Capítulo V

 

Para cuando Emily quiso darse cuenta, la cena estaba servida y los Meister habían colocado una silla para ella en la enorme mesa del comedor. Tuvo la tentación de negarse y de regresar a casa, pero la amabilidad que habían demostrado con ella no se merecía semejante pago. En realidad, ella no quería volver a casa pero sabía que su madrastra estaría subiéndose por las paredes y que, cuando llegara, pagaría toda su frustración con ella.

Suspiró brevemente y se giró hacia Rose, que iba de aquí para allá buscando un vestido para ella y para Isabela. La lluvia había aparecido de sopetón y, aunque los caballos se habían esforzado en cubrir los metros que les separaban de los establos, habían terminado calados hasta los huesos. Los vestidos y los sombreros habían quedado para el arrastre, llenos de salpicaduras de barro y con las partes de terciopelo completamente arruinadas. Era un auténtico desastre… que Emily no lamentaba para nada. Habían sido las horas más intensas de sus últimos dos años y no estaba dispuesta a desperdiciar unas pocas más por su insistente sentido del deber. Siempre se había regido por él, era cierto, pero ahora… la llamada de la inconsciencia, de la rebeldía, hacía eco con más fuerza que el quedo susurro de la obligación.

La búsqueda de los vestidos requirió una larga media hora. Con el embarazo de Rose muchas de las prendas habían sido ensanchadas o descartadas y ahora era muy difícil encontrar algo para dos mujeres menudas. Sin embargo, la fortuna terminó por sonreírlas y Rose sacó de su guardarropa dos vestidos cómodos, elegantes y que fácilmente podían pasar por suyos.

—Mandaremos una nota a tu padre, Emily —informó Rose con firmeza, con un tono de voz que no aceptaba una negativa—. La tormenta no tiene pinta de ir a escampar y sería una imprudencia viajar con este tiempo. Mandaremos a uno de nuestros chicos en cuanto podamos.

—Mi madrastra sabe que estoy aquí, aunque estará preocupada. —Asintió la joven mientras se acomodaba las tiras del vestido y sonrió agradecida—. Muchas gracias por todo, milady.

Rose chasqueó la lengua e hizo un gesto para quitarle importancia al asunto. Emily le caía muy bien y le resultaba muy agradable su compañía, así que no lamentaba en absoluto que la tormenta hubiera decidido campar a sus anchas por la zona. Había sido el final perfecto para una velada que aún distaba mucho de terminarse. Marcus y Geoffrey también habían ido a cambiarse, pero Rose estaba segura de que ellos ya habrían terminado. Evidentemente, tampoco iba a dejar que Geoffrey se marchara bajo la espesa lluvia y mucho menos sabiendo del dolor que le sacudía en días como aquél. También sabía que iba a negarse en cuanto se enterara, pero confiaba en la capacidad de persuasión de su marido.

Diez minutos después, Dotty, la que había sido niñera de Rose durante años, consiguió que las tres mujeres estuvieran bien vestidas y listas para bajar al comedor. Allí la esperaban ambos hombres, que también se habían cambiado de ropa y que conversaban en voz baja mientras esperaban a las jóvenes.

—Siento el retraso, caballeros. —Saludó Rose con su típica sonrisa llena de picardía y apretó un poco el paso para reunirse con su marido.

—No pasa nada, Rose, en realidad no creas que… —dijo Geoffrey se giró hacia ellas. En ese momento, cuando Emily apareció en su campo de visión, las palabras murieron en su garganta.

Nunca, en su vida, había sentido algo como lo que ahora le oprimía el pecho: la extraña necesidad de huir y, a la vez, de acercarse a ella, la admiración que le recorría cada vez que posaba sus ojos en ella, el dolor al darse cuenta de que no podía seguir mirándola de esa manera.

—Milady… —Comenzó, con la voz ronca y grave—. Está preciosa. Realmente encantadora.

Emily se ruborizó deliciosamente y apartó la mirada de sus ojos azules. Lo que vio en ellos la turbó como nada lo había hecho antes pero, lejos de sentirse cohibida, sonrió.

—Gracias por el cumplido, milord. Pero todo mi encanto se debe a lady Meister y su buen gusto con los vestidos —contestó con sencillez y continuó andando hasta quedar a su lado.

