3

Por fin es viernes, y he quedado con Franco al salir del trabajo. Se podría decir que nuestra relación está en punto muerto ahora mismo, y aunque sigue intentando tener algo conmigo, dice que se conforma con ser únicamente mi amigo; miente, pero que quede claro, entre nosotros no hay nada más que una bonita amistad.

Todavía no he podido olvidar nuestro primer y último encuentro íntimo, creo que ha quedado grabado en mi mente como un acontecimiento cómico, pero en confianza diré que no sé si estaremos así mucho más tiempo. Por una parte la necesidad aprieta, y él está a tiro... ¡Joder! ¿Por qué tiene que ser tan condenadamente malo en la cama?

 

Me reúno con él en cuanto salgo de la oficina, está guapísimo, se ha apuntado al gimnasio y sigue una dieta que le está dejando musculado y muy definido. Me tiro efusivamente a sus brazos y aprieto con ganas, sintiendo como sus fuertes músculos me oprimen al corresponderme.

—Vaya, vaya, vaya..., os alegrás de verme, ¿eh?

—Sí –reconozco y le planto un besazo en la mejilla.

—¿Eso quiere decir que aún tengo posibilidades?

—Franco... –le advierto sonriente–, no te pases ni un pelo, como decimos aquí: "no está el horno para bollos" –reímos con complicidad de camino hacia su coche.

—¿Qué vamos a hacer hoy?

—Te voy a llevar a uno de los mejores restaurantes argentinos que tiene este maldito país –abro mucho los ojos por la sorpresa.

—¿Lo conozco?

—No creo –sonríe de medio lado–, vos preferís los italianos, que no están mal, pero donde esté un buen argentino...

—Bueno, bueno, bueno... ¡Cómo estamos hoy!

—Iremos a Parrilla Alfonsina. Está aquí al lado, en la calle Diputació.

—Me parece genial. ¿Y qué clase de comida hay?

—La típica de mi país: asado, locro, empanada, humita, ravioles con tuco...

—¡Madre mía, Franco! ¿Seguimos hablando el mismo idioma? –se echa a reír.

—Ya verás, te encantará. Y si no te gusta arriesgar, siempre puedes pedirte una sabrosa milanesa con papas, seguro que como esta no la has probado en la vida.

—Está bien, me has convencido –me recuesto emocionada en el asiento y suspiro profundamente; esto es justo lo que necesito.

 

Parrilla Alfonsina es un pequeño restaurante rectangular muy concurrido, ambientado de forma rústica e iluminación tenue. En las paredes hay fotos de personajes célebres en blanco y negro; aunque no reconozco a nadie, la verdad. Una camarera muy sonriente, con ese cálido y cariñoso acento tan propio de los argentinos, nos acompaña a nuestra reserva. Me siento en la silla de madera, y cojo la carta que hay sobre el mantel rojo y verde.

—Está bien, veo que aquí no hay pescado crudo –digo haciendo alusión a nuestra pequeña broma privada–, así me gusta.

—¿Quieres consejo? –pregunta sonriente.

—Mmmmm... Creo que no. Pediré la milanesa con papas que has dicho antes –retira su carta para centrarse en mí.

Su mirada centellea mientras me sonríe con ternura, y cambio de expresión inmediatamente ante ese gesto inusual.

—¿Qué pasa? –pregunto nerviosa poniendo en guardia todos mis sentidos.

—Nada –se encoge de hombros y vuelve a mirar su carta–, a veces hasés ese tipo de cosas...

—¿Qué cosas? –reclamo con impaciencia.

—Ese tipo de cosas aniñadas que te hacen tremendamente adorable.

—¿Soy adorable? –sonrío con picardía, algo más tranquila tras lo inesperado de su argumento.

—Sabés que sí. Sos adorable, además de muchas otras cosas que ahora no vienen al caso.

—Quiero saberlas, ahora has despertado mi curiosidad.

Deja la carta a un lado, se inclina sobre la mesa cruzando los brazos, y me mira de esa forma tan intensa. Su mirada chocolate me cautiva mientras se mueve de lado a lado buscando el acompañamiento de la mía. Su expresión hace que la diversión se esfume momentáneamente de mi rostro.

—Sos especial, divertida, inteligente, hermosa y sexy; con algunos puntos de locura, eso sí –sonríe y a punto estoy de derretirme cuando hace eso–, graciosa... Podría seguir toda la noche, pero mejor lo dejamos aquí.

Transcurridos unos segundos, en los que pongo en orden mis pensamientos, vuelvo a hablar.

—¿Sabes una cosa? A veces incluso yo necesito oír cosas como esas, para variar. Gracias.

—No me las des, Anna, déselas a vos por ser así.

