Capítulo III
Geoffrey despertó cuando las once campanadas de la mañana resonaron en su cabeza, con una intensidad demoledora. Gruñó con fuerza, especialmente cuando una oleada de dolor le recorrió de arriba abajo. El golpe sordo de la botella al caer de su mano terminó por despejarle. Hora de levantarse, pensó con amargura. Después se incorporó del incómodo sofá y trató de levantarse. Las náuseas reverberaron en él y le obligaron a sentarse de nuevo. Paciencia, se dijo, y enterró la cabeza entre las manos. La resaca siempre terminaba, tarde o temprano. Consiguió levantarse media hora después, cuando la vergüenza y los remordimientos le aguijonearon. Otra vez. He vuelto a hacerlo, pensó y sintió el crudo sabor de la culpa.
—Creo… que voy a necesitar un baño—musitó con voz pastosa en cuanto vio a James acercarse.
James asintió hoscamente y se cuidó de que no viera la compasión reflejada en sus ojos. Desde que la señora de la casa no estaba… él no había sido, ni de lejos, el mismo. Pero era buena gente, por mucho que los demás se negaran a verlo.
—Quédese en la habitación, milord. Yo le subiré el baño, no se preocupe —contestó y se llevó la mano al pecho. Después salió de la habitación.
Geoffrey suspiró y se dejó caer en el único sofá de su habitación. Tenía frío, hambre y unas odiosas ganas de seguir bebiendo. Pero ya no tenía fuerzas. Ni siquiera había podido bajar al salón para coger más alcohol. Lo mejor que podía hacer era quedarse allí, atrapado entre la consciencia y las desesperantes ganas de olvidar.
Sin embargo, su desespero no duró demasiado. Apenas quince minutos más tarde, James, acarreado con dos cubos de agua humeante, apareció en su habitación. No dijo nada mientras vertía el agua caliente en la bañera, pero su silencio fue más contundente que cualquier palabra. Geoffrey apartó la mirada de su mayordomo y esperó a que este desapareciera de nuevo. Cuando lo hizo, se levantó y gruñó. La cabeza le daba vueltas, y el más mínimo movimiento era una tortura. Pero no podía seguir así. Tenía que seguir adelante, como cada mañana.
Geoffrey sacudió la cabeza y relajó los hombros en la medida de lo posible. Después se desabotonó la camisa y la dejó a un lado. Su piel se erizó al momento, y tuvo que frotarse los brazos para que entraran en calor. Geoffrey siempre había sido un hombre muy atractivo. Pese a que pasaba de la treintena y que el alcohol había hecho estragos en él, no podía negarse lo evidente. Bajo sus chaquetas pasadas de moda y sus cambios de humor, se escondía un físico que nadie esperaba de un borracho. Tanto los músculos de sus brazos como los de su vientre se definían con las suaves líneas de alguien acostumbrado a moverse. Su pecho, ancho y firme, estaba cubierto por una fina capa de vello que descendía por su abdomen hasta perderse tras la cinturilla del pantalón. No había nada en él que resultara desagradable, ni siquiera las largas y delgadas cicatrices que se dibujaban en sus antebrazos. Al pasar las manos sobre ellas, Geoffrey se estremeció con pavor y se apresuró a terminar de desnudarse. No era momento de pensar en esas viejas cicatrices. En realidad, pensó, lo preferible era no pensar en nada… al menos, durante unos minutos. Solo quería un momento de paz, y por Dios, esperaba que ese baño le ayudara a conseguirlo.
***
Emily abrió los ojos en cuanto las manecillas del reloj tocaron las ocho. Si algo había asimilado de Rosewinter era que una dama siempre madrugaba. En especial si tenía que dirigir una casa. Ese no era su caso, pero no podía evitarlo.
La joven salió de la calidez de las mantas y sonrió al nuevo día. Si mal no recordaba, a esas horas solo estaría despierta ella. Tanto su padre como su madrastra tendían a despertarse mucho, mucho más tarde.
Cubrió sus delgados hombros con una manta y recorrió el pasillo hasta dar con una puerta cerrada. Dio un par de golpes, hasta que escuchó ruidos dentro. Cinco minutos después una joven morena de aspecto cansado abrió.
—Buenos días, Isabela —saludó Emily con una suave sonrisa y cerró más la manta en torno a su cuerpo—. Hace un día excelente para salir a cabalgar.
—Claro, milady —farfulló Isabela y contuvo un bostezo—. Bajaré enseguida.
—Perfecto, entonces.
Emily sonrió ampliamente y regresó a su habitación. Sobre el baúl del rincón había un traje nuevo de montar. Al menos se han acordado de que me gusta salir a caballo, pensó y acarició la suave tela de color marfil.
Normalmente Emily necesitaba ayuda con su ropa, pero la prenda era tan sencilla que no tuvo problemas para ponérsela. Apenas diez minutos después, la joven salía de la propiedad montada en el bayo castrado de su padre. Tras ella trotaba Isabela, que hacía las veces de su carabina, mientras bostezaba y trataba de mantener el brío de su yegua.
Poco a poco, ambas mujeres se encaminaron hacia Hyde Park. Emily sonrió al reconocer los sauces de su niñe, y la alegría que no había sentido por regresar a casa acarició su corazón. No se había dado cuenta de lo mucho que echaba de menos ese lugar.
