Capítulo VII

 

Era increíble como el tiempo moldeaba la vida de las personas sin su consentimiento. A veces, las arrastraba con una fuerza imparable, aunque se deseara que el tiempo se detuviera. Otras, se estancaba, y los días parecían idénticos unos a otros, lentos y llenos de una rutina auto impuesta.

Geoffrey suspiró quedamente y dejó la regadera sobre la enorme mesa de madera que llenaba gran parte del invernadero. Sobre ésta, decenas de pequeñas macetas se apretujaban las unas contras las otras, compitiendo por el agua que caía sobre ellas. Algunas, más vistosas, llamaban la atención con solo echarle un vistazo y otras, más pequeñas y tímidas, florecían bajo la adversidad de saberse inferiores. Justo como yo, pensó Geoffrey y cogió uno de los maceteros. Observó a la pequeña planta y tras quitarle algunas hojas marchitas, la colocó en un lugar privilegiado, sobre las demás.

Había pasado una semana desde su último encuentro con la sociedad. Una semana en la que su mente había sido acosada sin piedad por los remordimientos, por la culpa y por una profunda nostalgia. Desde que había vuelto aquella mañana de Londres y se había encontrado con la señorita Laine, había redescubierto el verdadero sentido del dolor y del alcance de su pérdida. Ahora que había cruzado más de dos palabras con ella y se había dado cuenta de lo diferente que era de otras mujeres… era incapaz de pensar en otra persona, salvo en Judith, que, cada noche le recordaba dolorosamente que ya no estaba a su lado y que, a cambio, él se recreaba con otra mujer, aunque solo fuera en pensamiento.

Y sí, le dolía. Le dolía no verse capaz de evitar toda clase de acercamiento con Emily, y le escocía la continua presión de Judith en sus pensamientos. Era un dolor sordo, permanente y con el tiempo se había vuelto más acuciante y desolador.

Geoffrey sacudió la cabeza, incómodo y delegó esos oscuros pensamientos a un rincón de su mente.  A fin de cuentas pensar en cómo se sentía no servía de ayuda y para colmo, solo instigaba sus ganas de desaparecer del mundo.

Una vez más, bufó sonoramente y se regañó con dureza. No estaba haciendo las cosas bien, maldita fuera, y ese malestar estaba repercutiendo en todo lo que hacía. Incluso sus plantas parecían marchitarse cuando él aparecía en la puerta del invernadero. Parecía mentira que ya hubiera pasado por todo ese trámite una vez. Tendría que estar acostumbrado y no dejarme llevar por tanta memez, pensó, mientras recorría el enorme sendero de piedra que separaba el jardín de su casa. Esta vez, ni siquiera el agradable estallido de color de las rosas a su alrededor, fue suficiente como para sacarle de la negrura de su malestar. Normalmente bastaban diez largos minutos de soledad en su pequeño trozo de paraíso para sentirse un hombre decente otra vez. En esa última semana de su vida era lo que había estado haciendo y, poco a poco, había conseguido calmar parte de su atormentada alma.

—Milord, acaba de llegar una nota para usted. —James, su mayordomo y el único criado que quedaba en la casa, se acercó, rápidamente—. Tiene el sello de los Laine, por si le interesa saberlo.

Bastaron esas pocas palabras para hacer que su corazón diera un vuelco. El eco que señalaba el nombre de la joven reapareció con fuerza e incluso distorsionó todos los demás sonidos, relegándolos con facilidad a un segundo plano.

Geoffrey sonrió brevemente y aceptó el sobre con deliberada lentitud. Efectivamente, el sello lacrado en rojo pertenecía a su familia. Dejó escapar el aire en un suspiro y se apresuró a abrirla. En cuanto empezó a leer, la sorpresa y el alivio acariciaron su cuerpo e hicieron que sonriera brevemente. Finalmente, Emily se había salido con la suya. Aquella nota, tan cuidada y con una caligrafía tan pulcra, contenía unas palabras tan firmes como su decisión de quererle en la presentación. Aquella invitación era un seguro de que no había soñado tanta amabilidad.

—Estamos de celebración, James —dijo y le dedicó una media sonrisa—. Parece que hay alguien en Londres, al margen de Marcus y Rose, al que no le damos asco.

James esbozó una sonrisa y, aunque la curiosidad mordía cada poro de su conciencia, se contuvo y se limitó a esperar a que Geoffrey continuara.

—No te lo vas a creer, pero… la señorita Emily Laine nos ha invitado a su presentación en sociedad. —continuó, gratamente sorprendido. Los recuerdos de las fiestas, de su ambiente viciado, de las risas… se colaron en su mente y, muy a su pesar, le robaron una sonrisa.

—¿Y qué va a hacer, milord? —preguntó James, tímidamente. Era la primera vez en mucho tiempo que veía una sonrisa sincera en Geoffrey y eso daba alas a su esperanza de que, por fin, hubiera pasado página.

—¿Y qué esperas que haga, James? ¿Rechazarlo? ¿Quedarme en casa una vez más lamentando mi mala suerte? —Dejó escapar una carcajada incrédula y sacudió la cabeza, mientras recorría los escasos metros que le separaban de la puerta trasera de su casa—. Ah, no. Ni hablar. Me acaban de dar una oportunidad de oro, James, y no pienso desperdiciarla. ¡Prepara el carruaje! Tengo que ir a ver a Marcus y a Rose.

Una breve y concisa sonrisa asomó en los finos labios de James antes de que se inclinara respetuosamente. Aún le costaba creer que alguien del nivel de los Laine se compadeciera tanto de su señor, pero su alegría era tan sincera e inmensa que optó por no preocuparse por las nimiedades. A fin de cuentas, nadie cuestiona las segundas oportunidades.

***

Cartas, notas y manchas de tinta en sus dedos. Eso era lo único que, en aquellos momentos, era capaz de ver Emily. Desde que se anunció el inicio de la temporada londinense, hacía apenas unos días, su vida se había convertido en un continuo ajetreo en el que las invitaciones escritas a mano eran de vital importancia. Empezó, como ordenaba el protocolo, por los condes, duques y barones más importantes de Londres y, a partir de ahí, fue descendiendo por la escalera de la aristocracia hasta rozar con los dedos a los burgueses. Según sus padres, éstos últimos no tenían nada que hacer con ella, pero Emily se resistía a creer en que encontraría el amor en un grupo tan insignificante de personas. Ni siquiera se atrevía a pensar en cuántas de ellas estaban casadas, la triplicaban la edad o las que, simplemente, deseaban un título más.

Definitivamente, su futuro no parecía un camino muy halagüeño. Emily suspiró quedamente y tras sacar los dedos del agua, donde calmaba sus calambres, regresó a la pluma y al papel. Aún quedaban algunas cartas que redactar y no podía perder más tiempo. Debido a sus obligaciones protocolarias se había visto obligada a dejar para el final las cartas para sus amigas y eso era, para ella, algo horrible. Llevaba en Londres lo que le parecía una eternidad y aún no había recibido noticias de ellas. Tenía tantas ganas de ser escuchada fuera de allí que incluso el dolor de sus dedos menguó para que pudiera coger una pluma.

—Milady, una carta para usted.—Isabela se acercó rápidamente y tras hacer una graciosa reverencia, dejó el sobre junto a ella—. Es la contestación de los Meister a su nota. Acaba de llegar.

—¿Tan rápido? —Emily abrió los ojos, sorprendida y clavó su mirada en el reloj de pared. Su gesto mudó a la sorpresa cuando descubrió que llevaba más de dos horas sin levantar la cabeza—. Oh… trae, deja que vea —musitó y se secó  los dedos en una suave toalla que tenía sobre el regazo. Después abrió la carta con rapidez y devoró su contenido—. Isabela, dile a mi madre que esta noche no vendremos a cenar. Y vete a cambiarte, por favor. Los Meister nos esperan a las siete, así que tendremos que darnos prisa.

