Capítulo X

 

La puerta de la entrada principal se cerró con un suave golpe. En el interior de la casa no se oía nada, ni siquiera el ronquido de quienes dormían en las habitaciones. Sin embargo, una figura, encorvada y de aspecto triste se recortaba contra la escasa luz lunar que entraba por las ventanas.

Le había costado decidirse pero, finalmente, se había decantado por un lado de la balanza. Era ella… o una vida al margen de sus sentimientos, de la verdadera felicidad. ¿Qué la esperaría a partir de ahora? Dotty lo desconocía. Tampoco había puesto mucho empeño en imaginar desgracias, ni siquiera buenas nuevas. Simplemente, había optado por no seguir viendo la vida pasar.

Suspiró suavemente cuando escuchó las voces de Rose y Marcus acercarse. El nerviosismo que la había embargado durante aquellos últimos días se hizo mucho más fuerte, más brusco e intenso, al igual que las preguntas que la habían asaltado durante todas las noches.

—¿Crees qué ha sido él, Marcus? —Rose se giró hacia su marido, a la espera de que encendiera una de las lamparitas. Sus ojos, llenos de preocupación y de sombras, no repararon en otra cosa.

—No lo sé, Rose—confesó Marcus y encendió una cerilla. Después prendió la lámpara y se giró hacia la escalera. Cuando vio a Dotty, enarcó una ceja, sorprendido—. ¿Dorothy?

—Buenas noches, milord. Niña… —Saludó, mirando a Rose, que la miraba tan sorprendida como su marido.

En ese momento, la culpabilidad hizo mella en su ajado corazón y poco faltó para que sus lágrimas se derramaran.

—¿Qué son esas maletas, Dotty? —preguntó Rose, sin poder contenerse y se acercó a ella. Cuando vio su gesto y su mirada entristecida, entendió muchas cosas. De pronto, la última carta de su padre cobró un sentido tan arrollador que hizo que se tambaleara—. No… no puedes hacerme esto —susurró quedamente y la cogió de las manos.

—¿Rose? —Marcus se acercó, preocupado y observó a ambas mujeres de hito en hito.

—¡No puedes marcharte! —continuó la joven, sin apartar la mirada de la mujer que había sido su madre durante aquellos largos años.

Dotty suspiró profundamente y luchó con todas sus fuerzas para deshacer el nudo de angustia que se había formado en su garganta. Una vez más, sopesó los pros y los contras de lo que iba a hacer, de lo que iba a sentir y de lo que iba a dejar atrás. Echó una mirada a sus recuerdos y a sus vivencias… y la novedad unido al sentimiento que la llevaba a avanzar, predominaron.

—Mi barco sale de madrugada. —susurró suavemente y sonrió a Rose—. Es hora de que coja las riendas de mi vida. ¿No crees, pequeña, que yo también tengo derecho a un poco de felicidad?

—Y… ¿no eres feliz aquí? —Consiguió contestar ella y ahogó un sollozo.

—Mi niña, mi querida niña. —Dotty sonrió maternalmente y le secó las lágrimas que corrían por sus mejillas con los pulgares, como otrora, cuando era una niña pequeña—. Tú me has colmado de un amor inquebrantable, de un amor del que llevo mucho tiempo disfrutando. Pero ahora ya no necesitas de mis cuidados y yo tampoco quiero ahogarme en mí misma. ¿Lo entiendes?

La joven asintió brevemente, pero a cada segundo sentía que su corazón se desmigajaba lentamente. No obstante, se imaginó a ella misma en la situación de su aya y comprendió que, a pesar de todo, ella tenía razón, aunque la echara de menos a diario.

—Me gustaría que me acompañarais al puerto y que, si podéis… —Sacó un papelito arrugado, en el que estaba plasmado una dirección—. Me volváis a copiar esto. No puedo perderlo bajo ningún concepto.

—Pero… ¿Cómo…? ¿De dónde has sacado la dirección de papá? Cuando te leí la carta no te dije… —Rose levantó la cabeza, interrogante.

—Ay, niña, lo siento. Scott me ayudó con eso porque yo le insistí mucho. —Mintió, como solo ella era capaz de hacer—. Espero que sepas perdonarle y que no tomes represalias. Es un buen muchacho.

Una nueva oleada de llanto reverberó en Rose. El cansancio de la noche, sus emociones y sus disgustos estaban haciendo mella en ella y, aunque intentaba serenarse y mostrarse fuerte, no podía. Las lágrimas acariciaron sus mejillas y sus labios con suavidad, mientras le aseguraba a Dotty con la mirada que todo seguiría igual que estaba, aunque solo fuera porque ella se lo estaba pidiendo.

—Es tarde, pequeña. —Intervino Marcus y miró a Dotty, imperturbable. Durante un momento, sus miradas se enfrentaron y se dijeron muchas cosas, cosas que nunca se atreverían a decirse a la cara. Finalmente, Marcus se acercó a la mujer y la estrechó entre sus brazos—. Mucha suerte. Te esperaremos si decides volver, no lo dudes.

—Quizá… un día. Tengo que traer al cabezón de Vandor a que conozca a su nieto, ¿no cree?

—Confío en ello, Dotty. Confío en ello.