—Milady, no deberíamos alejarnos mucho. Su señora madre nos espera para desayunar —suplicó Isabela y espoleó a la yegua.
Emily sacudió la cabeza con una sonrisa y alargó el paso de su caballo un poco más.
—Si mal no recuerdo, Isabela… mi madrastra no tiene por costumbre levantarse antes de las diez. ¿Me equivoco?
—No, pero…
—Entonces dudo que haya algún problema con el paseo… siempre y cuando regresemos para cuando ella despierte—argumentó Emily suavemente y sonrió. Un matrimonio y su hijo se cruzaron con ellas, y la joven, tras frenar al caballo, les siguió con la mirada—. Isabela…
—¿Sí, milady?
—Los Meister… —Empezó, pero al momento una imagen de lord Stanfford atravesó su mente. Emily sacudió la cabeza, incómoda y aferró las riendas con más fuerza—. ¿Sabes dónde viven?
Isabela frunció levemente el ceño e hizo memoria.
—Creo que viven en las afueras, milady. Pero he escuchado que van a trasladarse a su residencia de invierno… hasta que la duquesa de a luz.
—Gracias, Isabela —contestó Emily con sencillez y dedicó una sonrisa llena de simpatía a la joven—. Me gustaría hacerles una visita. Fueron los únicos que trataron de ser amables conmigo, y me gustaría agradecérselo.
—Claro, milady.
Emily tiró de las riendas con suavidad y obligó a su montura a dar la vuelta. Tras ella, Isabela dejó escapar un suspiro de alivio lo que hizo sonreír a la joven.
—Bien, regresemos. Tengo que redactar una nota de visita para los Meister antes de que acabe la mañana —comentó, con su habitual suavidad—. Me gustaría tomar el té con ellos y quizá salir a caballo. Este paseo me ha sabido a poco.
—Pero, milady… —Isabela frunció el ceño y negó con la cabeza—… su señora madre ordenó que esta tarde se dispusiera el carruaje para visitar a lord Mirckwood y lord Busen.
Emily hizo un gesto de fastidio y frunció el ceño.
—Pediré a mi madrastra que cancele el compromiso o que lo posponga hasta que tenga un vestuario decente. Eso la fastidiará, pero no se opondrá si sabe que no le causaré buena impresión a los lores. A fin de cuentas los Meister son un matrimonio, y no darán tanta importancia a cómo vaya vestida.
—No creo que su señora madre opine de la misma manera, milady—rebatió Isabela, pero siguió a la joven en cuanto ésta se puso en marcha.
—Ya veremos. —sonrió Emily, y espoleó a su montura con decisión.
Efectivamente, Josephine puso el grito en el cielo en cuanto escuchó a Emily. Sin embargo el frío razonamiento de la joven terminó por convencerla. No tardó más de diez minutos en escribir dos cartas de disculpa a los lores y otra más para una reconocida modista de Londres. Emily, por su parte, se dedicó a redactar una sencilla y modesta nota a los Meister, en la que pedía una confirmación formal para tomar el té.
Las tres cartas fueron enviadas poco antes de que la familia se sentara al desayuno. Pese a que hacía años que no desayunaban juntos, el ambiente no se caracterizó por su alegría. Sin embargo no fue algo que molestara a Emily ya que sus pensamientos estaban muy lejos de allí. Una y otra vez recreaba las prácticas en Rosewinter e intentaba recordar todos los consejos de sus profesoras. A fin de cuentas, incluso tomar el té con un matrimonio exigía de ciertos modales.
La contestación de Rose llegó una hora después de la comida. Su nota, pese a que era igual de educada que la de Emily, rezumaba simpatía y fluidez. La joven sonrió, y tras asegurarse de que sus padres consentían la visita, fue a vestirse. La cita era para las cuatro, lo que le daba un margen de algo más de una hora, pero quería llegar temprano y causar buena impresión. Cuando el reloj de su habitación resonó marcando las tres, Emily bajó las escaleras y buscó a Isabela con la mirada. Cuando su carabina apareció, diez minutos después, ambas subieron al carruaje que les habían preparado y partieron hacia la mansión de los Meister.
Emily sonrió cuando vio los verdes prados londinenses brillar a su alrededor. Durante su estancia en Rosewinter no había pensado en algo tan trivial, pero ahora que los tenía a ambos lados era incapaz de creer que los hubiera olvidado. A su lado, Isabela pareció darse cuenta del rumbo de sus pensamientos, porque sonrió y le apretó la mano con cariño.
—Todos la hemos echado mucho de menos, milady.
—Y yo a vosotros —contestó Emily con la amabilidad que la caracterizaba y respondió con otro a su suave apretón.
Isabela sonrió y señaló una mansión que se dibujaba al final del camino.
—Esa es la mansión de los Meister —aclaró y observó con detenimiento cómo ésta se hacía más grande conforme se acercaban.
Si a Emily la casa de su familia ya le parecía majestuosa la que veía ahora sobrepasaba los límites de su imaginación. La imponente casa victoriana se alzaba firmemente entre los jardines. La explosión de colores y de olores se acentuó cuando el carruaje entró en los jardines, y Emily tuvo que tomar aire para contener un jadeo sorprendido. Hasta aquel entonces creía saber el significado de la elegancia y acababa de darse cuenta de lo equivocada que estaba.