—Claro, milady. —Isabela asintió, esbozó una sonrisa y se apresuró a salir. Cuando salía de casa de los Laine su limitada libertad se ampliaba un poco y, aunque siempre pasara desapercibida entre los demás, disfrutaba enormemente de la compañía.

Emily tampoco tardó en abandonar el estudio. Había cogido la invitación destinada a los Meister porque, aunque ya tendría que haber sido enviada, prefería dársela en mano. A fin de cuentas ellos eran los únicos vecinos con los que mantenía una relación medianamente sólida.

Un destello de ilusión atravesó su rostro fugazmente, mientras las capas de ropa caían sin orden al suelo. Tras ella, una criada, casi invisible en su papel, recogía todo diligentemente. Tardó más de lo que hubiera querido en escoger un vestido, pero tras un largo cuarto de hora, se decantó por una de sus nuevas adquisiciones: una prenda de color malva de brillante satén, junto a un fajín negro que se cerraba a la espalda y que ceñía su cintura muy elegantemente. Optó también por un bonnet de satén violeta y un ridículo bordado en oro. El peinado corrió a manos de Isabela que, como de costumbre, domó sus rizos dorados en un elegante y distinguido moño.

Una hora y media antes de que el reloj tocara las siete, ambas mujeres recorrían las laberínticas calles londinenses en busca de su extensa campiña. El embarazo de Rose aún no estaba muy avanzado y eso le permitía vivir con toda tranquilidad en su residencia de campo.

Poco a poco los caminos empedrados y grises dieron paso a la libertad verde de los prados. La humedad que brillaba sobre la hierba se colaba lentamente por los cortinajes y, aunque no era incómodo, les avisaba de que se alejaban poco a poco de la urbe. A la par, la luz del sol fue debilitándose paulatinamente, hasta que un retazo de nube terminó por ocultar cualquiera de sus rayos. Y, a pesar de la hora, cuando el carruaje llegó a su destino, lo hizo en mitad de una asombrosa oscuridad.

***

El olor de los primeros manjares llenó la primera planta con una intensidad muy inusual. Con una sola aspiración se adivinaba la trucha, un buen asado de cerdo y lo que parecía sopa. Quizá incluso hubiera, tras esa extraña composición de olores, tarta de manzana o fresa.

Geoffrey suspiró y tragó saliva con toda la discreción que fue capaz de aunar. Estaba acostumbrado a que sus comidas y cenas fueran más bien escasas, aunque recordaba nítidamente tiempos mejores. Tiempos en los que en su casa se celebraban fiestas y en los que la risa y el buen hacer imperaban. Había llovido mucho desde aquel entonces admitió él a regañadientes y se obligó a no seguir pensando en comida. Quiso centrarse en la conversación que mantenían Rose y Marcus, pero el brusco sonido del timbre redujo todas sus intenciones a ceniza.

—¿Esperamos a alguien más? —preguntó, con curiosidad y miró a Rose, que apartó la mirada rápidamente.

—No has elegido un buen día para venir a cenar, Geoff—contestó a su vez y enlazó las manos sobre su regazo—. Emily viene a cenar, lo siento. Me avisó esta mañana, antes de que tú aparecieras por aquí. Si no te lo he dicho antes es, sencillamente, porque no me he acordado.

—Geoffrey, antes de que digas nada acerca de conspiraciones y de…—Empezó Marcus, con suavidad, pero se detuvo cuando vio a su amigo sonreír.

—Está bien, Marcus, deja de preocuparte. Yo también quiero ver a la señorita Laine.

No pudo contener ni ocultar su gesto de asombro. Marcus sacudió la cabeza, miró a su mujer con incredulidad y después se giró hacia Geoffrey. ¿Qué había pasado en esa semana para que cambiara tan radicalmente de opinión? Quiso interrogarle ampliamente pero, en ese preciso momento, la puerta de la salita se abrió y les dejó ver a las dos mujeres que se acercaban, con una sonrisa dibujada en sus labios.

—Buenas noches a todos. —saludó Emily, con su habitual suavidad y sonrió a cada uno de los presentes. A su lado, Isabela también musitó un quedo saludo acompañado de una discreta reverencia.

—Lady Laine… —Geoffrey se levantó, mucho antes que los demás y se acercó a ella, con un brillo de inevitable felicidad en sus ojos—. Buenas noches a usted también. No esperaba verla aquí esta noche.

—Si le soy sincera, milord… yo tampoco esperaba que nuestros caminos se cruzaran hoy. Pero he de decir que me alegra esta circunstancia. —Emily sonrió con verdadera amplitud, a pesar de que sabía que su gesto entusiasmado podría ser mal visto—.  Quería agradecerle personalmente que haya aceptado acudir a mi debut.

En ese momento, nada más escuchar esas palabras de labios de Emily, Marcus se acercó rápidamente.

—Un momento… —Miró a Emily detenidamente y después a Geoffrey, mientras arqueaba una ceja, interrogante—. ¿Te han invitado a la presentación, Geoff? Y, espera… ¿has aceptado?

—¿Tan raro es, Marcus? —Geoffrey frunció el ceño, se cruzó de brazos y clavó su mirada en su amigo.

—¿Me obligas a ser sincero?

—Evidentemente.

—Pues sí, Geoff. Es raro —admitió él con una enorme sonrisa y, acto seguido, palmeó su espalda con fuerza.

Geoffrey se removió, incómodo y disfrazó un bufido en la medida de lo posible. Después miró a Rose, que sonreía y puso los ojos en blanco.

—Decidí ser amable por una vez. —Se giró hacia Emily mientras hablaba y su gesto se suavizó de inmediato—. Muchas gracias por su invitación, milady.

Un cosquilleo de emoción recorrió a la joven, que asintió con solemnidad. Después avanzó junto a Isabela hasta llegar a la mesita que les tenían preparada. Cuando vio a Rose, sentada y con una sonrisa divertida dibujada en sus labios, no tuvo más remedio que imitarla.

—Siento muchísimo lo que ocurrió el otro día con mi madre. No he tenido tiempo de disculparme debidamente y no se imagina lo mal que me siento.

—No se preocupe, Emily. —La tranquilizó Geoffrey, con un gesto que pretendía quitarle hierro al asunto—. Estoy acostumbrado a ese tipo de desavenencias. Las madres no terminan de ver bien que me acerque a sus hijas, aunque sea para salvarlas de un caballo desbocado.

Y en el fondo sabes que tienen razón, imbécil. Sigues sin entender que no eres bueno para nadie, por mucho que te intentes convencer de ello, pensó amargamente y sonrió de medio lado, en un vago intento de ocultar la verdadera naturaleza de sus pensamientos.

—Pero no me parece justo que le tratara así, milord. Ella no suele comportarse de ese modo—insistió Emily y aceptó la tacita de porcelana llena de té que le ofrecía Rose, que permanecía en silencio y muy atenta a la conversación.

—Quizá usted no sea así, pero no va a negarme que no le dispensa el mismo trato amable a todo el mundo.

Emily se tensó ante la crudeza de sus palabras y una parte de ella, la menos racional, acusó el golpe con un latigazo de ira.

—Milord, yo le otorgo el mismo trato a todo el mundo —contestó fríamente y, aunque sintió que su ilusión se rompía como un cristal contra el suelo, se mantuvo en sus trece.

—Por favor, milady, no crea que la censuraba a usted. Me refería a su madre… —agregó él rápidamente, a modo de excusa y sonrió débilmente—. Es una mujer con un carácter un tanto… peculiar.

—Quizá sea así, sí, pero no creo que ese sea motivo suficiente como para censurarla. —Emily se envaró y sus finos dedos se tensaron alrededor de la delicada porcelana. A su lado, Isabela suspiró y todos los demás presentes en la habitación desviaron la mirada.

