Capítulo XVIII

 

El sonoro traqueteo de las ruedas del carruaje resonaron en sus oídos como una suave melodía. Era un sonido poco atractivo, pero su humor, tan manso en aquellos momentos como el aire que discurría entre las ramas de los árboles, convertía toda fealdad en una explosión de hermosura.

No podía evitarlo. Su vida había cambiado en unos días y le había demostrado con contundencia cuán equivocado había estado en confiar en su mala suerte. Ahora veía un mundo de posibilidades infinitas, complicadas, por supuesto, pero no tan insalvables como todos creían.

Geoffrey esbozó una sonrisa complacida y perdió la mirada en los campos verdes de la campiña. Los recuerdos le asaltaron con premura, como cada vez que su mente divagaba demasiado. En realidad no le importaba que eso ocurriera, porque ansiaba tanto esos momentos que casi soñaba despierto.

Habían pasado cinco días desde que Emily fue a visitarle. Cinco largos y tortuosos días en los que recordaba cada momento, cada breve instante compartido. Era maravilloso, simplemente, porque le había ayudado a llegar cuerdo al sábado... día que, de momento, transcurría con lentitud.

Siguiendo la costumbre de esos días, empezó rememorando el momento en que Emily había bajado al salón tras el baño. Nunca, en su vida, había visto una criatura tan hermosa e inocente, incluso vestida con la tosca bata que él le había prestado estaba maravillosa. Recordó que su corazón había latido con una fuerza desmesurada y que había susurrado juramentos que nadie había llegado a oír. Rememoró también su vergüenza inicial, su rubor, y la tierna conversación que había seguido. Hablaron de niñerías, de recuerdos apagados por el tiempo y de sueños que desearían ver cumplidos. Después, Emily se ganó, una vez más, su corazón. Con la dulzura propia de la juventud, la joven conquistó a James y lo invitó a comer con ellos, a pesar de que apenas había nada para llevarse al estómago. Su gesto emocionó a ambos hombres, que terminaron decidiendo en el fuego de sus corazones que aquella mujer era única... y que tenía que quedarse con ellos.

Más tarde, fueron a pasear por los jardines bañados por el sol. Encontraron un rincón lleno de tulipanes y allí, se abandonaron al placer de la compañía y de la poesía susurrada.

Geoffrey suspiró como un niño enamorado y cerró los ojos, escuchando aún en el eco del viento la voz de su joven dama. Había vivido momentos que no olvidaría en cien vidas, y solo había pasado un día completo con ella... Inconscientemente, se preguntó cómo sería pasar el resto de su tiempo con la joven. No le vino ninguna respuesta inmediata, pero si se vio inmerso en una placentera sensación de paz.

Los recuerdos cambiaron al compás de los movimientos del carruaje. Emily desapareció de su memoria un momento y, a cambio, aparecieron Rose y Marcus, con sus habituales sonrisas que todo lo saben. Una sonrisa se dibujó en labios de Geoffrey cuando recordó la última visita que les había hecho: había sido justo después de que Emily se marchara a casa y había sido, posiblemente, una de las mejores decisiones de su vida. Al margen de la discusión que mantuvo con Marcus sobre si estaba o no enamorado de la joven, consiguió que Rose se implicara con su causa... y que organizara una fiesta en la que podrían verse de nuevo. Por lo que le habían dicho, había costado mucho que los Laine aceptaran la invitación... hasta el punto de verse obligados a invitar también  a Mirckwood.

En realidad,  a Geoffrey no le importó demasiado. Sabía que al pedirle eso a sus amigos, corría riesgos... pero estaba dispuesto a superarlos todos por volver a Emily, esta vez, en un terreno amigo. Pero aún no sabía qué iba a hacer cuando la tuviera delante. Había fantaseado mucho durante esos cinco días y las posibilidades que había atesorado eran tan dispares como reales. Ahora, a escasos minutos de llegar a la finca de los Meister, todas le parecían una locura. Sin embargo, no cedió a ella. Se limitó a sonreír como un chiquillo y a desear que todo fuera bien. Por eso mismo, cuando llegó, poco después, obvió la entrada principal, que empezaba a llenarse de invitados y optó por la del servicio, en la parte de atrás. No tenía intención de que nadie le viera deambular por allí...salvo aquellos ojos que sabían la verdad. Aquella fiesta, realmente, no era para quienes habían invitado, ni para quien deseaba asistir a ella. Era una fiesta privada. Y una declaración de intenciones.