El carruaje se detuvo en el patio principal, donde acudieron varios mozos de cuadra para llevarse a los caballos y el carruaje. Las jóvenes descendieron cuando el cochero las ayudó a bajar y se dirigieron a la puerta, sin dejar que el nerviosismo se hiciera con ellas. Apenas unos minutos después de la primera llamada, la puerta se abrió y dejó ver a Marcus, vestido como uno de sus mozos de cuadra.
—Vaya, bienvenida a mi casa, lady Laine. —Saludó con una sonrisa y terminó de limpiarse las manos con un trapo de aspecto muy sucio—. Perdone mi aspecto pero estaba arreglando un banco del jardín… hace tiempo que está cojo.
Emily sonrió con amabilidad y miró con curiosidad al duque. No era muy normal que alguien de su posición se ocupara de esos menesteres.
—Desconocía su amor por la artesanía, milord.
Al escuchar su tono sorprendido, Marcus rió entre dientes e hizo pasar a las jóvenes.
—Bueno, cada uno tiene derecho a tener un pasatiempo. Aunque no sea muy bueno… me entretiene —contestó y continuó caminando hasta el jardín trasero—. Hemos pensado en tomar el té aquí aprovechando el sol, pero si prefiere hacerlo dentro… —continuó y tendió su mano a Rose para que se levantara de donde estaba sentada.
—Buenas tardes, milady. —Saludó Emily e hizo una graciosa reverencia—. Por favor, no se levante. Ya nos acercamos nosotras.
Rose sonrió a sus invitadas y acarició su vientre distraídamente.
—Me alegro de verte tan pronto, Emily. ¿Qué tal te encuentras? ¿Sigues cansada por el viaje?
—En absoluto, milady. Ayer dormí bien y hoy me encuentro muy descansada. De hecho —Sonrió— he cabalgado hasta Hyde Park.
Marcus apartó dos sillas más y se sentó junto a su mujer. Scott apareció segundos después y sirvió el té.
—Vaya, ¿le gusta cabalgar? Nosotros solemos hacerlo mucho, hay bastante espacio en esta propiedad. Si algún día quiere venir a comprobarlo…nuestra puerta siempre está abierta.
—Precisamente ahora que lo menciona, milord, he de confesar que ésa era una de mis intenciones al venir aquí —contestó Emily y sonrió a modo de disculpa—. No el de visitar sus tierras, por supuesto, pero sí la de cabalgar un poco. Tengo entendido que milady puede cabalgar hasta el tercer mes, al menos si lo hace con cuidado.
Rose parpadeó varias veces, sorprendida. Hasta hacía unos meses ella no sabía nada del embarazo, y eso que era mayor que Emily. No obstante, sonrió divertida.
—No, no te equivocas. —Miró a su marido de reojo y contuvo las ganas de reír al ver su gesto de frustración—. En realidad, podría montar también después, siempre y cuando no trotemos… pero mi marido ha decidido que no es buena idea.
—Por supuesto que no es buena idea. —Refunfuñó Marcus y se recogió bien el pelo. Un par de mechones morenos se soltaron y cayeron sobre su hombro—. Si por mi fuera, Rose, no subirías a un caballo en nueve meses. —Terminó por decir y entornó sus ojos azules para mirar a su mujer.
Emily sonrió al apreciar la ternura de sus gestos. Marcus podía aparecer amenazador o intimidante y, sin embargo…, cuidaba de su mujer con una delicadeza nada propia de un hombre. O al menos, de ningún hombre que ella hubiera conocido.
—Es usted un hombre muy inteligente, milord —admitió Emily y se quitó los guantes con la elegancia que la caracterizaba—. ¿Verdad, Isabela?
La joven aludida dio un respingo cuando escuchó su nombre y se ruborizó. No llevaba mucho tiempo siendo su dama de compañía y se le hacía muy raro sentarse a la misma mesa que los aristócratas. No obstante, sonrió y asintió… tal y como le habían enseñado que se hacía.
Marcus rió suavemente y miró triunfal a su mujer. Su discusión sobre la equitación había empezado nada más saber que Rose estaba embarazada y ya le había dado muchos dolores de cabeza. Ahora, por fin, una mujer le daba la razón.
—¿Ves, Rose? Una mujer responsable.
Rose puso los ojos en blanco y se giró hacia sus invitadas. Sin embargo, su mirada se clavó en su marido en cuanto éste se arrodilló dramáticamente.
—¡Oh, Dios todopoderoso! —clamó con los ojos cerrados y gesto piadoso—. ¡Que se hagan amigas y que le inculque un poco de sensatez!
—Marcus… —Rose se ruborizó intensamente y miró a su marido con los ojos muy abiertos. Después sonrió a Emily e Isabela—. Ignoradlo. Normalmente no es así… de hecho, me atrevería a decir que a pesar de todo es bastante normal.
Emily dejó escapar una carcajada y aplaudió a Marcus. Su risa era extrañamente suave, pero sincera.
—Por mi parte no hay problema, milady. Aunque creo que ya somos amigas —dijo y miró a Marcus mientras se levantaba, con una leve sonrisa.
