiento conmigo y, en efecto, creo que traeré al caballero sin que me cueste brazo ni hombro[292].
—Has hablado como hombre sabio y sensato —dijo Arturo a Gwalchmei—. Ve, coge armas adecuadas y elige tu caballo.
Gwalchmei se armó y se dirigió rápidamente al paso de su caballo, donde se encontraba Feredur. Estaba apoyado sobre el asta de su lanza, sumergido todavía en la misma meditación. Gwalchmei se acercó a él sin aspecto hostil y le dijo:
—Si supiera que te iba a resultar tan agradable como a mí, conversaría gustosamente contigo. Vengo de parte de Arturo, para rogarte que vayas a verle. Dos se han presentado ante ti con el mismo mensaje.
—Es verdad —dijo Peredur—, pero se han presentado de forma desagradable. Han combatido conmigo para mi disgusto, pues no me complacía ser distraído de mi meditación: pensaba en la mujer a la que más amo. La he recordado al ver la nieve, el cuervo y las gotas de sangre del pato que el halcón mató en la nieve, y pensé que la blancura de su piel se parecía a la nieve, la negrura de sus cabellos y sus cejas al plumaje del cuervo, y los dos puntos rojos de sus mejillas a las dos gotas de sangre.
—No son esos pensamientos innobles —dijo Gwalchmei—, y no me sorprende que te haya disgustado que te distrajeran.
—¿Me dirás si Kei se encuentra en la corte de Arturo? —preguntó Peredur.
—Allí está. Es el último caballero que ha combatido contigo y ha salido malparado del encuentro. Se ha roto el brazo y el omóplato al caer por el golpe de tu lanza —le respondió.
—¡Bien! —dijo Peredur—, no pensaba haber comenzado ya a vengar el ultraje del enano y la enana.
Gwalchmei se sorprendió al oírle hablar del enano y la enana. Se acercó a él, le echó los brazos alrededor del cuello y le preguntó su nombre.
—Me llaman Peredur, hijo de Evrawc —respondió—, ¿y tú quién eres? —dijo.
—Gwalchmei es mi nombre —respondió.
—Me alegra verte —dijo Peredur—. En todos los países donde he estado he oído hablar de tu valor y lealtad. Te ruego que me concedas tu compañía.
—La tendrás, a fe mía; pero dame también la tuya —le respondió.
—Con mucho gusto —dijo Peredur.
Y juntos fueron con alegría y amistad donde estaba Arturo. Y cuando Kei oyó que venían, exclamó:
—Ya sabía que Gwalchmei no necesitaría combatir con el caballero. No es sorprendente que conquiste gran reputación. Hace más con sus bellas palabras que nosotros con la fuerza de nuestras armas.
Peredur y Gwalchmei se dirigieron al pabellón de Gwalchmei para desarmarse. Peredur cogió las mismas ropas que Gwalchmei y luego se dirigieron de la mano junto a Arturo y le saludaron.
—Señor, éste es el hombre que estás buscando desde hace tanto tiempo —dijo Gwalchmei.
—Seas bienvenido, señor —dijo Arturo—. Te quedarás conmigo; si hubiera sabido que tu valor debía mostrarse como lo ha hecho, no habría permitido que me abandonaras. Ha ocurrido lo que te predijeron el enano y la enana a los que Kei maltrató y a los que tú has vengado.
En ese momento llegaron la reina y sus doncellas. Peredur las saludó; le saludaron y dieron la bienvenida. Arturo mostró gran respeto a Peredur y regresaron a Kaer Llion.
La primera noche de su estancia en la corte de Arturo, en Kaer Llion, Peredur recorrió el castillo después de la comida. Encontró a Ygharat[293] Llaw Eurawc (Mano de Oro).
—A fe mía, hermana —dijo Peredur—, eres una doncella agradable y digna de amor. Si quisieras, podría amarte más que a cualquier otra mujer.
—Te doy mi fe —respondió—, que no te amo y que jamás consentiré en amarte.
—Te doy mi fe, que no diré palabra a un cristiano antes de que vengas a amarme más que a cualquier otro hombre —dijo Peredur.
Al día siguiente, Peredur partió y siguió el gran camino a lo largo de la cima de una montaña. Cuando llegó al final de la montaña vio un valle redondo cuyos límites eran boscosos y escarpados, mientras que el centro era llano y con praderas, y entre las praderas y el bosque había campos labrados. En medio del bosque pudo ver grandes casas negras, de construcción tosca. Desmontó y condujo su caballo al bosque, y a cierta distancia del bosque vio una roca escarpada y un sendero que conducía hasta la roca. Un león encadenado dormía junto a la roca. Al lado del león había un profundo precipicio, inmenso, lleno de huesos de animales y hombres. Peredur desenvainó su espada y golpeó al león, de modo que cayó suspendido de la cadena sobre el precipicio; con un segundo golpe rompió la cadena y el león cayó en el precipicio. Peredur hizo pasar a su caballo por el lado de la roca y llegó al valle. En el centro había un hermoso castillo y se dirigió hacia allí. En el prado que había delante del castillo vio a un gran hombre de cabellos grises, el más grande que nunca hubiera visto, y a dos jóvenes lanzando sus cuchillos, cuyos mangos eran de hueso de cetáceos; uno de ellos tenía los cabellos castaños y el otro rubios. Peredur se acercó al hombre de los cabellos grises y le saludó.
—¡Que la vergüenza caiga sobre la barba de mi portero! —exclamó.
Peredur comprendió que el portero era el león. El hombre de los cabellos grises y los dos jóvenes se dirigieron con él al castillo. Era un lugar hermoso y de noble aspecto. Entraron en la sala: las mesas estaban puestas y sobre ellas había comida y bebida en abundancia.
En aquel momento salieron de la habitación una mujer de cierta edad y una joven. Eran las mujeres más grandes que jamás había visto. Se lavaron y fueron a comer. El hombre de los cabellos grises se sentó en la cabecera de la mesa, en el lugar más digno, y la mujer de cierta edad a su lado, y Peredur y la doncella se sentaron juntos. La doncella miró a Peredur y se puso muy triste. Peredur le preguntó la causa de su tristeza.
—Amigo mío —respondió—, desde que te he visto, eres el hombre a quien más amo del mundo. Mucho me pesa ver a un joven tan noble como tú condenado a morir mañana. ¿Has visto la gran cantidad de casas negras que hay en el bosque? Todos son vasallos de mi padre, el hombre de los cabellos grises, y todos son gigantes. Mañana se levantarán contra ti y te matarán. Valle Redondo (Dyffryn Grwn) es el nombre que se da a este valle.