—Todos sabemos de los múltiples y variados encantos de Rose, milady. —Geoffrey sonrió suavemente y, siguiendo un impulso tan antiguo como el tiempo, le ofreció el brazo, caballerosamente—. Pero si le soy sincero… esta noche usted la sobrepasa con creces.

No entendía por qué se dejaba llevar de esa manera. Cada palabra que pronunciaba, aunque era cierta, le escocía como un hierro al rojo vivo. ¿Cómo podía permitirse comportarse así? Tendría que estar llorando a su mujer en la tumba y no allí, llevando del brazo a una niña que se le parecía como una gota de agua.

Geoffrey sacudió la cabeza, incómodo consigo mismo, pero no tuvo el valor de soltar a la joven. Ella no se merecía ese desprecio, especialmente tras ver la sonrisa que le había dedicado. Una sonrisa que había rozado los muros de su fortaleza y que le había demostrado que el hielo era fácilmente destructible. Parecía mentira que, tras tantos años sufriendo, no hubiera llegado aún a su límite, pensó y se estremeció. No sabía cuánto más podría aguantar y no estaba seguro de querer saberlo.

Una suave carcajada le sacó de sus elucubraciones y durante un breve momento, pareció perderse en la realidad que le rodeaba. Se giró hacia Emily y contempló su perfil con detenimiento mientras ella hablaba con Marcus.

—Están todos invitados, por supuesto. —Emily sonrió satisfecha y se detuvo al llegar a la inmensa mesa del comedor—. Una no cumple diecisiete años todos los días.

—¿D-diecisiete? —preguntó Geoffrey con un hilo de voz y miró a la joven como si ésta fuera una aparición.

Era imposible que tuviese tan pocos años. Por el amor de Dios, nada en ella hacía pensar que era una niña. ¡Una niña!, se escuchó gritar mentalmente y tuvo que contener las ganas de golpearse la cabeza contra algo. ¿Cómo no había podido darse cuenta de eso? ¿Tanto le había afectado a los sentidos su parecido con Judith que no era capaz de ver más allá?

—Por supuesto, milord. ¿Qué edad pensaba qué tenía? —Emily sonrió ampliamente y en sus ojos brilló un destello de satisfacción. Era la primera vez que no la veían como una simple niña y ese pequeño detalle la llenaba de un orgullo casi pecaminoso.

—Algunos más —contestó él, completamente desconcertado—. Disculpe mis maneras, milady, pero… su manera de hablar dista mucho de las señoritas de su edad.

Emily dejó escapar una carcajada, suave y llena de alegría, y se giró hacia Geoffrey, que aprovechó ese momento para apartarle cuidadosamente la silla. Ese minúsculo detalle de caballerosidad, de respeto, hizo que la joven sintiera una espiral de calor recorrerla. Era una sensación dulce, lenta y apaciguadora, que le hacía cosquillas en el pecho y que envolvía su garganta impidiéndole hablar. Sabía que acabaría por acostumbrarse a ese tipo de gestos pero, ser consciente de que, en realidad ese era el primero, la hizo sentirse plena y maravillosa.

—Gracias por el cumplido, milord—dijo, finalmente, y se acomodó en la elegante silla del salón.

Los demás no tardaron en tomar asiento también y pronto todos estuvieron a la mesa y frente a un sinfín de manjares. Había pollo, patatas bañadas en mantequilla, salsa de arándanos y un buen vino. Los postres aún no habían llegado, pero Emily estaba completamente segura de que serían igual de atrayentes que los demás.

El recuerdo de la comida de Rosewinter hizo que contemplara cada plato con avidez. No es que comieran mal, por supuesto, pero la calidad de la cocina se alejaba mucho de lo que ella estaba acostumbrada. Contuvo como pudo su ansia y esperó hasta que Scott, el mayordomo de los Meister, sirviera cada plato. 

—Ya hemos comprobado que Geoffrey es incapaz de acertar con las edades —comentó Marcus con una sonrisa y se llevó la copa de vino a los labios—. Me pregunto si usted, en cambio, es más afortunada. ¿Quiere probar, Emily?

—¿Con usted, milord? —contestó y su gesto se tornó ligeramente en uno más pícaro.

—Por ejemplo. —Accedió él y se recostó en el respaldo de la silla.