***

Habían pasado dos días desde el fatídico día en el que se había dado a conocer. Dos días en los que Emily no había sido capaz de levantar cabeza. A cada paso que daba la melancolía y ese sentimiento de derrota, de pavor, la sacudían y la recordaban que todo había sido un fracaso. De nada servían las buenas palabras, o los cada vez menos frecuentes intentos de sus amigas por animarla. No había nada que cambiara su mueca desolada por una sonrisa, por muy breve que fuera y, si existía, no se prodigaba con ella. Se limitaba a pasar, a sonreír a quienes la rodeaban, a iluminar todo lo que había a su alrededor, pero no a ella.

Emily suspiró quedamente y observó detenidamente el bordado que tenía entre las manos. Llevaba más de diez minutos sin dar una sola puntada y, aunque aparentemente estaba prestado atención a la conversación, no escuchaba nada. Su mente estaba muy lejos de allí, absorta en hacerse preguntas que apenas tenían respuesta. Eran tantas, y tan confusas, que no tardó en sentir la presión del dolor sobre las sienes.

—Necesito tomar el aire —dijo, con suavidad y, de inmediato, se silenciaron todas las demás conversaciones.

No esperó a que la contestaran. Simplemente se levantó y avanzó en silencio hacia la puerta de la habitación. Sintió sus miradas compasivas clavarse en ella y eso hizo que se envarara. Este tipo de miradas se sucedían cada hora y los susurros que las acompañaban la seguían a todas partes. Todo el mundo hablaba de su actuación, del robo y de cómo su padre había sabido sacar provecho de tan horrible situación. Su padre... que no había tardado ni diez minutos en firmar un nuevo negocio, aunque este fuera a costa de su vergüenza.

Sin saber muy bien cómo, terminó en la soledad de su habitación. Desde que llegó de Rosewinter, aquel lugar había sido su santuario, su lugar de paz y reposo. Y ahora, sin embargo, era un lugar más, un lugar frío donde se refugiaba a veces de las miradas que todos los demás se empeñaban en ocultar.

Suspiró profundamente, sacudió la cabeza y levantó la mirada. Sus ojos azules repararon entonces en un ramo de tulipanes que, pese al tiempo, conservaban parte de su vigor y de sus maravillosos colores. Los recuerdos la asaltaron con tanta fuerza que, durante un momento, creyó estar en otro momento y en otro lugar. Rememoró las palabras amables, el roce de sus manos en su cintura y el absurdo placer de creer qué había ido por ella. Qué ilusa había sido. En realidad todo estaba montado a la perfección y ella simplemente había sido la necia de turno. ¿A cuántas mujeres más les habría hecho lo mismo? Se preguntó, con amargura. Probablemente a pocas, porque nadie en su sano juicio era tan confiada como ella, continuó reprendiéndose, mientras las lágrimas caían por la curva de su mejillas.

Una vez más, la decepción se hizo tan evidente que amenazó con ahogarla. Se apresuró a girarse y a apartar de su retina la imagen de ellos dos bailando y de las flores que aún perduraban sobre su mesilla. Tenía que salir de allí. Tenía que alejarse de aquella fuente de malestar, porque ya no soportaba el dolor sordo que sentía en el pecho. Decidida, Emily buscó su traje de amazona y, rápidamente, se dirigió a los establos. Su padre no había salido esa mañana así que tomó prestado su semental. Éste, contagiado por su necesidad de libertad, piafó y tironeó de las riendas hasta que ella las aflojó. Cuando lo hizo, relinchó y decidió el camino por ella.

Poco a poco, paso a paso, Hyde Park tomó forma a su alrededor. Como era normal en aquella época, los árboles se balanceaban, ateridos y secos, excepto los sauces llorones que crecían en torno al Serpentine. El lago, que dividía el parque en dos jardines, parecía un espejo apenas acariciado por la brisa. Ni siquiera los ánades y demás aves se posaban en su calma, y preferían acurrucarse unos contra otros en sus orillas. Tampoco había barcas en aquel momento, pues reposaban en el embarcadero a la espera de nuevos clientes.

Emily observó detenidamente todo a su alrededor. No había apenas gente en aquella zona y mucho menos, rumores. Solo había paz, calma y algo muy parecido a la libertad, que era precisamente lo que ella necesitaba. Por fin, tras dos días de angustia y recelos, Emily respiró profundamente y miró a su alrededor sin miedo de encontrarse una de aquellas miradas que tanto detestaba. Cuando se aseguró de que no había nadie más que ella, desmontó y ató el caballo al tronco de un árbol. Después, se acomodó en uno de los bancos, como si fuera la primera vez que lo hacía y  disfrutaba. La sensación fue maravillosa. El hecho de haber desaparecido, de poder llorar sin censura, la llenaba de un gozo que era difícil de explicar.

Un par de lágrimas fluyeron con sencillez y cayeron al frío pavimento. No quería recordar nada de lo que había pasado en los últimos días, pero no podía evitarlo. Se sentía usada, humillada y terriblemente sola. Pero, ¿qué podía hacer aparte de lamentarse?

—¿Lady...Lane?

Emily pegó un respingo cuando escuchó pronunciar su nombre. De inmediato, se levantó, se secó las lágrimas y compuso su mejor gesto. No podía permitir que él en concreto viera su miseria. Cuando comprobó, muy a su pesar, que seguía acercándose, se apresuró a acercarse a su caballo. Procuró no mirarle más de lo imprescindible pero sus ojos, rebeldes, parecían buscarle. Finalmente, se detuvo y se giró hacia él. Lo que vio no la gustó, porque distorsionaba enormemente la imagen que tenía de él. Si en sus pensamientos él siempre había sido un hombre sereno y elegante, en la realidad, en aquel preciso momento, lo que veía no tenía nada que ver: ropa arrugada y mal abrochada, andares pesados, tambaleantes y, por encima de todo, una mirada fiera, a la par que sorprendida y llena de desolación.