Geoffrey también pareció notar este cambio de actitud, pero el simple hecho de que, a pesar de todo, defendiera a aquella mujer, por muy madre que fuera, le sacaba de sus casillas. Bufó, se cruzó de brazos y clavó su mirada en la de ella, casi desafiante.

—No se me ocurre por qué saludar es ahora un defecto censurable pero, al parecer, su madre sí lo considera así —espetó, sin poder contener la amargura de sus palabras.

—Por favor, milord —contestó ella, con una sequedad  y un tono impropio en su carácter—. Si ella no le saludó con el debido respeto es, simplemente, porque se aferró a sus razones que, por cierto, desconozco completamente. Ella nunca trata así a nadie.

—No sea cínica, milady y permítame que la corrija. La frase correcta es “a nadie excepto a usted”. —continuó Geoffrey, esta vez en un registro de voz mucho más alto.

No quería enfadarse. De verdad, eso era lo último que necesitaba pero no concebía que alguien que le había puesto en ridículo de una manera tan directa fuera defendida con tanta vehemencia. Especialmente si su defensora era aquel demonio disfrazado de ángel. ¡Qué equivocado había estado! Estaba claro que ella era igual que su madre, pero que había aprendido a la perfección cómo disimularlo. Ahora veía con toda claridad que su intención al invitarle a la presentación era la de dejarle en ridículo delante del mayor número de personas.

—¡Basta ya, por el amor de Dios! —estalló Rose y miró a la pareja con dureza. Ambos parecieron empequeñecer ante su anfitriona porque no osaron en volver a abrir la boca—. ¿Se puede saber qué os pasa?

Emily sintió como la garganta se le cerraba dolorosamente y como regresaba la sangre a sus dedos tras estar prietos contra la dureza de la porcelana. Tomó aire profundamente, sin atreverse a mirar a ninguno de los presentes e inclinó la cabeza, dócilmente. Asumía a la perfección que su comportamiento no había sido el más correcto y que, posiblemente, hubiera ofendido al menos a dos personas de la habitación. Un error que difícilmente pasaría por alto, aunque los demás sí lo hicieran.

—Lo lamento mucho, milord —dijo, tras unos momentos de incómodo silencio—. Es evidente que no compartimos el mismo punto de vista.

—Sí, eso parece —contestó él fríamente y obvió la mirada de disgusto que le lanzó Rose. A cambio, buscó la de Marcus, que seguía siendo impenetrable e indefinida—. Vayamos a cenar, Marcus, el hambre me está matando, como puedes ver.

El duque entrecerró los ojos un momento y estudió el gesto tenso de Geoffrey. Tenía la mirada perdida en algún punto de la ventana y era muy fácil ver que esquivaba la de Emily y Rose. Estaba incómodo, pero Marcus no conseguía averiguar si era solo por la compañía de Emily o si era por algo más. Quizá la dureza de sus palabras había traspasado la coraza de Geoffrey y ahora, se resentía dolorosamente. Finalmente, tras un suspiro de cansancio, Marcus asintió y se levantó.

—La cena debería estar servida en breve. —Informó y ayudó a su mujer a levantarse. Después miró a Geoffrey intencionadamente y carraspeó.

Geoffrey se tensó en cuanto vio salir a la pareja. Marcus se lo había dejado todo claro, pero el paso que tenía que dar era igual de difícil que caminar sobre una cama de clavos ardiendo. Se obligó a pensar que, a pesar de todas esas palabras vacuas, ella le había invitado a un evento social y que quizá, solo quizá, fuera porque realmente le apetecía que fuera.

Tomó aire con una brusca inhalación y se acercó resueltamente a ella. Después hizo una reverencia y le ofreció su mano a Emily.

—Por favor —dijo, en voz baja y se arriesgó a mirarla un momento. Lo que vio en sus ojos azules le dejó perplejo, tanto, que durante un momento fue incapaz de reaccionar. Sin embargo, consiguió sobreponerse a sus pensamientos en el mismo instante en el que ella aceptó su mano.

Un cosquilleo que nacía en algún punto de su corazón se extendió como fuego al resto de su cuerpo. Tuvo que contener una exclamación ahogada, especialmente cuando notó que ella le estudiaba con cautela.

Geoffrey se incorporó, se acomodó la ropa como pudo y echó a andar en dirección al comedor.

—Aún así, mantengo mi propuesta de que venga a mi presentación. —susurró ella, solo para él y en tono que se adivinaba conciliador.

—¿Lo dice en serio?

—No acostumbro a mentir, milord —contestó ella, pero algo en su manera de decirlo, cambió—. Pero entiendo a la perfección que a usted no le agrade venir.

—No he dicho eso, milady. —Geoffrey se detuvo y, aunque sintió en su nuca la mirada de Isabela, no se giró—. Simplemente, yo… me asombra que alguien como usted me quiera allí, al menos si mantiene que sus intenciones son honorables.

Emily se detuvo, bruscamente y apartó la mano de la de él. La ofensa implícita en sus palabras la había calado muy hondo, aunque sus gestos fueran comedidos.

—Disculpe, milord. Acabo de recordar que necesito ir al baño —dijo, y tras interrogar a Rose con la mirada, se dirigió a la habitación que ella le señalaba.

A su vez, Geoffrey resopló, frustrado y entró en el comedor junto a Marcus y Rose que, pese a permanecer en silencio, entendían a la perfección la encrucijada de caminos que les separaba.

—¡No hay quien la entienda! —masculló, mientras se sentaba en su lugar habitual. En aquellos momentos, ni siquiera los platos de comida le llamaban la atención. Solo la ira, la confusión y ese continuo sentimiento de impotencia le parecían importantes.

Rose contempló a Geoffrey durante un momento y cruzó una  larga mirada con su marido. Ambos habían visto los diferentes cambios que había sufrido a lo largo del tiempo, pero nunca, ni en sus peores momentos, le habían visto sumido en ese nivel de desazón. Estaba claro que la presencia de Emily sacaba lo peor que había en él, por mucho que se esforzara en hacer lo contrario. En esos momentos, mientras los criados servían la sopa, Rose no pudo evitar pensar si todo lo que movía a su amigo era simplemente por el parecido físico entre ambas mujeres o, si por el contrario, había alguna razón mucho más profunda y que aún no llegaba a entender del todo.

—Geoffrey, es normal que esté confusa —explicó Rose, con sus ojos oscuros llenos de una calidez que reconfortaba—. Tiene la obligación de defender a su madre, aunque no comparta sus ideales. Y creo que…

—…Está tan frustrada como tú. —Terminó Marcus y sonrió a su mujer cariñosamente. Los lazos que les unían aunque invisibles, eran fuertes y eso se demostraba con cada nuevo día—. Tenéis que tomaros las cosas con más paciencia, Geoffrey. Ella es apenas una niña y tú… bueno, dejaste esa época hace unos años. Tienes que tranquilizarte.

—Si hubierais visto a esa vieja bruja no me diríais que me calmara —masculló él entre dientes y se cruzó de brazos con tanta fuerza, que la camisa amenazó con rajarse—. Pero claro, no puedo culparla de decir lo que todos piensan.

—Dudo que Emily piense así. —Intervino Rose y clavó su mirada en la de él, en sus ojos vio rabia, confusión y un anhelo tan profundo que hizo que se estremeciera y que diera gracias una vez más por tener a su marido a su lado—. De hecho, creo que todo esto es un sinsentido, porque a Emily…

Geoffrey enarcó una ceja y esperó a que la joven terminara la frase. Sin embargo, esta no llegó y, a cambio, le dedicó una misteriosa sonrisa.

—¿A Emily qué? —Bufó él y echó un rápido vistazo a la puerta.

—Nada, Geoffrey, ya te darás cuenta —apuntó Marcus, con suavidad. Después ordenó con un gesto que sirvieran vino, aunque sabía los problemas que tenía Geoffrey con el alcohol. No obstante, tampoco quería privar a su mejor amigo de su cordura y, en aquellos momentos, una copa minúscula de vino podía tranquilizarle—. Bienvenida de nuevo, Emily. —dijo, en voz alta y alzó su copa al tiempo que se levantaba respetuosamente.

