Capítulo XII
Despertó, como cada mañana, dolorido y lleno de calambres que le atormentaban. El trabajo en la fábrica era mucho más duro de lo que él había creído en un primer momento y día a día, el esfuerzo pasaba factura en su maltrecha salud. El dolor que atormentaba su rodilla empeoraba por momentos, y ni siquiera el tónico que Marcus le había regalado surtía efecto. Durante los primeros días la idea de retomar sus hábitos y de perderse en la marea del alcohol había sido verdaderamente acuciante, pero no se había dejado tentar. La única tentación que en aquel momento de su vida era realmente importante era Emily, y ella no estaba allí para dejarse llevar.
Una sonrisa cruzó como un suspiro el rostro de Geoffrey. Los recuerdos de la tarde anterior le acariciaron tiernamente, con esa dulzura especial que provocaba un primer encuentro, o una primera mirada... o cualquiera que ella le dedicara. Por Dios, era increíble que después de todo lo que él sabía, de todo lo que le había tocado vivir, pudiera ilusionarse de aquella manera. Como un niño que abre los ojos a una nueva perspectiva, así despertaba cada día... y no quería evitarlo.
Geoffrey sonrió para sí mismo y se apresuró a salir de la cama. Las pesadillas ya no le acosaban, porque el cansancio y esa nueva fuerza de voluntad que había nacido en él, las repelían y hacían que éstas se escondieran de nuevo entre las sombras de la desdicha.
—¿Milord?
—¡Un momento, James! —Gritó y incorporó rápidamente.
La fuerza con la que lo hizo le desestabilizó de inmediato y tuvo que apoyar la pierna para no caer. Sin embargo, la fortuna no jugó a su favor: un latigazo de dolor recorrió su rodilla que, simplemente, dejó de sostenerle. No pudo evitarlo, y cayó todo lo largo que era. Un gruñido escapó de sus labios, mientras golpeaba con el puño el suelo.
La puerta de la habitación no tardó en abrirse y James, presuroso, se adelantó para ayudarle a levantarse.
—¡Joder! Puto tiempo de Londres, puta humedad, puto ruso... —maldijo, como un auténtico estibador, mientras aceptaba la ayuda de James. Después se giró para mirar por la ventana.
Las gotas de lluvia caían dibujando espirales en el cristal y manchaban con su particular fuerza la tierra que ahora, bebía de ellas. El cielo, encapotado en gris, cubría toda la extensión que veían sus ojos azules. Y bajo aquella lluvia, bajo el aguacero y el triste gris del cielo, vio brillar el verde de su jardín y en éste, el rojo de dos tímidos tulipanes.
—¿Se encuentra bien, milord? —James le escudriñó, preocupado, pero frunció el ceño al ver que él sonreía estúpidamente.
—James, necesito... necesito salir al jardín, aunque solo sea un momento.
—Pero, está lloviendo y usted tiene que ir a trabajar, milord. De hecho, tiene el carruaje fuera, esperándole.
—Será un segund. —continuó él, mientras se vestía rápidamente. Necesitaba coger esos dos tulipanes, fuera como fuera porque le recordaban tanto a la joven que era casi doloroso—. No pasará nada por retrasarme un poco.
No dio a James opción a contestar. Se colocó la chaqueta, cogió su bastón y bajó las escalaras todo lo deprisa que pudo. Aún sentía el doloroso resquemor de su rodilla, pero su anhelo y sus intenciones eran mucho más fuertes.
Diez minutos después, entró de nuevo en la casa, empapado y con los dos tulipanes delicadamente cortados entre sus manos. Eran dos ejemplares magníficos a pesar de su juventud, rojos, brillantes y tersos, como si hubieran nacido solo para brillar en una ocasión.
—Ponlos en agua, James. —Geoffrey escurrió como pudo la chaqueta, cogió otra de la percha y se la puso sobre los hombros empapados—. Es de vital importancia que esos dos tulipanes lleguen frescos a mañana. —Se detuvo antes de abrir la puerta y sonrió—. ¿Cómo está Shyad? ¿Se ha adaptado a nuestro establo?
—Está en ello, milord. Piafa, da algunos golpes y se queja, pero no hay mayor problema. Creo que él también sabe que va a salir de aquí muy pronto.
—Buen trabajo, amigo. —contestó Geoffrey y se llevó la mano al pecho antes de hacer una pequeña reverencia en su dirección.
Después salió de la casa y subió al carruaje de alquiler, que se puso en marcha en cuanto sintió los dos golpes que dio Geoffrey en uno de los laterales. El traqueteo le arrulló y para él, se convirtió en un reloj que, lentamente, convertía cada sonido en un latido apresurado. Solo quedaban unas horas y la vería de nuevo.