Geoffrey sonrió para sí y cuando se aseguró de que nadie le veía, entró, cerró la puerta... y se encomendó a la buena suerte.

***

La orquesta vibraba y llenaba de hermosos tonos, variopintos y mágicos, cada rincón de la sala de baile. A pesar de los tenues rayos que el ocaso aún se permitía, el lugar estaba iluminado con la fiereza de un medio día. Era hermoso, brillante, como la luna que no tardaría en salir.

Emily dejó escapar el aire que contenía en sus pulmones y contempló, maravillada, la decoración que los Meister habían preparado. Los encajes color crema estaban por todas partes, colocados de manera estratégica para hacer de la habitación algo acogedor, donde todo el mundo quisiera pasar la velada. Los músicos tocaban sobre una plataforma que se asentaba en una de las esquinas de la habitación, rodeados de la calidez de las lámparas y de la belleza de los cortinajes de terciopelo.

La joven avanzó con suavidad del brazo de Mirckwood.  Por una vez, no le importó tener que tocarle y tener que fingir que era feliz. En los últimos días había aprendido a controlar sus emociones y sus pensamientos de una manera que casi la asustaba, porque todos ellos terminaban por centrarse en Geoffrey, pasara lo que pasara. Si su madre insistía en la boda, ella asentía, sonreía... y recordaba sus cálidos besos. Si era su padre el que trataba de hablar con ella, volvía a asentir con la sumisión que se esperaba de ella... y volvía a sus  dulces y nítidos recuerdos.

Aquellos cinco días habían pasado muy lentamente pero, gracias a ello, Emily tenía las ideas mucho más claras. Ahora sabía que debía luchar por lo que amaba, aunque supusiera su completo destierro. Solo necesitaba que él se atreviera a susurrar su nombre y caería en sus brazos definitivamente.

—¿Se divierte, milady?

Emily giró la cabeza hacia quien preguntaba y sonrió. Marcus estaba resplandeciente, como de costumbre. Chaqueta negra, camisa blanca y un tono azul en el lazo que cerraba su trenza. Como siempre, la joven se ruborizó e hizo una reverencia.

—Acabamos de llegar, milord —respondió y giró la cabeza para contemplar la sala, una vez más. Las perlas de su pelo tintinearon ante su movimiento y un breve destello apareció de entre sus mechones—. Me alegro muchísimo de verle.

—Lo mismo digo —contestó él y tras corresponder a su reverencia, la apartó suavemente de Mirckwood y besó sus nudillos—. Todos nos alegramos de verla.

—¿Todos? —Inquirió ella, con una sonrisa llena de verdades a medias—. ¿Incluso su mujer? ¿O sus amigos?

—Especialmente mis amigos —susurró Marcus, conspirador. Después hizo un breve gesto hacia la escalera.

Supo, en el mismo momento en el que vio la sonrisa de Marcus, que Geoffrey había llegado. Su cuerpo, trémulo, se estremeció  y aunque ella ansiaba por encima de todas las cosas correr en su búsqueda, se contuvo. En ese preciso instante Mirckwood se acercó y, posesivamente, sostuvo a Emily contra sí antes de mirar socarronamente a Marcus. Éste no se inmutó y a cambio, le devolvió el gesto transformado en un breve destello de cortesía antes de perderse entre la multitud.

—Aún no entiendo por qué hemos venido a esta fiesta. Parece que a los Meister le gustan los problemas. —Mirckwood tiró de Emily hacia la pista de baile, donde varias parejas reían y giraban al compás de una alegre melodía.

—Porque son mis amigos —contestó ella, con frialdad y giró entre sus brazos, a pesar del asco que sentía. Se obligó a pensar en otras caricias muy diferentes, en otras palabras que calentaban su corazón.

—Y mis enemigos.

Emily miró horrorizada a Mirckwood. Sintió la necesidad de detenerse, de quedarse quieta y decirle todas las barbaridades que nunca se había atrevido a pensar y que ahora se rebelaban en su cabeza. Sin embargo, bastó un giro para saber que dijera lo que dijera, ella estaba segura.

Sonrió cuando notó los ojos de Geoffrey sobre ella y las mariposas nacer en su estómago. De pronto se sintió muy liviana, ajena al mundo terrenal y muy viva en el mundo de las fantasías. Volvió a girar, buscó sus ojos de nuevo y se ruborizó. Sentía su mirada sobre ella como fuego líquido, como caricias de sus manos... y de sus labios.