—Siento haber tardado, pero necesitaba refrescarme con urgencia.

Y olvidarme de todo durante un momento, pensó y esbozó una tranquila y falsa sonrisa. Cuando se había visto completamente sola, pensó en marcharse, en dejarlo todo y que se ocupara de sus sentimientos otra persona más capaz. Estaba visto que ella no entendía ni la mitad de cosas que sentía, y eso provocaba en ella una desazón tan profunda como incómoda. Si había ido a casa de los Meister era porque ellos le proporcionaban una seguridad y una ternura muy diferente a la de su propio hogar, y no para encontrarse con alguien que apelaba continuamente a sus defectos y a su mal hacer.

Sin embargo y, aunque lo intentaba a cada momento, su mirada siempre acababa pendiente de él, y sus oídos, acostumbrados a palabras llenas de dureza, no podían evitar ablandarse ante algunas variaciones de su voz, especialmente en aquellas en las que le acompañaban palabras llenas de amabilidad.

Emily suspiró profundamente y se sentó en el único lugar disponible. Aquello parecía una broma de mal gusto, especialmente si se tenía en cuenta lo que había ocurrido hacía apenas unos minutos. No obstante, se aferró a su orgullo y se sentó junto a Geoffrey e Isabela. Frente a ella, Rose sonrió con ternura. Fue un gesto muy sutil, pero lleno de un compañerismo que estremeció a la joven. “Tranquila” moduló, completamente en silencio, después le guiñó un ojo discretamente y se giró cuando las puertas del comedor se abrieron.

Las primeras viandas aparecieron como una bendición en medio de una guerra. Su delicioso aroma disipó el incómodo silencio e hizo que todos los presentes dejaran a un lado sus preocupaciones y se centraran en cada plato. Primero, llegaron las ostras y la sopa, llena de pequeñas y blandas verduras, y fueron seguidas de pan blanco. El segundo, que llegó quince minutos después, fue una bandeja llena de cerdo glaseado con patatas y mantequilla. El postre llegó cuando el cerdo perdió su calor y cuando sus comensales empezaron a lamentar el haber comido demasiado.

—Por Dios… hacía años que no comía tanto —Atinó a decir Geoffrey, mientras se aflojaba un poco la corbata. El calor de la chimenea y la cantidad de comida que llevaba en el estómago era suficiente como para convencerle que dejar atrás las normas era buena idea—. A este paso engordaré como un pavo días antes de Navidad.

Una suave carcajada brotó de los labios de Emily, que no pudo contenerse. Durante la cena, el ambiente había cambiado drásticamente gracias a la guía experta de Marcus en el arte de la conversación y eso había servido para que la hostilidad entre Geoffrey y ella pasara a un segundo plano.

—¿No quiere probar la tarta de fresa, milord? Es una de mis favoritas —Le animó ella y cortó un trocito con su cuchara. Después se la ofreció, junto a una sonrisa cargada de paz.

Geoffrey se giró hacia ella, con curiosidad, algo en su manera de mover las manos o, simplemente, en el dulce tono de su voz, le atrajo irremediablemente. Asintió con suavidad y se inclinó para probar el dulce, sin ser capaz de apartar la mirada de sus ojos.

La explosión de placer que le recorrió fue tan intensa que tembló y tuvo que recurrir a toda su fuerza de voluntad para no deslizar sus labios hacia arriba, hacia aquellos largos dedos que le estaban dando de comer.

—¿M-más? —preguntó ella, casi en un susurro, tan hechizada por la fuerza de su mirada que apenas era consciente de nada más, salvo del deseo de que él asintiera y poder vivir esa experiencia durante un momento más.

—Si no le importa compartir su postre conmigo… —contestó, con la voz enronquecida por un deseo que no era capaz de contener y que había brotado de improviso, con fuerza y determinación.

—Hay más tarta, por si queréis coger un plato cada uno. —Intervino Rose, con una media sonrisa sesgada y señaló la bandeja principal. La situación la divertía, por supuesto, pero no estaba de más ser cauta. Especialmente si tenían en cuenta de que Isabela actuaba en representación del cuervo.

Al escuchar la suave recriminación de Rose, Emily se ruborizó y, aunque le costó un triunfo apartar la mirada de la de Geoffrey, lo hizo. Tuvo que tomar aire repetidas veces y esconder el temblor de sus manos bajo la mesa, después sonrió, avergonzada y trató prestar toda su atención a la conversación que Rose y Marcus retomaban. No lo consiguió. Su mente estaba muy lejos de allí, intentando analizar qué había sentido y por qué lo había hecho con tanta intensidad. Nunca, en su vida, había notado ese estremecimiento de placer recorrer su columna vertebral y nada antes había pulsado las cuerdas de su corazón con tanta precisión.

Emily suspiró y sus mejillas se colorearon un poco más. ¿Cómo era posible que alguien que la sacaba de quicio cada segundo tuviera tanta fuerza sobra ella? En esos breves momentos en los que habían compartido esa mirada, ella se había sentido única e importante. Exactamente igual que aquel que da agua a un sediento y que, a cambio, no pide nada.

—No será necesario, Rose —musitó Geoffrey, en voz baja, sin apartar la mirada de la joven. Vio nata en la comisura de sus labios y su cuerpo reaccionó con tanta brusquedad, que no pudo contenerse—. Gírese un momento, milady.

—¿Ocurre algo?

Fue apenas un momento, pero cada segundo de ese instante se llenó de una magia tan ancestral como el tiempo. La caricia de Geoffrey en su mejilla, suave, apenas un roce sobre su piel, y su mirada, azul y profunda.

Emily contuvo un gemido ahogado y se dejó hacer, porque su cuerpo no respondía a ninguna otra cosa que no fuera aquel contacto. Sintió la suave presión de sus dedos acariciar la comisura de sus labios y después contempló, con fascinada atracción, como la nata que había osado mancharla desaparecía tras los de Geoffrey.

—Geoffrey.

El tono de Rose, tan acostumbradamente cálido, se enfrió bruscamente e hizo que él  saliera de su estupor. Se giró hacia ella y al ver la advertencia en sus ojos oscuros, abrió mucho los ojos. ¿Qué había estado a punto de hacer? La locura había hecho añicos su autocontrol y aunque no estaba seguro de qué podría haber hecho, supo de inmediato que había traspasado las líneas de lo decente.

Miró a Emily, repentinamente asustado y se levantó. Lo que vio en ella le pareció maravilloso y a la vez, aterrador. Sus labios entreabiertos, su respiración agitada y ese dulce rubor en sus mejillas… por el amor de Dios, era la viva imagen del pecado, de uno al que, en aquellos momentos, deseaba entregarse. En ese momento, el recuerdo de sus dedos contra sus labios apareció bruscamente y él sintió un fuerte tirón en la entrepierna. La lujuria que llevaba años conteniendo afloró con una fuerza sobrehumana, tanta, que tuvo que contener un gemido cuando Emily le miró a los ojos. ¿Cómo, si no soportaba su compañía durante demasiado tiempo, le tentaba tanto?

—Yo… debería irme. Ya. De inmediato —masculló y se levantó apresuradamente. Su erección pulsó bruscamente contra la tela del pantalón, pero supo ocultarlo casi a la perfección—. Buenas noches a todos.

—¿Se marcha ya? ¿Por qué? —Emily hizo caso omiso a las constantes miradas de Marcus y Rose y se enfrentó a él. No podía marcharse después de ese momento mágico. No, si lo hacía… la dejaría con un vacío aterrador en el pecho, un vacío que no podría llenar esa noche.

—Es tarde, ¿no se da cuenta? —musitó él, sin saber muy bien cómo excusarse. ¿Qué podría decirle que sonara convincente? Nada, evidentemente—. Estoy cansado, milady.

