15
Transcurridas aproximadamente trece horas de vuelo, y tras haber hecho escala en Miami, llegamos a la Riviera Maya a las doce y cuarenta de la mañana. Hay siete horas de diferencia con respecto a España, por lo que en cuanto pongo un pie en tierra, percibo los fuertes rayos de sol que me obligan a entrecerrar los ojos. El ambiente cálido y la desmedida humedad –que se pega al cuerpo dejándolo ligeramente mojado–, me hacen ver que estoy en un país completamente diferente; distinta cultura, entorno, costumbres... Resulta intimidante. Además, me siento extraña al ver que aquí sigue siendo tan temprano. No sé si volver a comer, merendar o irme a dormir; aunque las ganas de ir a explorar pueden más que cualquier otra cosa.
Un taxi se encarga de llevarnos hasta nuestro hotel, me paso todo el trayecto mirando por la ventanilla sin perder detalle de la larga y recta carretera, que deja a ambos lados del arcén a varios hoteles, y me pregunto cómo será el nuestro. Aunque me cuesta permanecer tanto tiempo callada, no oso girarme ni una sola vez para hablar con James. Por otro lado, él ha desistido en su intento por entablar conversación conmigo, sabe que he optado por ignorarle, no es la primera vez que lo hago, y cuando me marco en firme un propósito es inquebrantable.
Transcurridos veinte minutos, llegamos a Bahía Príncipe, un complejo hotelero creado para turistas y repleto de playas privadas, vegetación exótica, bares, restaurantes, discotecas, piscinas... Todo esto es demasiado, incluso para mí.
Nada más entrar en el recinto, me llama la atención la recepción. Es una enorme cabaña con el techo de paja, y pese a sus suelos lujosos y decoración isleña, no hay ventanas ni puertas, todo es al aire libre.
Miro embobada cada rincón, es obvio que jamás he estado en un sitio como este, ni en ninguno que se le parezca. Me dirijo con paso firme hacia el mostrador para registrarme.
—Buenos días –sonrío emocionada mientras saco la documentación.
—Buenos días –el chico moreno, mira atentamente los papeles que le entrego y teclea con eficiencia en su ordenador–. Aquí están, bienvenidos a Bahía Príncipe, ahorita mismo mis compañeros recogen su equipaje y lo dejan en su habitación. ¿Me permite su muñeca?
—¡Claro! –alzo el brazo y me coloca una pulsera azul de plástico, luego hace lo mismo con James.
—Esta pulsera indica que todos los gastos dentro del recinto del hotel están cubiertos; pueden moverse por donde quieran. Aquí tienen los horarios de las comidas y actividades –me entrega un pequeño cuaderno–. ¿Vienen de viaje de novios? –me pongo seria de repente.
—Más o menos –corrobora James.
—¿¿¿Qué??? –bramo alarmada–. ¡No! No somos nada... Nada de nada en realidad –el chico nos mira contrariado.
—Pero... –el recepcionista vuelve a mirar en su ordenador–, comparten habitación, ¿no es así?
—Eso es algo que querría aclarar –me apresuro a responder–.
Verá, me gustaría saber si sería posible disponer de habitaciones separadas.
—Me temo que es imposible señora...
—Señorita –le corrijo.
—Disculpe, señorita –dice el chico excusándose–. En este momento no disponemos de habitaciones libres, además, otra habitación supondría un cargo adicional.
—Ya... –miro a James de reojo, que se encoge de hombros.
—Nos apañaremos, de todas formas, gracias.
—Les preguntaba lo del viaje de novios porque durante este mes, el servicio de habitaciones obsequia a las parejas que celebran su luna de miel con una botella de champán, así que si quieren...
—¡Oh! Muchas gracias, aceptamos el detalle encantados –fulmino a James con la mirada.
—¡De eso nada! ¡No somos una pareja!
—Está bien, perdonen las molestias –el chico carraspea–. Tomen sus tarjetas de habitación. Que tengan una buena estancia.