Los demás dejaron de comer un momento y contemplaron la escena con curiosidad. Ninguno estaba acostumbrado a vivir situaciones similares y aceptaron el evento con una amplia sonrisa.

Emily dejó el tenedor con cuidado y se giró hacia su anfitrión. Contempló detenidamente la línea de su mandíbula, fuerte, apenas cubierta por la sombra de una barba de tres días. Después subió por sus pómulos y por su nariz, hasta llegar a sus ojos azules. La joven se estremeció al notar la profundidad de éstos y el hielo que contenían. Un último vistazo fijó su mirada en su pelo, oscuro y con alguna cana, que se extendía ya por la mitad de su espalda. Su atractivo era innegable, aunque el tiempo empezara a dejar sus marcas en él.

—Unos… cuarenta y cinco, milord. —Probó, con una sonrisa culpable dibujada en sus labios. No quería equivocarse y poner en ridículo a su anfitrión pero… él lo había querido.

Su sonrisa llena de picardía y la carcajada que llegó después le indicó que no se había equivocado y que, en el caso de que sí lo hubiera hecho, no estaba molesto en absoluto.

—¡Muy bien! —exclamó y aplaudió varias veces, mientras los demás le miraban con una sonrisa igual de amplia.

—Se te da mucho mejor que a Geoffrey, es evidente. —Bromeó Rose y devolvió su atención a la comida. No espera que el siguiente comentario surgiera de boca de Geoffrey y, mucho menos, que mantuviera el tono jocoso.

—¿Quiere probar otra vez, milady? —preguntó él y apoyó la barbilla en ambas manos, mientras la miraba con una intensidad que no podía ocultar. 

Emily contuvo una exclamación sorprendida y giró la cabeza hacia él. Era la primera vez que le veía tan cerca y tan detenidamente. Contuvo el aire un momento y sintió que su corazón daba un vuelco. Quiso detener su mirada, pero no lo consiguió y ésta, insolente, paseó lentamente por cada rasgo de su rostro. Era mucho más guapo de lo que había supuesto en un principio y la convicción de que era así hizo que sus mejillas se colorearan. Sus ojos se detuvieron a la altura de su boca, entreabierta, firme y que en aquellos momentos se ladeaba formando una breve sonrisa. Recorrió el mismo camino que con Marcus pero ésta vez  no encontró ninguna evidencia que revelara su edad.

Suspiró frustrada y, como siempre que se concentraba, se mordió  el labio inferior. No es que eso sirviera de mucho pero se sugestionaba lo suficiente como para conseguir cierto grado de concentración.

—Unos… veintiséis, milord. —Probó a decir, con toda la serenidad que pudo y esperó a ver su reacción. Cuando vio que su sonrisa se tornaba burlona, maldijo por lo bajo y se ruborizó.

—¿Quiere probar otra vez? —Geoffrey sonrió y la concentración de su mirada se acentuó un poco más.

—¿Por cuánto me he equivocado, milord?

Realmente estaba sorprendida y aunque quisiera, no podía esconderlo ni disfrazarlo. Sabía que Geoffrey era mayor que ella, pero no imaginaba que superara la decena. En realidad, Emily, en aquellos momentos, no sabía cómo tenía que sentirse: ¿aliviada? ¿Decepcionada? La edad, pese a que solo era un número, podía barajar tantas variables y en tantos temas…

—Oh, algunos años de nada. ¿No quiere volverlo a intentar? —La retó él y contempló su gesto frustrado con satisfacción.

—De acuerdo, de acuerdo… ¿veintinueve?

Esa vez le tocó reír a Geoffrey y lo hizo sin poder contenerse. Tras un minuto en el que sintió como le faltaba la respiración, negó nuevamente.

—Sigue fallando, milady —contestó y sacudió la cabeza, sin dejar de sonreír—. Apuesto lo que quiera a que tampoco acierta la próxima vez. —continuó, pero al notar en sus labios la amargura de la palabra “apuesta” notó como su sonrisa se apagaba considerablemente.

—Es imposible que tenga más de treinta —musitó Emily y miró a los demás esperando a que confirmaran lo que decía. Ninguno lo hizo y ella se giró hacia Geoffrey asombrada.

—Ah, desperdició su último intento. ¿Debo suponer que se rinde, Emily?