Finalmente, fue Marcus quien se apiadó de ellos. Sonrió a su mujer, en un intento de calmarla y también se levantó.

—¿Tan cansado como para no dar un paseo por el jardín? —preguntó, con su característica calma y sobriedad. A su lado, Rose también sonrió y asintió, aliviada.

Durante un momento, la joven duquesa había tenido la sensación de que todo se iba a descontrolar y que ella no podría detenerlo. Imaginó los rumores, los comentarios lanzados al viento y el profundo dolor al que someterían a ambos. Había intentando que Geoffrey se diera cuenta de ello, aunque su manera de hacérselo ver fue un tanto brusca.

Una oleada de arrepentimiento recorrió su pequeño cuerpo y la hizo tomar aire. Tendría que hablar con él en cuanto pudiera, para pedirle disculpas por censurarle de aquella manera tan inmediata. Esta vez, fue la vergüenza la que aguijoneó su corazón, porque Geoffrey nunca lo había hecho con ella, a pesar de todo lo que habían vivido juntos.

—Marcus tiene razón, Geoff. —Rose sonrió de manera tranquilizadora y se levantó también—. Además, tenía pensado que Emily se quedara esta noche aquí. Hace mucho que no hablo con ella y los detalles de su presentación me interesan sinceramente. ¿Por qué no te quedas tú también, Geoffrey? Así Marcus tendrá con quien hablar mientras nosotras estamos juntas.

—Avise a mi madre, milady, y será un placer quedarme —contestó Emily y miró de reojo a Geoffrey. Él seguía estando tenso, pero parecía que lo peor había pasado. Quizá sí quisiera pasear con ella, a pesar de la noche y de la oscuridad que les rodearía. Sintió un estremecimiento de placer al imaginarlo y se apresuró a girarse hacia él—. ¿Se quedará?

Geoffrey masculló algo para sí y apretó con fuerza la madera del respaldo de la silla. Las dudas le aguijonearon con fuerza y, a pesar de que sabía que lo más correcto era desaparecer de allí o, en general, un tiempo, no supo negarse a esa sonrisa y a la dulce súplica que veía en ojos de Emily.

Bufó, frustrado y finalmente asintió. ¿Qué le estaba pasando?

—Un paseo no me hará daño —contestó y se encogió de hombros en un intento de aparentar una indiferencia que no sentía.

Cuando vio que Rose acercaba a él y que apoyaba su mano sobre su antebrazo, supo que le esperaba una larga conversación. Sonrió brevemente, resignado y miró a Marcus, que hacía lo propio con Emily e Isabela.

Caminaron despacio mientras atravesaban la casa de los Meister. El jardín delantero era mucho más pequeño y elegante que el trasero pero, aún así, la belleza salvaje de éste último era mucho más llamativa que el resto. Desde el porche de la mansión surgía un sendero empedrado que terminaba junto a una fuente de piedra, que llenaba el silencio con su suave arrullo de agua. La luna se reflejaba en ellas y acariciaba con su tenue y plateada luz los pétalos de las flores de invierno que brotaban tímidamente. Un par de arcos llenos de hiedra les dieron la bienvenida y durante un momento, les cubrieron y les otorgaron un momento para escapar de las continuas miradas que se lanzaban entre ellos.

—Id delante, Marcus. —Rose retuvo a Geoffrey un momento y le sonrió, misteriosamente—. Yo necesito sentarme un momento.

—¿Estás bien? —Marcus se giró de inmediato, claramente preocupado pero, en cuanto vio lo que Rose pretendía, asintió y sonrió a sus acompañantes—. Vengan conmigo, por favor. Me gustaría enseñarles cómo han crecido mis rosales. Rose está poniendo mucho empeño en ello y créanme, el resultado es una maravilla.

Rose escuchó cómo la conversación se alejaba rápidamente de ellos. Suspiró, aliviada y tras sentarse, miró a Geoffrey. Se le veía agotado, como si estuviera luchando contra algo permanentemente. La tensión se veía en sus ojos, en el gesto de sus manos e incluso en las breves sonrisas que dedicaba.

—¿Me has traído aquí para regañarme, Rose? —preguntó él, con suavidad y metió las manos en los bolsillos.

—Para nada. De hecho… es precisamente para lo contrario. —Rose tomó aire y contempló las largas sombras que se extendían delante de ellos—. Siento mucho haberme comportado como lo he hecho. No soy nadie para censurarte y mucho menos si tenemos en cuenta que tú nunca lo has hecho conmigo. Ha sido un gesto muy desagradecido por mi parte. Solo quería que te dieras cuenta de que la cosa se os estaba yendo de las manos y que os podía traer problemas. La muchacha con la que va, Isabela…, no estoy segura de qué lado está y tengo miedo de que sus comentarios y chismes os perjudiquen.

—Rose…

—Espera, Geoff. —Le interrumpió y sonrió débilmente—. No sé qué ha pasado ahí hace un momento, pero sea lo que sea, y te lleve donde te lleve… puedes contar conmigo. Siempre ¿lo has entendido?

No pudo contener una tierna sonrisa. A veces Rose podía ser un cúmulo de insufribles características y otras, como ésa vez, era, sencillamente, adorable. En momentos como aquél, Geoffrey era totalmente incapaz de enfadarse con ella, por mucho que las circunstancias se lo aconsejaran.

—No le des más vueltas, Rose, no pasa nada —comentó con suavidad y tiró de ella para abrazarla, como había hecho cientos de veces desde que se conocieron—. Sé que tu intención fue la mejor… y que yo no supe ver algunas cosas. Si la señorita Isabela tiene algo que decir… no tendremos más remedio que esperar a que lo diga y actuar en consecuencia. ¿No crees?

Rose asintió entre sus brazos y tembló cuando una oleada de frío se coló por las costuras de su vestido. Se apartó y tras frotarse los brazos con fuerza, señaló con la cabeza el camino empedrado.

—Deberías ir a hablar con ella. No me hagas mucho caso, pero creo que en el fondo… la atraes. Quizá por eso está tan reticente con según qué cosas. —Le animó y sonrió—. Es una buena chica.

—Eso me gustaría pensar, sí.

—No te asustes de lo que no terminas de comprender, Geoffrey. Yo no tuve miedo… y mira, terminó bien, francamente —comentó ella con una sonrisa, mientras avanzaba lentamente por entre la oscuridad.

—Quizá tengas razón —musitó él quedamente y se detuvo, pensativo. A su alrededor, las sombras parecieron cerrarse sobre él para acunarlo y para instarle a prestarse a algo que no conocía. Suspiró profundamente y sacudió la cabeza. Estaba harto de vivir con miedo y resignación—. Solo espero que ella comparta lo que piensas, Rose.

La joven duquesa sonrió para sí, en mitad de esa negrura, y esperó a que él la alcanzara. Cuando lo hizo, sintió la suavidad de su caricia, el cariño en su gesto y la inseguridad en cada paso que daba. Cuando la adelantó, ella asintió, feliz y conforme. Por fin, tras tanto tiempo  lleno de dudas…Geoffrey iba a enfrentarse a sus propios demonios.

***

El susurro de las voces se coló tras una de las ventanas. Cada palabra y cada sonrisa se reflejaron en el cristal como un eco perdido, como un sentimiento roto que se olvida.

Dotty suspiró quedamente y observó al grupo desaparecer en la oscuridad. Durante un breve momento quiso acompañarlos y empaparse de esa jovialidad que tanto caracterizaba a la juventud. Quizá así, pensó, alguien me devuelva la vida.

Sabía que era triste pensar como ella lo estaba haciendo y asumía que, en realidad, todo era culpa suya. A fin de cuentas las decisiones que había tomado a lo largo de su vida le pertenecían y aunque quisiera, no podía cambiarlas. El tiempo actuaba de esa manera y ella tenía los suficientes años como para no depender de que un milagro tocara sus planes.