No supo muy bien por qué pero verle en ese estado de dejadez la conmovió profundamente. Mucho tenía que sufrir para haberse abandonado de ese modo. Quizá por eso, motivada por una razón tan estúpida como sencilla, se detuvo.

—Lady Laine, espere, no... no voy a hacerla daño. —Geoffrey retrocedió un par de pasos y levantó las manos en actitud pacificadora. Sin embargo, estas temblaron violentamente debido a su falta de alcohol, así que las dejó caer—.  No se lo creerá, pero no la he seguido.

Sabía que no iba a creerle, pero tenía que intentarlo. Era cierto que no estaba siguiéndola, porque de hecho, ni siquiera tenía intención de volver a verla. Lo había decidido tras llegar a casa cuando, tras muchas botellas vacías, seguía sintiendo el dolor de su pérdida. Había estado dos días completamente borracho y sin salir de casa... hasta aquel momento y solo porque necesitaba más suministros. Le había costado lo suyo salir de casa, porque apenas podía tenerse en pie, pero... se había obligada a hacerlo. Necesitaba beber, desesperadamente porque no conocía otra manera de esconder el dolor y la vergüenza que le sacudían día a día. De hecho, verla allí, frente a él y con ese gesto contrito dibujado en su rostro era más de lo que él estaba dispuesto a asumir, al menos, sobrio.

—Sé que en estos momentos las palabras ya no sirven de nada, pero... me gustaría que me escuchara, al menos una vez—suplicó, en voz baja y se acercó un par de pasos más. Al ver que ella no parecía querer marcharse, se animó un poco, aunque se detuvo, completamente paralizado al ver sus ojos, llenos de lágrimas y decepción—. Parece ser que Dios me ha dado otra oportunidad y por eso me ha cruzado en su camino. ¿No me la dará usted, también?

—¿Para qué vuelva a robarme, milord? Se ha vuelto loco si realmente piensa que voy a acercarme de nuevo a usted—contestó Emily con acritud y subió a su caballo, dispuesta a marcharse. Era incapaz de entender que después de todo lo que había pasado, después de todo el dolor que le había causado y que aún llevaba dentro, se atreviera a mencionarle las segundas oportunidades. Ella ya le había dado varias y por Dios, el dolor de cada decepción era inimaginable.

Geoffrey supo, en el mismo momento en el que ella montó, que no tendría otra oportunidad como aquella. Sacó fuerza de donde no había y se apresuró a sujetar las riendas del caballo, que piafó nervioso pero no se movió. Si ella se marchaba, no podría soportarlo. Ya no habría manera alguna de levantar cabeza, por mucho que intentara hacerlo. Esa realidad le asustó y le llenó de una angustia visceral porque, de alguna manera que no llegaba a entender, su destino había terminado lejos de sus manos.

—Emily, por favor, ¡ni siquiera puedo andar decentemente! Mucho menos subir a un condenado árbol. —Siseó, furioso y trató de obviar en la medida de lo posible el dolor que le corroía con intensidad. ¿Cómo, después de todo lo que habían hablado, de lo mucho que había confiado en ella podía pensar así? ¿Acaso era, en realidad, tan perturbador como la gente decía?—. Es absurdo que creas toda esa patraña de mentiras.

—Ya me han hablado de sus heridas, milord. Pero las pruebas son demasiado contundentes como para no creerlas. —Hizo una mueca, dolida, y trató de soltar las riendas de su montura. No soportaba verle así, demacrado, hundido y mucho menos que le achacara sus males a ella. Notó una intensa oleada de dolor que reverberó en su cuerpo y eso fue lo que la hizo reaccionar—. Y ahora, suélteme o gritaré.

—Bien, grita si es lo que quieras. ¡Grita hasta que me encierren en prisión! Pero no me perdonaré si al menos no intento explicarme. —Apretó con más fuerza las riendas y buscó la mirada de la joven, que ahora, además de asustada, estaba llena de ira. Eso le molestó, porque en ningún momento pretendía hacerla daño y mucho menos, ofenderla—. Me hiciste creer que yo merecía la pena a pesar de tantos rumores y de tanta... porquería en mi vida. ¿Vas a dejarme ahora así? ¿Sin la posibilidad de redimir mis errores?

Vio a la joven dudar. Algo en ella se removía duramente y quizá, solo quizá, fuera en su beneficio. Geoffrey se tensó, cambió el peso de una rodilla a otra y elevó una rápida oración pidiendo clemencia. Necesitaba desesperadamente que ella le diera aquella oportunidad. Parpadeó bruscamente para enfocar la mirada y contuvo sus temblores en la medida de lo posible. Le costó un enorme esfuerzo que no pudo ocultar y por eso mismo, sintió una oleada de vergüenza. ¿Cómo podía presentarse así ante ella? ¿Cómo podía su vulgaridad siquiera mirarla?

—Mantiene que no fue usted. —Empezó Emily, dudosa. Sabía que estaba volviendo a caer en sus redes, pero no podía hacer nada ante eso. Su mirada la atrapaba y no la dejaba pensar con claridad—. He de suponer entonces que alguien se lo puso en el bolsillo. —Sacudió la cabeza, negativamente—. ¿No se da cuenta de que nada de todo esto se sostiene, milord?