Cojo las dos tarjetas del mostrador y siento como el cabreo me corre por dentro, abrasándome. James permanece risueño, caminando tras de mí a paso ligero para adaptarse al ritmo de mis zancadas.
Llegamos a nuestra habitación y me sorprendo al ver que es más que eso, en realidad, parece un pequeño apartamento con un rincón provisto de sofá y televisión, una cama de matrimonio y, cómo no, mini bar repleto de botellas, además de cafetera, galletitas, bombones...
—¡Estarás contenta! –reprocha James abriendo la nevera del mini bar y estudiando con detenimiento el surtido de refrescos–. Has hecho que no nos obsequien con una botella de champán.
Bufo mientras entro en el baño para echarme un poco de agua en la cara y los brazos. Esta habitación huele un poco a humedad, y suerte que hay aire acondicionado, porque estas temperaturas son insoportables.
En cuestión de segundos llaman a la puerta, y James, se apresura a abrir. Han traído nuestro equipaje, y tras darle una pequeña propina en dólares, depositan las maletas en una de las esquinas de la habitación y se retiran.
Sin decirle nada, me aproximo a la mía y la abro. Creo que voy a estrenar las piscinas del hotel. Cojo mi bañador azul turquesa con pequeñas incrustaciones de Swarovski, y mi vestido playero blanco. A continuación, me encierro en el baño para cambiarme, en cuanto salgo, compruebo que él también se ha cambiado. Vuelvo a suspirar agachando la cabeza, pues me temo que estos días lo tendré pegado como una lapa todo el tiempo.
—Voy a la piscina –anuncio dándole la espalda.
—Bien, a eso hemos venido, ¿no?
Me giro para mirarle de arriba abajo de forma cruel.
—¿Piensas ir así? –pregunto sin atisbo alguno de humor.
—¿Así, cómo?
Se observa desde arriba con detenimiento: Camiseta blanca sin mangas, bañador azul marino y sandalias con calcetines blancos siguiendo las más arraigadas tendencias guiris. ¡Cómo no!
—¡Quítate esos calcetines ahora mismo! ¡Por el amor de Dios, qué cutre!
—¿Qué tienen de malo? –dice moviendo los dedos de los pies a través de las sandalias–. De esta manera no me entra arena en los pies.
—¿Es que vas a avergonzarme de todas las formas que se te ocurran? ¿Es eso? Si te entra arena en los pies, te aguantas, porque estás en la playa; pero como te atrevas a salir de esta habitación con los calcetines puestos, te juro que corro hacia la puerta y te dejo encerrado toda la semana.
Mi amenaza le divierte, aprieta una sonrisa mientras se sienta en la cama y, cediendo a mi capricho, se quita los calcetines delante de mí.
¡Será posible! Si es que no le puedo dejar solo ni un momento, ¡menudo desastre de hombre!
—Bien, ya podemos irnos –comenta poniéndose en pie.
Le contemplo con los ojos entrecerrados un buen rato, sin decir nada, sé que hay algo que me estoy dejando... ¡ah, sí!
—¿No habrás traído una de esas camisas de flores, verdad? –me mira extrañado.
—¿Quieres que me la ponga? –automáticamente pongo los ojos en blanco y suspiro reclamando paciencia al cielo.
Voy hacia su maleta, y sin pensármelo demasiado, la abro y exploro su contenido como si fuese un policía en busca de substancias prohibidas. ¡Aquí está! ¡Lo sabía! Completamente predecible.
Extiendo dos camisas floreadas frente a sus narices, una es verde lima con detalles frutales en rojo, la otra con flores lilas, naranjas y amarillas. No sabría decir cuál de ellas es más fea, puntúo a las dos por igual.
—¿Qué significa esto? –exijo con expresión sombría.
Se encoge de hombros y aprieta los labios para no reírse.
—¿Cuál es el problema?
