Capítulo IV
El camino hasta el lago discurrió de manera muy agradable. El sol de invierno, pese a que era tímido, brotó de entre las nubes y calentó a los cinco jinetes que trotaban por entre los pastos verdes.
La propiedad de los Meister era francamente inmensa y desde hacía unos años, la envidia de todo Londres. Era cierto que no estaba en el centro de la ciudad, pero ni a Marcus ni a Rose les importaba. Allí tenían un lugar donde descansar y disfrutar del campo, de la naturaleza. No muchos aristócratas podían decir eso, por mucho jardín trasero que tuvieran sus casas y eso llenaba de orgullo al matrimonio, que habían jurado no mudarse hasta que el parto de Rose les obligara. Ninguno de los dos quería que la joven duquesa diera a luz en mitad de la nada y por eso habían comprado una segunda residencia en mitad de la ciudad.
Emily sonrió al notar que Shyad cabeceaba y trató de tranquilizarle con una suave caricia. Notó la mirada llena de curiosidad de Rose y se giró hacia ella.
—Creo que él también nota que se avecina tormenta —explicó, con su hermoso tono de contralto y desvió la mirada hacia el cielo, que se encapotaba por momentos y llenaba el azul del cielo con retazos grises.
—Si llueve regresaremos a casa, no se preocupe. —Marcus se acercó al trote y sonrió levemente—. Espero que no le de miedo la lluvia, milady.
En ese momento, atraído por la conversación, Geoffrey acercó su caballo al de ellos y se inclinó un poco para escuchar mejor.
—¿Vamos al lago, Marcus? No creo que sea buena idea con este tiempo. —Se aventuró a aconsejar y miró también hacia arriba, preocupado.
—Nuestros anfitriones no están de acuerdo, milord, así que, efectivamente, tendremos que ir donde ellos quieran —contestó Emily con dulzura y durante un momento, dejó que su mirada se perdiera en la contemplación del barón.
Se notaba que era mayor que ella pero estaba casi segura de que no lo era por muchos años. Se le veía joven a pesar de sus ojeras o de la continua tristeza en el fondo de sus ojos azules. Incluso su manera de hablar decía más de lo que él creía y abría en ella una puerta a la curiosidad. Era cierto que esa sensación llevaba con ella desde el mismo día en el que le conoció pero conforme pasaban los minutos ese sentimiento tan inusual en su interior, crecía y la instaba a hacer más preguntas.
—No se deje llevar por sus locuras, milady. Están locos de atar. —Geoffrey sonrió brevemente, sin apenas mirarla y redujo la velocidad de su montura hasta quedar a su altura.
—Una de mis mejores amigas opina que la locura, a veces, es una virtud —contestó ella y le devolvió la sonrisa, aunque la suya estaba llena de timidez y recato.
Valentía… yo ya no sé qué es eso, pensó él con amargura y recordó aquellos momentos en su vida en los que se había portado como un cobarde. Eran tantos y tan variados que notó cómo se le revolvía el estómago.
—Su amiga… es inteligente. —Empezó, lentamente y pareció reflexionar durante unos segundos—. Pero dígale de mi parte que la valentía no es nada sin un poco de imprudencia.
—No lo pongo en duda, milord. En mi opinión, todo en su justa medida es saludable ¿no cree?
—Por supuesto —corroboró él rápidamente, aunque su gesto se iba oscureciendo con cada palabra que brotaba de sus labios—. Pero es muy difícil encontrarle la justa medida a algo. Yo, por ejemplo, no sé hacerlo. —Continuó de manera tensa, aunque obvió los detalles escabrosos. No tenía intención de enseñarle sus defectos de esa manera y más teniendo en cuenta que ella no había oído hablar de él.
Emily pareció reflexionar durante un momento y asintió suavemente. Después volvió a mirarle, con un brillo de curiosidad en el fondo de sus ojos azules.
—Supongo que es cuestión de paciencia. Toda buena obra lleva su tiempo y la de forjar el espíritu es una de ellas.
Un bufido incrédulo resonó en el silencio que les separaba y el ambiente se enfrió de golpe. Emily miró a Geoffrey sorprendida, y vio que su enfado crecía rápidamente, para turbación de ella.
—Me temo que no sabe de lo que habla. Hay cosas que no cambian con el tiempo, por mucho que usted diga que sí —espetó con rabia y apretó las riendas con fuerza—. Ya se irá dando cuenta de ello.
—Quizá tenga razón, milord—contestó ella con suavidad aunque tuvo que esforzarse mucho para que no le temblara la voz—. Siento mucho haberle importunado con mis opiniones.