—¿Y sí se sostiene la barbaridad de que yo, YO, te haría daño, Emily? La gente dice muchas cosas de mí, es cierto. Pero créeme cuando te digo que nunca te haría daño —dijo fieramente y soltó las riendas, bruscamente. Después retrocedió, sin dejar de mirarla con intensidad, con una fuerza que nacía de lo más profundo de su corazón—. Pero eso ya depende de ti, de lo que quieras creer.

Emily contempló a Geoffrey en silencio, mientras su corazón retumbaba con una fuerza mucho mayor a la que estaba acostumbrada. Sintió también ese cosquilleo de placer que había notado nacer en presencia del barón. Era estúpido sentirse así en aquellos momentos, porque ninguno de sus sentimientos tenía orden ni razón. Simplemente la atosigaban con su fuerza, con la mareante intensidad de sensaciones que hacía tiempo que no sentía. No pudo evitar preguntarse cómo terminaría aquello y si su cautela era demasiado frágil. Pero verle allí, con aquella mirada que tanto se asemejaba a la suya por el miedo y la debilidad que reflejaba, podía con todos sus recelos a pesar de saber que se estaba equivocando otra vez.

—Yo... no lo sé. No quiero dejarme llevar otra vez —contestó haciendo halago del último resquicio de prudencia que tenía—. Déjeme pensarlo, milord. Hay demasiadas cosas sobre las que tengo que reflexionar. Demasiadas preguntas a las que responder.

—Si está en mi mano... yo las responderé, en cualquier momento.

La joven asintió levemente, apartó la mirada y puso al caballo al paso. Pasó junto a él y, cuando sintió que no la miraba, sonrió. Quizá, y solo quizá, el destino les diera otra oportunidad.

***

Rose masculló algo ininteligible cuando escuchó a Marcus levantarse de la cama. Abrió un ojo, extrañada y observó las manecillas del reloj: apenas rozaban las seis. Farfulló algo más, incómoda y terminó por incorporarse.

—¿Puedo saber dónde vas a estas horas? —preguntó y se apartó un mechón de pelo cobrizo de la cara.

—Tengo cosas que hacer. —contestó él, más fríamente de que de costumbre aunque no olvidó besarla con suavidad—. Regresaré esta noche, si no hay inconveniente.

—¿Esta noche? —Rose parpadeó, sorprendida y miró a su marido, con los ojos muy abiertos.

Era la primera vez que el trabajo le abstraía durante tanto tiempo. Normalmente iba y venía de un lado para otro, pero no solía llevarle más que unas horas. Además y dada su incesante curiosidad, Marcus siempre la tenía al día de lo que pasaba en sus negocios... hasta aquel momento.

—Me ha surgido un compromiso, Rose. —dijo y se levantó, ya completamente vestido: chaleco gris perla, camisa blanca y el pelo recogido—.No te preocupes, pequeña. Estaré aquí antes de lo que te piensas.

Rose frunció el ceño, extrañada, pero terminó por asentir. La sensación de que algo no iba bien apareció bruscamente y se enrolló en torno a su corazón, ensombreciendo su gesto casi al momento. No obstante, lo achacó al miedo que tenía a perder a  otra persona querida y lo dejó pasar. A fin de cuentas, la marcha de Dotty estaba aún muy reciente y eso, sumado a su cada vez más evidente embarazo, hacía que desconfiara de todo lo que sucedía a su alrededor.

—Ten cuidado. —Pidió y dejó que él la besara de nuevo, esta vez, mucho más profundamente—. Y vuelve pronto.

Marcus asintió y acarició su mejilla con ternura. Vio en sus ojos el temor y la desconfianza y, aunque parte de su conciencia se removió, inquieta, supo que tenía razón en sentirse así.

La oleada de inquietud que llevaba recorriéndole toda la noche se acentuó y una vez más, se preguntó por qué estaba haciendo aquello. Porque es lo mejor para ambos, pensó, mientras se despedía de Rose con un gesto. Ella era la dueña de su corazón y odiaba mentirle, pero en aquellos momentos, no tenía otra opción.

Suspiró profundamente y cuando se acomodó en el carruaje, sacó la carta que había recibido unas horas antes. Sin sello, simple y corriente, pero con una rúbrica que conocía demasiado bien. Las palabras "tenemos que vernos" y " te necesito" eran perturbadoras, pero removían algo en él muy diferente al amor. ¿Qué era? Aún no lo sabía y, precisamente, por eso, iba a su encuentro. Solo esperaba que Rose nunca se enterara de que, tras tanto tiempo desaparecida, Amanda, su ex mujer, había regresado.

***

Por primera vez en muchos años, el camino a casa de los Meister se le hizo largo. Iba todos los malditos días pero, esta vez, el tiempo parecía correr mucho más lento. La necesidad casi brutal de compartir los sentimientos que le embargaban era tan notoria que todo él hervía de frustración. Aún no era capaz de asimilar lo que había vivido, la oportunidad que había tenido entre las manos. No estaba seguro de si había conseguido que ella le creyera, pero al menos, lo había intentado.

Geoffrey bufó de impaciencia y se acomodó en el asiento del carruaje. Tras su encuentro con Emily, le había faltado tiempo para regresar a casa, bañarse y adecentarse. Incluso se había cortado un poco el pelo. No era a lo que estaba acostumbrado, desde luego, pero tenía la sensación de que así mejoraría un poco la desastrosa impresión que le había dado a Emily.