—Ninguno si lo que pretendes es utilizar estas camisas como trapos de cocina, pero como no es el caso, las requiso hasta nueva orden – chasqueo la lengua con fastidio–. ¿Por qué siempre que vais de vacaciones lleváis este tipo de camisas? ¿Es un código entre compatriotas o algo así? ¿Cuánto más hortera más estatus?
James suelta al fin la sonora risotada que guardaba durante la conversación, sin embargo, a mí no me hace ni pizca de gracia todo este asunto.
—Supongo que se utilizan para camuflarse con el entorno.
Miro a través de la ventana las palmeras que se balancean tímidamente a causa de la suave brisa. ¡Lo que hay que oír! Engurruño las dos camisas y las meto a presión en uno de los bolsillos de mi maleta, uno que se cierra con candado, para asegurarme que no vuelven a ver la luz en lo que queda de viaje.
—¿Eso es todo o queda algo por confiscar?
—No... –digo dubitativa–, por el momento eso es todo.
—¡Genial! ¡Vayámonos! –le miro aturdida unos instantes.
—¿No vas a echarte crema? –pregunto con los ojos bien abiertos, sin parpadear.
—Se me ha olvidado traer crema –le miro sorprendida.
—¿Tienes una empresa que se dedica a los protectores solares y se te ha olvidado traer crema? –se encoge de hombros.
—Nadie es perfecto Anna, deberías saberlo.
Omito su último comentario formulado con segundas, y me centro en el tema de discusión.
—Que sepas que así tampoco pienso llevarte a ningún lado. Solo falta que con lo lechoso que estás te pongas rojo, ¡vamos!, no hay peor visión veraniega que un guiri rojo y repleto de marcas de la ropa.
Abro mi bolsa de mano y le lanzo mi crema de protección cincuenta.
—Vaya, esta crema no es Soltan –me recuerda.
—Estoy en mi derecho de comprar la crema que yo quiera, además, no quería nada que me recordara a ti.
—Ahá... ¿y eso? –pregunta señalando las cremas de fragancias Anna's line que he dejado sobre la mesa.
—Bueno, ya que las tenía no las iba a tirar... –intento justificarme–.
¡Venga! Vayámonos ya, que estamos perdiendo mucho tiempo –espero paciente a que se unte la crema; aunque se deja trozos sin cubrir, pero paso de ayudarle, ¡que se las apañe solo!
—¿Por qué te has dejado barba? –pregunto poco después al percatarme de la dificultad que representa el vello al aplicarse el protector.
—Porque me resultó más práctico no tener que afeitarme todos los días. Es más fácil recortarse la barba cuando crece un poco.
Esto es increíble, ¡encima perezoso! Permanezco un rato mirándole la barba con detenimiento; no, definitivamente el rollo Hipster no le va nada.
—Pues que conste que te queda fatal –espeto sin titubear.
—¡Pero bueno! ¿Es que no te va a gustar nada de mí? –pregunta de buen humor ocultando su risa.
—Lo cierto es que siempre has tenido un pésimo gusto para la moda y el buen gusto, eso es una realidad innegable. Pero esa barba... –chasco la lengua a modo de disgusto–, no te favorece en absoluto, además, te vas a asar de calor.
—En cualquier caso, eso es asunto mío, ¿no crees?
—Sí y no –respondo automáticamente–. Si no tengo más remedio que verte la cara durante esta semana, deja de ser un asunto únicamente tuyo.
Se mira en el espejo de la habitación, acariciándose el rostro con una mano.
—Tal vez sí que tengas razón. No es que me guste especialmente llevar barba, simplemente me da igual –pongo los ojos en blanco y dejo mi bolsa en el suelo.
—Siéntate, anda –me mira extrañado.
—¿Por qué?
No le contesto, me dirijo al teléfono de la habitación y pido una serie de cosas; el personal del hotel me las proporciona de inmediato.
—¿Qué vas a hacer? –insiste.
Saco una navaja de la cesta que acaban de entregarnos.
—Vamos a retirar de la cara todo ese pelo; es innecesario.
—¿Ahora?