—¡Y bien!, hermosa doncella, ¿cuidarás de que mi caballo y mis armas estén en mi habitación esta noche?
—Por mí y por Dios, lo haré con mucho gusto, si puedo.
Cuando les pareció más oportuno dormir que beber, se fueron a dormir. La doncella cuidó de que el caballo y las armas de Peredur estuvieran en la misma habitación que él.
Al día siguiente por la mañana, Peredur oyó tumulto de hombres y caballos alrededor del castillo. Se levantó, se armó, equipó a su caballo y se dirigió al prado. La mujer mayor y la doncella fueron a ver al hombre de los cabellos grises.
—Señor —dijeron—, toma la fe del joven de que no dirá nada de lo que ha visto aquí y nosotras daremos la fe de que no lo hará.
—De ningún modo —respondió.
Peredur combatió con la hueste y hacia el atardecer ya había matado al tercio de la hueste, sin que ninguno de ellos le hubiera causado el menor daño. La mujer mayor dijo entonces:
—¡Bien! El joven ha matado a muchos de tus hombres, ¡concédele gracia!
—De ningún modo —respondió.
La mujer y la bella doncella miraban desde la almena del castillo. En esto Peredur se enfrentó con el joven de cabellos rubios y lo mató.
—Señor —exclamó la doncella—, concede gracia al joven.
—De ningún modo —respondió el hombre de cabellos grises.
Entonces Peredur se enfrentó con el joven de cabellos castaños y lo mató.
—Habrías hecho mejor concediendo gracia a este joven antes de que hubiera matado a tus dos hijos. Ahora te resultará difícil escapar.
—Ve tú, doncella, y ruégale que nos conceda gracia, puesto que nosotros no se la hemos concedido a él.
La doncella acudió junto a Peredur y le pidió gracia para su padre y aquellos hombres que aún estaban con vida.
—Te la concedo —dijo Peredur— a condición de que tu padre y todos los que están por debajo de él vayan a prestar homenaje al emperador Arturo y le digan que es Peredur quien le ha hecho este servicio.
—Lo haremos con mucho gusto.
—Además os haréis bautizar y pediré a Arturo que otorgue para siempre este valle a ti y a tus herederos.
Entonces entraron y la mujer y el hombre de los cabellos grises saludaron a Peredur. El hombre le dijo:
—Desde que poseo este valle, eres el primer cristiano que he visto salir de él con vida. Iremos a prestar homenaje a Arturo, tomar la fe y el bautismo.
—Doy gracias a Dios —dijo Peredur— de no haber roto el juramento que hice a la mujer que más amo de no hablar a ningún cristiano.
Aquella noche permanecieron en el castillo. Al día siguiente, el hombre de cabellos grises y su hueste se dirigieron a la corte de Arturo y le prestaron homenaje y Arturo los hizo bautizar. El hombre de los cabellos grises contó a Arturo que había sido Peredur quien le había vencido. Arturo entregó el valle al hombre de cabellos grises y a sus herederos para conservarlo bajo su poder, tal como le había pedido Peredur. Luego, con el permiso de Arturo, el hombre de cabellos grises regresó al Valle Redondo.
Al día siguiente por la mañana, Peredur siguió su camino a través de tierras salvajes sin encontrar ninguna construcción. Finalmente llegó a una pequeña casa muy pobre y allí oyó decir que una serpiente que yacía sobre un anillo de oro no permitía vivienda alguna a siete millas a la redonda. Peredur se dirigió donde estaba la serpiente y luchó con furia, valor y desesperación. Al final la mató y se apoderó del anillo.
Durante mucho tiempo erró, sin dirigir la palabra a ningún cristiano; al final perdió su color y belleza, a causa de la nostalgia que sentía por la corte de Arturo, la mujer que más amaba y sus compañeros.
Entonces se dirigió a la corte de Arturo y por el camino encontró a gentes de Arturo y a Kei a su cabeza, que iban a cumplir una misión. Peredur les reconoció a todos, pero nadie le reconoció a él.
—¿De dónde vienes, señor? —dijo Kei.
Se lo preguntó dos y tres veces y Peredur no respondió. Kei le golpeó con su lanza y le atravesó el muslo. Para no verse forzado a hablar y romper su juramento, Peredur hizo caso omiso y no se tomó venganza.
—Por mí y por mi Dios, Kei —dijo Gwalchmei—, has hecho mal al herir a un joven como éste, porque no puede hablar.
Regresó a la corte de Arturo.
—Señora —dijo a Gwenhwyvar—, mira con qué maldad ha herido Kei a este joven porque no podía hablar. Haz que los médicos lo cuiden y a mi regreso sabré reconocer este servicio.
Antes de que los hombres hubieran regresado de su expedición, un caballero llegó al prado junto a la corte de Arturo a buscar a un hombre con quien combatir. Lo consiguió: el caballero derribó a su adversario y todos los días derribaba a algún hombre. Un día, Arturo y su séquito fueron a la iglesia. Vieron al caballero con su estandarte de combate alzado.
—Por el valor de mis hombres —dijo Arturo—, no me iré de aquí antes de que me traigas mi caballo y mis armas para combatir con este patán.
Los sirvientes fueron a buscar su caballo y sus armas. Y Peredur se encontró con ellos cuando volvían y cogió el caballo y las armas, y se dirigió al prado. Entonces todos, al verle ir al encuentro del caballero, subieron a lo alto de las casas, a la colina y a lugares elevados para contemplar el combate. Peredur hizo un signo al caballero con la mano, que indicaba el comienzo del combate. El caballero se precipitó contra él, pero no le movió del sitio. Entonces Peredur lanzó su caballo a todo galope, le atacó con valor y furia, terrible y duramente, y con ardor y fiereza le golpeó bajo el mentón, le hizo saltar de la silla lanzándolo muy lejos de él. Luego volvió y dejó el caballo y las armas a los escuderos. Después se dirigió a pie a la corte. Desde entonces le llamaron el Caballero Mudo.
En aquel momento le vio Agharat Law Eurawc (Mano de Oro).
—Por mí y por Dios, señor —dijo ella—, es una gran lástima que no puedas hablar. Si pudieras, te amaría más que a cualquier hombre; y a fe mía, aunque no puedas, te amaré más que a nada del mundo.
—Dios te lo pague, hermana —dijo Peredur—; a fe mía, yo también te amo.
Entonces reconocieron a Peredur. Vivió en compañía de Gwalchmei, de Owein, hijo de Uryen, y de todos los caballeros de la corte y permaneció en la corte de Arturo.