No, no tenía por qué imaginar imposibles. Podía soñar, pero sabía que despertaría cada mañana con una desilusión más, sin cartas que llenaran su corazón de paz, o sin una misiva que terminara con su sufrimiento. A veces, deseaba pensar que todo había terminado y, cuando lo hacía, sentía que su corazón se estremecía acosado por un dolor que no tenía medida. ¿Cómo iba a quedarse tranquila si sabía que Vandor estaba allí, en algún lugar, y que no contaba con ella? ¿Cómo lidiar contra los celos y contra ese miedo que la recorría cada día? La desazón de saber que no podía hacer nada y que cada mañana transcurriría de la misma manera, estaba mermando sus ganas de continuar adelante.

Una solitaria lágrima resbaló por su arrugada mejilla y cayó sobre la suave madera del mueble. La oscuridad del jardín se pronunció un poco más, y Dorothy se encontró observando una negrura impenetrable. Suspiró, cansada y se forzó a buscar un solo motivo para ser fuerte.

—¿Dorothy?

Una voz suave, masculina y claramente preocupada, estalló la burbuja de melancolía en la que la mujer estaba inmersa. Se giró hacia la voz y tras entornar los ojos, buscó su figura.

—¿Qué ocurre, Scott? —preguntó, con serenidad y con una determinación que estaba muy lejos de sentir. El dolor aún seguía anidando en su pecho pero, hasta que todo terminara, tenía que seguir ahí. Viviendo.

—Siento molestarte a estas horas, pero no encuentro a los señores por ningún lado y tengo que darles algo. —Se disculpó el joven mayordomo y jugueteó con algo que tenía entre las manos.

Dorothy suspiró, se levantó pesadamente de la silla y se acercó a él. Quería sonreír y tranquilizarle, como llevaba haciendo desde que trabajaba allí, pero en aquellos momentos no tenía fuerzas.

—¿Qué traes?

—Es… una carta. Del padre de la duquesa—dijo y, tras un momento de duda, extendió el brazo y le ofreció la carta a la mujer—. La fecha es de hace dos semanas.

Aquellas palabras, tan inocentes y llenas de buenas intenciones, cayeron sobre ella como un balde de agua fría. En los segundos que tardó en reaccionar, sintió alegría, un sentimiento tan abrumador que acorazó su corazón con una fuerza inconmensurable, después, notó el amargo aguijón de los celos y, por último y casi con tanta intensidad como los dos primeros, notó el miedo.

—Vandor… —susurró aterrada y se llevó las manos al corazón.

Una parte de ella, pequeña en comparación a sus sentimientos, se rebelaba ante el hecho de quedarse allí quieta. No podía desistir de esa manera, sin saber si la carta era portadora de buenas o malas noticias. Admitía que el tiempo había sido muy brusco con ellos, pero ese no era motivo para ponerse en lo peor.

—Yo… yo se la daré a la señora, Scott. No tienes por qué preocuparte. —Continuó, con un hilo  de voz y, prácticamente, se la arrancó de las manos—. Ve a dormir, muchacho.

Scott miró a Dorothy con un atisbo de confusión y curiosidad en su mirada. Aunque nunca dijera nada y pese a que no participara de manera activa en las conversaciones de los criados, Scott sabía mucho más de lo que nadie quería entender. Era joven, sí, pero se alejaba mucho de ese papel de inepto que le habían otorgado. Sabía escuchar, asumir e interpretar lo que veía, aunque sus pasos en tierra no fueran los más seguros. Por eso, cuando vio el terror en los ojos de Dorothy y cuando escuchó su susurro apenado, entendió que aquella carta era la llave para dos corazones de aquella casa y que, quizá, el más importante no llevaba la sangre de quien la escribía.

—Dotty, espera. —Se acercó a ella con la misma lentitud que un perro apaleado, y esperó a que la mujer se tranquilizara. Un cosquilleo de nerviosismo recorrió cada poro de su piel e hizo que durante un breve espacio de tiempo, se replanteara todas las decisiones que había tomado en los segundos anteriores—. No quiero parecer... lo que soy, pero escúchame. Cuando la señora Amanda me acogió en su casa y se ofreció a enseñarme el oficio de mayordomo, yo no era… digamos, alguien de quien fiarse —explicó rápidamente y cogió aire. Cuando vio que Dorothy no se alejaba, se atrevió a continuar, aliviado—. Me dedicaba a la estafa y a la falsificación de sellos. Sé que todo esto es completamente irrelevante y que no entiendes por qué te estoy contando esto. Pero créeme, Dotty, si me das una oportunidad…

—¿De qué estás hablando, muchacho?

El joven sonrió levemente y tiró de la carta hasta que ésta estuvo entre sus manos. Le bastó una rápida mirada para comprobar la manufactura del sello de cera que sellaba la carta. Era muy simple, sin ningún distintivo especial, salvo por el cordón dorado que aseguraba el papel.  Nada que él no pudiera salvar.

—Sé que esta carta es importante para ti y que quieres leerla de inmediato. —Sonrió brevemente y metió uno de sus finos dedos bajo la solapa del sobre—. Yo puedo dártelo de inmediato y tener para mañana el sello repuesto.

—¡¿Te has vuelto loco, muchacho?! —susurró frenéticamente Dorothy e, inmediatamente, miró en derredor buscando a alguien que pudiera escucharles. Solo encontró silencio y oscuridad, lo que tranquilizó los alocados latidos de su corazón.

—Tranquila, amiga mía… solo quiero que sonrías —musitó el muchacho y, hábilmente, abrió la carta, sin romper apenas nada, salvo el papel del sobre. Después guardó el hilo dorado en un bolsillo, y se aseguró de que el sello permanecía entero. Por último desdobló la carta y se la ofreció.

La angustia y la pesadez volvieron torpes a sus manos. El temblor que las recorría y los años que soportaban hicieron que el papel se estremeciera entre ellas. En aquel instante de duda, quiso que su vida hubiera tomado otro rumbo para que, al menos, supiera leer. No tenía ni idea de qué ponía en aquellas hermosas letras que dibujaban palabras. Quería saberlo. Lo necesitaba con tanto fervor como respirar.

—No sé leer.

—¿No sabes…? Da igual, trae aquí. —Scott sonrió a Dorothy y contuvo sus ganas de abrazarla. Sabía que ella no estaba para sentimentalismos y que lo único que de verdad ansiaba era saber qué contenía la misiva.

Cuando tuvo la carta entre las manos, se acercó a la ventana, allí donde la luna iluminaba más intensamente, y se sentó. Esperó a que Dorothy se sentara junto a él y, cuando lo hizo, sonrió. Después, empezó a leer.

***

El camino de piedra terminó frente a ellos, casi con brusquedad. Donde antes el empedrado era el protagonista, ahora era sustituido por un mullido colchón de césped verde.

Tanto Geoffrey como Emily e Isabela se detuvieron, sin ser muy conscientes de que llevaban más de diez minutos sin pronunciar palabra. Cada uno se había sumido en sus pensamientos, y había recabado toda la paciencia de la que disponían, precisamente, para soterrar los últimos momentos de tensión.

—La verdad… es que hace una noche realmente preciosa. —Probó a decir Geoffrey, mientras contemplaba de reojo la leve sonrisa de Emily.

—No podría estar más de acuerdo con usted, milord —corroboró ella y también le miró. Un sinfín de pensamientos la estremecieron pero, sobre todos ellos, brilló la idea de no volver a molestarle con nada de lo que dijera, así que recurrió a los temas de conversación más básicos—. ¿Qué tal ha pasado la semana? Yo apenas he tenido tiempo de hacer nada interesante… ni leer, por ejemplo, ni montar a caballo.

—Debo suponer que la organización de su presentación tiene que robarle mucho tiempo. —contestó él con toda la suavidad del mundo. Después continuó andando, despacio, hacia las luces de la casa—. Debería aprovechar a leer por las noches. Últimamente hay unas lamparitas de gas que están muy de moda. Es lo que suelo… solía hacer yo.