La joven notó todas y cada una de las miradas sobre ella, pero sintió el peso de una en especial. Cada segundo que pasaba bajo su fuerza, bajo su intensidad, llenaba su corazón de volutas de nerviosismo y placer, que crecían y rebotaban en su pecho.

—Sí, claro que me rindo —contestó dócilmente y sonrió a Geoffrey con la convicción de que él desvelaría el misterio y apagaría esa curiosidad que la estaba consumiendo por dentro.

—Entonces vamos a cenar, milady —dijo y tras unos segundos en los que se vio incapaz de apartar su mirada de ella, apartó la mirada.

Aquello no estaba bien y él lo sabía, lo notaba.  Cada frase, cada palabra y mirada que le dedicaba a Emily hacía que su memoria gritara el nombre de Judith y este se estaba clavando en su alma como hierros al rojo. Y, sin embargo, la sensación de que alguien más aparte de Marcus y Rose se preguntara sobre él de la misma manera inocente y amistosa le estaba volviendo completamente loco. Había pasado tantos años sumido en la sombra de los rumores, de las malas miradas y de los golpes emocionales, que ya había creído que la luz de la vida se había apagado para él.

Respiró hondo y tras ignorar cuidadosamente la mirada de Marcus, alargó la mano hacia la primera botella de vino que vio. Llevaba toda la tarde jugando a un tiro y afloja con su abstinencia, y había intentando por todos los medios no echar mano de la petaca que llevaba en el bolsillo de la chaqueta. Se había preguntado muchas veces por qué no lo hacía y aunque intentaba desesperadamente encontrar un motivo que no fuera la presencia de aquella joven… no lo encontraba. ¡Maldita fuera! En aquellos momentos ella era la esencia de todos sus problemas y, curiosamente, su solución. Si no había echado mano al alcohol era, simplemente, porque no quería que Emily viera esa faceta llena de oscuridad de él.

Suficiente ha visto por un día, pensó él con amargura y apartó la mano de la botella de vino. Decidió que era una muy buena idea llenar la copa de cristal tallado con insípida y maravillosa agua.

—Eso no es justo, milord. Usted ya sabe mi edad.

Escuchó a Emily junto a él y su tono era tan contrariado y confuso que no pudo evitar esbozar una sonrisa. Después se giró hacia ella, cogió su copa y se la ofreció a ella.

—No seas cruel, Geoffrey. —intervino Rose y se llevó a los labios una copa de vino tinto.

—¿Cruel, yo? —preguntó, alargando ligeramente las palabras y enarcó una ceja, aunque sus ojos azules reflejaban a la perfección lo que sentía: algo de diversión, algo de miedo y mucha confusión—. Oh, sí. Pérfido… —Sacudió la cabeza y claudicó—. Tengo treinta y cinco, Emily. Me hago viejo a marchas forzadas, pero siempre es agradable que una dama piense que eres más joven.

Emily abrió los ojos desmesuradamente y miró a Geoffrey, incrédula. A su lado, Isabela reía suavemente, divertida ante la reacción de la joven. Ella tampoco sabía qué edad tenía Geoffrey, pero había ido atando cabos a lo largo de la tarde.

—¿Treinta y cinco? Me toma el pelo, milord. —La joven devolvió la vista al plato y negó una vez más, sin llegar a creérselo.

—Lamento mucho decepcionarla, pero me temo que así es —aseguró a su vez e imitó su gesto. No tenía demasiada hambre, pero tampoco podía permitirse el lujo de no comer nada, así que suspiró y se obligó a comer un poco de pollo.

Durante un largo momento, nadie dijo nada. El sonido de la vajilla de porcelana y de la bebida al llenar las copas resonó por la habitación, llenando un silencio que, lejos de ser incómodo, se expandía sobre ellos.

Emily aprovechó ese momento de paz para contemplar, por fin, el salón en el que estaba. Había intentado hacerlo cuando entró, pero Geoffrey se había llevado toda su atención y ella no había sido capaz de prestar atención a nada más.

Se ruborizó levemente al recordarlo y dejó escapar un breve suspiro antes de fijar su mirada en la rica ornamentación de las paredes: grandes cuadros que se sostenían sobre las paredes, altas y de color salmón, suavemente iluminadas por pequeñas lámparas alimentadas de gas. En aquellos momentos, los cortinajes estaban perfectamente recogidos a cada lado de los cuatro ventanales y por ellos, se podía entrever la belleza nocturna del jardín trasero de los Meister.