—Sí, antes de que el sol te deje marcas.
—Pero..., esto no..., no sé si estoy preparado, hace mucho que la llevo y...
—¡Siéntate! –le ordeno sin miramiento alguno mientras exhibo la navaja en la mano–. ¿O es que no te fías de mí?
—Bueno, Anna, no sé..., hasta hace un rato tenías ganas de matarme –me echo a reír, mira por dónde, no le quito la razón en eso.
—Sigo teniendo ganas de matarte –confirmo–, pero me temo que no te queda otra; tendrás que confiar en mí –ondeo la navaja en la mano, alardeando de mis increíbles dotes malabaristas, y esta cae al suelo emitiendo estrepitoso ruido–. ¡Ups! –me agacho rápidamente para recogerla–. Todo controlado, y ahora, siéntate.
James profiere un largo suspiro, e ignorando mi torpeza, se sienta sobre la silla que hay frente el escritorio, la cual se reclina ligeramente.
Me apresuro a llenar un recipiente con agua, cojo unas toallas del baño y las llevo a la habitación.
—¿Has hecho esto alguna vez?
—No –contesto entre risas.
—Me lo temía...
Junto mis manos, las ahueco y recojo un poco de agua para mojar su espesa barba rubia, luego, la embadurno cuidadosamente con abundante espuma.
—¿Tienes miedo? –le pregunto sosteniendo la navaja de barbero junto a su cuello expuesto.
—Soy consciente de que debería, pero no me das miedo. Nada en absoluto.
—Bien.
Sonrío con picardía y deslizo lentamente el filo de la hoja desde la base de la mandíbula hasta el pómulo, abriendo un camino blanco, despejado y suave. Ese rostro, que tan buenos recuerdos me trae y tanto daño me ha hecho, está ahí, bajo la densa capa de pelo.
Enjuago la navaja y vuelvo a pasarla varias veces, escuchando el crepitante ruido que hace la hoja al cortar el pelo más duro. Mientras repito el proceso varias veces, me imagino que estoy afeitando un globo para poner más cuidado y no rasgar su piel. Él ni se inmuta, simplemente se deja hacer, sin decir nada que pueda distraerme, sobre todo cuando paso lentamente por su cuello.
Ahora viene la parte más delicada: el pelillo que hay debajo de la nariz. Lo retiro con mucho cuidado, empezando por los lados mientras él tensa la piel de esa zona.
—Bueno, ya puedes mirarte –digo escondiendo la risa.
James se incorpora en la silla y se mira en el espejo que hay frente a él. Su risa no se hace esperar en cuanto se ve.
—Muy graciosa, ahora apura eso.
—¿Por qué? Yo creo que te da mucha personalidad.
—Anna...
—¿Qué?
—¡No pienso ir por ahí con un bigote a lo Hitler!
Vuelvo a reír tras esa imagen tan nítida, el pelo de James relamido hacia un lado con la raya bien marcada, y ese bigote pequeño y cuadrado justo debajo de la nariz... ¡la versión rubia del dictador!
Termino de afeitarle y retiro con la toalla los leves rastros de espuma que han quedado. James vuelve a mirarse, esta vez ladea el rostro en varias direcciones, examinándose bien. Lo cierto, y por más que me cueste admitirlo, es que está guapísimo. Echaba de menos esas facciones tan marcadas y la barbilla tan bien definida, al igual que sus pómulos. Todos esos rasgos tan atractivos que hasta ahora, permanecían ocultos tras la barba. Se le ve tan niño con esa piel inmaculada y esos enormes ojazos azules... El corazón me da un vuelco ante esta visión inesperada de él, por lo que cojo todos los utensilios que he utilizado y los llevo al baño, solo por distraer mi atención.
—Bueno, no me has dejado tan mal –admite–, casi no hay cortes – reprimo la risa.
—No te olvides de ponerte crema –le recuerdo de pasada mientras corro por el pasillo, abro la puerta y salgo a toda prisa sin darle tiempo a reaccionar.