Se me escapa una risilla maléfica. ¡Dios! ¿Por qué es tan condenadamente malo en la cama este boludo? Con lo bien que se le dan las palabras...

 

La camarera se acerca a nosotros con la libreta de notas en la mano, Franco pide rápidamente por los dos y vuelve a centrarse en mí.

Ahora me pongo algo nerviosa, tal vez sea por lo revelador de nuestra última conversación, así que de forma involuntaria empiezo a juguetear inquieta con la servilleta de papel hasta que él se encarga de detener mi mano sosteniéndola cuidadosamente.

—Vos aún me gustás, no lo voy a negar, pero sé que no puedo aspirar a convertirme en nada más que un amigo, así que, muy a mi pesar, lo asumo –retiro mi mano de entre las suyas y la coloco entre mis rodillas.

—Si sabes lo que hay y eres consciente de que no habrá nada entre nosotros, ¿por qué haces esto? ¿Por qué pierdes el tiempo conmigo? –se encoge de hombros.

—Será que me llaman los desafíos. ¿Sabes?, creo que por eso me hice médico –decido obviar su broma y continúo hurgando un poco más en el núcleo de sus sentimientos hacia mí.

—No lo entiendo Franco, ¿qué puedes sacar tú de todo esto?

Únicamente puedo causarte sufrimiento.

Su reflexivo rostro esboza una frágil sonrisa carente de emoción, cuando vuelve a encontrarse con mi mirada confusa, suspira, y sin titubear, añade:

—El sufrimiento que puedas causarme no es nada comparado con la alegría de tenerte junto a mí aquí y ahora. Me hasés sonreír, a tu lado soy un poquito más feliz, y al fin y al cabo eso es lo que cuenta, ¿no?

Pero si alguna vez cambias de idea respecto a nuestra situación, ya sabes, házmelo saber –concluye guiñándome un ojo.

No sabría decir cuánto han calado en mí sus palabras, ni la falta que me hace que alguien diga que para él soy especial. No es que tenga baja la autoestima, pero es inevitable, tras un desengaño amoroso, sentir que la seguridad en ti misma, esa que siempre has demostrado, se tambalea. Día tras día intento convencerme de que todo está bien, que nada ha cambiado y que sigo siendo la que siempre he sido, sin embargo, esa es una mentira que nadie se cree, empezando por la gente que me rodea y que lleva la cuenta de todos mis momentos de flaqueza. A mi favor, solo puedo decir, casi con total seguridad, que esto pasará, tarde lo que tarde y cueste lo que cueste.

Soy consciente de que no es el fin del mundo, y de que James no es el único hombre de la tierra, de eso estoy segura, como también lo estoy de que hay alguien por ahí creado específicamente para mí. Miro a Franco con complicidad, tal vez esté cenando con ese hombre ahora mismo... Me río para mí. ¡Ni de coña! Sé que no es él; aunque debo reconocer que tiene algo que me atrae.

Mi diálogo interno se detiene cuando la camarera se acerca con nuestros platos humeantes en la mano. Franco vierte vino en mi copa y me hace un gesto con la suya para brindar. Ambos chocamos el fino cristal y damos el primer sorbo a este vino afrutado que tan bien sienta; seguidamente miro mi milanesa.

El crujiente rebozado de la carne aún chisporrotea junto a las patatas caseras, con ese color dorado tan apetitoso. Corto un trozo de carne y, sin perder tiempo, me lo llevo a la boca para saborearlo.

—¡Santo cielo! ¿Cómo diablos puede estar tan tierna esta carne?

Se deshace en la boca.

—¿Viste? Sabía que te gustaría. ¿Querés probar mi asado?

—No, gracias, con esto tengo más que suficiente, ¿y tú de lo mío? – le dedico una perversa sonrisa de medio lado y él niega con la cabeza, sin captar el doble trasfondo de mis palabras; evidentemente no sabe lo que se pierde.

 

Durante el transcurso de la cena hablamos sin parar, bebemos, comemos y volvemos a beber hasta acabarnos la botella entera. Por lo general el vino no es lo mío, ya sé que es una contradicción que diga eso cuando siempre acabo con una copa en la mano; aunque podría decir que estoy empezando a apreciarlo, y reconozco que al menos este, está bueno.

 

Salimos del restaurante entre risas, tambaleándonos ligeramente y chocándonos sin darnos cuenta. Lo estamos pasando divinamente, y aunque no lo queramos reconocer, ambos estamos algo achispados, sobre todo yo. Esperamos sentados en el banco de un parque hasta que los efectos del alcohol se disipan un poco, solo entonces, Franco coge el coche y me acompaña hasta casa.

Llegamos al edificio donde vivo y miro hacia arriba. Localizo la ventana de mi piso y veo que las luces están apagadas; mis amigos no han regresado aún.