Arturo estaba en Kaer Llion, junto al Wysc. Un día fue a cazar con Peredur. Peredur lanzó a su perro sobre un ciervo. El perro mató al ciervo en un lugar desierto. A cierta distancia de él, Peredur vio indicios de viviendas y se dirigió en aquella dirección. Vio una sala, y en la puerta a tres jóvenes calvos y de piel curtida jugando al ajedrez. Al entrar vio a tres doncellas sentadas sobre un lecho, con regios atavíos, tal como corresponde a gentes de noble nacimiento. Fue a sentarse junto a ellas, y una de ellas le miró con atención y empezó a llorar. Peredur le preguntó por qué lloraba.
—Mucho me pesa ver cómo matan a un joven tan hermoso como tú —dijo ella.
—¿Quién quiere matarme? preguntó Peredur.
—Si no fuera peligroso que permanezcas aquí, te lo diría.
—Por muy grande que sea el peligro si permanezco aquí, te escucharé.
—Mi padre es el dueño de esta corte y mata a todos los que vienen aquí sin su permiso.
—¿Qué tipo de hombre es vuestro padre, para que pueda matar así a todos?
—Un hombre que odia y oprime a todos sus vecinos y que jamás ha hecho bien a nadie de los que le rodean.
En aquel momento vio que los jóvenes se levantaban y quitaban las piezas del tablero. Oyó un gran ruido y después del ruido entró un gran hombre negro y tuerto. Las doncellas se levantaron y le quitaron sus vestimentas. Fue a sentarse. Cuando estuvo cómodamente sentado, dirigió la mirada a Peredur y preguntó quién era aquel caballero.
—Señor —dijo la doncella que había hablado con Peredur—, es el joven más hermoso y más noble que jamás hayas visto. Por Dios y en nombre de tu dignidad, compórtate gentilmente con él.
—Por amor a ti, así lo haré y le concederé la vida por esta noche.
Entonces Peredur se acercó con ellos al fuego, comió, bebió y conversó con las doncellas y cuando estuvo ebrio por la bebida, Peredur dijo al hombre negro:
—Me sorprende que te consideres tan fuerte. ¿Quién te quitó el ojo?
—Siempre he tenido por costumbre no dejar con vida, ni por favor ni a ningún precio, a cualquiera que me preguntara lo que tú acabas de preguntar —respondió.
—Señor —dijo la doncella—, aunque diga necedades por la embriaguez, se fiel a tu palabra y a la promesa que me has hecho.
—Lo haré con mucho gusto, por amor a ti —dijo el hombre negro—. Le dejaré con vida esta noche.
Y así fue. Al día siguiente, el hombre negro se levantó, se armó y dijo a Peredur:
—Levántate, hombre, para sufrir la muerte.
—Si quieres combatir conmigo, hombre negro, una de las dos cosas: o te quitas tus armas o me das armas para el combate —dijo Peredur.
—¡Ah! —le respondió—, ¿podrías combatir si tuvieras armas? Coge las que quieras.
En esto la doncella llevó a Peredur las armas que le convinieron. Combatió con el hombre negro hasta que éste tuvo que pedirle gracia.
—Hombre negro, tendrás gracia durante el tiempo que tardes en decirme quién te sacó el ojo —dijo Peredur.
—Señor, te lo diré: ocurrió combatiendo con la Serpiente Negra de Carn[294]. Hay allí un montículo al que llaman Cruc Galarus (Monte Doloroso) y en este montículo hay un carn, y en el carn una serpiente y en la cola de la serpiente una piedra. La piedra tiene la virtud de que cualquiera que la tenga en una mano puede tener en la otra el oro que desee. Combatiendo con la serpiente perdí mi ojo. Mi nombre es el Negro Opresor (Du Trahaawc) y me llaman así porque siempre he oprimido a todos los que estaban a mi alrededor y no he hecho bien a nadie.
—¿A qué distancia de aquí se encuentra el monte que dices?
—Contaré las jornadas de viaje que hay hasta allí, y te diré a qué distancia está. El día en que partas de aquí, llegarás a la corte de los Niños del Rey del Sufrimiento.
—¿Por qué se les llama así?
—El addanc[295] del lago los mata cada día. De allí te dirigirás a la corte de la Señora de las Proezas.
—¿Cuáles son sus proezas?
—Su casa se compone de trescientos hombres. A todo extranjero que llega a la corte le cuentan las proezas de la casa. Los trescientos hombres están sentados lo más cerca posible de la señora, no por falta de consideración hacia los huéspedes, sino para contar las proezas de la casa. El día en que te vayas de aquí llegarás al Monte Doloroso. Allí se encuentran alrededor del monte los propietarios de trescientos pabellones guardando la serpiente.
—Puesto que durante tanto tiempo has sido una plaga —dijo Peredur—, me ocuparé de que en lo sucesivo dejes de serlo.
Y Peredur lo mató y la doncella que había hablado con él le dijo entonces:
—Si al venir aquí eras pobre, serás rico en lo sucesivo con el tesoro del hombre negro al que has matado. Ya ves qué bellas y agradables doncellas hay en esta corte. Podrás tener a la que desees.
—No he venido aquí desde mi país para tomar mujer, señora. Pero veo aquí a jóvenes amables: que todos se emparejen como deseen. No necesito nada de vuestros bienes.
Peredur siguió su camino y llegó a la corte de los Hijos del Rey de los Sufrimientos. Cuando entró en la corte sólo vio mujeres. Se levantaron a su llegada y le dieron la bienvenida. Empezaba a conversar con ellas cuando vio venir a un caballo con una silla y sobre la silla un cadáver. Una de las mujeres se levantó, cogió el cadáver de la silla, lo bañó en una tina llena de agua caliente, más baja que la puerta, y le aplicó un ungüento precioso. El hombre resucitó, fue a saludar a Peredur y le dio la bienvenida. Llegaron otros dos cuerpos en las sillas y la mujer los trató del mismo modo que al primero. Peredur preguntó qué era todo aquello. Le dijeron que había un addanc en una cueva y que los mataba cada día. Y no dijeron más aquella noche.
Al día siguiente, los jóvenes se dispusieron a partir y Peredur les pidió que le dejaran ir con ellos por amor a sus amantes. Ellos se negaron, diciéndole que si le mataban nadie podría volverle a la vida. Entonces se marcharon y Peredur les siguió. Los había perdido de vista cuando encontró, sentada en lo alto de un monte, a la mujer más bella que jamás había visto.
—Conozco el objeto de tu viaje —le dijo—. Vas a combatir con el addanc y te matará no por su valor, sino por su astucia. A la entrada de la cueva hay un pilar de piedra y puede ver a todos los que llegan sin ser visto por nadie. Protegido por el pilar, mata a todos los que llegan con una lanza envenenada. Si me das tu fe de amarme más que a ninguna otra mujer en el mundo te daré una piedra, de forma que al entrar tú le podrás ver sin ser visto por él.