Sabía que lo que acababa de hacer no estaba bien pero no se sentía preparada para otro ataque verbal. Emily suspiró quedamente y espoleó a Shyad para que se reuniera con los caballos de Marcus y Rose que, durante el transcurso de la conversación, se habían alejado unos metros. No conseguía entender nada de lo que estaba pasando y eso solo hacía que se sintiera aún más confusa. Por el amor de Dios, la conversación que había mantenido con el barón era de lo más natural y educada y, por más que lo intentaba, no conseguía encontrar una explicación para la repentina reacción de él. ¿Qué había hecho mal esta vez? Se preguntó, varias veces, sin encontrar siquiera el retazo de una contestación.
Una voz la sacó de su ensimismamiento y obligó a la joven a sonreír de nuevo. Sus pensamientos quedaron atrás, pero no consiguió olvidarse de ellos.
—¿Consigue dominar a Shyad, milady? —preguntó Marcus, en cuanto vio que Emily se acercaba.
—Perfectamente, milord. Es un animal magnífico —contestó con sencillez y rió cuando Shyad, al escuchar su nombre, levantó la cabeza con orgullo—. ¿Por un casual está en venta?
—Si le soy sincero, milady… no había pensando en venderle. ¿Busca un caballo?
Emily asintió varias veces y su rostro se iluminó con fuerza. Sus rasgos, suaves y dulces, se contrajeron en una sonrisa e hicieron que el conjunto fuera aún más bonito.
—De hecho, sí, milord. Se lo comenté hace un momento al barón —comentó y miró de reojo a Geoffrey, que seguía tras ellos, inmerso en sus propios y oscuros pensamientos.
—¿Y qué le dijo? Geoffrey es especialmente bueno aconsejando sobre caballos.
—No me dijo nada, milord. Simplemente lo menté de refilón… por eso quería saber si Shyad estaba en venta —repitió con esa suavidad y elegancia que la caracterizaba, aunque al escuchar el nombre del barón, tuvo que obligarse a sonreír.
Marcus asintió para sí y se mesó la barba de tres días distraídamente. Un mechón de pelo, largo y oscuro, se soltó de la coleta y se sacudió insolente sobre su hombro, hasta que él lo devolvió a su lugar.
—Podría plantearme venderlo, aunque… quería usar a Shyad de semental.
—Bueno, entonces podríamos llegar a un acuerdo. —Emily sonrió brevemente y su gesto se suavizó aún más.
—Usted dirá, Emily —contestó Marcus y se acomodó en la silla para poder mirarla mejor.
Era más que evidente que aquel hombre había sabido llevar muchos negocios. Se le notaba en la forma de hablar y de moverse, en la manera que analizaba cada frase antes de responder. A Emily le resultaba una faceta apasionante del ser humano y, aunque ella no había estudiado nada de finanzas, su creciente curiosidad la había guiado a investigar un poco sobre ellas. Por eso mismo, al escuchar el tono comedido y serio de Marcus, dedicó un largo minuto a estudiar las diferentes posibilidades que tenía. No eran demasiadas, pero quería tener a ese caballo fuera como fuera.
—Quizá le interese venderlo si le aseguro su uso como semental —argumentó, sin apenas vacilar y buscó algún gesto en Marcus que delatara lo que pensaba. No lo encontró y eso provocó que una parte de ella se desinflara por el descontento.
—¿Y cuánto me ofrece por el caballo?
Emily dudó visiblemente y casi pudo ver como la sonrisa de Marcus se ensanchaba. No era posible que estuviera jugando al gato y al ratón con ella, pero su nerviosismo hacía que viera las cosas de otro modo. Se obligó a tranquilizarse respirando más despacio y después, contó hasta cinco. Cuando estuvo más tranquila, sonrió a su anfitrión y se encogió de hombros.
—¿Cuánto pide?
—Es un buen caballo, milady. Que sepa usted que me pone en un auténtico compromiso. —Marcus sonrió y se pasó la mano por el mentón durante un momento. Después carraspeó y se giró hacia Geoffrey—. ¿Cuánto crees que vale Shyad, Geoff?
Geoffrey salió de la profundidad de sus pensamientos al escuchar la profunda voz de Marcus resonar en ellos. Sorprendido, sacudió la cabeza y la levantó a tiempo de escuchar su pregunta. Tardó un momento en contestar, pero tras unos segundos de observación y reflexión, asintió.
—¿Shyad? Teniendo en cuenta de que lo usas de semental… no menos de dos mil quinientas libras —contestó, con aplomo y se giró hacia Emily en cuanto la escuchó resoplar. ¿Qué había dicho ahora para molestarla?
-¿Y si partimos de la idea de que siga usándolo? —insistió Marcus, en voz baja, mientras hacía cuentas rápidamente y asumía que aquel era un buen negocio… para ambos.