El baile evolucionaba con rapidez, con una intensidad viva y propia de las jóvenes parejas que llenaban la sala. Emily sabía que aquel baile iba a dejar agotado a Mirckwood durante un buen rato, así que se esforzó en pedirle más, en sonreírle y llevarle al límite de sus fuerzas.

Por fin, tras el cese de la música, la joven soltó a Mirckwood, tan jadeante como él.

—Creo que iré a refrescarme. —Gimió él y se soltó la pajarita—. Quédate cerca, aun tenemos mucho que bailar.

—Por supuesto —contestó ella, burlona, mientras se alejaba en dirección contraria.

Cuando vio sus padres cerca de las viandas, maldijo en voz baja y cambió el rumbo. Las cosas no estaban bien entre ellos y cualquier motivo bastaba para empezar una discusión que podía terminar mucho peor. Por eso, prefería ser cauta y hacer las cosas más lentamente, aunque ansiara desaparecer de escena de inmediato para ir a buscar a Geoffrey.

Emily se detuvo en mitad de la habitación y tomó aire. Los colores se fundían entre ellos y la música acariciaba cada momento con reverencia. La envolvían y protegían, como si quisieran que todo aquello también saliera bien. De pronto, notó una presencia tras ella. Emocionada, se giró, aunque contuvo una exclamación frustrada al ver quién era.

—James...

—Tengo un regalo para usted, milady—susurró él y se llevó la mano al bolsillo de su elegante levita. Iba vestido a la moda gracias a los Meister que habían insistido en invitarle—. Disfrútelo.

La joven aceptó la nota que le ofrecía y, rápidamente, devoró su contenido. No consiguió terminar de leer.  Su corazón estaba a punto de estallar, al igual que cada poro de su piel.

Tragó saliva lentamente, aunque le costó un triunfo hacerlo. Después giró sobre sí misma y escudriñó a su alrededor. Vio la escalera un poco más allá, semiculta por las sombras y proclamando su llamada a grandes susurros. Era imposible negarse a lo que estaba ocurriendo. Por eso, Emily ignoró todo lo que la rodeaba y avanzó escaleras arriba, hacia la repleta oscuridad del corredor. Ignoraba si alguien la estaba siguiendo, porque solo era capaz de avanzar hacia aquella puerta de la que brotaba un leve haz de luz.

Emily se detuvo frente a ésta y tras acariciar la madera con devoción, entró.

—Creí que ya no vendrías. —Geoffrey contempló a la joven como si fuera la primera vez que la veía. Sus ojos relampaguearon intensamente y todo él, se estremeció con fuerza.

—¿Bromeas? —Sonrió con nerviosismo y cerró la puerta tras ella. En ese preciso momento sus ojos captaron la esencia de los suyos, y supo que el salvajismo que veía en ellos era solo un reflejo de lo que ella misma sentía—. Era lo único que deseaba.

Y, de pronto, todo cambió. Del silencio expectante pasaron a uno interrumpido de jadeos. De la soledad de la espera, se encontraron el uno en brazos del otro, temblando, luchando por beber de los suspiros entrelazados. Los gemidos brotaron con suavidad y se perdieron en la calidez que irradiaban, inevitablemente.

Geoffrey tembló cuando notó que la joven se  pegaba a su cuerpo. De pronto fue muy consciente de cada curva de su cuerpo, de cada respiración ahogada que sacudía su pecho.

Era perturbador y excitante, un momento único. Gruñó gravemente y tras perder sus manos en su cintura, la besó el cuello con lentitud. La dulzura de su piel le mareó durante un momento, pero tuvo la fuerza necesaria para aferrarse a ella, para gemir, para temblar.

—Emily... —Su voz sonó más ronca de lo habitual, más animal y desesperada—. No sabes cómo te echaba de menos.

—¿Tanto como yo? —Emily sintió que las piernas amenazaban con no sostenerla, así que se agarró a Geoffrey. Su olor reverberó en ella con fuerza, así que terminó hundiendo su rostro en el cuello de él.

—Puede... —contestó él a su vez, mientras besaba su pelo una y otra vez. Cuando notó que eso no era suficiente, buscó sus labios de nuevo y se perdió en ellos, a pesar de que con cada acometida de su lengua su excitación crecía. Sabía que no podría aguantar aquella tortura mucho más... pero no podía evitarlo—. Me hubiera gustado matar a Mirckwood por tocarte.