Tras un último vistazo a detalles menos importantes, como la propia y rica decoración de mesas y sillas, la joven continuó cenando, aunque sus pensamientos continuaron lejos de allí. Era curioso que, los Meister, siendo ellos duques fueran tan… sencillos. Sus padres, que solo ostentaban una baronía, eran mucho más vistosos, en todos los sentidos. Los trajes, la comida, incluso la decoración de Whisperwood. Todo era mucho más intenso y aunque hermoso, se alejaba de la serenidad y equilibrio de aquella casa.

—¿Es de su gusto la cena, Emily?

La voz de Marcus la sacó de su ensoñación con suavidad y la hizo esbozar una sonrisa amable y llena de gratitud. Hacía años que nadie se preocupaba por saber si la comida la gustaba o no.

—Sí, milord, está deliciosa —comentó y se llevó a la boca otro trozo de patata. Lo masticó con cuidado y tragó—. La verdad es que echaba mucho de menos la comida inglesa.

—Yo echo de menos la italiana —aseguró Marcus y se recostó en la silla, saciado—. Llega un momento que el rosbif cansa.

Geoffrey carraspeó sutilmente y, cuando se aseguró de que todos le miraban, se encogió de hombros.

—Yo no tengo mucho con qué comparar, Marcus, así que… deja de ponerme los dientes largos.

—Geoff, es cosa de la edad. —intervino Rose y sonrió con picardía—. Él es más viejo, así que ha vivido más. Quizá vaya siendo hora de que le tomes como ejemplo y… vivas más. Un poquito, al menos.

Aquellas palabras tan, en apariencia, inocentes, hizo que Geoffrey se tensara hasta límites insospechados. Taladró a la mujer con la mirada y negó con la cabeza.

—No… no tengo tiempo, Rose —contestó, con los dientes apretados. Ni tiempo… ni ganas, pensó con amargura y apretó con fuerza los cubiertos.

—Tienes tiempo de sobra… —Marcus desvió la mirada hacia su mujer y trató de disipar la repentina presión que se había alzado como los indicios de una tormenta lejana.

—Solo es cuestión de ponerle ganas. —continuó Rose, sin llegar a mirarle, más pendiente, en apariencia, del plato que tenía delante.

Emily frunció el ceño sutilmente y miró a Isabela, interrogante. La joven se encogió de hombros, tan confusa como ella y se inclinó sobre la mesa para seguir escuchando aquella conversación tan inusual. En ella se entreveían tantos secretos e intrigas que resultaba imposible no prestar atención, aunque la situación no fuera la más agradable posible.

—Déjalo, Rose, por favor.

Geoffrey miró a Emily de reojo y se tensó aún más. Sus manos empezaron a temblar suavemente y la necesidad de desaparecer, de huir, se hizo más imperiosa. En aquel momento, cuando tuvo la certeza de que alguien estaba levantando sus cartas y que estaba poniendo sus secretos sobre la mesa, supo que ni siquiera Rose o Marcus merecían su amistad. Le estaban apuñalando por la espalda, una y otra y otra vez. No había servido de nada advertirles sobre cómo se removía su alma cuando veía a la joven, no. Tampoco había resultado suplicar que le dejaran en paz. Y ahora, no contentos con todo eso le ponían entre la espada y la pared y le dejaban en ridículo delante de ella. ¡Malditos fueran todos y malditas las circunstancias!

—Geoff... —advirtió Marcus con suavidad y se incorporó lentamente, sin apartar la mirada de él. No estaba seguro de cómo iba a reaccionar su amigo, pero sí sabía que estaba a punto de estallar.

—¿Me vas a reñir como si fuera un crío? ¿Tú también? —espetó con brusquedad, recelo y frustración. Odiaba sentirse tan atrapado como en aquellos momentos y no poder reaccionar como quería.

—Compórtate y no tendré que hacerlo. Además… creo que deberías disculparte.