Emily sonrió con su característica suavidad y asintió con un breve cabeceo. En su mente se recreó con fuerza un recuerdo que, momentáneamente, la paralizó, hasta que su eco se difuminó como una tiza bajo una gota de lluvia.

—Yo también solía hacerlo, pero una vez, cuando apenas era una niña, se me cayó la lamparita de las manos. Casi acabamos en tragedia. —musitó y sonrió con timidez, con un aire que se asemejaba a una incierta culpabilidad.

—Entiendo… bueno, milady, hay muchas otras opciones para que haya luz en su cuarto. Si su padre fija la lámpara de gas a la pared, sobre la cama, podrá continuar leyendo con total tranquilidad.

Una suave risotada atravesó el claro con su suave luz. Emily se llevó una mano a los labios, rápidamente, y sonrió tímidamente. Sin embargo, esa luz iluminó sus ojos e hizo que, por primera vez, toda ella brillara en paz.

—Mi padre es muy rácano, milord. No va a gastarse el dinero así porque sí… y mucho menos para que yo lea. Según las creencias de mi progenitor, que las mujeres lean acorta la vida de los hombres, y con lo cual, la humanidad corre el serio riesgo de quedarse huérfana. —bromeó y dejó escapar otra suave carcajada. Lo que decía era una realidad abrumadora, pero no tenía otro remedio que tomárselo con humor.

—Entonces, permítame que yo le regale una. —contestó él, rápidamente y sonrió. La idea de molestar a los Laine dejando que su hija floreciera le parecía una maravillosa idea—. No es bueno perder el hábito de la lectura… ni nada satisfactorio.

Emily sonrió ante su respuesta, movida por un repentino estremecimiento de placer. La mera idea de que aquel misterioso hombre se preocupara mínimamente por ella, hacía que su estómago temblara bajo las alas de miles de mariposas.

—Por curiosidad, milord… —Continuó, mientras daba gracias al cielo por haber encontrado un tema seguro—. ¿Cuál es su libro favorito?

—Cualquiera de Shakespeare. Y que conste que no es por mero patriotismo. Sus letras me… ayudan. O algo así.

Romeo y Julieta… —murmuró ella y nada más decirlo, sintió cómo algo acariciaba su corazón. Tragó saliva cuando notó la mirada de Geoffrey sobre ella y se apartó, repentinamente acalorada. Tuvo que cerrar los ojos un momento e instigarse a no mirarle, al menos, durante un momento.

      Por ejemplo. O Hamlet, o El rey Lear. —continuó Geoffrey con una sonrisa ladeada, mientras acariciaba los pétalos de una rosa floreciente—. Aunque no estoy de acuerdo con los finales trágicos.

Con uno de esos en mi vida… es suficiente, pensó y suspiró al notar la caricia de la tristeza. Sacudió la cabeza y se obligó a centrarse en la mujer que tenía a su lado. No iba a servir de mucho que su pasado les arropara con su fría crueldad.

—Yo tampoco. Siempre pensé que Romeo y Julieta no debieron amarse tanto como decían.

—¿Por qué dice eso, milady? —Geoffrey se giró hacia la joven, confuso. Era la primera vez que oía a una dama opinar así de ese mítico romance. Era inaudito y, a la vez… curiosamente inspirador.

Emily pareció reflexionar durante un momento. Rememoró para sí alguna de las escenas y escuchó, en el quedo susurro de su imaginación, sus palabras.

—Si realmente hubiera habido un amor puro… ninguno de los dos se hubiera suicidado. —Empezó, con la seguridad que le daban sus pocos años de vida—. Al contrario, milord, si realmente se quisieran hubieran seguido amándose hasta el último recuerdo. —Suspiró y miró a Geoffrey, con una levísima sonrisa—. Tiene que ser precioso estar enamorado.

Geoffrey nunca pensó que unas palabras tan sencillas como las que acababa de escuchar pudieran afectarle tanto. El dolor, tan oscuro como huidizo, regresó y se cebó con aquella ilusión que estaba tratando de germinar. Se estremeció con fuerza, y tuvo que hacer acopio de sus fuerzas para no marcharse de nuevo.

—No… no siempre —contestó a duras penas y sintió como empezaba a temblar, sin poder hacer nada para contenerse—. A veces el dolor puede con nosotros. Y sí, es cierto que la decisión de ambos fue una cobardía… pero les comprendo. Plenamente.

—Pues yo soy incapaz de entenderlo. —Repuso ella, con una ligera e inocente sonrisa—. Siempre hay otra salida, milord. Quizá otras personas con las que volcarse, a las que amar. Aunque, claro… esto es solo una opinión de alguien que no ha entregado nunca su corazón.

Otra oleada de dolor  le hizo detenerse y tomar aire. La imagen de Judith reapareció con fuerza y en sus ojos vio una desolación y una tristeza idénticas a las de alguien que se sabe abandonado.

—Pero… ¿no es una deslealtad amar a otra persona? ¿No se trata de una ruin traición? —preguntó Geoffrey, con un hilo de voz y con la sensación de que toda su realidad se rompía en trozos muy pequeños, sin que fuera capaz de evitarlo.

Emily sopesó seriamente la pregunta, porque algo dentro de ella le decía que habían llegado a un punto demasiado delicado e imprevisible como para no andar con pies de plomo. Contempló durante un segundo sus opciones, hasta que, siguiendo lo que realmente le pedía su corazón, contestó.

—No, no sería una traición. Romeo podría amar a Julieta incluso después de la muerte pero, Julieta, si realmente lo amara lo dejaría libre. No sería de buena persona atar a alguien desde la muerte. Si ella lo quisiera… querría que fuese feliz. Y… ¿quién sabe? Quizá Julieta no fuera el amor de su vida.

—¿Y cómo saber eso, milady? —preguntó él, mientras se debatía entre el sin vivir de  sus sentimientos y el cruel susurro de la lógica—. ¿Cómo vivir con la duda, con la culpabilidad?

—Eso es algo que no puede saberse —contestó la joven con delicadeza y continuó andando hasta llegar a uno de los bancos de piedra. Sobre él, brillaba un precioso arco de rosas, brevemente iluminado por la luna—. Solo hay que aprender a vivir… y a esperar.

Esperar… aprender a vivir, pero… ¿A qué puedo aspirar yo? Se preguntó Geoffrey y, por primera vez, notó que sus propias preguntas retóricas no sonaban como una acusación, sino como una mera pregunta. Era sorprendente… y maravilloso. Una revelación como nunca antes había tenido.

Suspiró y, en silencio, admiró la belleza que le rodeaba. Era la primera vez en mucho tiempo que era capaz de admitir que la vida podía darle una segunda oportunidad. Había sido necesario que una niña entrase en su vida arrollando sus ideas y pensamientos, pero ahora solo era capaz de darle las gracias al destino. A fin de cuentas, sus palabras le habían llevado a un nivel de comprensión que no había alcanzado en años: no estaba haciendo nada malo. No había olvidado a Judith y, aun en el remoto caso de que se fijara en alguien, no lo haría. Ahora, quizá, hubiera una posibilidad de que se perdonara a sí mismo.

—Hace una noche preciosa ¿verdad?

La suave y melodiosa voz de Emily interrumpió los pensamientos de Geoffrey y le hicieron sonreír. Desde que había salido a la calle, y de eso hacía un rato, no había sido capaz de fijarse en nada que no estuviera frente a él. Y ahora… ella era todo lo que veía.

Durante los escasos segundos en los que su mirada se perdió en su contemplación, supo que no podría moverse, aunque quisiera. Hacerlo significaría romper la magia que rodeaba a Emily  y eso sería, con toda seguridad, un auténtico sacrilegio. La escasa luz de la luna caía sobre ella con suavidad, iluminando de manera sutil aquellos rizos dorados que, a su vez, enmarcaban la palidez de su rostro y aquellos enormes ojos azules.