—Entonces unas dos mil. Y aún así es un precio muy bajo para un caballo con esa genética, Marcus.
Definitivamente, aquel precio se ajustaba mucho más a su presupuesto. Era cierto que su familia tenía mucho dinero pero a ella nunca le había gustado aprovecharse de ello. No solía pedir vestidos, ni joyas, ni caballos nuevos. Nada. Si tenía lo que tenía era porque su madrastra había insistido en ello, no porque ella lo hubiera exigido.
Emily sacudió la cabeza al recordar cómo muchas de sus compañeras de academia recibían un vestido casi diario, a pesar de que algunas de sus familias tenían problemas para pagar el coste de Rosewinter. Ella siempre las había despreciado por ello, porque no entendía qué sentido encontraban en ponerse un traje diferente cada día.
—Creo que eso puedo permitírmelo, milord. De todos modos, no lo venda hasta que hable con mi padre —intervino, con suavidad y le dedicó a Marcus una amplia sonrisa.
—Milady, por favor… no voy a cobrarle dos mil libras por mi caballo. Por ser usted, se lo dejo en mil ochocientas.
Emily dejó escapar una suave carcajada, sin poder evitarlo y asintió vigorosamente. Después se giró hacia Geoffrey y detuvo el caballo hasta que él pasó junto a ella.
—Gracias por sus consejos, lord Stanfford. Que sepa que milord acaba de ganarme mil ochocientas libras —dijo, con solemnidad y volvió a sonreírle con esa amabilidad y dulzura que la caracterizaban y que, en general, tanto agradaban.
Sin embargo, para Geoffrey, aquellas sonrisas estaban vacías y rotas, y solo era capaz de ver una acusación en sus palabras. Un relampagueante dolor le recorrió de arriba abajo y le hizo temblar, pero ni siquiera así consiguió que la necesidad de dar un trago a una botella desaparecieran.
Sabía que en el fondo todo era culpa suya y que no servía de nada culpar a Emily. Sin embargo, su escaso control sobre lo que sentía y pensaba se cebaba con ella y era incapaz de ver nada más. Suspiró quedamente y, al notar como su amargura crecía en forma de palabras, espoleó al caballo.
—Shyad vale bastante más, pero Marcus es así… todo amabilidad y carisma —contestó en voz baja y apretó las manos en torno a las riendas de cuero—. Lamento haberla hecho perder tanto dinero, milady. La próxima vez, me abstendré de comentar, no se preocupe. —continuó y cuando sintió que el límite de su autocontrol se acercaba, se apresuró a espolear al caballo con más fuerza y así, alejarse de ellos.
Emily suspiró quedamente al ver cómo, una vez más, sus palabras provocaban una reacción desmedida en aquél hombre. El dolor que le produjo ese rechazo fue tan intenso como las veces anteriores y tuvo que hacer un notable esfuerzo para no huir ella también.
—Milady… no se lo tenga en cuenta. —Rose se acercó y estudió el gesto crispado de la joven, visiblemente preocupada—. Geoffrey está pasando por una temporada… algo complicada.
—¿Complicada? —preguntó, inquisitiva y se giró hacia su anfitriona.
—Son cosas personales, me temo. —Marcus intervino a tiempo y sonrió a modo de disculpa. Sin embargo, ésta no era como todas las que le había dedicado a lo largo del día, ni mucho menos. Era una sonrisa preocupada, casi fría—. Y sé que no me perdonaría si yo dijera algo sobre lo que está viviendo, por muy amigos que seamos.
El tono vehemente con el que hablaba Marcus se clavó en la consciencia de Emily como un dardo en llamas. En esa sencilla contestación la joven fue capaz de ver los fuertes lazos que les unían y que, de alguna manera, se hacían aún más irrompibles con el paso del tiempo. Ella siempre había presumido de tener muy buenas amigas en Rosewinter pero, ante tales evidencias, tuvo que reconocer que lo que la unía a Joseline y a Sophie era solo un sentimiento creciente y que aún estaba lejos de ser una amistad como la que estaba viendo.
Emily asintió brevemente cuando escuchó a Marcus terminar y se obligó a sonreír. Como cada vez que vivía una situación así, complicada y tensa, la joven recurrió a uno de los trucos que había aprendido en la academia: cambió su gesto asustado por su máscara de serenidad y dulzura.
—No se preocupe, soy perfectamente consciente de que hay cosas de las que no se puede hablar así porque sí. Lamento mucho si le he disgustado, milord.
Marcus sacudió la cabeza y después, sonrió con amabilidad. Le caía bien esa muchacha pero consideraba que, a veces, era demasiado cortés y educada. Sabía que era así como la habían educado y que eso era lo correcto pero… ahora que había descubierto la felicidad con Rose ya nada le parecía igual.
