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Ya ha pasado casi una semana, concretamente seis días en los que he hecho reposo absoluto boca abajo. Mi trasero está mucho mejor, tanto es así que he podido guardar en el armario el dichoso flotador, y aunque mi culo aún conserva un ligero color amarillo, al menos puedo sentarme en una silla sin sentir dolor, únicamente una ligera molestia del todo soportable. Algo es algo.

Teniendo unas largas vacaciones por delante, he cumplido uno de mis objetivos para este año: apuntarme a clases de salsa. Hace unos días llamé a Franco, e hizo lo imposible para poder dedicarme una hora por las tardes, cosa que agradezco teniendo en cuenta su apretada agenda en el hospital. No sé cómo lo hace, pero siempre me siento atendida por él y solo tengo que pedirle algo para que se desviva por darme el gusto.

Camino a paso ligero por la acera, escuchando mi MP3, hasta llegar al polideportivo de Sants. Entro ilusionada, mientras me quito los cascos buscando a Franco con la mirada; ahí está.

—Bueno, ¿preparada?

—¡Por supuesto! –exclamo animada. Franco parece tan emocionado como yo, y eso me gusta.

Entra la profesora de salsa en la habitación, Eugenia, y lo primero que hace es poner un metrónomo sobre su mesa, a continuación, nos mira a todos uno por uno. Tendrá unos sesenta años, pero un cuerpo de infarto, resaltan sus facciones sureñas y ese enorme moño de pelo negro que lleva enroscado en lo alto de la cabeza.

Tras unos minutos que parecen interminables, se dirige hacia nosotros acompañada por el incesante taconeo de sus zapatos.

—Muy bien, vamos a crear medio círculo antes de empezar con la primera lección.

Todos nos movemos colocándonos tal y como nos ha ordenado.

Está muy seria, destila profesionalidad por cada poro de su piel; eso me pone un poco nerviosa, la verdad.

—Para empezar a bailar salsa hay que sentir la música, llevar el ritmo. Escuchen.

Tic… Tac… Tic… Tac… Tic... –el sonido del metrónomo suena de fondo.

Se coloca en el centro del semicírculo, y automáticamente empieza a mover los pies al ritmo del metrónomo, primero el izquierdo, luego el derecho... Izquierdo, derecho...

—¡Vamos! Hagan lo mismo que yo –todos nos miramos y reímos por lo bajo, esto parece una marcha militar–. Cada uno de los sonidos que escucháis es una unidad de tiempo, la cantidad de notas por minuto es lo que determina la velocidad de la música, y por tanto, la velocidad del baile.

Franco me mira, asiente convencido con la cabeza mientras mueve los pies; le encanta hacerse el interesante. Me veo obligada a contener la risa, por lo que me llevo una mano a la boca mientras intento imitar sus movimientos.

—Ahora probaremos con música.

Pulsa un botón del mando a distancia y empieza a sonar una melodía sin letra, es entonces cuando nuestro rítmico movimiento adquiere sentido.

—Cojan de la mano a su pareja, vamos a practicar el paso en uno.

El chico desliza el pie izquierdo hacia delante, y yo, el derecho hacia atrás, dando paso a un sensual movimiento de caderas. Nos detenemos en el centro apenas un segundo, para a continuación, mover el pie que hemos dejado atrás, esta vez es él quien desliza el pie derecho hacia atrás, y yo, el izquierdo hacia delante. Nuestros movimientos vuelven a encajar a la perfección y me hacen coger más confianza.

Practicamos así un buen rato, sosteniendo con firmeza nuestras manos y moviendo las caderas cada vez más rápido. A medida que pasan los minutos, resulta más fácil dejarse llevar.

Practicamos también el paso en dos, que consiste en deslizarse hacia los lados, por último, hacemos una serie de vueltas combinando ambos movimientos al ritmo de la música.

Miro a Franco sorprendida, se le da mejor de lo que imaginaba; este chico lleva el baile en la sangre o no me lo explico. ¡Me avergüenza admitir que soy mucho más rígida que él! No solo me cuesta dejarme llevar, además, intento hacer cada movimiento tan perfecto que pierdo demasiado tiempo en la ejecución, y este, acaba siendo un desastre.