Fue más de lo que él estaba dispuesto a aguantar. El dolor estalló bruscamente en el centro de su pecho y se expandió a cada una de sus terminaciones nerviosas con una fuerza devastadora y horrible. Geoffrey se levantó con brusquedad e ignoró por completo el tintineo de la vajilla ni el rascar de la madera contra el suelo. Tampoco quiso escuchar el jadeo ahogado de Rose ni el gruñido de Marcus. Solo tenía ojos y oídos para Emily, que aún sentada, le miraba tristemente.

—Discúlpeme, milady. —Empezó, con los dientes tan apretados que cada palabra era un logro y, a la vez, una inmensa fuente de dolor—. Esta no es forma de comportarse ante una dama, ni ante nadie. Le ruego que me perdone y que olvide este desagradable incidente que, obviamente, no se va a volver a repetir.  Y ahora, con intención de no causar ninguno más, me retiro. Ha sido un placer volver a verla. —finalizó y, antes de que Marcus pudiera reaccionar, se alejó hacia la puerta a grandes zancadas.

Después cogió su abrigo, se giró un momento para mirarles, para gritarles en silencio su cobardía, y huyó, cerrando la puerta tras de sí con una fuerza tan solo equiparable al dolor que le recorría.

***

Emily siguió con la mirada a Geoffrey hasta que éste desapareció de su vista. Había intentando tranquilizarse a medida que la conversación subía de tono y lo habría conseguido si el barón no se hubiera girado hacia ella y la hubiera sentenciado con esa mirada de profundo rencor. Reconocía que incluso ahora, pasados unos minutos, aún escocía y la turbaba. Estaba claro que sus buenas intenciones para con él no habían servido para nada y que, en el fondo, solo habían removido la angustia que él llevaba dentro.

Sintió las lágrimas humedecer sus ojos y se vio obligada a parpadear frenéticamente para evitar que se desbordaran. Le resultaba completamente curioso cómo, a lo largo de la velada, se había visto sacudida por sensaciones tan dispares como la alegría y la amabilidad… o la más pura desolación y tristeza. Quería entenderlo, asumirlo y vivir con ello, pero era completamente incapaz de hacerlo. Ella se había comportado como le marcaban todas las directrices y, a cambio, había llevado la velada al desastre. Evidentemente, sabía que no todo era culpa suya y que Geoffrey Stanfford había tenido mucho que ver en ese desolador final.

—Me temo que yo también debo marcharme. —anunció, suavemente, y se levantó, a la par que Marcus—. Lamento mucho lo ocurrido.

—No se le ocurra pensar que todo esto es culpa suya —amenazó Rose fieramente y se cruzó de brazos mientras hacía una mueca—. Todo esto ha pasado porque Geoffrey tiene la cabeza muy dura.

—Milady… Geoffrey está pasando por un momento muy duro. —intervino Marcus también, con más suavidad y sonrió a la joven con cariño—. Cuando está así tiende a arremeter contra todo el mundo, es parte de su carácter.

Rose resopló tras él y atrajo la mirada entristecida de Emily.

—Sí, Emily, a pesar de esta lamentable primera… segunda impresión, puedo asegurar que Geoffrey es un buen hombre.

—En realidad… nunca lo he puesto en duda —contestó Emily con suavidad y miró a Isabela, que se apresuró en levantarse y  traer los abrigos—. Pero mucho me temo que solo soy capaz de sacar lo peor de él.

—Pero, espera… —Rose miró a Marcus, desesperada. Era la primera amiga que tenía desde hacía años y no estaba dispuesta a permitir que ese sentimiento naciente desapareciera tan pronto—. Dime que no vas a negarnos el placer de tu compañía otro día.

No pudo contener una dulce sonrisa. Rose era muy parecida a Sophie y a Joseline y recreaba en ella el mismo candor que cuando estaba en su compañía. El hecho de escuchar esa súplica apagada y, a la vez, tan sincera, hizo que la carga que se llevaba de esa casa mermara notablemente. Al menos, podía sacar de allí una amistad que, en apariencia, era tan sincera como ella.

—No pensaba hacer tal cosa, milady. —Sonrió suavemente y sus ojos azules brillaron llenos de una sombra de ilusión—. Yo también disfruto mucho con su compañía. Y ahora… —Se giró hacia Isabela y se puso su propio abrigo—. La tormenta habrá pasado y mis padres estarán preocupados. Gracias por todo y buenas noches.