—No me ha ofendido, Emily, no se preocupe. Solo quiero que entienda que si quiere saber algo de Geoffrey… es mejor preguntárselo directamente.
—Marcus, no sé si eso es buena idea —susurró Rose junto a él y miró a Emily de reojo. No parecía saber nada acerca de los rumores que corrían sobre Geoffrey, pero nunca estaba de más ser cautos. Ella sí sabía todo el daño que podían hacerle y no estaba muy segura de que fuera buena idea darle alas a la curiosidad de la joven. Algunos secretos tenían que quedarse enterrados, olvidados y no ser removidos nunca.
—Yo… no considero que preguntar intimidades sea lo más correcto, milord —argumentó la joven con timidez y sonrió a Rose, que aún la miraba con desconfianza.
Estaba más que claro que había algo en el barón que no encajaba del todo. El misterio que había en torno a él no era normal y aunque Emily intentaba no dejarse llevar por esa curiosidad creciente, no pudo evitar hacerse más preguntas de las que ya tenía. Primero la habían incitado sus padres con sus bruscos comentarios y, después, los Meister con su sobreprotección. ¿Qué había ocurrido en aquellos años que ella no había estado allí? Se preguntó, llena de curiosidad y buscó a Geoffrey con la mirada. Iba bastantes metros por delante de ellos y todo en su actitud indicaba que no deseaba compañía.
—Aún así, milady… —Marcus cogió de la mano a su mujer, le besó los nudillos con ternura y se giró hacia Emily con una enigmática sonrisa—. Permítame que le regale un consejo: no se crea todo lo que cuentan por ahí. Nunca suele ser cierto.
—¿A qué se refiere, milord? —Emily enarcó una ceja y sintió una intensa oleada de curiosidad reverberar por todo su cuerpo. ¿Qué querría decir el duque? Era evidente que no iba a sacarle nada más si le preguntaba, pero no podía evitarlo.
Marcus sonrió aún más e ignoró la mirada acusadora de su mujer. Algo le decía que lady Laine era diferente a las demás señoritas de Londres y eso despertaba en él un hondo sentimiento de ternura y tranquilidad. Quizá fuera bueno que Geoffrey saliera de su fortaleza y se enfrentara a alguien más, no solo a ellos.
—Que si quiere sacar la verdad de la paja, que investigue. —Marcus se encogió de hombros y volvió a sonreír. Después señaló una dirección y esperó a que la colina descendiera para espolear a su caballo—. Pero ahora deje de pensar en ello, Emily. ¡Hemos llegado!
***
El lago apareció tras la colina como un oasis azul en mitad de un océano verde. Normalmente la visión de las calmadas aguas y el fresco olor de la hierba conseguían tranquilizar sus ánimos pero, esta vez, no tuvo ese efecto reparador que tanto ansiaba. De hecho, ocurrió lo contrario.
Geoffrey sintió como sus nervios se tensaban al rememorar sus últimas visitas a aquel lugar. Aún era capaz de ver a Judith sentada bajo el roble, riendo junto a Marcus y a su ex mujer, Amanda. Habían pasado seis años desde que Judith murió y aún recordaba los detalles con dolorosa nitidez. Y ahora… Marcus y Rose traían a Emily, que se parecía a ella como una gota de agua, al mismo lugar. No saben lo que están haciendo. No tienen ni idea de cómo me siento, de lo mucho que duele estar así, pensó con amargura y notó una intensa oleada de rabia recorrerle. Ellos son felices y no ven más allá de sus propias narices. ¿Qué más les da que yo pueda o no sufrir? ¿Qué les importa si el borracho de turno se hunde en su miseria? ¡Les da igual, joder! ¡Se tienen el uno al otro!
—¿Geoff? —Rose se acercó hasta él lentamente y observó con preocupación su rostro crispado. Se veía tensión en cada uno de sus gestos y eso era, francamente, alarmante—. ¿Estás bien?
—¿Me ves bien, Rose? —preguntó, con un hilo de voz y desmontó. Escuchó a Emily y a Marcus desmontar un poco más atrás, junto al roble, pero se negó a acercarse—. Es evidente que no, que no estoy bien.
Rose se mantuvo callada unos segundos, mientras desmontaba y después, se acercó a él. Lo que vio en sus ojos no le gustó, pero estaba tan acostumbrada a verle así que el hábito mitigó un poco el dolor de su empatía.
—Ven, demos un paseo —sugirió y tiró de él hacia el lado contrario del lago, donde estaba segura de que Geoffrey hablaría.