Emily gimió al escucharle. El fuego que sentía se volvió mucho más intenso de pronto. Notaba cada parte de su cuerpo latir lentamente, suplicando unas caricias que no llegaban. Inquieta, se apretó más contra Geoffrey y cuando sintió su dureza pegada a su vientre, jadeó. Quiso tocarle. Quiso llevarle a la misma locura en la que ella estaba sumida. Por eso dejó que sus manos la guiaran. Acarició su espalda con dulzura, bajo la camisa y sintió cómo sus músculos se estremecían bajo la yema de sus dedos. Le oyó gemir por lo bajo, suplicando más.

Y, de pronto, todo se descontroló. Sus caricias se tornaron más desesperadas a la par que sus besos más hambrientos. Sintió que se movían, como parte de un sueño. Pronto se notó sentada en una mesa, con Geoffrey medio tumbado sobre ella. Le notaba temblar y acariciarla por todas partes, con suavidad pero con una firmeza abrumadora.

—Geoffrey... —suplicó cadentemente, sin saber realmente qué necesitaba. En respuesta a sus avances, gimió y arqueó las caderas contra él.

Fue demasiado para su autocontrol. La voz que le instaba a apartarse, a pensar con frialdad, desapareció como si nunca hubiera estado. Le necesidad de avanzar, de tocarla más allá de lo lícito pudo con él. Su erección pulsó contra su ropa, desesperada y la sangre martilleó en sus oídos con mucha más fuerza.

Geoffrey gimió, besó su clavícula y apoyó las manos en las rodillas de la joven para separarlas.

—Emily... necesito... más. Más de ti. —Gruñó y tiró de la ropa hacia arriba. Sus manos acariciaron la seda de sus medias y después, la piel desnuda.

—No... no estamos haciendo las cosas bien —musitó ella, pero se dejó caer hacia atrás, dándole una extrañada bienvenida a  su cuerpo—. Esto es... mi virtud...

—Confía en mí. —Suplicó, desesperado y se inclinó hacia su cuerpo. Besó sus muslos con lentitud, mientras temblaba, y subió un poco más.

El olor de su excitación impactó en él como una bala a quemarropa. Saber que ella estaba húmeda, por él, por cada una de sus caricias era una invitación tan brutal como un deseo susurrado al oído.

Geoffrey gimió para sí y besó su vientre con lentitud. Después se sentó en una de las sillas que había frente al escritorio... y tembló. Vio su sexo frente a él, como una rosa húmeda de rocío suplicando ser encontrada. Quiso ir despacio y no asustarla, pero sus instintos, desbocados, le obligaron a acariciarla. En cuanto lo hizo y pasó los dedos por encima, gruñó. Su erección se hinchó más, desesperada por hundirse en ella. Emily estaba empapada y dispuesta para él.

No pudo contenerse más. Cuando sintió que la joven levantaba las caderas para prolongar la caricia, no pudo pensar con claridad. Se inclinó hacia ella, inhaló con fuerza... y apoyó sus labios en el centro de su sexo. La escuchó la gemir como nunca antes. El fuego le recorrió, marcándole con su intensidad, mientras su lengua se abría paso entre sus pliegues.

Emily sabía a gloria, simplemente. Desatado, la sujetó contra la mesa y lamió, con más suavidad, bebiendo de sus gemidos con una devoción que rayaba la locura. Una y otra vez, hendió en ella, rodeó y succionó, mientras él mismo gemía con ella. De pronto, notó que la excitación de la joven resbalaba por sus labios, lentamente. Y no pudo más.

Desesperado, desabrochó sus pantalones y sujetó su sexo con fuerza. La primera caricia fue tan intensa que temió derramarse en ese momento. Sin embargo, cuando Emily levantó las caderas y suplicó más con un ronco gemido, le dio igual. Se sujetó a ella y lamió con más rapidez, a la par que su mano se centraba en su propio placer, tan intenso que solo era capaz de ver todo en rojo.

—Geoffrey... —Gimió ella, desesperada. El calor la inundaba con fuerza y el placer llegaba a ella en grandes oleadas. No sabía que necesitaba, pero había algo, tan profundo como lo que sentía, que la obligaba a retorcerse contra él, pidiendo, exigiendo más.