—Está bien… ruego que disculpen este breve momento de locura. —Marcus se dejó caer de nuevo en el cómodo sillón de mimbre, junto a su mujer, que chasqueó la lengua y sacudió la cabeza—. Creo que te he avergonzado, Rose… te prometo que a partir de ahora trataré de comportarme como un adulto. —Bromeó y acarició su mejilla con ternura.
Una carcajada tan limpia como inesperada brotó de los labios de Rose, que retuvo la mano de Marcus durante unos segundos.
—No te vendría mal recordar que eres adulto, no. —Continuó riendo y besó con suavidad la yema de sus dedos. Durante un momento solo tuvieron ojos para ellos, para lo que sentían y para lo que no hacía falta decirse porque era tan obvio que cualquier loco podía verlo.
Era cierto que el amor te cambiaba. Emily sonrió al llegar a esa conclusión y apartó la mirada de la pareja. Hacía tiempo que conocía al duque de Berg y nunca le había visto sonreír así. Su anterior mujer era mucho más elegante que Rose, pero no le provocaba tantos sentimientos puros, de eso estaba segura. Tampoco podía afirmarlo con rotundidad, pues era una niña cuando había ingresado en Rosewinter, pero... no cabía duda de que los Meister estaban muy, muy enamorados.
Emily suspiró con suavidad y se apresuró a dar otro sorbito a su taza de té. En la academia se hablaba mucho del amor, del romanticismo y de todo lo que tenía que ver con tales sentimientos. Las jóvenes como ella creían que el amor era un motivo de dicha y de felicidad, y estaban seguras de que solo se casarían si estaban enamoradas. Ah, qué necias hemos sido, pensó Emily con amargura y cerró los ojos momentáneamente. No todos los matrimonios tenían la suerte de los Meister. Su ejemplo más cercano eran sus padres, o muchos de sus amigos. En sus relaciones no había amor y, en muchas de ellas, ni siquiera cariño.
Cuando Emily recibió su carta y regresó a Whisperwood, supo que todo lo que una vez había imaginado no se cumpliría. Durante los cuatro años que había estado interna en Rosewinter había visto casos similares a los de ella: jóvenes repletas de sueños que habían regresado a sus hogares dispuestas a comerse el mundo y que habían terminado devoradas por los compromisos. Las bodas de conveniencia abundaban entre los aristócratas y ésa era una realidad inamovible. Por mucho que Emily deseara pensar lo contrario, las cartas estaban echadas. Josephine se lo había dejado muy claro el día anterior: si había vuelto a casa era para casarse.
Emily abrió los ojos al escuchar como cesaban las carcajadas y volvió poco a poco a la realidad. Se sorprendió de que nadie se hubiera dado cuenta de su gesto crispado, así que sonrió levemente y dejó la taza sobre la mesa con cuidado. En ese momento recordó buena parte de sus clases de buenos modales, así que compuso su mejor sonrisa e inició un nuevo tema de conversación.
—¿Cómo está su padre, milady?
La dulce sonrisa de Rose se apagó un poco, pero no desapareció.
—Bien… parece que es feliz en América. En sus cartas dice que quiere volver a casa, pero dudo sinceramente que lo haga. Sus cartas dicen mucho más de lo que él cree.
—América debe ser un lugar hermoso. —La animó Emily y se maldijo a si misma por su falta de tacto.
Marcus miró a Rose con preocupación y la cogió de la mano, en un gesto tan lleno de mimo que ella sonrió.
—Siempre podemos ir a verle cuando nazca el bebé. Nunca he estado allí, pero tengo varios barcos que hacen esa travesía varias veces al año.
Rose asintió con solemnidad y dejó que sus ojos brillaran esperanzados. No había visto a su padre desde que éste se marchó a hacer fortuna, hacía ya más de un año. No quería admitirlo, pero le echaba mucho de menos.
—Aún es pronto para hacer planes, Marcus. Esperemos que el parto vaya bien, y cuando la niña crezca…
—Sigues convencida de que va a ser una niña. —Marcus resopló y negó con la cabeza—. Y estás muy equivocada, querida. Nuestro bebé va a ser un niño y…
El sonido agudo del timbre le interrumpió. Emily giró la cabeza hacia la puerta, con curiosidad y miró a Marcus interrogante.
—Uhm…—Marcus se levantó y consultó la hora en su reloj de plata—. Ése va a ser Geoff. Si me disculpan, señoritas… iré a recibirle.
Las tres mujeres asintieron al unísono y esperaron a que el duque se marchara. Emily, aguijoneada por la curiosidad, sonrió a Rose y volvió a mirar hacia la puerta.
—¿El barón de Colchester, quizá?—preguntó, con timidez.
—Así es, querida. Geoffrey… Como ya sabrás, es un gran amigo y socio. —Rose dejó escapar una risita divertida y bebió de su té—. Más socio de Marcus que mío, en realidad.
Emily asintió y recordó la primera impresión que tuvo al ver al barón. Rememoró el miedo de sus ojos y aquel dolor tan infinito que parecía atravesarla y condenarla. Un cosquilleo de emoción la recorrió e hizo que sus manos temblaran durante un breve momento.