Caminaron sin decir nada durante un trecho, hasta que la colina apareció como un lejano montículo y donde las conversaciones de Marcus y Emily pasaban desapercibidas. Había llegado el momento de hablar, pero ambos tardaron un poco en salir de su ensimismamiento. La primera fue Rose, que levantó la cabeza y decidió abordar el tema con firmeza.
—¿Qué te ocurre, Geoff? —preguntó, directamente y se detuvo para mirarle.
Geoffrey resopló, incrédulo y se giró hacia su mejor amiga. No llegaba a entender cómo podía tener la osadía de preguntarle eso, sabiendo lo que sabía y habiendo vivido con él situaciones que no quería recordar bajo ningún concepto.
—¿Puedes explicarme a qué ha venido esta encerrona, Rose? ¡¿A cuento de qué viene joderme de esta manera?! —Estalló y se pasó la mano por la cara, en un vano intento de tranquilizarse. Sus gestos los llevaba la desesperación y aunque él era consciente de ello, no conseguía detenerse. El dolor era demasiado profundo y estaba excesivamente arraigado en él.
Las duras palabras de Geoffrey se clavaron en ella con fuerza y tuvo que hacer acopio de toda su fuerza de voluntad para no acusar el golpe. Entendía que estuviera enfadado y dolido, pero nunca pensó que su malestar llegaría a esos extremos.
—No ha sido ninguna encerrona, Geoffrey—dijo, tan tensa como él y tuvo que cruzarse de brazos para que no la viera temblar—. Y me ofende mucho que pienses así de nosotros.
—Entonces pregúntale a tu marido qué es lo que ha hecho esta tarde —contestó rápidamente, sin poder contener el veneno que le consumía en ese momento.
Cuando Geoffrey se escuchó hablar y apenas reconoció su propia voz, se obligó a calmarse. Él no era así y nunca se había comportado de esa manera, aunque viviera situaciones extremas. Sin embargo… el cúmulo de sentimientos que le sacudía y la notable falta de alcohol estaban haciéndole trizas.
Suspiró quedamente y bajó las manos, derrotado. Vio a Rose frente a él, pálida y claramente preocupada y sintió que el alma se le caía a los pies.
—Al menos… no sé, podríais haberme avisado. —musitó y se encogió de hombros—. Sabes lo que me pasa con ella, Rose, no es justo que…
—No, Geoffrey, espera. —interrumpió la mujer y se acercó a él para cogerle de las manos, con firmeza—. No te pasa nada con ella. Todo lo que tú crees que te pasa sucede en esa dura cabeza tuya. ¡Maldita sea! ¿No te das cuenta?
—No te lo discuto, pero si sabes que tengo mil y un problemas… ¿Sería mucho pedir que hicierais mi vida más fácil? Ahora ella está incómoda por mi culpa y yo… joder, yo no estoy bien.
Rose contempló a Geoffrey y suspiró, apenada. Vio sus hombros hundidos, su mirada llena de desolación y el inconfundible temblor de sus manos. No lo estaba pasando bien y eso, en parte, era culpa suya. Geoffrey tenía razón al acusarla de esa manera, pero… no podía permitir que continuara así. Ella mejor que nadie sabía que si quería vivir una vida decente y feliz, tenía que coger al toro por los cuernos… y arriesgarse a empezar de cero.
—¿Y por qué no intentas tranquilizarte un poco? Estoy segura de que verás las cosas diferentes si recapacitas un poco. —insistió y estrechó sus manos con la intención de que se sintiera arropado.
—Rose… dime una cosa. Si Marcus hubiera muerto en la guerra y hubieras encontrado a un tipo prácticamente idéntico a él… ¿estarías tranquila en su presencia? —preguntó angustiado e inclinó la cabeza para estar a la misma altura que los ojos de ella.
Fueron unos segundos muy difíciles para Rose. Nunca, en lo que llevaba de casada con Marcus había imaginado un giro del destino así. Casi había pasado una vez por ello y no estaba dispuesta a repetir ese fragmento de su vida. Quizá fue por esos recuerdos o, simplemente, porque Rose recapacitó, pero, de pronto, entendió mucho sobre el comportamiento de Geoffrey. Entendió su dolor, su desesperación… su manera de enfrentarse a la vida. Si ella hubiera perdido a Marcus se habría vuelto loca y seguramente, no hubiera podido seguir adelante.
—No… no lo sé, Geoffrey—mintió y se encogió sobre sí misma—. Pero date una oportunidad y, si no te atreves… márchate. No te preocupes, nos disculparemos por ti.
Geoffrey contempló el rostro, suave, delicado y coronado por una melena de tonos rojizos, de Rose. Con el tiempo había aprendido a quererla como una hermana y era incapaz de defraudarla, aunque eso supusiera colocar otra pesa en su corazón.