Suspiró profundamente para relajarse y se obligó a recordar cada paso de esa mañana, desde la odiosa sensación de impotencia al levantarse esa mañana a su encuentro con la joven. Definitivamente, aquella conversación había vuelto a dar alas a su macilento corazón. Emily no le había dicho un no rotundo y eso era mucho más de lo que él esperaba en cualquier situación. Ahora solo le hacía falta tener un poco de sentido común para no meterse en un nuevo lío o algo similar. Precisamente por eso quería recurrir a los Meister. Ellos eran el matrimonio perfecto y, como sus mejores amigos, estaba casi seguro de que le darían algún consejo para llevar a cabo lo que llevaba pensando desde esa mañana: quería volver a verla, costara lo que costara. Era una locura, por supuesto, pero estaba tan acostumbrado a dejarse llevar por ella, que ya no le importaba someterse a sus designios.

Sonrió brevemente y sus recuerdos se llenaron, otra vez, de Emily. Su olor, el hermoso color azul de sus ojos, la calidez de sus manos... y el cosquilleo de nerviosismo estúpido que le recorría cada vez que pensaba en ella. Como siempre que esto pasaba, se preguntó si su locura sería contagiosa y si ella disfrutaría con lo que tenía preparado. Iba a costarle sudor y sangre, pero estaba más que dispuesto a sacrificar todo lo que se requiriera.

Geoffrey asintió rápidamente para sí, satisfecho y se apresuró a bajar del vehículo. Su rodilla se quejó de inmediato y envió el doloroso recuerdo de que no podía correr, aunque él lo ignoró y continuó caminando rápidamente hasta la puerta. Como era costumbre en aquella casa, no abrió el mayordomo, sino la mismísima Rose, que sonrió ampliamente en cuanto le vio.

—¿Cómo tú por aquí? —preguntó, burlonamente y se apartó de la puerta para que él pasara.

—Necesitaba... hablar con vosotros —contestó él a su vez y se rascó la nuca, ligeramente avergonzado. Tras la fiesta de Emily les había ignorado en la medida de lo posible, incluso tras enterarse de la marcha de Dotty—. ¿Cómo estás, Rose? ¿Todo bien?

La joven se encogió de hombros a modo de respuesta y cerró la puerta tras él. Todo a su alrededor parecía igual, pero el ambiente era mucho más frío que en otras ocasiones. Incluso Rose parecía diferente, mucho menos vivaracha que de costumbre, como si su habitual chispa estuviera apagándose. Incómodo, lo achacó a su abandono así que decidió contener su entusiasmo para no parecer un maldito egoísta.

—No puedo quejarme. —contestó cansinamente y le hizo pasar a la sala donde normalmente servían el té—. Pero, ¿qué me dices de ti? Estábamos preocupados. —Continuó distraídamente y pasó por alto los posibles motivos de su visita. A fin de cuentas, a veces ella también necesitaba un respiro para continuar adelante.

Geoffrey se encogió de hombros con una breve sonrisa y se acercó a ella. Después, la abrazó tímida y cuidadosamente, con el mismo cariño que mantenía por ella desde el primer día y, más tarde, la besó en la frente, a modo de sincera y silenciosa disculpa.

—Siento no haber estado aquí cuando Dorothy se fue. Estaba... bueno, sumido en mis propios problemas.

—No podías saberlo y, de todos modos, no queríamos molestarte. Sabíamos que estabas pasando un momento muy duro —contestó ella, con un hilo de voz.

Desde que Dotty se había marchado su ánimo se había resentido, aunque ella no quisiera admitirlo. Le costaba ver el lado bueno de las cosas, aunque intentaba que no fuera así. A fin de cuentas, ella siempre se había caracterizado por su alegría. Pero ni siquiera así podía soportar un golpe tan duro como aquél. Respetaba su decisión, por supuesto, y la admiraba, pero... no podía negar que echaba de menos a la que siempre había sido su madre.

—Pero pude no ser tan egoísta —musitó contra ella y se estremeció cuando se dio cuenta de lo cruel que había sido—. ¿Dónde está Marcus?

—Le ha... surgido un compromiso, si entendí bien esta mañana. Me dijo que intentaría volver para la noche, así que si quieres, puedes hacerme compañía y esperarle. —Le invitó, esperanzada y se sentó en uno de los sillones de la salita.

—Será un placer cumplir tus deseos, Rose—contestó él a su vez y también se sentó, más que dispuesto a pasar la tarde junto a ella. Sabía que era una manera muy básica de resarcirse por lo que había ocurrido, pero no se le ocurría una mejor manera de hacerlo. Sonrió lánguidamente, suspiró y se tragó todo su orgullo en pos del bienestar de Rose.

Las horas pasaron con la facilidad que tiene el tiempo para sortear los obstáculos y pronto se vieron inmersos en la frialdad de una tarde de finales de invierno. En contra de lo que esperaban, su relación no se había deteriorado y pronto se dieron cuenta de que su amistad era mucho más sincera que en un principio. Hablaron de la marcha de Dotty y de lo difícil que le había resultado despedirse. También hablaron de las inquietudes que despertaba el embarazo en Rose, de los rumores que circulaban por todo Londres y del daño que estaban haciendo y, finalmente, de Emily. En aquel momento, justo cuando Rose empezaba a tantear el tema, la puerta de la salita se abrió y dejó ver a Marcus que, por su aspecto, estaba agotado.

—Buenas noches a los dos. —Saludó, con suavidad, y se apresuró a acercarse a su mujer. El brillo que se adivinaba en sus ojos se amplió notablemente, en especial cuando sus labios chocaron con los de ella—. Te he echado de menos —musitó roncamente contra ella antes de apartarse para estrechar la mano de Geoffrey—. Me alegro de verte, amigo.