En esos momentos de incertidumbre tuvo la certeza de que si la acariciaba, no se apartaría. La necesidad de dejarse llevar, de apagar ese cosquilleo que embriagaba sus dedos, era demasiado fuerte.

Tras unos segundos de indecisión no pudo evitarlo y, antes de que pudiera alejarse, se vio apartando un suave mechón que, en un acto de rebeldía, acariciaba su mejilla, un leve trozo de piel que él también ansiaba rozar.

—Sí… es absolutamente preciosa —susurró, con la voz enronquecida por una amalgama de sentimientos contradictorios que se aferraban a su garganta.

—Hacía mucho que no… veía una noche tan iluminada. —Atinó a decir ella y se apresuró a apartarse, aunque ella también deseara ese contacto. Tras Geoffrey, Isabela observaba cada movimiento y escuchaba cada palabra, no con interés sino con la obligación que le demandaba su trabajo—. En Glasgow no nos dejaban salir.

Geoffrey carraspeó, sacudió la cabeza y apartó la mano todo lo rápido que pudo antes de clavar la mirada en algún punto que resultara mucho menos interesante que ella. Le resultó difícil porque todo le atraía, irremediablemente, a su dulce presencia.

—Salir de noche es peligroso, milady. Nunca se sabe qué se va a encontrar uno por ahí.

—Eso nos decían allí —contestó ella y continuó, con una media sonrisa—. ¿Sabe? Mis mejores amigas continúan en la academia. A veces pienso en que son afortunadas… hasta que alguien me hace pensar en lo contrario. Aún así, estoy segura de que acudirán a mi presentación.

Su voz, llena de una timidez que rayaba lo absurdo se coló entre los cristales rotos del corazón de Geoffrey y lo hizo temblar. Algo en su manera de hablar, de dirigirse a él le hacía pensar que era él quien no la hacía desdichada.

—¿Impaciente por verlas? —preguntó, más por el hecho de seguir escuchando el arrullo de su voz que por mera cortesía. En otra situación y, con otra mujer… aquella pregunta hubiera sido por llenar un pozo de silencio, de eso estaba completamente seguro.

—Sí, milord. Ellas son… —Resopló, como única manera de expresar la ilusión que brillaba en sus ojos y que no sería igual de ser explicada por meras palabras—. … son geniales, maravillosas. Lo que cualquier mujer tendría que ser: cariñosas, divertidas, ocurrentes. —Explicó, mientras señalaba cada característica con un dedo.

—Como usted, entonces. —Señaló él a su vez, y se echó a reír cuando las mejillas de la joven se colorearon con fuerza. Emily era encantadora, aunque él quisiera negar todas las evidencias que le empujaban a asimilar tal verdad—. De hecho, estoy seguro de que es dueña de muchos más encantos de los que dice.

El rubor se extendió aún más, incluso más rápidamente. La joven abrió la boca para decir algo, pero volvió a cerrarla antes de decidirse a hablar. Sus padres siempre le habían dicho que ruborizarse era de tontas y que una artimaña como ésa solo se usaba para atraer a los hombres al lecho. Por eso mismo, cada mañana, Emily se maquillaba con polvos mucho más blancos de lo que sería recomendable… para evitar ese osado color rojo.

—Oh, por Dios—susurró frenéticamente y se llevó ambas manos a las mejillas, mientras Isabela corría a abanicarla—.  Lo siento, siento mucho…

Geoffrey enarcó una ceja y miró a ambas mujeres con curiosidad: Isabela sacudía el abanico con tanta fuerza que el sonido se había vuelto un hosco zumbido. Y Emily, completamente ruborizada, trataba de hacer… algo, que él no conseguía identificar.

—¿Puedo preguntar exactamente por qué se está disculpando?

—Por…Señor, qué vergüenza —musitó ella y terminó por apartar a Isabela, que se masajeó discretamente los brazos—. Por ruborizarme. Por favor, milord, no piense que pretendo engatusarle con mis artes femeninas. Nada más lejos de la realidad, de verdad. —Se apresuró a explicar y terminó por suspirar—. Simplemente, no pude evitarlo.

—¿Perdón? Espere, espere… —Geoffrey sacudió la cabeza, incrédulo, y ahogó la carcajada que pugnaba por salir como un torrente—. ¿Qué problema hay con que se ruborice?

—¡No me haga explicárselo! —Emily apartó la mirada de los ojos de él, que chispeaban, divertidos—. Bien sabe usted que las mejillas coloradas hablan de una predisposición de la mujer a las… las… atenciones del lecho. ¡Y yo no me estaba insinuando!

La risa les pilló ambos por sorpresa, como una tormenta en mitad de un día soleado y despejado. Geoffrey rompió a reír y fue como contemplar una maravilla no descubierta. Era la calidez que desprendía lo que realmente impresionaba, porque su gesto era  liviano… y no tan frío como la joven creía.

Emily sonrió, contagiada por su espontaneidad.  Algo en ella, pequeño y dulce, creció tímidamente y enredó sus hojas alrededor de su pecho. Sentía su delicada caricia  y con ella la sensación de plenitud que le acompañaba.

—Por el amor del cielo, Emily… no puede estar diciéndolo en serio. —Repuso él, mientras intentaba tranquilizar su agitada respiración, aún con una sonrisa divertida dibujada en sus labios—. El hecho de que se ruborice no implica que usted y yo tengamos… bueno, que acercarnos más de lo debido.

—¿No? —La sonrisa de la joven desapareció y fue sustituida por una mueca confusa—. Pero mis padres me avisaron de ello con mucha asiduidad.

—Con el debido respeto, milady… —Sacudió la cabeza y dejó escapar otra carcajada. Después se cruzó de brazos, se balanceó sobre los talones durante apenas un momento y miró a la joven—. Es la mayor estupidez que he oído en años.

Un parpadeo fugaz, otro suave rubor… y una sonrisa encantadora. Emily dejó escapar el aire que contenía desde que aquel intrépido color había coronado sus mejillas y se relajó. A su lado, Isabela la imitó y ambas se miraron, confusamente felices.

—Sus padres son… bueno, no creo que debiera seguir hablando, o terminará por echarme a patadas. —continuó Geoffrey, con una sonrisa peligrosa, nada típica en él pero que, sorprendentemente, le quedaba muy bien.

—Son unos hipócritas y unos impresentables —dijo, muy seria, aunque en el fondo de sus ojos se veía claramente la chispa de diversión que flotaba en el ambiente.

En aquellos momentos le dio completamente igual que después Isabela se lo contara a su madre. De hecho, ella misma se lo diría a la cara si tenía una oportunidad. Llevaba años maquillándose de manera exagerada para nada. Ahora entendía por qué las demás chicas del internado se reían de ella. ¿Cómo no iban a hacerlo?

La joven sacudió la cabeza para alejar la humillación que sentía y se apresuró a mirar a sus acompañantes: Isabela mantenía una vaga sonrisa y Geoffrey contenía sus ganas de reír.

—Bueno, milady… yo no les definiría así. De hecho, si hubiera que estudiar algo para ser padres, créame cuando le digo en que yo no les expediría el título. —Se acercó un poco más a ella, acortando esa horrible distancia que le estaba volviendo loco—. Pero sí puedo concederles una gracia, Emily. No todo lo han hecho mal.

—¿Algo bueno? Bromea, sin duda. —Desestimó ella mientras echaba a andar de nuevo. Sin embargo, al cabo de unos pocos segundos, se detuvo y se giró, picada por la curiosidad—. ¿El qué?

Geoffrey sonrió con ternura y se acercó a ella. Después le ofreció el brazo con caballerosidad y, cuando estuvo seguro de que el roce que sentía era la calidez de su mano apoyada en él, echó a andar.

—Usted, milady. Usted ha sido lo único… y lo mejor.