No debería haberle hablado. ¿Por qué no puedo mantenerme firme sin más? ¿Por qué cada vez que estoy con él, siento como si fuese a ceder en cualquier momento? Estando juntos en la misma habitación puede pasar de todo; aunque intente controlar esos sentimientos, descubro que en realidad no soy tan fuerte. Y es que él me importa demasiado para que me resulte completamente indiferente como pretendo hacer creer.
No sé por qué se ha metido de esa forma en mi cabeza, por qué no puedo resistirme a sus encantos, por qué la nostalgia por algunos de los recuerdos que guardo de él me asaltan a la menor oportunidad en cuanto le tengo cerca. Y es que James, no es una historia más en mi vida; él es mi historia. Me da muchísima rabia sentirme todavía tan atraída por este inglés tozudo y persistente.
Me tumbo en la hamaca preparada para relajarme y tomar el sol. La música, el buen clima y los cócteles gratis, es lo mejor que hay para olvidar los malos pensamientos. ¡Esto es vida!
Con un mojito en la mano, y desde mi refugio –oculta tras las gafas de sol–, me atrevo a analizar a las personas que hay en la barra del chiringuito de la piscina, los que toman el sol o los que juegan a ver quién aguanta más tiempo bajo el agua sosteniendo el cubata en alto para que no se caiga.
Abunda la gente joven, con ganas de hacer locuras y protagonizar espectáculos poco gratos. Contemplo a todos esos chicos altos y rubios con sus tonalidades rosáceas de piel. En su mayoría son canadienses, y tras estudiarlos con detenimiento, aparece una vez más en mi cabeza la adaptación de un texto de Alex Blame, junto a la música de documental de Félix Rodríguez de la Fuente:
»En el capítulo de hoy, haremos un repaso por la fauna típica de los climas caribeños en esta época del año, y analizaremos en profundidad una de las especies más llamativas, conocida vulgarmente como: "el cangrejo peregrino".
Esta especie ha sido incluida por los taxónomos dentro del orden de los escorpiones. Se dice que por sus características físicas distintivas, pueden sobrevivir, e incluso medrar, en las condiciones más adversas.
Gracias a su inconfundible forma acrusanada y su llamativa armadura, la cual encierra una amplia gama de colores rojizos, son capaces de resistir los efectos de un posible desastre nuclear. Lo que más llama la atención de esta especie es, sin duda, el aguijón que portan cargado de una mezcla de poderosos venenos, que pueden hacer estragos en sus víctimas; aunque a diferencia del resto del orden, no lo emplean para defenderse de otras clases de depredadores, sino que vierten todo su contenido en las hembras sumisas de la misma especie.
Las hembras suelen ser menudas y larguiruchas, y permanecen mareadas la mayor parte del tiempo debido a la ingesta desmedida de bebidas espirituosas, néctares propios de los ambientes estivales, a los que recurren a lo largo del día sin ningún tipo de ritual.
También debemos destacar que los individuos de esta especie guardan un gran parecido entre en sí, llegando a ser extremadamente difícil distinguirlos por su aspecto externo, pues ambos sexos portan atuendos similares; aunque con leves variaciones. Destacan las desabotonadas camisas floreadas y bermudas, que emplean los machos en su ritual de cortejo, mientras que los ropajes de las hembras acostumbran a ser de colores muy vistosos, dejando al descubierto gran parte de sus atributos reproductivos.«
Aprieto la sonrisa tras mi ingeniosa descripción del guiri canadiense y me acomodo en la hamaca; no puedo estar más a gusto.
Despreocupada, doy un sorbo a mi mojito y... ¡Maldita sea! ¡¿Cómo coño me ha podido localizar tan pronto?!