—Lo juro —dijo Peredur—. En cuanto te he visto, te he amado. ¿Y dónde podré encontrarte?
—Búscame en dirección a la India —le respondió. Y la doncella desapareció después de haber puesto la piedra en la mano de Peredur.
Siguió su camino a través de un valle regado por un río. Sus límites eran boscosos, pero a ambos lados del río se extendían prados. En una de las orillas había un rebaño de corderos blancos y en la otra un rebaño de corderos negros. Cada vez que un cordero blanco balaba, un cordero negro atravesaba el agua y se volvía blanco. Cada vez que balaba, un cordero negro, un cordero blanco atravesaba el agua y se volvía negro.
En la orilla del río vio un gran árbol y la mitad del árbol ardía desde la raíz hasta la cima y la otra mitad tenía verde hojarasca. Más arriba, Peredur vio sentado en la cima del monte a un joven que sujetaba con la correa a dos perros de caza de pecho blanco y moteados, tendidos a su lado. Peredur pensó que jamás había visto a nadie de aspecto tan regio. En el bosque que se encontraba frente a él oyó a perros levantando una manada de ciervos. Peredur saludó al joven y éste le devolvió el saludo. Como del monte salían tres senderos, dos de ellos anchos y el tercero más estrecho, Peredur le preguntó a dónde conducían.
—Un sendero conduce a mi corte —contestó—. Te aconsejo que te dirijas allí donde está mi mujer o que te quedes aquí conmigo y verás a los perros acosando a los fatigados ciervos desde el bosque hasta la llanura; luego verás a los mejores lebreles y a los más bravos que jamás hayas visto, matando a los ciervos junto al agua a nuestro lado. Cuando llegue el momento de comer, mi criado vendrá con mi caballo y serás bien recibido esta noche en la corte.
—Que Dios te lo pague, pero no me quedaré. Quiero seguir mi camino.
—El segundo sendero conduce a una ciudad que está cerca de aquí, donde encontrarás, a cambio de dinero, comida y bebida. El tercero, más estrecho, conduce a la cueva del addanc.
—Con tu permiso, señor, a ese lugar me dirijo.
Y Peredur se dirigió a la cueva y cogió la piedra en su mano izquierda y la lanza en su mano derecha. Al entrar vio al addannc. Lo atravesó de un golpe de lanza y le cortó la cabeza. Al salir de la cueva encontró en la entrada a sus tres compañeros. Saludaron a Peredur y le dijeron que estaba predicho que sería él quien destruyera la plaga. Peredur les dio la cabeza de la serpiente y ellos a cambio le ofrecieron que tomara como mujer a la que prefiriera de sus tres hermanas y la mitad de su reino con ella.
—No he venido aquí para tomar mujer —dijo Peredur—. Pero si hubiera deseado a alguna mujer, posiblemente habría sido vuestra hermana a la que más hubiera deseado.
Y Peredur continuó su camino y oyó un gran ruido detrás de él. Se giró y vio a un hombre montado en un caballo rojo y cubierto de armas rojas. Al llegar frente a Peredur, el caballero le saludó en nombre de Dios y de los hombres y Peredur saludó al caballero con amabilidad.
—Señor —dijo éste—, he venido aquí para hacerte una petición.
—¿Cuál? —preguntó Peredur.
—Quiero ser tu vasallo —le respondió.
—¿Y a quién tendría por vasallo, si te tomara?
—No ocultaré quién soy. Me llaman Etlym Gleddyvcoch (Espada Roja) y soy conde de las marcas del Este.
—Me sorprende que te ofrezcas como vasallo a un hombre cuyos dominios no son mayores que los tuyos. Sólo poseo un condado. Pero puesto que quieres ser mi vasallo, te acepto gustoso.
Se dirigieron a la corte de la condesa de las Proezas. En la corte fueron bien recibidos. Les dijeron que si les sentaban en la mesa en un lugar más bajo que a la familia, no era para faltarles al respeto, sino porque era la costumbre de la corte. Aquél que venciera a los trescientos hombres de la condesa tendría el derecho de sentarse a la mesa lo más cerca posible de ella y sería a quien ella más amara. Peredur derribó a los trescientos hombres de la casa y se sentó junto a la condesa, que le dijo:
—Doy gracias a Dios por tener a un joven tan hermoso y valiente como tú, puesto que jamás he tenido al hombre que más amaba.
—¿Quién era? —le preguntó Peredur.
—Por mi fe, Etlym Gleddyvcoch (Espada Roja) era el hombre que más amaba, pero jamás le he visto.
—En verdad —respondió—, Edym es mi compañero y está aquí. Por amor a él he combatido con tus gentes; él habría podido hacerlo mejor que yo, si hubiera querido. Te lo entrego.
—Dios te lo pague, hermoso joven; acepto al hombre al que más amo.
Y aquella noche Etlym y la condesa se acostaron juntos.
Al día siguiente Peredur quiso partir hacia el Monte Doloroso.
—Por tu mano, señor —dijo Etlym—, quiero ir contigo.
Siguieron su camino hasta que vieron el monte y los pabellones.
—Dirígete a esas gentes —dijo Peredur a Etlym-y ordénales que vengan a prestarme homenaje.
Etlym fue hacia ellos y les dijo:
—Venid a prestar homenaje a mi señor.
—¿Y quién es tu señor? —le preguntaron.
—Peredur Paladyr Hir (Lanza Larga) —respondió Etlym.
—Si estuviera permitido matar a un mensajero, no volverías vivo junto a tu señor por haber hecho a reyes, condes y barones una petición tan arrogante como la de ir a prestar homenaje a tu señor.
Etlym regresó junto a Péredur. Peredur le pidió que regresara junto a ellos y les diera a escoger entre prestarle homenaje o combatir con él. Prefirieron combatir. Y aquel mismo día Peredur derribó a los propietarios de cien pabellones. Al día siguiente derribó a los propietarios de otros cien. Al tercer día, los cien que quedaban decidieron prestarle homenaje. Peredur les preguntó lo que hacían allí. Le respondieron que vigilaban a la serpiente hasta que estuviera muerta; luego combatirían entre ellos por la piedra y ésta pertenecería al vencedor.
—Esperadme aquí —dijo Peredur—, voy a luchar contra la serpiente.
—No, señor —dijeron—. Iremos juntos a combatir con la serpiente.
—En modo alguno —dijo Peredur—. Si alguien matara a la serpiente jamás conquistaría la fama entre vosotros.