—No quiero incomodarla más de lo que ya está —musitó y resopló—. Solo sería añadirle más leña al fuego. “Oh, querida, ¿te has enterado de los últimos rumores?” —dijo, imitando el tono agudo de alguna de las damas de la aristocracia—. “El barón de Colchester además de asesino, putero, alcohólico y ludópata… ahora también se dedica a molestar a las señoritas de buena cuna”.
—Hemos hablado mucho de eso, Geoffrey, y yo, mantengo mi opinión: ¿Por qué no intentas desmentir esos malditos rumores?
—La gente cree lo que quiere creer, Rose… ya lo sabes. Puedo decirle la verdad a todos, pero no me van a creer. Es más —dijo, con amargura y se tensó con solo pensarlo—. Pensarán que es todo una invención para darles pena y sacarles el dinero. No quiero dar pena a nadie y si lo miras por el lado positivo… cosas como esta te ayudan a distinguir a la gente que realmente te valora.
Rose asintió en silencio, aunque no compartía la manera de ver las cosas de Geoffrey. Sabía que lo había pasado muy mal y que, en parte, el miedo le cegaba, pero ya era hora de que éste remitiera.
—Haz lo que creas conveniente, Geoffrey —contestó con suavidad y se giró para marcharse—. Yo por mi parte… sí la daré una oportunidad.
Supo, en el mismo instante en que empezó a andar, que le había hecho daño. No tenía intención de hacérselo pero no había otra manera de decirle que estaba equivocado. A veces las buenas palabras se quedaban atrás y era, con actos que distaban de ser dóciles, como se abrían las puertas del entendimiento. Solo esperaba que Geoffrey no se lo tomara demasiado mal y que, aunque le costara asumirlo, reflexionara. La vida le estaba jugando malas pasadas pero ella estaba segura de que, en algún momento, el destino se cansaría de cebarse con él.
***
Emily volvió a sonreír cuando Marcus la miró y tuvo que hacer un notable esfuerzo para no ruborizarse. El duque era mucho mayor que ella y, sin embargo, no tenía inconveniente en reconocer que resultaba muy atractivo. Era casi igual de atractivo que el hombre que se acercaba desde la lejanía y que, por su gesto, no parecía contento.
Suspiró brevemente e ignoró la pregunta de Marcus, más pendiente de los pasos que se acercaban que de otra cosa. Desde que Geoffrey y Rose se habían apartado del grupo, la joven había conseguido relajarse. Toda la educación y buenos modales que había aprendido en Rosewinter brotaron con facilidad y la conversación transcurrió con fluidez, como debería haber sido siempre. Sin embargo, en cuanto apreció que Geoffrey se acercaba acompañado, toda esa sencillez y gracia desaparecieron por completo, como si se los hubiera tragado la tierra.
Aquel hombre, con sus escasas sonrisas y sus dudosos modales, le imponían mucho. Apenas lo conocía, era cierto, pero cada vez que abría la boca lo hacía con la convicción de que él la rebatiría. Algunas personas encontrarían en esa actitud algo belicoso y no tardarían en darse la vuelta y marcharse en busca de otra persona que sí supiera apreciar una buena conversación. Y sin embargo… el cosquilleo de interés que nacía en ella cuando Geoffrey se acercaba le impedía alejarse y huir.
—Creí que ya no vendría, milord. —Saludó con un hilo de voz y se apresuró a sonreírle. No fue la mejor de sus sonrisas, pero se acercaba bastante. De todos modos, suponía que él tampoco esperaba un despliegue de felicidad por su parte.
Geoffrey se envaró al escucharla y tuvo que obligarse a pensar. Estaba seguro de que ella no lo hacía con mala intención y que sus palabras no llevaban ningún mensaje oculto. Simplemente era una manera de saludar, una broma para romper el hielo.
—Necesitaba un momento a solas, milad. —contestó y sostuvo su mirada durante un momento, hasta que los recuerdos le asaltaron con fuerza y le forzaron a apartarse—. Lamento si he vuelto a molestarla.
—Todos necesitamos un minuto de soledad al día, milord. —Emily sonrió cortésmente y echó a andar cuando estuvieron los cinco juntos.
Tuvo especial cuidado de no separarse de Isabela que, pese a que no decía nada, no perdía detalle de la conversación ni de los gestos que había en ella. Emily sabía que su madrastra había contratado a Isabela con la condición de que ésta fuera su sombra y de que ella, al finalizar el día, se enterara de todo lo que había hecho. Isabela, aparentemente, no era una muchacha muy sociable pero Emily sabía que no tardaría en florecer y que, en poco tiempo, serían grandes amigas.