Viene hacia mí a paso ligero, lleva el rostro encendido por una rabia palpable, posiblemente no le ha sentado nada bien que le dejara solo de esa forma. En cuanto llega a mi lado, extiende la toalla de mala gana y se sienta, haciéndome percibir su mal humor. Luego, se quita la camiseta por la cabeza, dejando su torso al descubierto; me obligo a parpadear, no quiero quedarme ciega por estar frente a tanta blancura. Durante todo el ritual, James me mira desafiante, pero no dice absolutamente nada, y es una lástima, porque ahora mismo me siento guerrera, con ganas de hacer frente a cualquier ataque.
Como no está por la labor de enzarzarse en una nueva discusión conmigo, me levanto para ir al agua, y él, que parecía ajeno a todo en su hamaca, no tarda en seguirme. Tengo la picardía de mirarle de soslayo sin que se dé cuenta; ahí está, observándome desde el borde de la piscina mientras va metiéndose poco a poco para ir tras de mí; ya lo estoy viendo..., ¡no me lo voy a poder quitar de encima!
Me sumerjo dirigiéndome hacia los chorros relajantes que caen de una cascada artificial. Me estoy estirando el pelo con las manos bajo el incesante goteo, cuando uno de esos especímenes escorpión de los que hablaba antes, haciendo un gran esfuerzo por mantenerse erguido y hablar mi idioma al mismo tiempo, se acerca a mí exhibiendo su cerveza caliente en la mano.
—Me gusta México y me gustas tú –se me escapa la risa y doy un paso hacia atrás.
—¡Mira qué bien! –vuelve a acercarse y, esta vez, me coge de la mano.
—¿Qué haces?
—Solo un beso –inquiere.
Me aparto de él, la mueca de asco me sale sola.
—¡Fuera de aquí!
El chico se vuelve y prácticamente choca contra James, que está muy serio y visiblemente cabreado.
—Hey guy! Find yourself another girl, I've seen her before – reproduce en un perfecto inglés, a lo que James se enerva todavía más y le sostiene del codo retirándolo todo lo que puede de mí.
—She's with me –responde desafiándole con la mirada.
El chico le planta cara, hasta que se tambalea frente a James y descarta la idea de continuar con la puja, decantándose por la opción más acertada: alejarse de nosotros sin mirar atrás. Me quedo estupefacta analizando la escena; ¡qué curioso!, hay que ver como los guiris se reconocen entre ellos.
—Solo es por saberlo –empiezo en tono severo–, ¿vas a estar así toda la semana?
—Nunca me han gustado estos sitios, ¡aquí la gente se cree con derecho a hacer de todo por el simple hecho de estar de vacaciones!
—No te hagas el inocente ahora, seguro que cuando eras joven también hacías este tipo de cosas. Solo hay que ver, año tras año, la de compatriotas tuyos que invaden las playas españolas.
—¡Yo nunca he sido así! –protesta–. Siempre que he salido, he sabido comportarme. Además, odio que tires de tópicos, puedo asegurar que jamás lo he hecho contigo, y he tenido más de una ocasión para hacerlo.
—¿Ah, si? ¿Y qué tópico tenemos las españolas, si es que puede saberse? –pongo los brazos en jarras esperando su respuesta.
—Ya sabes lo que se dice en el extranjero, que aquí sois todas un tanto ligeras, carne de discoteca y presas fáciles –le miro perpleja.
—¡Vaya! –hago una mueca–. ¿En serio? –asiente.
—Pero yo no pienso eso de ti, aunque te haya conocido en una discoteca en la que me abordaste de una manera poco común; vamos...
–extiende las palmas de las manos–, ni siquiera sabías mi nombre y ya me estabas besando.
—¡Maldito capullo! –espeto dolida.
—Además de mal habladas... –remarca en tono condescendiente negando con la cabeza–. No, definitivamente yo no creo que tú seas así –sonríe de forma irónica.
—¡Serás...! –reprimo las ganas de atizarle, ¡Anna, por Dios, contén la lengua porque ahora eres capaz de escupir veneno!–. ¡Eres un imbécil!, ¿lo sabías? –es lo más suave que se me ocurre decir para devolvérsela.