Geoffrey asintió también y correspondió a su saludo con la misma efusividad. En su interior, la necesidad de retomar el asunto de Emily se reavivó, pero supo contenerse a tiempo. Después, miró de manera nerviosa a Rose y se pasó la mano por el pelo, expectante.

—Llegas en buen momento, Marcus. —Empezó, con una sonrisa que amenazaba con desaparecer en cualquier momento—. Tengo que hablar seriamente con vosotros y, antes de que digáis nada... sí, creo que me he vuelto completamente loco.

—Eso no es ninguna novedad —dijo Marcus a su vez, mientras se soltaba el pelo y dejaba escapar un suspiro de alivio. Después se giró hacia él y le contempló con curiosidad.

No pudo contener una sonrisa. Incluso en sus peores momentos, él siempre había estado allí y no se había atrevido a juzgarle. Aún no habían hablado de lo que ocurrido en casa de los Laine, pero Geoffrey estaba completamente seguro de que él le creía inocente. Y, aunque no lo demostrara... lo agradecía sinceramente. El apoyo que ambos le brindaban era una de las pocas cosas a las que se aferraba cuando todo iba mal. Sin ellos, Geoffrey dudaba mucho que él siguiera allí.

—Veréis, esta mañana... —Carraspeó cuando notó un incómodo nudo en la garganta, fruto de la emoción que le embargaba y del miedo a que saliera mal. Decidió obviar los detalles escabrosos de su borrachera y, complaciendo a su impaciencia, fue directo al grano—. Salí a comprar y, en resumidas cuentas, me encontré con Emily en Hyde Park.

Rose contuvo un gemido ahogado pero toda la sorpresa que sentía se reflejó de inmediato en sus ojos.  Al escucharla, Geoffrey sonrió. Era evidente que para ella también resultaba una revelación, casi un designio del destino. El sentimiento de gratitud cosquilleó en su pecho y le hizo suspirar. Después, continuó hablando.

—Fue... extraño, lo reconozco. Verla allí, después de todo lo que ha pasado... fue perturbador. —Sacudió la cabeza, desconcertado—. Hablamos de la fiesta, de lo que dijeron y, aunque parecía recelosa... le pedí que me dejara contarle lo ocurrido. Le expliqué que no quería perder su amistad, porque era la única que, al margen de vosotros,  había visto que no soy un monstruo.

Notó esas últimas palabras como fuego en su garganta. Sabía que estaba precipitándose al contar todo lo que había ocurrido, pero necesitaba, ansiaba, quitarse esa sensación de encima. Quería volver a verla, poder escuchar su voz de nuevo y cualquier camino era demasiado largo para ello. Pensó que, si se apresuraba, todo encontraría su cauce antes.

—¡Por el amor de Dios! ¿Y qué te dijo? ¿Fue todo bien? —preguntó precipitadamente y se inclinó hacia delante, hasta dejar una parte ínfima del asiento bajo sus nalgas—. ¡Di algo, hombre!

—Cuando me dejes meter baza, mujer... —Rió él con suavidad, igual de nervioso e impaciente que ella. Después se recostó en el sofá, con una sonrisa emocionada, casi infantil—. No sé, Rose, dije muchas cosas, muchas tonterías... pero que hicieron que no se marchara. Sé que no la convencí, pero al menos me dio la sensación de que pensaría en todo esto. Precisamente por eso he venido aquí. —continuó, y su gesto se trocó en otro de inmensa concentración—. Necesito que, en el caso de que ella decida volver a hablarme, me ayudéis.

—Por supuesto que te ayudaremos, faltaría más. —Rose sonrió ampliamente y miró a su marido aunque, al ver su gesto distraído, notó una losa sobre su cada vez más preocupado corazón—. ¿De veras dijo que se lo pensaría? Esa niña es un encanto, tengo que volver a invitarla al té.

Al escucharla, Marcus enarcó una ceja y se cruzó de brazos. Aún recordaba los insultos, las maldiciones y demás variantes de estas cuando Rose se repuso de lo de Dotty. No había dejado de quejarse de que Emily se había equivocado y de que, aunque ella fuera una santa, estaba siendo manejada cual títere de trapo. Y ahora, en cuanto escuchaba que Emily había entrado en razón... se apresuraba a defenderla. No pudo reprimir una sonrisa que, a su vez, fue acompañada de un hondo sentimiento de culpabilidad. Su encuentro con Amanda no había sido cómo él esperaba, pero aún así... no se sentía preparado para contárselo a su mujer y mucho menos si tenía en cuenta lo nerviosa que había estado en los últimos días. Suspiró profundamente, apartó la mirada y trató de regresar a la conversación.

—¿Y sabes ya cuándo y cómo vas a volver a verla? —preguntó Rose, con su habitual descaro.

—No, Rose, no tengo ni idea. Es algo que... aún no había pensado —musitó, contrito, y dio un golpe en el brazo del sofá, frustrado—. Es evidente que no va a ser en su casa. Y desconozco las posibilidades que tengo de volver a encontrármela por la calle. Pero maldita sea, haré lo que sea necesario para poder hacerlo. —Continuó, con vehemencia.

—¿Y si la vieras aquí, Geoff? —Intervino Marcus, con seriedad—. A los Laine les interesa que yo mantenga en alza nuestro acuerdo y además, Rose se lleva muy bien con Emily. Estoy segura de que Cristopher hará la vista gorda aunque solo sea por conveniencia.