—Te invito a la última en mi casa –sugiero tan pronto consigue aparcar–, pero no te hagas muchas ilusiones... –Franco empieza a reír, sale del coche y me acompaña, pasándome una mano por la espalda.

—Está bien, ¿una partidita al parchís entonces? –acompaño sus risas.

—Por ejemplo.

Entramos en el ascensor, todavía voy algo achispada, por lo que no paro de reír y me muevo inquieta..., en parte por las ganas de orinar que tengo.

Nada más entrar en mi piso, indico a Franco que se ponga cómodo mientras voy al servicio, hago lo que tengo que hacer, me peino y repaso el maquillaje que se ha corrido con una toallita húmeda, y al terminar, vuelvo a salir; mi amigo me espera sentado en el sofá del comedor.

—¿Qué tenés de beber?

—Mmmm... ¿Gintonic? Tengo tónica de pimienta rosa –anuncio divertida.

—Me parece estupendo –corro hacia la cocina a preparar las bebidas y regreso al comedor rápidamente.

—Aquí tienes.

—Gracias.

Enciendo la televisión y, como todos los viernes, hay poco donde escoger; finalmente dejo un programa de investigación y me giro en su dirección.

—Oye, tengo una pregunta. A parte del tango, ¿qué más sabes bailar? –empieza a reír.

—Esto es nuevo, ¿vas a invitarme a bailar?

—Estaba pensando en apuntarme a clases de salsa, si quieres, podríamos ir juntos...

—¿Hablás enserio? –me contempla perplejo.

—...eso si conseguimos cuadrar nuestros horarios. Es algo que llevo tiempo queriendo hacer y me he dicho, ¿por qué no? Quiero probar cosas nuevas –Franco da un sorbo a su bebida y arquea las cejas.

—Me encantaría acompañarte. La salsa tiene su punto.

Le guiño un ojo y me llevo el combinado a la boca. Un trago, luego otro, volvemos a reír y todo fluye con naturalidad, con tiento. Nuestra casual aproximación se ha hecho evidente, me doy cuenta de que estamos prácticamente uno encima del otro, y por extraño que parezca, me gusta sentir su calor.

Franco sigue hablándome de curiosidades de su país, le pone amor a cada una de sus palabras, bañadas en un matiz de nostalgia. Me encanta la pasión con la que me cuenta cosas, como mueve sus manos haciendo énfasis en su argumento, el sonido musical de su voz... No soy realmente consciente de que he perdido el hilo de su discurso, centrándome en todos esos detalles que fluyen de forma natural en él cuando, justo en ese momento, obedezco a un impulso y le hago callar en el acto estampando mi boca contra la suya.

El beso es suave, lento, entreabro sus labios con los míos para obsequiarle con besitos cortos y comedidos. Franco permanece impasible, tal vez algo contrariado por mi perseverancia, que le ha dejado en jaque. Entonces me incorporo sobre él para continuar el beso de forma más insistente. Un sonoro jadeo brota de su garganta, y yo, suspiro al tiempo que cojo aire para continuar el juego de la seducción.

—Anna... –Franco me separa cuidadosamente, aún jadeante por mi inesperado ataque–. Te deseo con todas mis fuerzas, te lo aseguro, pero no quiero hacer esto, así no. Quiero que me beses, pero... –hace una breve pausa–, sin alcohol de por medio.

—No estoy borracha, si es eso lo que insinúas –contesto frunciendo el ceño.

Me sonríe fugazmente y se abalanza sobre mí sin previo aviso, besándome con intensidad y desesperación. Mi cuerpo arde en llamas en este instante, deseoso de sentir su contacto sobre todas las zonas de mi piel, que ahora están cubiertas de ropa.

—Sí lo estás –me susurra en la boca con voz ronca–, y no quiero que mañana te arrepientas de esto –vuelve a separarme, esta vez para ponerse en pie.

—Debería irme –anuncia, y yo, absorta, no puedo dejar de mirarle sin saber cómo reaccionar.

—Franco... –su lealtad, integridad y nobleza son, sin lugar a dudas, cualidades que debo atribuirle, pero no quiero que se vaya, ¡le necesito!–, quédate.

Me sonríe, se acerca y me da un tierno beso en la comisura de los labios, pero sin atisbo alguno de excitación.

—Llámame mañana, y si sigues pensando lo mismo respecto a eso, te prometo que me quedo.

Dicho esto, recoge su chaqueta del sofá, se despide y se va. Soy incapaz de parpadear.

 

Debería estar enfadada ahora mismo, me ha rechazado, me ha dejado tirada en este sofá después de haberme insinuado... ¡Y

sabiendo lo mucho que le excito! Sin embargo, no estoy en absoluto molesta con él, al contrario, puede que incluso a partir de hoy, me guste un poco más.