—Tú has preguntado –se excusa–, y yo he contestado. No es para tomárselo así.
—¡Peores sois vosotros, que vais a otro país para ensuciarlo, beber sin control y hacer estupideces de las que luego os arrepentís!
—Anna..., no te estoy atacando.
—¡Así que es eso lo que piensas de mí, ¿no?! Como te conocí en una discoteca y te besé, te crees que soy una mujer fácil.
—Yo no he dicho eso y lo sabes.
—¡Pero sé que lo piensas! ¡Capullo! ¡Eso es lo que eres!
—Ya estamos...
Me dirijo hacia el borde la piscina, caminando lo más rápida que puedo, a lo RoboCop; hay que tener en cuenta que estoy dentro del agua y no es tarea fácil.
—Hazme un favor y no te vuelvas a acercar a mí, ¡GUIRI! –grito con toda mi rabia.
—¿Sabes cuántas veces me has llamado guiri desde que nos conocemos?
—¡Es lo que eres, ¿no?! ¡Pues ya está!
—¿Alguna vez te has preguntado si ese apodo me gustaba? Solo lo digo porque veo que estás siendo muy injusta, Anna. Me insultas continuamente, pero yo no puedo hacer ni un simple comentario porque te pones como una fiera.
—¡Es que tú me estás llamando putón de discoteca!
—¡Por el amor de Dios, yo nunca he dicho eso! Dime una cosa, ¿por qué solo te quedas con los fragmentos que te interesan y los tergiversas, pero no eres capaz de escuchar todo lo bueno que he dicho de ti? Como que me gustas y lo que me haces sentir, lo que siento por ti... ¿Por qué no me escuchas cuando digo que te amo?
—¡No me cambies de tema ahora!
—¡No cambio de tema, maldita sea! ¡Lo haces tú! ¿Por qué no me respondes? ¿Por qué no me haces caso cuando te descubro mis sentimientos hacia ti? –suspiro, esto ha dejado de tener gracia.
Vuelvo a esquivarlo, pero me sujeta colocándome de nuevo frente a él.
—Quiero que me contestes, Anna, ¿Por qué solo te quedas con lo negativo?
—¡Porque lo malo siempre es mucho más fácil de creer, por eso!
¿Satisfecho? –me retiro y salgo de la piscina malhumorada.
Camino hacia la hamaca a sabiendas que me sigue de cerca, y es que veo que no me lo voy a quitar de encima en todas las vacaciones.
¡Si es que todo tiene que salirme mal! ¡Joder, qué ganas de perderle de vista!
Comemos un ligero tentempié en el bufet del hotel. Hay mucha variedad de comida; aunque nada de lo expuesto parece entusiasmar especialmente a James, a mí, en cambio, me encanta. Lleno mi plato de cosas apetitosas y tomo asiento. En cuanto James regresa con un plato de risotto en la mano, me mira arrugando la nariz y añade: —¿Crees que durante los próximos días podremos ir a los restaurantes del hotel?
—Creo que no –digo solo para llevarle la contraria, y él, suspira.
—Esto me está resultando demasiado duro de soportar; no me gusta este clima, con el sol me salen pecas. Tampoco soy un amante de las piscinas, y si a todo eso le añadimos que no estoy acostumbrado a este tipo de comidas... –hace una mueca de angustia–. Hago el esfuerzo únicamente por ti, pero ya no lo aguanto más, mañana reservaré mesa en el restaurante.
—Que te vaya muy bien, James, ya me contarás qué tal resulta ahí la comida.
—¿No vas a acompañarme?
—No, a mí me gusta esto, será que mis gustos no son tan exquisitos como los tuyos.
—Está bien, como quieras –responde tajante mientras apura de mala gana el escaso contenido de su plato.
Tras la comida, decidimos ir a la playa.
Bajo las sombrillas de paja, hay unas confortables camas para echar la siesta; aquí me siento como en casa.