La sonrisa de Rose se amplió notablemente y, antes de que ninguno dijera nada, sacó del cajón de la mesita papel y pluma.

Geoffrey, a su lado, sintió como su corazón daba un vuelco, porque estaba seguro de que a la joven se le había ocurrido alguna idea, descabellada, seguro, pero era más de lo que tenían ahora. Cuando se dio cuenta de lo que Rose pretendía, sonrió, sin poder evitarlo y dio gracias al cielo por haberles conocido.

—Apoyo esa iniciativa, Rose, pero es pronto para saber si ella va a querer hablar conmigo. —Repuso Geoffrey y se inclinó para ver qué escribía.

—Bueno—contestó ella, con una pícara sonrisa—. Eso es, precisamente, lo que vamos a averiguar.

***

La noticia de que tenía visita pilló a Emily completamente desprevenida. No hacía ni dos horas que Joseline y Sophie se habían marchado a Devon a ver a unos parientes y ya tenía quien supliera su compañía.

Suspiró, agotada y se empolvó rápidamente la nariz. En realidad no tenía ganas de visitas pero era demasiado cortés como para declinarlas, así que se resignó a pasar un rato con las gemelas Wells, más conocidas por su afición al cotilleo que por alguna de sus escasas virtudes.

Cuando bajó, encontró a ambas mujeres cuchicheando entre ellas y casi pudo ver la malicia en cada uno de sus gestos. Sabía por qué habían decidido visitarla y sus motivos no le gustaban en absoluto. No obstante, dibujó su mejor sonrisa y se dirigió rápidamente hacia ellas.

—Muy buenas tardes. —Saludó melosamente y se sentó frente a ellas. De inmediato, dos pares de ojos se clavaron en ella, con brusca intensidad—. Me alegro mucho de  que hayáis decidido visitarme.

—Y nosotras nos alegramos de que nos recibieras, Emily. A estas alturas creímos que aún seguirías reposando. ¿Cómo estás, querida? —preguntó Phoenix, con una sonrisa que dejaba mucho que desear. Su falsedad era abrumadora, pero era precisamente lo que todos esperaban de ella así que ya no se molestaba en perfeccionar sus mentiras.

—Estoy mucho mejor, gracias por tu preocupación —contestó ella y cuidó de que su propia sonrisa no se alejara de los convencionalismos. Evidentemente, la idea de que todos cuchichearan a su costa no le agradaba, pero tenía que aprender a lidiar con ello—. ¿Y vosotras? ¿Qué tal florece la vida junto a vuestros prometidos?

Una sonrisa mucho más sincera se dibujó en los finos labios de Scarlet, que levantó sus ojos grises  hacia la joven.

—Anthony es taaaan amable. Y todo un caballero, Emily, o al menos...  delante de todo el mundo. —Una risita llena de picardía resonó en la habitación y encendió la curiosidad de sus oyentes como una llama en mitad de un barril de pólvora. El secreto que guardaba desde hacía unos días le quemaba en el pecho con fuerza, y ya no podía contener su necesidad de compartirlo con alguien, tal era su felicidad—. El otro día, cuando madre atendía a los invitados... ¡Me besó!

El asombro se dibujó con rapidez en el rostro de ambas mujeres. Un beso era mucho más significativo que una carta y, por supuesto, mucho más peligroso. El hecho de que Scarlet se enorgulleciera de ello decía mucho de su escasa cautela. Aunque, bien pensando, Emily tampoco era quien para censurarla. En esos momentos como una corriente que imparable, acaricia la orilla, Emily imaginó a Geoffrey inclinándose sobre ella... y besándola. Fue apenas un momento, un segundo dentro de una hora, pero el fuego que recorrió su cuerpo fue abrasador y tan intenso, que sus mejillas enrojecieron de puro placer y su corazón incluso olvidó la manera correcta de latir. Su fantasía era tan hermosa y tan irreal que no pudo evitar una sonrisa tonta.

—A mí... no me han besado nunca—contestó suavemente y volvió a sonreír, mientras sentía los dulces estremecimientos de la ilusión. Todavía no se había permitido confiar en él pero no podía negar que algo en él la provocaba los sentimientos más dulces que conocía.

—Bueno, querida, eso se solucionará en cuanto te comprometas con Mirckwood. Está claro que no te quita la vista de encima. —Phoenix sonrió mal intencionadamente y removió con cuidado su tacita de porcelana, llena hasta los topes de un té muy oscuro—. Deberías estar muy orgullosa de él.

La frialdad se hizo presente de manos del nombre de Mirckwood. Su mera mención, como una tormenta en mitad de un día cálido, apagó toda llama en Emily. La felicidad e incluso la ilusión que había sentido hacía unos momentos desaparecieron con brusquedad y fueron sustituidos por la angustia más cruel.

—No soporto a Mirckwood. —Se escuchó decir, de manera ahogada. Tuvo que controlarse para no echarse a temblar, para no reconocer que sentía miedo al saber su destino.

En realidad, nunca se había propuesto analizar el por qué de ese miedo irracional. Mirckwood no se había propasado con ella en ningún momento, aunque sus miradas distaban mucho de ser correctas. Lo que la asustaba, en realidad, era la idea de tener que entregarse a un hombre desconocido, simplemente por el mero hecho de cumplir una convención social. Le repugnaba la idea de compartir una vida con él.

—Pues es un magnífico partido. —Apuntó Phoenix, seriamente, censurándola con la mirada—. Tiene dinero, un título y muchas posesiones. ¡Es perfecto! O, al menos, es mucho mejor partido que ese patán con el que bailaste, querida. Espero, por tu bien, que Mirckwood entendiera que ese ladrón de bailes te engatusó con sus malas artes.