—Lo sé, cariño. Está...cerca. —Gruñó él y volvió a lamer con más fuerza. Su mano continuó masturbándole, rápidamente. Se acercaba al final a pasos agigantados, exactamente igual que ella.

Y, de pronto, lo notó. Emily se tensó bajo su lengua, se estremeció con fuerza y se dejó llevar. El éxtasis la sacudió con su fuerza, devastadoramente, mientras sus leves gemidos se convertían en roncos gritos que trataba de sofocar.

La sintió desplomarse bajo él, pero continuó con sus caricias. Necesitaba hacerlo, porque de otro modo, no se controlaría. No obstante, cuando sintió que se retorcía bajo él, se apartó, aunque no apartó la mano de su miembro, hinchado y desesperado.

Dios... Ha sido... —Emily abrió los ojos de nuevo y se incorporó. Quiso darle las gracias y decirle que había sido el regalo más hermoso que nadie la había dado, pero... se quedó paralizada.

Emily se humedeció los labios y clavó su mirada, aún cargada de deseo, en su erección. Vio como Geoffrey se acariciaba más lentamente, de arriba abajo, y no pudo contenerse. Se deslizó de la mesa y cayó a su lado, guiada por una marabunta de sentidos más fuerte que su propia voluntad.

—Em, por favor... —Suplicó él y apartó la mano de su sexo, que se alzaba imponente.

Una sonrisa después y era ella quien acariciaba la punta de su miembro con timidez. El placer le recorrió con tanta fuerza que tuvo que apretar los dientes para no dejarse llevar y empujar contra ella.

—Está...caliente. Y duro —musitó ella, mientras le acariciaba con ternura, sin saber la tortura a la que le sometía. Sin embargo, continuó. Y cerró la mano en torno a su erección.

Geoffrey gruñó algo incomprensible y lleno de deseo. Movió las caderas contra ella y sin apartar la mirada de sus ojos, guió sus movimientos, lentos, intensos. Una gota de humedad coronó su sexo y ella, fascinada, la repartió por toda la punta.

Fue demasiado para él. Con rapidez, cerró la mano sobre la de Emily y la obligó a apretar, a  moverse con más fuerza. Ella gimió al verle, al sentirle, pero obedeció.

El orgasmo le recorrió con tanta intensidad que no pudo contener un largo gemido. Se vació sobre sus manos, violentamente, durante unos largos segundos en los que solo pudo susurrar su nombre.

—Oh, Dios... —Geoffrey dejó caer la cabeza hacia atrás, agotado. Después, cuando consiguió volver a pensar, se incorporó, limpió toda evidencia y se arregló la ropa. Sonrió cuando vio el rubor de Emily y, tras dejar escapar una suave carcajada, tiró de ella hasta que se sentó sobre él—. Mi pequeña.

—Ha sido... maravilloso —susurró Emily, con la voz aún ronca por la pasión. Estaba débil, temblorosa... y curiosamente satisfecha. Nada de lo que pudiera quejarse, en realidad. Por eso, sonrió más ampliamente y se abandonó a su tierno abrazo.

—Todo contigo lo es.

Y era cierto. Daba igual que ocurriera entre ellos, fuera malo o peor, porque siempre conseguían verle un lado positivo a las cosas tan hermoso como cierto.

Geoffrey estrechó con más suavidad a Emily y la besó con ternura en el hombro. La sensación de plenitud le recorrió por completo, tirando de los hilos de su corazón roto hasta completarlo de nuevo. Sintió un latido lleno de congoja, otro de la plenitud más absoluta y, finalmente, uno que le llevó a pensar en qué demonios hacía callado. Había pasado tanto tiempo desde que se había dado cuenta de que amaba a Emily más que a cualquier otra persona, que no creía que fuera necesario susurrárselo en cada despedida. Pero nunca se lo había dicho.

—Em... gracias por todo. —Empezó, suavemente, con los labios enterrados en el suave hueco de su cuello—. Por esto y... por todo lo demás. Por estar conmigo y no juzgarme, a pesar de mi comportamiento. Por rebelarte contra la opinión de tus padres, de tus amigas... de Mirckwood.  ¿Sabes? Desde que estoy contigo, soy feliz. —Tomó aire y se incorporó para mirarla a los ojos. Vio en ellos una emoción tan intensa como la que él sentía. Se estremeció y sonrió, brevemente—. He llegado a pensar que quizá... tú y yo...