—Pero… milord debe haber tomado la baronía hace poco. —Emily frunció el ceño, confusa—. No recuerdo que se dijera nada de él mientras estuve en Londres.
Un tenso silencio se asentó entre las tres mujeres. Isabela abrió la boca para decir algo pero se vio interrumpida cuando escuchó pasos tras ella. Sin embargo, Rose se le adelantó.
—Quizá sea mejor hablarlo en otro momento. Geoff es muy sensible respecto a según qué temas —susurró rápidamente y guiñó un ojo a Emily.
La joven devolvió la sonrisa a su anfitriona y se giró cuando escuchó la grave risa de Geoffrey. Ambos hombres aparecieron momentos después y su presencia llenó de golpe el corazón de las mujeres.
—¿Té, Geoffrey? —Marcus se sentó junto a su mujer y ordenó a Scott, el mayordomo, que dispusiera una taza más.
—Claro, sabes que me encanta ese insípido té vuestro. Especialmente si va acompañado de pastas. —Geoffrey sonrió y dejó el bastón en la entrada del jardín. Tenía unas marcadas ojeras, pero su gesto era amable y cálido. Sin embargo, cuando su mirada se cruzó con la de Emily, su sonrisa desapareció de golpe, como si nunca hubiera existido—. ¿Sabes, Marcus? Acabo de recordar que tenía… cosas que hacer.
Emily suspiró, dolida ante su brutal rechazo. No tenía ni idea de qué había hecho para ofender a ese hombre pero era evidente que había sido muy grave. No obstante, la joven le dedicó su mejor sonrisa, tal y como le habían enseñado.
—Buenas tardes, milord. —Saludó con suavidad y miró a Marcus—. De todos modos nosotras ya nos marchábamos. He visto muchas nubes y estoy casi segura de que va a llover en breve.
—No se preocupe, Emily. —Se apresuró a decir Marcus y cogió a Geoffrey por el brazo para evitar su inminente huida—. Si llueve, nos meteremos en el saloncito. En cuanto a tus compromisos, Geoff… ya mandé a alguien a ocuparse. Sabía que se te olvidarían. —Sonrió ampliamente y obligó su amigo a sentarse en el único lugar libre, junto a Emily.
Geoffrey miró a la joven y sus ojos azules reflejaron el pánico que le recorría. Esa mujer… otra vez ella y el dolor que acompañaba su presencia. Se obligó a apartar la mirada y a tomar aire profundamente. ¡Malditos fueran los recuerdos que le asediaban!
—Pero…, Marcus, yo… —Dudó y terminó por cerrar la boca. Ya no podía echarse atrás o avergonzaría a los Meister delante de sus invitadas—. Bueno, si mandaste ya a alguien… será un placer quedarme, por supuesto.
Un silencio incómodo les cubrió y arropó como una pesada manta. Los Meister se miraron durante unos segundos sin saber muy bien qué hacer y Geoffrey clavó la mirada en una de las tazas. Emily, en cambio, sonrió con suavidad y removió su té.
—Espero poder llegar a casa antes de que empiece a llover. —Empezó tímidamente y miró al cielo, que se encapotaba por momentos—. El tiempo en invierno es horrible, ¿no les parece?
Marcus sonrió aliviado y se apresuró a asentir mientras hacía un gesto a su mayordomo para que llenara las tazas de nuevo.
—Bueno, es parte del encanto de Inglaterra. Si no lloviera, estoy seguro de que no sería la tierra que es.
—En España es muy diferente, por ejemplo. —Se animó Rose y sonrió a sus invitados—. Especialmente en la costa. Te aseguro que allí el tiempo es francamente maravilloso. Pasé unos meses viajando por la zona y no veo el momento de regresar.
—Bueno, siempre puedes hacer que Marcus te lleve, querida Rose. —comentó Geoffrey de manera burlona y obvió la mirada asesina que le dirigió el susodicho—. Si encarga algodón suficiente para el carruaje, no debería haber problema ¿verdad?
Emily sonrió ante el comentario y rió la broma con suavidad, tal y como correspondía al momento. Sin embargo, sus ojos azules estudiaron cada gesto, cada mirada incómoda y cada cruce de piernas. Era evidente que no todos estaban cómodos con ella presente y eso provocaba un dolor que se clavaba en su pecho como una flecha en llamas. Por más vueltas que le daba no conseguía entender los motivos que llevaban a ese caballero a mostrarse así con ella. Era cierto que respondía con educación a sus preguntas pero la frialdad de su mirada y de su tono eran como una cruel tormenta en medio de un campo de flores primaverales. Así era como ella se sentía: azotada y desvalida por algo que nunca había conocido y, que desde ese mismo instante, detestaba.
Suspiró brevemente y organizó rápidamente sus pensamientos. A su mente llegaron con dolorosa nitidez las normas de Rosewinter y eso, por mucho que la pesara, le ayudó a serenarse.
—¿Usted ha viajado mucho, lord Stanfford?
—No demasiado, me temo. Un poco por Inglaterra, Escocia y Francia. Pero… de eso hace ya tiempo, la verdad —contestó con sequedad y apartó la mirada de los ojos azules de la muchacha. Mirarlos solo le recordaban a Judith y a los sentimientos que siempre la acompañaban: miedo, dolor, desesperación y un amor roto—. ¿Y usted?