Y se dirigió al lugar donde estaba la serpiente y la mató. Luego volvió junto a ellos y les dijo:
—Contad vuestros gastos desde que habéis venido aquí y os pagaré en oro.
Pagó a cada uno lo que correspondía y sólo les pidió que fueran sus vasallos. Luego dijo a Etlym:
—Vuelve junto a la mujer que más amas y yo seguiré mi camino, quiero recompensarte por el homenaje que me has prestado.
Y entonces dio la piedra a Etlym.
—Dios te lo pague y allane el camino ante ti —dijo Etlym.
Peredur se alejó y llegó a un valle regado por un río, el más bello que jamás hubiera visto. Vio allí muchos pabellones de diferentes colores; pero lo que más le sorprendió fue la gran cantidad de molinos de agua y molinos de viento que había allí. Tropezó con un hombre de cabellos castaños que tenía aspecto de artesano y le preguntó quién era.
—Soy el jefe molinero de todos estos molinos —respondió.
—¿Podrías alojarme en tu casa? —le preguntó Peredur.
—Con mucho gusto —le respondió.
Peredur fue a casa del molinero y vio que la casa del molinero era bonita y agradable. Pidió dinero en préstamo al molinero para comprar comida y bebida para él y las gentes de la casa, y se comprometió a devolvérselo antes de partir. Luego preguntó al molinero la razón de toda aquella aglomeración. El molinero dijo a Peredur:
—Una de las dos cosas: o vienes de muy lejos o eres un necio. La emperatriz de la gran Cristinobyl (Constantinopla) está aquí y sólo quiere por esposo al hombre más valeroso, pues no necesita riquezas. Se han establecido aquí una multitud de molinos porque sería imposible traer víveres para tantos millares de hombres.
Aquella noche descansaron.
Al día siguiente Peredur se levantó, se armó y equipó a su caballo para ir al torneo. En medio de los pabellones distinguió uno, el más bello que jamás hubiera visto, y vio a una bella doncella que sacaba la cabeza por la ventana del pabellón. Jamás había visto una doncella más bella. Iba vestida con brocado de oro. Peredur la miró fijamente y su amor le penetró profundamente. Se quedó contemplándola desde la mañana hasta el mediodía y desde el mediodía hasta nonas. El torneo terminó y volvió a su alojamiento. Se quitó las armas y pidió dinero en préstamo al molinero. La mujer del molinero se indignó con Peredur, pero no obstante, el molinero se lo prestó. Al día siguiente hizo lo mismo que el día anterior. Luego volvió por la noche a su alojamiento y tomó dinero prestado del molinero.
Al tercer día, mientras estaba en el mismo lugar contemplando a la doncella, recibió un gran golpe del mango de un hacha entre el cuello y los hombros. Regresó, y cuando el molinero le vio, le dijo:
—Escoge una de las dos cosas: o te marchas o vas al torneo.
Peredur sonrió al oírle y se dirigió al torneo. Derribó a todos los que se enfrentaron con él aquel día; envió todos los hombres que derribó como presente a la emperatriz y los caballos y las armas a la mujer del molinero como pago por el dinero prestado. Peredur siguió en el torneo hasta que los hubo derribado a todos. Y envió a la emperatriz como prisioneros a todos los hombres que derribó y los caballos y las armas a la mujer del molinero como pago por el dinero prestado.
La emperatriz envió a un mensajero, junto al Caballero del Molino, para pedirle que fuera a verle. Peredur hizo caso omiso al primer mensaje y la emperatriz envió un segundo. A la tercera vez le envió a cien caballeros a pedirle que fuera a verle y si no iba por su propia voluntad ordenó que lo llevaran a la fuerza. Acudieron junto a él y le transmitieron el mensaje de la emperatriz. Jugó muy bien con ellos. Los hizo atar con cuerdas de nervios de corzos y los echó en el cercado del molino.
La emperatriz pidió consejo al más sabio de sus consejeros. Le dijo que con su permiso iría a ver a Peredur. Acudió junto a él, le saludó y rogó, por el amor de su amante, que fuera a ver a la emperatriz, y Peredur fue allí con el molinero y se sentó en el primer sitio que vio al entrar en el pabellón. La emperatriz fue a sentarse junto a él y, después de una breve conversación, Peredur se despidió de ella y volvió a su alojamiento.
Al día siguiente volvió a verla. Cuando entró en el pabellón no había lugar que se encontrara en más pobre estado que otro, ya que no sabían dónde iría a sentarse. Peredur se sentó junto a la emperatriz y conversaron amigablemente. En esto entró un hombre negro que en la mano llevaba una copa de oro llena de vino. Se arrodilló ante la emperatriz y le rogó que sólo se lo diera a aquél que quisiera combatir con él delante de ella.
Ella miró a Peredur.
—Señora —dijo Peredur—, dame la copa.
Bebió el vino y dio la copa a la mujer del molinero. En esto entró otro hombre negro, mayor que el primero, llevando una uña de pryv[296] en la mano, en forma de copa y llena de vino. Se lo dio a la emperatriz y le rogó que sólo se lo regalara a quien combatiera con él.
—Señora —dijo Peredur—, dámela.
Y, se la dio a Peredur y Peredur bebió el vino y dio la copa a la mujer del molinero. En aquel momento entró un hombre de cabellos pelirrojos rizados, más grande que los dos anteriores, con una copa de cristal en la mano llena de vino. Se arrodilló y la puso en la mano de la emperatriz pidiéndole que sólo se la diera a quien combatiera con él. Ella se la dio a Peredur y éste se la envió a la mujer del molinero. Peredur pasó aquella noche en su alojamiento. Al día siguiente se armó y equipó a su caballo y se dirigió al prado. Peredur mató a los tres hombres negros y luego se dirigió al pabellón.
—Bello Peredur —le dijo la emperatriz—, recuerda la fe que me diste cuando te regalé la piedra y mataste al addanc.
—Señora, dices verdad, no lo he olvidado —respondió Peredur.
Y Peredur gobernó con la emperatriz durante catorce años, según cuenta la historia.
Arturo se encontraba en Kaer Llion, junto al Wysc, su corte principal. En medio de la sala estaban sentados cuatro hombres sobre un manto de brocado: Owein, hijo de Uryen; Gwalchmei, hijo de Gwyar; Hywell, hijo de Emyr Llydaw, y Peredur Paladyr Hir (Larga Lanza). De pronto entró una joven con los cabellos negros rizados en un mulo amarillo, llevando en la mano bastas lanas. Su aspecto era rudo y desagradable: su rostro y sus manos eran más negras que el hierro más negro templado en la pez. Pero el color no era lo más feo de ella, sino la forma de su cuerpo; tenía prominentes mejillas y la piel de la cara le colgaba, su nariz era pequeña pero de amplias aletas y tenía un ojo gris verde brillante y el otro negro como el jade, hundido profundamente en la cabeza. Los dientes eran largos y amarillos, más amarillos que la flor de la retama, y su vientre se abultaba en el esternón hasta más arriba del mentón. Su espina dorsal tenía forma de cayado. Sus caderas eran anchas de hueso, pero toda la parte inferior de su cuerpo era delgado, a excepción de los pies y las rodillas que eran gruesos.