Me acomodo en una y me duermo casi en el acto. La suave brisa del mar y el murmullo de la gente, hace que me deje llevar y caiga en un profundo sueño reparador, que me viene muy bien para deshacerme del cansancio acumulado durante el vuelo y recuperarme del jet lag.
Han pasado un par de horas y me estiro para despejarme un poco, seguidamente miro a James, echado en una cama a mi lado. Está profundamente dormido, tanto que no sé si aprovechar la circunstancia para dibujarle entrecejo y bigote con mi lápiz de ojos. Aprieto una sonrisa y destierro esa idea de mi mente; hoy seré buena, mañana según cómo... Cojo mis cosas, con cuidado de no hacer el menor ruido, y me alejo de él sin que se dé cuenta.
Desde que pisé la playa, tengo ganas de utilizar las motos de agua.
Alquilo una y escucho atentamente las instrucciones del monitor, espero a que me ajuste el chaleco salvavidas y cojo la moto con una ilusión infantil; vamos, que solo me falta dar saltitos de alegría por la emoción.
Me acomodo en el asiento y surco la zona delimitada en el mar de boya a boya, las rodeo, giro y sigo corriendo hacia la siguiente. Esta sensación es increíble, no había experimentado nunca nada igual.
Mientras vuelvo a posicionarme orientando la moto, descubro a James mirando desde la orilla con los brazos cruzados sobre el pecho.
No puedo verle bien desde aquí, pero apuesto a que cuando regrese va a reprenderme. ¡Qué le den! ¡Yo soy libre!
Vuelvo a correr sobrepasando el límite de velocidad que me han recomendado. Solo lo hago por chulería, y de vez en cuando miro a James, que gesticula con los brazos haciendo señales para que salga del agua. Le ignoro y sigo corriendo, sintiendo el azote del viento en la cara y cómo la moto salta por el agua salpicando hacia ambos lados.
Me giro, rodeo la segunda boya y vuelvo al punto de partida. Cada vez me resulta más fácil de manejar y me siento más confiada. En cuanto termino de hacer varias veces el recorrido completo, decido volver a velocidad media hasta detenerme en la orilla. Entrego el chaleco y la moto al monitor, que aguarda en silencio mi regreso, y me dirijo hacia el final de la playa esquivando a James.
—¿Se puede saber qué haces? ¿Cómo se te ocurre coger una moto de agua?
—¿Qué pasa?
—¡Puede ser peligroso!, encima vas tú sola, ¿por qué no me has despertado?
—No quería molestarte.
—¡No me vengas con esas ahora! ¡Joder, me has dado un susto de muerte!
—Has dicho una palabrota –menciono para devolverle todas las veces que él me ha censurado.
—¡Normal! Es a lo que me expongo estando tantas horas a tu lado.
—Gilipollas –contesto solo por la satisfacción de seguir picándole.
—Bueno, a lo que iba –ataja retomando el tema que ha quedado interrumpido–, no me gusta que no me digas a dónde vas, y menos que hagas este tipo de cosas peligrosas sola –me encojo de hombros con indiferencia.
—¿Has terminado de reñirme?, porque por si no lo has notado, me da igual. Mañana volveré a cogerla te pongas como te pongas, me ha gustado la experiencia –sonríe de forma sardónica.
—Ni lo sueñes.
—¿Qué? ¿No crees que vaya a hacerlo?
—Oh sí, sé que lo harás, pero ten por seguro que esta vez no me quedaré dormido.
Su amenaza me hace gracia, pero enseguida se transforma en rabia. Había olvidado esa faceta suya tan controladora.
—¿Qué vas a hacer ahora? –me pregunta desviando el tema de conversación.
—Mmmm... –hago que me lo pienso, pero en realidad lo tengo claro–, me voy a comer un sándwich y luego iré a dormir. Sé que es pronto, pero quiero recuperar fuerzas para mañana.
—Me parece bien.
—Tú puedes hacer lo que quieras –le recuerdo y sonríe con amargura.
—Este sitio no me gusta; cuanto menos tiempo ande por ahí, mejor.