—Me temo que yo tampoco —dijo, con una suave y elegante sonrisa, justo antes de llevarse la taza a los labios—. Conozco Inglaterra, la ciudad de Glasgow y un poco de Edimburgo. Mis padres me aconsejaron que visitara Dublín, pero aún no he tenido esa oportunidad.
Marcus sonrió para sí mismo y se incorporó. Scott acababa de llegar con una bandeja de pastas que, a juzgar por el humo que brotaba de ellas, estaban recién horneadas.
—Dublín es muy hermosa. Es más pequeña que Londres, es cierto, pero también es más acogedora. Estuve un par de veces hace unos años, antes de instalarme en Londres, y sinceramente, no me importaría volver.
Tanto Emily como Isabela sonrieron ante el comentario y esperaron pacientemente hasta que Scott les ofreció la bandejita a ellas. El estómago de Emily rugió suavemente al percibir el olor de la mantequilla derretida y tuvo que contenerse para no coger más de una. Suspiró culpablemente y se limitó a llevarse ésa a la boca, mientras Isabela, justo a su lado, cogía varias más.
—Nunca me dijiste por qué te quedaste en Londres, Marcus —comentó Rose y se giró para quedar frente a su marido.
—Bueno… Londres es una ciudad que me gusta mucho. Es bonita, organizada y… no sé, tiene un encanto especial. —Sonrió suavemente y sostuvo la mano de Rose durante un momento—. Y por si esos son pocos motivos… también encontré aquí a una mujer maravillosa. ¿Entiendes ahora por qué me quedé en Londres?
Hubo un coro de carcajadas y de aplausos por parte de las mujeres, especialmente cuando vieron que Rose se ruborizaba completamente. Era más que evidente que la pareja estaba muy enamorada y que no tenían reparos en comunicárselo al mundo.
Emily sonrió al ver como Marcus se inclinaba sobre Rose y la besaba en la mejilla y apartó la mirada para darles un momento de intimidad. Sus ojos vagabundearon por la decoración de la terraza, hasta que se toparon con unos ojos que la estudiaban fríamente. Quiso decir o hacer algo, pero fue completamente incapaz de moverse. Tuvo que darse por satisfecha cuando una sonrisa tímida se dibujó en su rostro, pero no pudo hacer nada más.
—El amor es un buen motivo para hacer cualquier locura ¿verdad?
—Sí, por supuesto —corroboró Geoffrey con tristeza y apartó la mirada de la joven—. Pero las locuras por amor no siempre salen bien.
Marcus frunció el ceño al notar el tono alicaído de Geoffrey y se apresuró a intervenir. No quería que se viniera abajo y menos delante de tanta gente. Conocía muy bien a Geoffrey y sabía que no lo aguantaría.
—¿Qué tal si vamos a dar ese paseo ahora, lady Laine? Lo único que necesito saber es si trae su propio caballo o si prefiere que le preste uno de los míos.
—¿Vais a montar ahora, Marcus? —Geoffrey enarcó una ceja, incrédulo y sacudió la cabeza rápidamente—. Perdón, me corrijo. ¿Vas a dejar que Rose monte? Un caballo, quiero decir.
Al escuchar la clarísima alusión al sexo, Emily enrojeció e incluso creyó, durante un breve momento, que la temperatura había ascendido varios grados. ¿Era posible que el barón fuera tan osado? Por el amor de Dios, había sido tan franco y directo que le había dejado completamente sin habla. ¿Qué podía decir una señorita como ella sobre algo tan… prohibido?
Sacudió la cabeza y sacó el abanico rápidamente. Necesitaba calmar ese repentino calor que se había asentado en sus mejillas y en su pecho.
—N-no traigo caballo, milord —dijo, con un hilo de voz y suspiró—. Pero puedo pedir que desenganchen los del carruaje.
—No digas tonterías, Emily. —Rose chasqueó la lengua y se levantó, presurosa—. Tenemos muchos caballos que no montamos y estoy segura de que necesitan mucho ejercicio… —Escuchó una suave carcajada y se giró hacia Geoffrey, que mantenía su pícara sonrisa—. Sí, Geoff, un caballo. Y no me mires así. Como ya te he dicho infinidad de veces, estoy embarazada, no inválida.
Geoffrey sonrió aún más ampliamente y también se levantó. Se inclinó sobre Rose y la besó en la mejilla, con ternura.
—Lo sé, Rose, lo sé. Pero no creo que tu marido esté de acuerdo —dijo y miró de soslayo a Marcus, que les contemplaba con una breve sonrisa—. En fin, es un placer haberos visto.
—¿No nos acompañas, Geoffrey? —preguntó Marcus y su sonrisa se borró rápidamente.
—No quiero interrumpiros el paseo, Marcus, y además, no he traído caballo.
Marcus chasqueó la lengua e hizo un gesto para quitarle importancia. Después le ofreció el brazo a su mujer y sonrió.
—Puedes coger el caballo que quieras de los establos, menos a Goliat y Taormine, ya lo sabes. Y ahora… ¿vamos?
No tuvo más remedio que resignarse a su suerte y aceptar. Geoffrey suspiró quedamente y al ver a Marcus con Rose, se dio cuenta que él también tendría que hacer gala de su caballerosidad… pero con Emily. Tragó saliva bruscamente cuando el miedo se aferró a su pecho, pero su sentido del deber fue más intenso y no tardó en ofrecerle el brazo a la joven.