Saludó a Arturo y a toda su casa menos a Peredur. Habló a Peredur en términos irritados y desagradables:
—Peredur, no te saludo, pues no lo mereces. El destino estaba ciego cuando te concedió sus favores y la gloria. Cuando fuiste a la corte del Rey Tullido, viste allí a un joven que llevaba una lanza de cuyo extremo manaba una gota de sangre que corrió, como si fuera un torrente, hasta el puño del joven; y viste además otros prodigios, pero no preguntaste ni por el significado ni por la causa. Si lo hubieras hecho, el rey habría conseguido salud y paz para sus estados. Pero en lo sucesivo sólo habrá combates y guerras, caballeros muertos, mujeres viudas y doncellas que no encontrarán socorro, y todo por tu culpa —y dirigiéndose a Arturo dijo—: Señor, con tu permiso, mi alojamiento está lejos de aquí y no es otro que el Noble Castillo (syberw). No sé si has oído hablar de él. Hay allí quinientos sesenta y seis caballeros ordenados y cada uno tiene con él a la mujer que más ama. Cualquiera que desee conquistar la gloria por las armas, la justa y los combates, la encontrará allí, si es digno de ello. Pero aquél que aspire a la mayor fama y gloria sé dónde podrá conquistarla. En una montaña que se ve desde todos los lugares hay un castillo, y en ese castillo una doncella a la que tienen asediada. Quien la libere adquirirá la mayor fama del mundo.
Diciendo estas palabras, ella siguió su camino.
—A fe mía —dijo Gwalchmei—, no dormiré tranquilo hasta que sepa si puedo liberar a la doncella.
Muchos hombres de Arturo sintieron lo mismo que Gwalchmei. De otra forma habló Peredur:
—A fe mía, no dormiré en paz hasta que no conozca la historia y el significado de la lanza de la que ha hablado la joven negra.
Todos se estaban preparando, cuando se presentó en la entrada un caballero que tenía la estatura y el vigor de un guerrero, equipado de caballo y armas. Saludó a Arturo y a toda su casa menos a Gwalchmei. En el hombro llevaba un escudo labrado en oro con una banda de azur y todas sus armas eran del mismo color. Dijo a Gwalchmei:
—Has matado a mi señor con engaños y a traición, y lo probaré contra ti.
Gwalchmei se levantó y dijo:
—Toma mi gaje contra ti, aquí o en el lugar que quieras, pues no soy ni embustero ni traidor.
—La batalla entre tú y yo deberá ser en presencia del rey, mi soberano.
—Con mucho gusto —dijo Gwalchmei—, Sigue tu camino, yo te seguiré.
El caballero siguió su camino y Gwalchmei hizo sus preparativos. Le ofrecieron más armas, pero él sólo quiso las suyas. Una vez armados, Gwalchmei y Peredur partieron tras el caballero juntos por camaradería y por el gran afecto mutuo que sentían. Pero no fueron juntos a la búsqueda, sino cada uno por su lado.
Al amanecer, Gwalchmei llegó a un valle regado por un río y en el valle vio un recinto amurallado y en el recinto una gran corte rodeada por poderosas torres muy elevadas. Vio salir a un caballero que partía para la caza, montado sobre un palafrén de un negro reluciente, con ollares anchos que trotaba a paso fogoso y acompasado, rápido y seguro. El hombre era el propietario de la corte. Gwalchmei le saludó.
—Dios te proteja, señor —dijo el caballero—, ¿de dónde vienes?
—De la corte de Arturo —respondió.
—¿Eres vasallo de Arturo? le preguntó.
—Sí, a fe mía —elijo Gwalchmei.
—Te daré un buen consejo —dijo el caballero—. Te veo cansado y agotado, ve a mi corte y quédate allí esta noche, si te parece bien.
—Con mucho gusto, señor. Dios te lo pague.
—Toma este anillo como señal para el portero; luego dirígete a aquella torre. Allí se encuentra mi hermana.
Gwalchmei se presentó en la entrada, enseñó el anillo al portero y se dirigió a la torre.
En el interior ardía un gran fuego del que salía una llama clara, elevada y sin humo; junto al fuego estaba sentada una hermosa y majestuosa doncella, y la doncella se alegró al verle, le dio la bienvenida y fue a su encuentro. Y él fue a sentarse junto a la joven. Comieron y después mantuvieron una conversación amigable. En esto entró un hombre de cabellos blancos, respetable.
—¡Ah, miserable puta! —exclamó—. ¡Si supieras lo impropio que es estar aquí sentada y jugando con este hombre, con toda seguridad ni te sentarías ni jugarías con él!
Diciendo estas palabras se marchó.
—Señor —dijo la doncella—, sí siguieras mi consejo, cerrarías la puerta, pues este hombre puede ponerte en peligro.
Gwalchmei se levantó. Al llegar a la puerta vio que el hombre completamente armado subía a la torre con otros sesenta compañeros.
Gwalchmei se protegió con el tablero de ajedrez y logró impedir que subieran, hasta que el conde hubo regresado de la caza.
—¿Qué ocurre aquí? —dijo el conde al llegar.
—Algo poco honroso —respondió el hombre de los cabellos blancos—. Esa vil mujer ha estado toda la noche sentada y bebiendo en compañía del hombre que mató a vuestro padre: es Gwalchmei, hijo de Gwyar.
—Deteneos ahora —dijo el conde—. Voy a entrar.
El conde dio la bienvenida a Gwalchmei.
—Señor —dijo—, has obrado mal viniendo a nuestra corte, si sabías que habías matado a nuestro padre. Aunque nosotros no podamos vengarle, Dios le vengará.
—Amigo —dijo Gwalchmei—, la verdad a este respecto es la siguiente: no he venido aquí para confesar que maté a vuestro padre ni para negarlo. Estoy cumpliendo una misión para Arturo y que también a mí me atañe, Te pido un plazo de un año, hasta la vuelta de mi misión, y entonces, a fe mía, vendré a esta corte para confesarlo o negarlo.
Se le concedió el plazo y pasó la noche en la corte. Al día siguiente partió y la historia no dice nada más con respecto a esta expedición de Gwalchmei[297].