—¿Lord Stanfford? —preguntó, con un hilo de voz.  Sus temores se confirmaron bruscamente y tuvo que hacer acopio de todas sus fuerzas para afrontar todos los comentarios hirientes que iba a escuchar. La sola idea de tener que agachar la cabeza la molestó soberanamente, pero tampoco se veía preparada para defender lo que, hasta ahora, era una causa perdida.

—Yo ni siquiera lo calificaría así —contestó, airada—. Hemos viajado en barcos con tripulación mucho más honorable que él.

La punzada de ira se clavó en su corazón como el crudo aguijón de un insecto. Era una picadura molesta, casi ínfima, pero que exaltaba sus sentidos de una manera asombrosa. Emily apretó los dientes con fuerza y trató de no dejarse llevar por esa molesta sensación pero, tras unos segundos de lucha interna, cedió.

—Sé que no está bien que yo lo diga, Phoenix, pero creo te equivocas. Lord Stanfford es un hombre muy bien educado, más incluso que Mirckwood. Y pese a todo lo ocurrido, me niego a pensar en que sea un delincuente. —Barbotó, sin poder evitarlo—. Seguro que todo tiene una explicación mucho más sencilla.

Phoenix contempló a la joven con el ceño fruncido, incapaz de creer lo que oía. Miró a su hermana, que también parecía sorprendida y bufó, sonoramente. Era evidente que no tenía ni idea de quién era aquél hombre y del porqué de su destierro social.

—No puedo creer que digas eso, querida. Ese...hombre, debería estar entre rejas desde hace mucho tiempo. Como confío en que todas sepamos, arruinó a varias familias de mercaderes para poder emborracharse a diario. Yo, sinceramente, no le he visto, pero dados los últimos hechos, creo a pie juntillas cada rumor. ¿Conocéis todos los que corren sobre él?

Emily palideció conforme las palabras entraban por sus oídos. No quería creerlo, pero las imágenes llegaban a su mente como un torrente lleno de malicia. Recordó a Geoffrey esa misma mañana, su aspecto desaliñado y la dificultad que tenía para expresarse. Era muy posible que estuviera bebido y eso solo significaba que al menos uno de los rumores era cierto. Le aterraba seguir escuchando a Phoenix.

—Me temo que no —contestó, con frialdad—. Llevo cuatro años metida en una academia.

—Oh, es cierto. Pues verás, querida... el caso es que "lord" Stanfford no es más que un vulgar asesino. Dicen que hace seis años, cuando se enteró de que su mujer no podía darle hijos, empezó a visitar burdeles. Al parecer, se encaprichó con una de ellas, hasta el punto de verse incluso en su propia casa. —Se detuvo, bebió un sorbito de su té y sacudió la cabeza—. Su mujer, evidentemente, les pilló in fraganti y él, lejos de retractarse, le echó la culpa de su esterilidad. Algunos dicen que lady Stanfford se suicidó y otros... bueno, que él muy desgraciado la mató a golpes. El caso es que al final, su mujer murió y la prostituta... le dejó sin blanca. Por eso empezó a robar.

De golpe, sintió que la cabeza le daba vueltas y que las palabras sonaban mucho más lejos. Las preguntas que no se había atrevido ni a pensar ahora la acosaban con fuerza y esta vez, sabía que no iba a ser capaz de quitárselas de encima. Necesitaba respuestas, aunque eso le costara la felicidad y la entereza. En ese momento recordó la nota que había recibido unas horas antes, justo antes de la cena y suspiró. Los Meister la habían invitado a tomar el té y, aunque no estaba segura de que ellos supieran las respuestas a sus miedos, tenía que intentarlo o, al menos, buscar una manera de volver a ver a Geoffrey... y enfrentarse a él.

—Vaya —musitó, lentamente, porque su mente estaba muy lejos de allí—. Sí, debería estar encerrado. —Sacudió la cabeza, contrita y sintió que el dolor de cabeza se asentaba bruscamente—. Disculpad si doy por terminada la velada pero no me encuentro nada bien. Creo que la comida me ha sentado mal.

—¿Estás bien? —Scarlet se inclinó hacia ella de inmediato, preocupada—. No tienes buena cara.

—Emily tiene razón, Scarlet. —Phoenix se levantó, con una sonrisa satisfecha y cogió su ridículo y su sombrero antes de empezar a caminar hacia la puerta—. Es muy tarde y hay que descansar. Espero que pases buena noche, Emily. Ya nos contarás qué tal te va con Mirckwood. —Continuó sonriendo, mientras tiraba de su hermana con suavidad en dirección a la salida.

—Con mucho gusto —contestó ella a su vez, limitando su desprecio todo lo posible. Aquella mujer disfrutaba con las penurias ajenas y no sentía ningún remordimiento, aunque todos se dieran cuenta de su horrible comportamiento—. Buenas noches.

Emily escuchó sus despedidas como un eco que debía ignorar y siguió sus movimientos hasta que desaparecieron por la puerta. Justo después, cuando ésta se cerró, su aplomo se vino abajo. Las lágrimas acudieron a ella y el miedo, el asco que sentía hacia todo se hizo mucho más profundo. En aquellos momentos odiaba su vida, sus dudas y todo lo que la llevaba a ellas. Tan solo había algo que hacía que su esperanza no mermase y era, sencillamente, la posibilidad de averiguar la verdad.