—¿Me acompaña, lady Laine?
Ella sonrió suavemente y en sus ojos brilló la emoción. Era la primera vez que él la trataba como si no fuera una víbora venenosa y eso la hacía sentirse francamente bien. Complacida, apoyó la mano sobre su antebrazo y ese gesto, tan sencillo e inocente, hizo que se estremeciera de un placer hasta entonces desconocido.
—¿Le gustan los caballos, milord? —preguntó con suavidad, mientras los cinco caminaban en dirección a los establos: Marcus junto a Rose, ella junto a Geoffrey… e Isabela, que no se separaba de ellos en ningún momento.
Geoffrey se obligó a contar hasta diez en cuanto notó la presión de la mano de la joven sobre su brazo. La sensación fue confusa, porque estuvo llena de miedo y de una calidez que no le resultó nada desagradable. Llevaba mucho tiempo sin que una mujer le tocara, a excepción de Rose, por supuesto, y no sabía cómo gestionar todo lo que sentía. Era extraño y doloroso.
—¿Los… caballos? Sí, mucho. ¿Y a usted? —preguntó, más por ser educado que porque realmente le interesara.
—Creo que a excepción de los perros, son mis animales favoritos. Lástima que mi viejo Trueno no pueda ser montado.
—¿Edad o lesión, milady?
—Solo es la edad, milord. Es un caballo centenario. —Bromeó y trató de arrancarle una sonrisa, sin mucho éxito—. Debería pedirle a mi padre que compre otro y que le deje descansar en Whisperwood.
—Marcus tiene caballos en venta, milady —musitó y guió a la joven a través de la mansión—. Imagino que querrá un caballo de paseo. ¿Me equivoco?
Emily negó con la cabeza y le dedicó una sonrisa amable. Siempre había pensado que ésa era la mejor manera de forzar cualquier coraza a abrirse, aunque le costara. Si ella daba amabilidad… lo lógico sería que también la recibiera, aunque sabía que no siempre era así. Le había costado mucho asimilar que no todo el mundo era como ella.
—Sí, por supuesto —contestó rápidamente e hizo un rápido repaso de las últimas tendencias londinenses—. Los caballos de paseo están muy de moda últimamente, milord. Especialmente los bayos o los negros.
—Así que además de gustarle… entiende del tema. —Geoffrey sonrió levemente, incapaz de no hacerlo. Reconocía que hacía mucho tiempo que no conseguía cruzar más de dos palabras con una señorita y el hecho de estar disfrutando de una conversación inteligente le producía una honda satisfacción—.Es… sorprendente. No parece usted una mujer a la que le guste pasear por una cuadra.
Se maldijo en cuanto terminó la frase. ¿Qué clase de comentario era ese, por el amor de Dios? Geoffrey se obligó a sonreír, pero la vergüenza le azotó con fuerza e hizo que, de nuevo, se retrajera en sí mismo. Estaba claro que era mejor no abrir la boca.
Geoffrey suspiró quedamente y se arriesgó a echarle una rápida mirada a la joven que le acompañaba. Esperaba ver ira y asco, pero lo que vio le golpeó en el pecho con mucha más intensidad.
—¿Y qué parezco entonces, milord? —contestó, divertida, y le dedicó una mirada llena de calidez que convertía sus ojos en portadores de sonrisas.
—Oh, bueno… diría que usted encaja más en un baile lleno de música y seda que eligiendo caballos. —Sacudió la cabeza, incapaz de creer que siguiera hablando de esa manera y la miró, contrito—. Le ruego que me disculpe, milady, pero me temo que a veces soy muy brusco. —Continuó con suavidad y se detuvo cuando llegaron a la entrada de los establos. Geoffrey contuvo un suspiro de alivio, a duras penas, e hizo una ligera y formal reverencia. —Usted primero.
Emily agradeció el gesto con una breve sonrisa y siguió a Marcus hasta el interior de los establos. Recordaba con nitidez las cuadras de Rosewinter y esperaba que la de los Meister no se les pareciera ni un ápice. La equitación era uno de sus pasatiempos favoritos y durante el tiempo que pasó en la academia tuvo la fortuna de seguir practicando, pero a un coste ridículamente alto. Era curioso, pero para ser una academia de señoritas, ella había tenido que poner mucho de sí misma y no siempre en el buen sentido.
Sacudió la cabeza al rememorar el pútrido olor del estiércol acumulado y de la paja húmeda y se centró en lo que tenía delante: los establos de los Meister eran muy grandes y alojaban con facilidad a veinte ejemplares. Cada cuadra estaba perfectamente limpia y los caballos se veían cuidados y bien alimentados.
—Milord, ¿quizá este gris esté disponible? —preguntó con timidez, mientras acariciaba al caballo.
—El gris… —Marcus levantó la vista de los arreos y buscó a Emily—. ¿Shyad? Claro, milady, pero no estoy completamente seguro de que sea buena idea. Es aún muy joven y tiende a hacer movimientos bruscos.