El sonoro brío de una conversación junto a la puerta les hizo reaccionar de inmediato. Emily se levantó rápidamente y como si llevara haciéndolo años, recolocó a la perfección su pelo y traje. La seda cayó lisa de nuevo sobre sus piernas, como si nada hubiera pasado. Después dedicó a Geoffrey una media sonrisa a modo de disculpa.

—Geoffrey...

—Shh. Ten cuidado. —Geoffrey también se levantó, le acarició la mejilla y se cerró la levita rápidamente—. Escúchame, pequeña. Ahora baja a la fiesta, disfrútala... como si fuera conmigo con quien bailas. No podré aparecer por allí si queremos ser discretos, pero... estaré aquí. Mirándote. Bebiendo de cada sonrisa que quieras dedicarme, ¿me oyes?

—No quiero marcharme —susurró y se aferró a él.

—Pero no podemos alargarlo más... hoy. —Se apartó suavemente de su cuerpo y la besó, dulcemente—. Piensa en mí.

Emily sonrió ampliamente, hizo una discreta y burlona reverencia, y alcanzó la puerta. Después le dedicó una mirada cargada de sentimiento y verdad.

—Nunca dejo de hacerlo.

***

La dulce música del piano resonó por toda la habitación. Cada nota era una palabra que no se decía, un ruego susurrado en las sombras. Era hermoso y suave, como una caricia en sus noches.

Rose suspiró y secó una lágrima que se  escurría por su mejilla. Su corazón tembló emocionado y aunque sabía que en aquellos momentos era el punto de mira, le daba absolutamente igual. Marcus estaba tocando para ella, como aquella noche en que las palabras de amor llenaron el corazón de ambos. Verle allí, tan concentrado, tan visiblemente enamorado de ella... era suficiente para perdonarle todo lo que había hecho, por muy doloroso que fuera.

Habían llegado más cartas en los últimos días. Más notas de Amanda pidiendo ayuda y consejo. Pero ya no habían abierto heridas, sino compasión. Ella misma había visto el dolor en cada una de sus frases y se había sentido conmovida. Tanto, que también había decidido ayudarla. Por eso y aunque había dudado mucho, se había reunido con la mujer.

La tensión entre ambas había sido más que palpable. Los recuerdos que ambas guardaban eran muy duros, pero aún así, se habían estrechado la mano y habían decidido guardarlos para siempre en un rincón de sus corazones. Fue un momento emocionante para ambas mujeres que, tras unos minutos, se vieron reflejada la una en la otra. Poco podía hacer Rose para ayudarla, salvo tenderle la mano en aquella nueva etapa de su vida.

Una nueva nota pulsó la cuerda de la ternura. Su corazón se estremeció y cuando la música terminó y todos salieron del hermoso trance, Rose corrió hasta su marido y ante las miradas contritas de muchos de sus invitados, le besó como si fuera el último día.

—Te quiero —susurró contra sus labios, llena de emoción innegable.

—Me gustaría decir lo mismo, pero lo que siento va mucho más allá. —contestó él con ternura y la abrazó.

La magia les rodeó durante un momento en el que ambos estuvieron solos, perdidos en la mirada del otro, en brazos de la locura que había guiado sus vidas. Solo cuando la música de la orquesta volvió a nacer, se separaron.

—Geoffrey...

—Lo sé. —Marcus sonrió brevemente—. Voy a hablar con él ahora mismo.

—Emily parecía feliz —continuó Rose y señaló con la cabeza a la joven, que en aquellos momentos sonreía a Mirckwood y a sus padres. Todo en ella resplandecía como si tuviera luz propia—. ¿Crees que le habrá dicho lo que siente por ella?

—Lo dudo mucho. Geoff es una mula terca.

La joven rió con suavidad y asintió con conformidad. Después se colocó el vestido para que éste luciera con la belleza que se merecía y entrelazó la mano con la de él.

—Amanda ha hecho un buen trabajo con ese vestido.

—Por supuesto —corroboró la joven y miró la seda verde que la cubría con orgullo—. Siempre ha sabido vestirse bien.

—Gracias por darle una oportunidad.

—Se la merece —contestó Rose con sinceridad y sonrió—. La recomendaré a quien esté en mi mano. Te lo prometo.

—Eres un ángel. —Suspiró él y volvió a besarla cariñosamente.