El grupo continuó su paseo hasta que los caballos llegaron a orillas del lago. Sobre ellos, las nubes que antes eran grisáceas y de aspecto esponjoso se transformaron poco a poco en retazos negros y azulados que se movían a la deriva del viento. Era un espectáculo cautivador y en cierta manera, peligroso. La tormenta se acercaba con lentitud y aún sabiéndolo, ninguno se movió de donde estaba.
—Podríamos arriesgarnos y quedarnos un rato más. —Propuso Marcus y levantó la cabeza para comprobar que, efectivamente, el temporal les daba una tregua.
—No parece que vaya a descargar de inmediato, tienes razón, Marcus —corroboró Geoffrey y guió a su yegua de vuelta a la colina.
Las tres mujeres también mostraron su aprobación y no tardaron en seguir a Geoffrey y a Marcus. La suave pendiente de la colina estaba cubierta de hierba fresca y húmeda, pese a que esa mañana había hecho calor. El roble que coronaba su cima era majestuoso y en su sombra se adivinaban sus muchos años de vigilia.
Marcus y Geoffrey fueron los primeros en desmontar. Ataron sus monturas a las ramas más accesibles y bajas del enorme árbol y se apresuraron a ayudar a las damas. Después, y como buenos caballeros que eran, se quitaron sus pulcras chaquetas y las extendieron sobre el suelo húmedo para que ellas tomaran asiento.
—¿Te ayudo a sentarte, pequeña? —Marcus acudió a socorrer a Rose rápidamente aunque ella desestimó su ayuda con un gesto. Él sacudió la cabeza, pero no pudo contener una sonrisa.
—No seamos tan protocolarios, no hace falta. —Gruñó ella y, prácticamente, se dejó caer en hierba.
A Rose nunca le había importado mostrarse tal y cómo era. Antes de casarse con Marcus, la joven tenía la idea equivocada de que los hombres como su él solo se enamoraban del buen gusto y de los modales. Por eso, en su lucha por conquistarle, había deseado cambiar y convertirse en una verdadera dama hasta que, con el tiempo, se dio cuenta de que él solo la quería por cómo era. Desde ese mismo momento, Rose había vivido tal y como ellos querían: con sinceridad y alegría.
—Mi madrastra me mataría si yo me sentara así. —Emily dejó escapar una suave carcajada, dulce y cristalina y se sentó sobre la chaqueta de Geoffrey con todo el cuidado del mundo. Ni un solo hilo de su complicado vestido rozó el prado en ningún momento—. Odia la suciedad.
—Su madre… madrastra, es muy estricta ¿verdad? —preguntó Marcus con el ceño fruncido y se acercó más a su mujer para dejar sitio a Isabela.
—Piensa que el refinamiento en una mujer es la clave de su máxima felicidad —comentó Emily con suavidad, pero el dolor se adivinó en el fondo de sus ojos azules.
No era justo, pensó y se colocó uno de los rizos tras la oreja. No era justo que la obligaran a pensar de esa manera, que dirigieran su vida siguiendo un rumbo concreto. Desde bien pequeña había aprendido a obedecer, a su madre, a su padre, a las institutrices… y a asumir que su manera de pensar era incorrecta. Daba igual lo que opinara, siempre habría alguien por encima que diría una última palabra. Con el tiempo, Emily había ido aceptando su sino, por mucho que la pesara. En su fuero interno deseaba que su estrella cambiara y que, de alguna manera, convirtiera su vida en algo realmente suyo. Emily quería exponer sus ideas, su manera de percibir el mundo, su opinión sobre las órdenes absurdas. No había tenido muchas oportunidades de hacerlo pero había sabido aprovecharlas.
—¿Y qué piensa usted, milady? —preguntó Geoffrey y contempló el gesto absorto de la joven.
Había preguntado por no quedarse callado, porque le debía un buen rato a Rose... y no porque realmente tuviera curiosidad por averiguar lo que opinaba. Bien sabía lo que las señoritas de su edad tenían en la cabeza y, vista una, vistas todas. Y sin embargo… al ver su expresión alicaída no puedo evitar desear que contestara aunque solo fuera para entender por qué sus ojos brillaban llenos de tristeza.
—Que la pulcritud y la belleza no lo es todo, milord. Aunque no lo parezca, las mujeres servimos para mucho más que para adornar un salón —contestó con firmeza, pero no levantó la voz en ningún momento. Su tono seguía siendo igual de dulce y de comedido pero no así sus intenciones.
—Me gusta su manera de pensar, lady Laine. —Se apresuró a contestar Geoffrey y, sin poder evitarlo, le dedicó una brevísima sonrisa. De ninguna manera esperaba esa respuesta y francamente, estaba muy gratamente sorprendido.