Emily escuchó sus despedidas como un eco lejano. En cuanto sintió el frío y la humedad rozar su piel, se estremeció y cerró más la capa en torno a sus hombros. Isabela también la imitó y juntas, esperaron en el porche a que el cochero estuviera preparado. En aquellos momentos ninguna de las dos tenía demasiadas ganas de conversar, así que se limitaron a encerrarse en sus propios pensamientos mientras el aire invernal se colaba en los resquicios de sus ropas. Tras ellas, la puerta se cerró y todo lo que había ocurrido en las últimas horas pasó a un plano completamente diferente.

Ahora su preocupación principal no consistía en agradar a nadie sino en regresar a casa lo más pronto posible. Emily tenía asumido que se había metido en un lío desde el mismo momento en el que empezó a llover, pero ya no podía hacer nada para remediarlo. Lo único que le quedaba por hacer era confiar en que su madrastra supiera ver la verdad en sus palabras y en encontrarla de buen humor. Eso no era nada fácil, por lo que la joven resopló, fastidiada y se limitó a desear un buen final para esa noche. A fin de cuentas… la suerte tendría que sonreírla alguna vez ¿verdad?

***

Cuando sus invitados se marcharon, la casa de los Meister quedó sumida en el más profundo silencio que solo se rompió cuando Rose hizo amago de levantarse. A su lado, Marcus se apresuró a ayudarla pero, en un principio tampoco dijo nada. En realidad no hacía falta porque ambos sabían que se habían pasado de la raya con respecto a Geoffrey. El ansia y, casi la necesidad, que tenían de ver a Geoffrey feliz les había llevado a pecar de imprudentes. Emily parecía tan diferente y tan dispuesta a conocerle… que, simplemente, no habían podido evitarlo. Llevaban demasiado tiempo cuidando de que Geoffrey no encontrara su propia destrucción como para no permitirse ciertas libertades con lo que hacían con él. Esta vez se habían equivocado, pero no por ello dejarían de intentarlo. Solo tenían que recuperarse del golpe de esa noche y continuar hacia adelante.

Rose suspiró de placer cuando notó la mano de Marcus sujetar la suya. Ya llevaban un año casados pero la sensación de vivir en un sueño continuo seguía estando presente en su vida. Era un sentimiento impresionante, mágico y una de las razones por las que su existencia tenía sentido.

Su sonrisa se amplió aún más cuando Marcus hizo una reverencia y abrió la puerta del salón. La inmensa escalera de mármol que se dibujaba en mitad del recibidor brilló en la oscuridad, invitándoles a la intimidad del piso superior, a la oscuridad de las habitaciones y a la calidez de una cama compartida.

Ninguno de los dos supo resistirse a esa silenciosa llamada que reverberaba en sus cuerpos y cuando, una vez más, se rozaron con inocencia, ya no pudieron parar esa oleada de fuego que les recorría por completo.

Cuando Marcus se inclinó sobre ella para besarla, supo que, de nuevo, estaba completamente perdida. Ni la rutina, ni el embarazo, ni las situaciones que recaían en sus hombros… nada, nada podía cambiar ese cosquilleo absurdo que nacía en su corazón y la hacía temblar cuando su marido estaba cerca.

—Te quiero —musitó ella contra sus labios y cerró los ojos al sentir cómo él alargaba el beso hacia su cuello.

Le sintió sonreír casi de inmediato y, cuando notó que su respiración se volvía más agitada, supo que las cartas estaban echadas y dispuestas para esa noche. Sabía lo que eso significaba, así que sonrió y, simplemente, se dejó llevar.

***

Dorothy contempló en silencio como sus señores cerraban la puerta de su habitación. A ella no la vieron, por supuesto, porque donde estaba solo había una densa oscuridad y un silencio igual de profundo.

Como cada noche desde que Rose y ella se habían traslado allí, sus horas de sueño se habían visto reducidas a poco más de la mitad. Las pesadillas, la preocupación y la melancolía que la recorría se hacían hueco cada noche en su almohada y aunque había probado todo para ahuyentarlas, no lo había conseguido.