 

—Primera lección superada –le dedico una sonrisa de medio lado.

—Eso lo dirás por ti, la profesora no hacía más que alabarte. ¡Pero si incluso te usaba para ejemplificar ciertos pasos al grupo! ¿Tienes enchufe o eres el típico empollón de la clase? –le pregunto alzando una ceja y se echa a reír tras escuchar mis conclusiones.

—Puede ser eso... O que soy un objeto de deseo para las mujeres...

–estallo en carcajadas–. Sí, todas me quieren, no importa la edad, soy un ejemplar masculino irresistible.

—No lo pongo en duda –confirmo entre carcajadas.

—Aunque yo solo tengo ojos para una persona... –me mira con tanta intensidad que no puedo evitar morderme el labio inferior; aparte de darle un pequeño empujón por la vergüenza que me produce la situación–, mi madre –matiza, y yo, desato nuevamente la risa–. La verdad es que ella es la única que me quiere, con mis defectos y todo.

¡Hay que ver cómo la echo de menos!

—¿Cómo es tu madre? –pregunto una vez consigo parar de reír.

—Pues es una mujer humilde. Nunca ha tenido mucho, pese a eso, es muy feliz y fuerte, capaz de sacar a tres hijos adelante ella sola y darnos una buena educación; eso no lo hace cualquiera. Solo ahora me doy cuenta de todas las cosas a las que ha tenido que renunciar por dárnoslas a nosotros.

—Me gusta como hablas de ella. ¿Cuánto hace que no la ves?

—Demasiado –responde con un matiz de nostalgia–. Desde Navidad –hace una mueca de disgusto–. Estoy planeando un viaje exprés este verano.

—Muy bien.

—No querrás acompañarme, ¿Verdad? –me quedo pálida, con la boca entreabierta y los ojos a punto de salir de sus órbitas–. ¡Es broma!

–me tranquiliza sin dejar de reír–. ¿Tan mala ha sido mi propuesta que te ha dejado en coma? –suspiro y respiro visiblemente más aliviada, mofándome de la situación.

—¡Que susto me has dado!

—No, si ya lo he visto... –me guiña un ojo–, pero tenía que probar.

Cualquier día de estos vendrá el "sí", ya lo verás.

Me lo ha dejado claro, ¡a este hombre le falta un tornillo!

—¿Y qué iba a hacer yo en Argentina?

—Pues..., conocer a mi familia, que seguro te caería muy bien. Mi madre es bondadosa y complaciente, y mi hermana pequeña, con lo cariñosa que es, se convertiría en tu mejor amiga nada más conocerte.

Luego te llevaría a cenar comida de verdad, nada de sucedáneos, que es lo que tenéis los gallegos, y por último te enseñaría los lugares más hermosos del mundo.

—Vaya, es muy tentador...

—Pero ¿sabes qué es lo mejor? –niego risueña con la cabeza–.

Que al regresar querrías desposarte conmigo porque te habrías enamorado perdidamente de mí –vuelvo a reír con ganas, ¿aún se utiliza el término desposar?

—Sigue soñando, chaval. Si de algo estoy convencida, es de que no pienso casarme jamás.

—¿Por qué?

—Porque yo soy libre, quiero poder decidir siempre, sin ataduras. El matrimonio no es para mí.

—Eso lo decís porque aún no os habéis enamorado.

—No, eso lo digo porque no quiero que llegue el momento de tener que arrepentirme.

—¡Uuuaaauuu! ¡Qué profundo!

—Ya me conoces... –añado guiñándole un ojo–, soy toda una filósofa de la vida –y con este comentario, volvemos a reír.

Entre bromas, confesiones y alguna que otra historia de nuestras vidas, acabamos cenando en un moderno restaurante de la ciudad llamado el club de la hamburguesa. Aquí la carne está deliciosa, y el pan, ligeramente frito en mantequilla, es una tentación pecaminosa a la que soy incapaz de resistirme; aunque mañana me arrepienta de todos estos excesos, hoy, pienso disfrutarlos.

Las conversaciones que mantenemos durante la cena son asombrosas, podemos ponernos serios y hablar de nuestros trabajos, política o economía, pero también podemos gastarnos bromas y tratar temas personales. Todo es comprensión, incluso complicidad; resulta tan fácil abrirse a él...