—Nosotros pensamos igual —corroboró Rose y miró a su marido con una amplia y enamorada sonrisa—. Durante un tiempo yo también pensé que la belleza, los buenos modales, los vestidos caros y toda esa parafernalia me iban a ser útiles para cazar a Marcus pero…
Marcus rió entre dientes y besó a su mujer en la coronilla, tiernamente. Había pasado casi un año desde que se habían casado y aún le hacía gracia escuchar alguna de las aventuras que Rose había vivido para “conquistarlo”.
—Pero entró en razón y decidió comportarse como una mujer normal y corriente, no como un maniquí de exposición. —Terminó de aclarar Marcus y abrazó cariñosamente a Rose, que no se quejó.
—La verdad es que hay poca gente que opine como nosotros. —Rose frunció el ceño, como si recordara algo desagradable y sacudió la cabeza—. Esta sociedad está demasiado encorsetada en cuanto a según qué temas. No os imagináis la suerte que tengo de estar casada con Marcus y no con algún otro descerebrado.
Aquel fue el turno de Emily e Isabela para reír. Ambas jóvenes asintieron conformes al término “descerebrado” porque en su vida, a pesar de ser corta, ya había alguno de ellos.
—Es usted afortunada de estar casada con él —afirmó Emily y cruzó las manos sobre la tela del vestido.
Era muy raro encontrar un hombre como Marcus y Rose, ciertamente, había tenido mucha suerte en encontrarle. No sabía los detalles de la unión, pero solo podía alegrarse por ellos y desear que en algún momento de su vida, le ocurriera algo igual.
Emily sonrió al ver el rubor que trepaba por las mejillas de su anfitriona y no pudo evitar envidiarla un poco.
—Algún día tú también tendrás suerte, Emily, es cuestión de encontrar al hombre adecuado.
Geoffrey se removió incómodo junto a la joven, pero asintió dolorosamente.
—Sí… está claro que encontrar a la persona adecuada es muy importante —dijo, ausente y sacudió la cabeza para volver a la realidad—. Imagino que usted tendrá una fila de pretendientes haciendo cola a la puerta de su casa ¿verdad?
Emily se giró hacia Geoffrey y sus ojos reflejaron un miedo tan atroz y tan profundo, que él se vio obligado a apartar la mirada. La joven suspiró quedamente y retorció con fuerza una brizna de hierba. Tenía que tranquilizarse, como fuera.
—En realidad… no, milord —dijo, con un hilo de voz—. Mi madrastra insiste en presentarme a lord Mirckwood y a lord Busen, pero confío en que no sea para concertar un matrimonio con ellos.
—¿Henry… Mirckwood? —Se aventuró a preguntar Geoffrey, tan débilmente como ella.
En la vida de Geoffrey había muchos nombres que suponían una herida. Una herida que no terminaba de cerrarse y que llenaba su alma de culpabilidad y dolor. En primer lugar estaba el de su mujer, Judith, y después el de Efrain, su hijo… seguido de una larga lista de personas, entre las que se encontraba el padre de Rose y Henry Mirckwood.
—Así es, milord. Es amigo de mis padres —explicó resignada y suspiró—. Como ya he dicho, insisten encarecidamente en añadirles a mi lista de futuros pretendientes.
—No te preocupes, Emily —contestó Rose con firmeza y sacudió la cabeza—. Estoy segura de que tu padre no permitirá que te cases con un hombre que te dobla la edad con creces. Será lo que tú dices, un buen amigo de la familia.
Emily rezó para que así fuera, porque no lograba imaginar su futuro de mano de ese hombre, ni de ninguno de sus amigos. Por el amor de Dios, Mirckwood podría ser su padre... a falta de pocos años para ser su abuelo. El mero hecho de pensar en sus manos alrededor de su cintura la hacía temblar de asco y estaba segura de que eso no era bueno.
—Pero no hablemos solo de mí, por favor. —Se apresuró a decir y miró de hito en hito a todos los demás, con una hermosa sonrisa dibujada en sus labios.— He estado en Glasgow mucho tiempo y apenas sé nada de lo que ha ocurrido por aquí.
Rose rió suavemente y asintió. Entendía a la perfección lo que era vivir lejos de casa y sin noticias, así que su corazón, siempre lleno de empatía, no tardó en solidarizarse con ella.
Pasaron el resto de la tarde charlando de los últimos cotilleos, narrando cada aventura que habían vivido, cada detalle insólito que había perfilado sus vidas. Hablaron de la belleza de la literatura, del amor de Emily por la música… hasta que las primeras gotas se dejaron ver entre la espesura de las nubes. El olor a humedad fue creciendo a medida que avanzaban entre las extensas praderas de hierba, hasta que, a escasos metros de llegar a cubierto, el cielo se abrió y la lluvia, fresca e invernal, cayó como un manto sobre ellos.