Peredur seguía su camino. Erró a través de la isla buscando noticias de la joven negra, pero no logró saber nada, y llegó a una tierra que no conocía, en el valle de un río. Cuando estaba atravesando el valle vio venir a un hombre a caballo con insignias de sacerdote y le pidió su bendición.
—Miserable —respondió—, no mereces mi bendición y ninguna ventura te aportará llevar armas en un día como hoy.
—¿Qué día es hoy? —preguntó Peredur.
—Hoy es Viernes Santo —le respondió.
—No me hagas reproches, no lo sabía. Hoy hace un año que salí de mi país.
Entonces Peredur desmontó y llevó su caballo de las bridas. Siguió durante un rato el camino grande y luego cogió un atajo que le condujo a través del bosque. Al final del bosque vio un castillo que le pareció habitado. Se dirigió allí y a la entrada encontró al mismo sacerdote con el que se había encontrado antes y le pidió la bendición.
—Dios te bendiga —respondió el sacerdote—, es más adecuado viajar así en el día de hoy. Esta noche te quedarás conmigo.
Peredur pasó la noche en el castillo. Al día siguiente, como Peredur pensaba partir, el sacerdote le dijo:
—No es día hoy para viajar. Te quedarás conmigo, hoy, mañana y pasado mañana, y te diré todo lo que sé con respecto a lo que buscas.
Al cuarto día Peredur decidió seguir su camino y preguntó al sacerdote por el Castillo de los Prodigios[298].
—Te diré todo lo que sé —le respondió—. Atraviesa aquella montaña y al otro lado de la montaña encontrarás un río y en el valle de ese río la corte de un rey. En Pascuas estuvo allí el rey. Si hay un lugar donde te puedan decir algo del Castillo de los Prodigios, ése es realmente el único.
Peredur partió y llegó al valle del río y allí encontró un séquito que iba a cazar y en medio de aquellas gentes había un hombre de alto rango. Peredur le saludó y aquel hombre le dijo:
—Escoge, señor: o vienes de caza con nosotros o vas a la corte. Enviaré a alguien de mi séquito para que te conduzca hasta mi hija que está en la corte, y ella te dará de comer y beber mientras esperas que regrese de la caza. Si estás buscando algo que yo te pueda procurar, lo haré con mucho gusto.
El rey hizo acompañar a Peredur por un criado pequeño y rubio. Cuando llegaron a la corte, la señora acababa de levantarse y se disponía a lavarse. Peredur se acercó a ella, le saludó con cortesía y le hizo sentar a su lado. Comieron juntos. A todo lo que Peredur le decía, ella respondía con fuertes risas, de modo que toda la corte podía oírla.
—A fe mía —dijo entonces el pequeño criado de cabellos rubios—, si alguna vez has tenido marido, es realmente este joven. Si todavía no lo has tenido, con toda seguridad que tu espíritu y pensamiento se han clavado en él.
Luego el pequeño criado rubio se dirigió junto al rey y le dijo que, según su parecer, el joven al que había encontrado era el marido de su hija.
—Si aún no lo es —añadió—, lo será en seguida, si no te pones en guardia.
—¿Cuál es tu consejo, criado? —dijo el rey.
—Te aconsejo que envíes a hombres valientes para que caigan sobre él y lo tengas en tu poder hasta que estés seguro de él.
El rey envió a sus hombres para que apresaran a Peredur y lo encerraran. Entonces la doncella fue a ver a su padre y le preguntó por qué había hecho encerrar al caballero de la corte de Arturo.
—En verdad —respondió—, no estará libre ni esta noche, ni mañana, ni pasado mañana y jamás saldrá del lugar donde está.
Ella no protestó a lo que había dicho el rey y acudió junto al joven.
—¿Te resulta desagradable estar aquí? —le preguntó.
—Preferiría no encontrarme en esta situación —respondió.
—Tu lecho y tu estancia no serán peores que los del rey y tendrás a tu gusto las mejores canciones de la corte. Si te resulta agradable que coloque aquí mi lecho para conversar contigo, lo haré con mucho gusto.
—No me opondré a ello.
Pasó aquella noche en prisión y la doncella le dio todo lo que le había prometido.
Al día siguiente Peredur oyó ruido en la ciudad.
—Hermosa doncella —dijo—, ¿qué es ese ruido?
—El ejército del rey y todas sus fuerzas vienen hoy a esta ciudad.
—¿Con qué fin?
—Hay cerca de aquí un conde que posee dos condados y es tan poderoso como el rey. Hoy combatirán.
—Quiero hacerte un ruego —dijo Peredur—, tráeme caballo y armas para asistir a la lucha y juro volver a mi prisión.
—Con mucho gusto, tendrás caballo y armas.
Ella le procuró el caballo y las armas, así como una cota de armas roja para encima de sus armas y un escudo amarillo que le colgó del hombro. Peredur fue al combate y aquel día derribó a todos los hombres del conde con los que se enfrentó. Luego volvió a la prisión. La doncella preguntó noticias a Peredur, pero éste no le respondió ni palabra. Entonces acudió junto a su padre y le preguntó quién había sido el más valiente de su casa. El rey respondió que no lo conocía, pero que era un caballero con una cota de armas roja por encima de sus armas y un escudo amarillo sobre el hombro. Ella sonrió y volvió junto a Peredur, que aquella noche fue tratado con gran respeto.
Durante tres días seguidos Peredur mató a los hombres del conde y antes de que nadie pudiera saber quién era volvía a su prisión. Al cuarto día, Peredur mató al propio conde. La doncella fue a ver a su padre y se interesó por el combate.
—Buenas noticias —respondió el rey—, el conde ha muerto y soy dueño de dos condados.
—¿Sabes, señor, quién lo ha matado?
—Lo sé, es el caballero de la cota de armas roja y el escudo amarillo.
—Señor, yo le conozco.
—En nombre de Dios, ¿quién es?
—Es el caballero que tienes en prisión.
Entonces se dirigió donde estaba Peredur, le saludó y le dijo que quería recompensarle por el servicio que le había prestado tal como él mismo deseara. Y cuando fueron a comer, Peredur se sentó junto al rey y la doncella a su lado. Y después de comer el rey le dijo:
—Te entrego a mi hija en matrimonio y la mitad de mi reino con ella. Además, te daré como regalo los dos condados.
—Que Dios Nuestro Señor te lo pague, pero no he venido aquí para tomar mujer.
—¿Qué buscas entonces, señor?
—Voy en búsqueda del Castillo de los Prodigios.