—No decías eso anoche. —Susurró ella y rió, antes de apartarse—. Ve con Geoffrey, yo tengo que hablar con Emily.

Marcus asintió con una sonrisa y tras observar detenidamente como su mujer se alejaba, se apartó del piano. Después se disculpó brevemente con sus invitados y subió escaleras arriba. No le costó encontrar a su mejor amigo, que sonría con una copa de coñac en la mano. Se le veía condenadamente feliz.

—Salud y buenos alimentos. —Saludó y levantó la copa antes de beber un trago.

—Creí que ya no bebías, Geoff.

—Y no lo hago. —Se echó a reir y llenó otra copa—. Solo celebro mi vida.

—¿Celebras... tu vida? Por el amor de Dios, ¿estás bien?

—¿Por qué no debería estarlo?

—Emily...

—Ah. —Una sonrisa mucho más amplia se dibujó en sus labios—. Mi dulce criatura.

No pudo contener su escepticismo. Le observó calladamente y después, se acercó a coger la copa que le ofrecía. Se sentó junto a él y tras un momento de silencio, atacó.

—¿La has tomado?

—No. —Geoffrey sonrió y bebió del líquido ambarino—. Pero me hubiera gustado.

—¿Entonces?

—No quieras saber los detalles, amigo mío.

—¡¿Te has vuelto loco, Geoffrey?! —Estalló Marcus y dejó que la copa cayera al suelo—. ¡No la quieres, no piensas tomarla por esposa y te aprovechas de ella! ¡¿Quién te crees que eres para jugar con ella de esa maldita manera?!

Geoffrey acusó el golpe de inmediato. Dejó la copa sobre la mesa y se levantó, aunque tuvo que contener un gemido de dolor en cuanto se apoyó en la pierna herida. En sus ojos brillaba la ira, tan profunda como su deseo de estar con la joven.

—No eres el más indicado para hablar, Marcus —masculló y le enfrentó, gélidamente.

—¿Ah, no? Mírame, casado y a punto de tener un hijo. —Marcus se incorporó y dio un empujón a Geoffrey, que se tambaleó—. ¿Qué puedes decir de ti? Solo, amargado y sin tener ni puñetera idea de qué hacer con su vida. Ni siquiera eres capaz de reconocer que la quieres, mucho menos mantenerla a tu lado. Vas a joderle la vida y, mírate, ni siquiera te importa.

Fue más que suficiente para él. La ira, la rabia y toda la impotencia que llevaba acumulada desde hacía años, afloró con una intensidad demoledora. Sujetó a Marcus por la pechera y rápidamente, descargó su puño contra él. Nadie, nadie, iba a decirle lo que era capaz o no de hacer por Emily. Ni siquiera él, ni siquiera si bajaba el mismísimo Dios.

No. Emily iba a ser suya, porque siempre lo había sido y siempre lo sería.

—¡¡No te atrevas a decirme qué no haría por ella!!

—¡¡Eres un cobarde, Geoffrey, y no te la mereces!! —Continuó Marcus, mientras le sujetaba con fuerza—. Y no voy a permitir que vuelvas a verla. ¡No voy a dejar que arruines su vida!

—¡Atrévete! —Gritó él y trató de nuevo de golpearle. Ambos se vieron forcejeando, hasta que el dolor pudo con él y se apartó—. Hazlo, Marcus, aléjame de la mujer que amo y  juro que te mataré.

Marcus se detuvo, confuso y retrocedió, impactado.

—¿Qué... has dicho?

—¡Que la quiero, maldita sea! !¡Que nunca, en mi vida, he amado como la amo a ella!

—¿Quieres...? —Se detuvo, incapaz de creer lo que estaba oyendo.

—¡Sí, maldita sea! ¡Quiero casarme con Emily! ¡Quiero despertarme cada mañana a su lado y luchar por cada suspiro suyo!

—Entonces, hazlo. —Marcus dejó escapar un suspiro aliviado y sonrió, pesadamente—. Ve a ver a sus padres y pídeselo.

—Deja que amanezca. Deja que nazca el sol y allí estaré. —susurró Geoffrey a su vez y le tendió la mano, solemnemente—. Emily es mía y no dejaré que nadie me aparte de ella... aunque sea lo último que haga.

Y con ese pensamiento, con esas alas en su corazón, Geoffrey se apartó de Marcus... y volvió a casa. A prepararse. A convencer a sus miedos. A, por fin, resolver su vida.