Hace meses que no me siento así, y mientras pienso esto no puedo evitar comparar a Franco con James. No parecen de la misma especie, con James solo había misterio, ocultaciones, omisiones, reservas..., jamás tuvo conmigo la confianza suficiente para ser transparente.

Tampoco preguntó acerca de aspectos relevantes de mi vida, sencillamente todo eso no importaba, por lo que en el terreno personal nunca llegamos a implicarnos demasiado. Pero Franco... Franco es tan cálido, simpático..., es el tipo de hombre con el que nunca te aburres, de personalidad dinámica y muy, muy atrayente.

 

Llego a casa un poco tarde, riéndome sola al recordar algunos de los comentarios de Franco durante la cena. Al entrar en la cocina, encuentro a Elena hablando por teléfono. No hay nadie más, al parecer, los otros se han retirado a sus habitaciones.

—Sí, es sencillo –la escucho decir sin percatarse de mi presencia a su espalda–. Lo que pasa es que aún tengo que pensar en cómo hacerlo, pero no te preocupes, ya se me ocurrirá algo.

Me pongo a su lado y la saludo con la mano para que me vea, su rostro cambia en el acto, incluso parece avergonzada.

—Está bien. Sí –comenta de forma rápida–. Bueno, ahora tengo que colgar. Mañana hablamos.

—¿Era Carlos? –pregunto al percatarme de su visible abatimiento.

Elena baja la cabeza, suspira y vuelve a mirarme.

—Esto... Sí, era él.

—Y, ¿cómo va todo? –se encoge de hombros.

—De momento no me apetece verle, estoy..., bueno... –hace un gesto evasivo con las manos–, no me encuentro muy bien con todo esto. Esta situación está empezando a afectarme más de lo que creía.

Bufa e intenta esquivarme para salir de la cocina, pero se lo impido colocando una mano sobre su hombro.

—A ver, cuenta.

Aparta la mirada y reproduce una extraña mueca de fastidio. Como diga que no le pasa nada, ¡la mato! ¡A mí no puede engañarme!

—No pasa nada –ya estamos, así que empiezo a urdir un plan de asesinato–, solo necesito estar sola y pensar.

—¿Se ha acabado lo vuestro?

—No, no es eso... –responde de forma atropellada–, pero sí que hemos puesto algo de distancia. La verdad es que últimamente tengo muchas cosas en la cabeza, y... –me mira y niega frenéticamente con la cabeza–. No quiero hablar de eso. ¿Cómo te ha ido a ti? –paso por alto su brusco cambio de conversación y contesto; aunque solo sea por no incrementar su angustia.

—Bien, ha sido entretenido, además, he descubierto en Franco al bailarín perfecto.

—Franco... –repite a modo reflexivo.

—Sí, Franco –confirmo presionándola con la mirada.

—Últimamente hacéis muchas cosas juntos.

—Bueno, es el único que dispone de tiempo para perder conmigo, y además tenemos muchas cosas en común.

—¿Y...?

—Y... ¿qué? ¡Pues eso!, que somos amigos.

—¿Te gusta?

—¡No en el sentido que estás pensando!

—Ya lo sabía –sonríe–, estas cosas se ven de lejos.

Vuelve a esquivarme y se dirige hacia la puerta, esta vez, con una sonrisa grabada en el rostro.

—¡Oye, Elena! –exclamo antes de que desaparezca–. Estás muy, muy rara, eres consciente, ¿verdad?

Se vuelve, me mira y niega lentamente con la cabeza.

—Ya te lo he dicho, tengo que solucionar algunos problemas personales a los que no paro de dar vueltas, pero nada más.

—¿Segura?

—Sí, Anna, segura –claudica con la misma sonrisa en sus labios de antes de salir de la cocina y se va.

Algo más le pasa, lo sé, algo que no quiere decirme y se guarda únicamente para ella; eso es precisamente lo que me da miedo. Elena nunca ha sido de las que se callan, y siempre lo cuenta todo. No sabe guardar un secreto, y mucho menos guardarse un suceso importante.

Un día más en este plan y juro que la ato a la cama y no la libero hasta que me lo diga; mi paciencia con ella se está agotando.