—Los pensamientos de este señor son mucho más elevados de lo que creíamos —dijo la doncella—. Tendrás noticias del castillo, hombres que te conducirán a través de los dominios de mi padre y abundantes provisiones y tú, señor, eres el hombre al que más amo.
Y entonces le dijo:
—Atraviesa aquella montaña, luego verás un pantano y, en medio del pantano, un castillo: ese castillo lo llaman el Castillo de los Prodigios.
Peredur se dirigió al castillo. La puerta de la entrada estaba abierta. Al llegar a la sala encontró la puerta abierta. Entró y vio un juego de ajedrez y los dos grupos de piezas enfrentados. Uno de ellos soportaba perder la partida y el otro lanzaba exclamaciones de júbilo como hubiera hecho un hombre[299]. Peredur se enojó, puso las piezas en su regazo y lanzó el tablero al lago. En aquel momento entró una doncella negra que le dijo:
—Que Dios no te conceda su gracia. Con demasiada frecuencia haces mal en lugar de bien. Por tu culpa la emperatriz ha perdido su tablero de juego y eso no lo habría deseado por todo su imperio.
—¿Habría algún medio de recobrar el tablero?
—Sí, si fueras al Castillo de Ysbidinongil. Hay allí un hombre negro que está devastando una gran parte de los dominios de la emperatriz. Mátalo y recobrarás el tablero. Pero si vas allí, no regresarás con vida.
—¿Quieres guiarme hasta allá? —preguntó Peredur.
—Te indicaré el camino —le respondió.
Llegó al castillo de Ysbidinongil y combatió con el hombre negro. Y el hombre negro pidió gracia a Peredur.
—Te la concedo —dijo Peredur— a condición de que el tablero esté en el lugar donde estaba cuando entré en la sala.
En aquel momento llegó la doncella negra y le dijo:
—Que la maldición de Dios caiga sobre ti por tus esfuerzos, por haber dejado con vida a esta plaga que está devastando los dominios de la emperatriz.
—Le he dejado con vida para recuperar el tablero —dijo Peredur.
—El tablero no está en el lugar donde lo encontraste. Vuelve y mátalo.
Peredur fue y mató al hombre negro.
Al llegar a la corte, encontró a la doncella negra.
—Doncella —dijo Peredur—, ¿dónde está la emperatriz?
—Por mí y por Dios —respondió—, no la verás hasta que no mates a la plaga que hay en el bosque.
—¿Cuál es esa plaga?
—Un ciervo tan veloz como el más veloz de los pájaros. En la frente tiene un cuerno tan largo como el asta de una lanza, con la punta aguda como lo más agudo y puntiagudo que existe. Ramonea los árboles y todas las hierbas que hay en el bosque. Mata a todos los animales que encuentra y los que no mata mueren de hambre y lo peor es que cada noche bebe agua del vivero y deja a los peces sin agua y muchos mueren antes de que vuelva el agua.
—Doncella, ¿quieres venir conmigo y enseñarme a ese animal? —le dijo Peredur.
—De ningún modo. Desde hace un año nadie se ha atrevido a ir al bosque. Pero el perro de la emperatriz levantará al ciervo y lo llevará hasta donde estés. Entonces el ciervo te atacará.
El perro sirvió de guía a Peredur, levantó al ciervo y lo condujo hasta el lugar donde estaba Peredur. El ciervo se abalanzó sobre Peredur, éste se apartó y le cortó la cabeza con la espada. Mientras contemplaba la cabeza del ciervo, una dama a caballo se acercó a él, cogió al perro y colocó la cabeza del ciervo con un collar de oro rojo alrededor del cuello, entre ella y el arzón de su silla.
—¡Ay, señor! —dijo ella—, has actuado de forma descortés, destruyendo la joya más preciosa de mis dominios.
—Así me lo pidieron —respondió—. ¿Existe algún medio para ganar tu amistad?
—Sí. Ve a la cima de esa montaña. Allí verás un matorral y al pie del matorral verás una piedra plana. Pide tres veces que alguien vaya a combatir contigo. Así ganarás mi amistad.
Peredur se puso en marcha y, una vez llegó al matorral, pidió un hombre para combatir con él y un hombre negro salió de debajo de la piedra, montado en un caballo escuálido, protegidos él y su caballo, con grandes armas oxidadas: combatieron y cada vez que Peredur lo derribaba, saltaba de nuevo a su silla. Peredur desmontó y desenvainó su espada. En el mismo momento, el hombre negro desapareció con el caballo de Peredur y el suyo sin dejar rastro.
Peredur erró por la montaña y al otro lado vio un castillo en un valle regado por un río. Se dirigió allí. Al entrar vio una sala, y la puerta de la sala estaba abierta. Entró y al final de la sala vio a un hombre tullido de cabellos grises. A su lado estaba Gwalchmei y vio a su propio caballo en la misma cuadra que el caballo de Gwalchmei. Recibieron con alegría a Peredur, que fue a sentarse al otro lado del hombre de cabellos grises. Entonces, un joven de cabellos rubios se arrodilló ante Peredur y le pidió su amistad.
—Señor —dijo—, fue a mí a quien viste con la apariencia de la doncella negra en la corte de Arturo y cuando tiraste el tablero del juego, y cuando mataste al hombre negro de Ysbidinongil, y cuando mataste al ciervo, y cuando combatiste con el hombre de la piedra plana. También era yo quien se presentó con la cabeza sangrando en la bandeja y con la lanza de la que manaba un río de sangre desde su extremo hasta mi puño a lo largo de todo el asta. La cabeza era la de tu primo hermano. Las brujas de Kaerloyw lo mataron y fueron ellas quienes dejaron tullido a tu tío. Yo soy tu primo y está predicho que tú tomarías venganza.
Peredur y Gwalchmei decidieron enviar mensajeros a Arturo y las gentes de su casa para pedirles que fueran a luchar contra las brujas. Y empezó la lucha contra las brujas. Una de las brujas mató a uno de los hombres de Arturo ante Peredur y Peredur le pidió que desistiera. Por segunda vez la bruja mató a un hombre ante Peredur y por segunda vez Peredur le pidió que desistiera. Por tercera vez la bruja mató a un hombre ante Peredur y Peredur desenvainó la espada y descargó tal golpe en la campana del yelmo que rompió el yelmo y todas las armas y le partió la cabeza en dos. Ella lanzó un grito y ordenó a las brujas que huyeran diciéndoles que allí estaba Peredur, el hombre que había aprendido con ellas caballería y que su destino era matarlas. Entonces Arturo y sus gentes cayeron sobre las brujas y todas las brujas de Kaerloyw murieron.
Y esto es lo que se cuenta del Castillo de los Prodigios.