—Estoy segura de que puedo manejarlo, milord. —Le interrumpió rápidamente y sonrió a modo de disculpa—. En la academia montábamos a diario y mi potro no tenía a bien el quedarse quieto. Tuve que aprender a ser firme con los caballos que montaba.
Marcus dudó visiblemente y miró a su mujer, buscando su aprobación. Nadie mejor que ella sabía juzgar a las personas y en este tipo de casos prefería contar con su opinión antes de meterse en un lío. Cuando vio que ella asentía y sonreía, completamente relajada, asintió.
—Entonces permítame que se lo ensille, milady. En cuanto termine de hacerlo con Taormine empezaré con el suyo.
—Déjalo, Marcus, ya me encargo yo —intervino Geoffrey y sonrió a Rose, que le miraba muy sorprendida. No entendía que acababa de pasar pero se había sentido recorrido por una acuciante necesidad de complacer a la joven, y no había podido evitar el arranque. Ahora se sentía estúpido, pero no había manera de echarse atrás.
—Es muy amable, milord, pero no será necesario. —rebatió Emily con dulzura y desvió la mirada hacia Geoffrey. Durante un momento, solo tuvo ojos para contemplar su gesto, serio y comedido, y no vio el codazo que Rose le dio a su marido—. Sé ensillar a mi caballo, así que si lo prefiere, puedo ahorrarle el disgusto.
Geoffrey enarcó una ceja, sin poder evitarlo, y contempló largamente a la joven. Era toda delicadeza y por Dios, que le cortaran las manos si permitía que una flor como ella se hiciera daño con los arreos. Ese pensamiento, tan inocente y a la vez, tan perturbador, se clavó en su pecho con saña y le recordó el amargo fin de las flores en invierno. Y en concreto, la de su propio jardín.
Se estremeció al notar el frío mordisco del miedo, pero su saber hacer se impuso a duras penas. Trató de sonreír una vez más y al parecer, lo consiguió, porque nadie dijo nada.
—¿Y por qué cree que ayudarla con su caballo es un disgusto, milady? —preguntó, con la voz rota y se acercó a ella, aunque no volvió a mirarla.
—Porque tendrá que repetir el proceso con el suyo propio. Y estoy segura de que usted no es un hombre al que le guste perder el tiempo.
Rose asintió para sí, completamente de acuerdo con la joven, pero se cuidó mucho de no abrir la boca. Era la primera vez que veía a Geoffrey en esa tesitura y ver cómo se desenvolvía la hacía, francamente, muy feliz. Había llegado a pensar, durante el tiempo que habían pasado juntos, que nunca llegaría a ver una situación así, y verla ahora era, sencillamente maravilloso.
Suspiró brevemente y apartó la mirada de ellos. Después miró a su marido significativamente y montó a Taormine, un caballo blanco que siempre había sido su predilecto.
—Apenas nos conocemos, milady. No debería estar tan segura. —rebatió Geoffrey con terquedad y se apresuró a ensillar a Shyad—. ¿Necesita ayuda para subir?
—¿Parezco necesitarla? —Emily sonrió con suavidad y aunque había lanzado el guante, aceptó la mano que él le tendía. Podría haber montado sin problemas, pero ver que él había dado el primer paso en una conversación le hizo ilusión y decidió que él también merecía una recompensa.
El contacto de su mano enguantada contra la de él fue como la de un calambre. Un cosquilleo que nacía en la punta de sus dedos y que se extendía por su cuerpo lentamente, erizando la piel a su paso. Y sin embargo, su reacción fue apartarse con brusquedad y respirar hondamente. Él no tendría que estar sintiendo cosas como ésa y no entendía por qué se empeñaba en hacerlo… y con tanta intensidad. Maldita fuera su suerte, pensó y se obligó a tomar aire con fuerza.
—¿Está cómoda?
Emily se acomodó sobre el inmenso animal y sostuvo las riendas con firmeza, mientras calmaba su inquietud con suaves susurros. Después sonrió a Geoffrey y asintió.
—Sí, milord. Muchas gracias.
Él también asintió y se alejó unos pasos, en busca de otro caballo para él. Mientras caminaba, la marabunta de sus recuerdos y pensamientos se cebaba con él, recordándole amargamente lo que había perdido. Cada paso que daba era una herida abierta y aunque había pasado mucho tiempo seguía escociendo como el primer día.
Geoffrey suspiró y cerró los ojos durante un momento. El cansancio que llevaba acumulando durante años estaba haciendo mella en él y ya no sabía cómo seguir adelante. ¿Qué más podía hacer? Era incapaz de olvidar a Judith y por tanto, era imposible que se fijara en otra mujer. Y ahora había aparecido Emily… como si ella fuera una enviada del mismísimo infierno. Cada vez que la miraba o escuchaba sentía como su alma se despedazaba lentamente, sin esperanza de volver atrás. En aquellos momentos solo quería huir de allí, huir de esa realidad y perderse en la negrura del alcohol, que durante tanto tiempo le había ayudado a olvidar y a soportar el dolor.
Una vez más, la sensación de ahogo se aferró a su pecho y amenazó con derrumbarle. En realidad eso era lo que quería, pero no se atrevía a desearlo con más fuerza. Por eso, abrió los ojos y decidió dar un paso más y seguir viviendo, aunque eso supusiera más ponzoña en su alma.