***
Londres seguía siendo la misma marabunta de sonidos y de personas que hacía unos días. Estaba todo exactamente igual pero Emily no era capaz de verlo. Por el contrario, todo le parecía nuevo y en cierta manera, más hermoso.
Una sonrisa de conformidad se instaló en sus labios, mientras observaba como unos niños jugaban cerca de donde estaban. El más pequeño vestía lleno de harapos y aunque sucio, sonreía y reía con los demás, mucho mejor vestidos. Estaba claro que en aquellos momentos desconocía lo que le deparaba en el futuro, las penurias a las que se vería sometido por los que, precisamente ahora, eran sus amigos. Ella sabía bien lo que era eso, porque no era la primera vez que lo veía. Durante un breve momento tuvo la necesidad de cuidar de él, de apartarle de la suciedad y de arroparle con sus faldas, de salvarle de una vida de miseria.
Emily suspiró profundamente y dio un par de pasos en su dirección pero se vio obligada a detenerse cuando notó la férrea fuerza de alguien que la sujetaba. Contrariada, levantó la mirada hacia Mirckwood.
Durante un momento había olvidado que su compromiso era con él. Su madre lo había organizado todo y ella no había tenido nada que decir, por mucho que la pesara. De nada habían servido los ruegos y, aunque se había tragado todos sus peores argumentos, ni siquiera la amabilidad había surtido efecto. A las once de esa misma mañana, la puerta de su casa se había abierto para él y sus frases de desagradable coqueteo.
—Tenga cuidado, querida. El barro de los charcos sale muy mal y no creo que su madre desee regañarla —comentó Mirckwood con una sonrisa ladina, mientras colocaba su enorme mano en el hueco de la espalda de Emily. Sintió que ella se envaraba bajo él, así que sonrió más ampliamente—. Es mejor ir por aquí. —continuó y la guió en la dirección correcta—. Y... dígame, querida, ¿qué tal ha estado estos últimos días? Intenté visitarla antes pero su madre me dijo que estaba ocupada.
—Estoy bien, gracias —contestó ella y trató de apartarse de su contacto. Sin embargo, conforme ella se apartaba éste se hacía más recio e insistente y, sobre todo, mucho más desagradable—. ¿Y usted?
—Muy preocupado por usted... y ansioso por verla, por supuesto. —Mirckwood observó a la joven, que se esforzaba por no mirarle, y dio una larga calada a su puro. Después sonrió y la acercó más a sí mismo.
El olor del humo se entremezcló rápidamente con el aroma que Mirckwood desprendía y llegó con dolorosa nitidez a las fosas nasales de la joven, que palideció, asqueada y se detuvo, repentinamente mareada. Nunca había imaginado que podría cogerle tanto asco a nadie ni que su compañía fuera tan desagradable. Por Dios, ni siquiera le gustaba el olor de su colonia.
—No tenía que molestarse tanto, milord—musitó ella y se apartó de la agobiante calidez que desprendía él. Maldijo el momento en el que había aceptado que él llevara su paraguas—. Mire, esta cafetería es muy conocida por sus chocolates. ¿Le gustaría pasar lo que queda de mañana aquí? La verdad es que no me encuentro muy bien y me gustaría descansar —preguntó ella, con toda la cortesía del mundo. Si bien era cierto que llevaban carabina, una de las que había elegido su madre, no quería estar con él en un lugar donde no hubiera muchas personas. Incluso así, la joven distaba mucho de sentirse cómoda.
—Por supuesto, milady. ¿Está mareada? —Mirckwood frunció el ceño y se inclinó hacia ella para observarla más detenidamente—. Es lógico que aún esté débil, querida, a fin de cuentas... ha tenido usted que pasar por un momento muy desagradable. Maldito Stanfford, qué malnacido. —Siseó y echó a andar hacia la cafetería que, en aquellos momentos, estaba llena.
—Estoy muy débil, milord. Mucho —mintió rápidamente y deseó que él fuera lo suficientemente caballeroso como para llevarla a casa de inmediato—. Fue una experiencia horrible.
Mirckwood asintió, fingiendo una conformidad que no sentía. Sabía que ella no estaba tan débil como aparentaba porque una de sus fuentes le había dicho que el día anterior había estado en casa de los Meister. Precisamente por eso había aparecido en su casa esa mañana... porque ninguna mocosa con aspiraciones le daba largas. Se detuvo en el pequeño porche de la cafetería y cerró el paraguas, que escurrió todas las gotas de lluvia hacia el suelo ya húmedo. Después apartó caballerosamente una de las sillas del porche y esperó a que ella se sentara. Contempló con ojo crítico como ella miraba con desazón al interior y cómo, tras un momento de duda, se sentaba. Era más que evidente que ella no estaba cómoda con él. En realidad no le importaba e incluso, en su parte más oscura, disfrutaba con aquella sensación de poder que ella misma le otorgaba. No podía esperar al momento en el que se la llevara a la cama.