Suspiró, agotada y cuando se aseguró de que la puerta estaba bien cerrada se arriesgó a salir a la escasa luz del pasillo. Sus pasos, pesados a la vez que silenciosos, la guiaron de vuelta a su habitación con la seguridad de alguien que pasaba por allí a diario. Normalmente las criadas, doncellas y demás sirvientes de la casa tenían prohibido deambular por el ala este de la casa de noche, pero ella, a fuerza de hacerse querer, era una excepción. Con el paso de los años había aprendido a manejar con sutileza las voluntades y siempre había terminado haciéndose un hueco en cada casa que había servido.

Un destello de dolor, brusco y conocido, impactó de lleno en su corazón e hizo que Dotty se detuviera. Los recuerdos que la atormentaban estaban llenos de realidad y, aunque estaban un poco difusos por el paso del tiempo, seguían escociéndole… y añorándolos. Pero, ¿cómo no iba a echarlos de menos? La mejor época de su vida había pasado y sus ilusiones, que siempre habían estado a un paso de cumplirse, se habían ido perdiendo en un mar de circunstancias.

La vieja criada, antaño nodriza de Rose, tomó aire profundamente y retomó su paseo nocturno hasta llegar a la habitación más alejada de la escalera, al otro lado de la casa. Había escogido esa habitación en el mismo momento en el que la vio, hacía ya casi dos años. Su disposición era muy similar a la que había tenido en casa de Rose y su padre, Vandor y eso había calado muy hondo en ella. Era una habitación pequeña, rectangular y con una discreta ventana que daba al exterior. La cama no era tampoco gran cosa y aunque Rose había insistido hasta la saciedad en cambiarla, ella no lo había permitido. No, no podía dejar que por el mero hecho de haber cuidado de ella durante, prácticamente, toda su vida, tuviera más o menos lujos que otros de los que servían en su misma calidad.

Dotty siempre había servido de casa en casa. Su origen sencillo nunca le había permitido hacer nada más y casi todas sus habilidades habían surgido a fuerza de paciencia y sudor. Por supuesto, su orgullo y tenacidad, ambos igual de férreos, consiguieron que, una joven a la que cada dos días le faltaba el pan, pudiera comer caliente junto a una familia que la quería. Precisamente eso fue lo que ocurrió con los Drescher.

Dorothy suspiró quedamente y el dolor sordo de su pecho se extendió un poco más. Los recuerdos eran tan amplios y conllevaban tantos sentimientos que era difícil pensar en ellos sin derramar una sola lágrima. Consiguió contenerse a duras penas y perdió la mirada en la turbia oscuridad de más allá de la ventana. Quería reprenderse por ser tan sentimental a sus años, ya cerca de los cincuenta, pero se encontró con que le era muy difícil. Llevaba dos años conteniendo las ganas de dejarse llevar por ellos y retroceder, aunque fuera en sueños, a esa vida que tanto le había costado mantener. Sabía que era muy patético por su parte pero había momentos en los que ya no podía remediarlo, especialmente cuando veía a su pequeña, a Rose, de la mano de su marido.

Una sonrisa, breve y cariñosa, se dibujó en los pálidos labios de la mujer y sus ojos, oscuros y llenos de una calidez inmensa, se iluminaron. Al menos había conseguido que ella fuera feliz y eso debería de ser suficiente para ella.

En un principio, cuando Vandor se marchó a América en busca de una manera de recuperar su dinero, no pensó en que tarde o temprano su niña crecería. Si Dotty había accedido a quedarse en Londres con ella había sido porque su instinto maternal había aflorado con fuerza y había nublado todo lo demás. Ni siquiera la propuesta de Vandor de irse con él, para siempre, había servido. El miedo a perder a su niña, a la única hija que había tenido, la cegó.

Una lágrima, transparente y cruel, se deslizó por su cada vez más arrugada mejilla, hasta caer sobre su vestido de muselina gris. Qué ciega he estado, pensó y dejó que otra lágrima mojara su piel. No se arrepentía de lo que había hecho, por supuesto, pero su corazón acusaba ese vacío tan aterrador que dejaba un amor como el que Vandor y ella habían vivido. Y ahora… no le quedaba otro remedio que esperar, día tras día, a que una carta llegara de manos de un mensajero y que tranquilizara a su corazón ansioso. Aún esperaba ver a Vandor aparecer por la puerta y perderse en sus brazos, al menos, una última vez.

Dotty sonrió entre las lágrimas y, aunque era casi imposible, se obligó a recordar que, pese a todo, la esperanza es lo último que se pierde.