Le bastó una mirada para comprobar que todo el mundo había decidido meterse dentro del edificio. Éste, viejo y acogedor, apenas tenía una larga planta rectangular llena de ventanas cuadradas y repletas de cortinas de vivos colores. Sobre la entrada, una taza de té con una pasta, bailoteaban al son del viento. Y donde ellos estaban, en el porche, una cantidad ingente de florecillas y macetas, coronaban una barandilla estrecha y muy recta. Junto a la carretera, un pequeño cartel de madera señalaba el nombre del local, pero desde donde estaban era imposible verlo.
—¿Té, querida? —preguntó Mirckwood, tras hacer un gesto a un camarero, que al verlos, se apresuró a salir—. Yo tomaré una copa de vuestro mejor whisky.
—Yo prefiero un chocolate, por favor. —Emily frunció el ceño y miró a Mirckwood, con un claro desdén en su mirada—. ¿No es pronto para empezar a beber, milord?
—Una copa no es mala. —Sonrió él, con autosuficiencia—. Una botella, sí. Pero no hablemos de mis costumbres en la mesa, querida. Me gustaría saber si tiene algún compromiso para esta tarde. Me gustaría llevarla a comer y quizá después al teatro. Tengo un palco privado ¿sabe? —comentó él y cogió la mano de la joven para juguetear con sus dedos. En comparación con los suyos, éstos parecían diminutos... aunque lo parecerían aún más cuando los viera en su entrepierna. Un estremecimiento de placer recorrió todo su cuerpo, y tuvo que centrarse mucho para que sus ojos no revelaran la intensa excitación que sentía.
Emily no tardó en notar el cambio de actitud. De pronto, todo a su alrededor le pareció horriblemente solitario, y ni siquiera la seguridad de que había más gente en la cafetería la confortó. Quitó la mano rápidamente y se obligó a mantener la sonrisa. En realidad, de lo único que tenía ganas era de marcharse, pero sabía que aún no era el momento. Respiró profundamente y rezó para que el chocolate llegara pronto.
—Planeaba visitar a los Meister, milord. Quizá incluso comer con ellos —contestó con suavidad, declinando así cualquier proposición por parte de él.
—Parece que ha hecho una gran amistad con ellos, querida.
—Así es, milord. La duquesa es una gran amiga y su marido es un auténtico caballero. —musitó ella y aceptó la taza llena de chocolate caliente. Suspiró y apretó ésta con fuerza, hasta que sintió el calor recorrerle.
—Es una lástima que frecuenten tan malas compañías. Confío, Emily, que no lo hagan cuando está usted con ellos —comentó, con aparente suavidad. La frialdad que acompañaba a esas palabras era hiriente y en el fondo, se estaban convirtiendo en una seria amenaza—. Lamentaría mucho que tuviera que retar a alguien a duelo por un despiste.
Lo sabe. Dios mío, este malnacido sabe que Geoffrey y yo nos estamos viendo en casa de los Meister, pensó aterrada. El terror impactó en ella con tanta fuerza, que el temblor de sus manos se descontroló. Sentía la atenta mirada de Mirckwood clavarse en ella, como una aguijón envenenado que esperaba el momento justo para volver a clavarse y eso era demasiado para ella. Soltó la taza rápidamente y contempló horrorizada como el oscuro líquido se extendía por la mesa. Levantó la mirada bruscamente y observó la crueldad implícita en los ojos de Mirckwood.
—Por el amor de Dios, milord, eso no será necesario. Los Meister son muy responsables y nunca permitirían que nadie me molestara.
—Tiene razón, querida. Además, confío plenamente en usted... sé que es una muchacha muy razonable —contestó él, lentamente y encendió de nuevo su puro, en un gesto que desprendía satisfacción por todos lados.
—Entonces, no tiene nada que temer, milord —contestó ella, airada, mientras se levantaba—. Si me disculpa, creo que iré a casa de los Meister directamente.
Mirckwood esbozó una sonrisa de medio lado y también se levantó, con una fría cortesía. El humo brotó de sus labios y llegó a la joven, que palideció bruscamente. Después se acercó a ella y cogió su mano de nuevo, sin temor alguno. La mujer que les acompañaba como carabina se había ganado un sobresueldo por su silencio, así que podía dejar el recato para los necios. Él la quería a ella y es lo que iba a tener, le gustara a Emily, o no.
—Déjeme acercarla en mi carruaje. La residencia de los Meister está a las afueras, querida y no llegará a tiempo para su...cita. —Sonrió, satisfecho, y tiró de ella hacia su cuerpo. La sintió tensarse bruscamente y eso le excitó aún más. Si la joven se acercaba un poco más, podría sentir su erección clavarse en su estómago.
—No, no se preocupe, milord... iré a casa desde aquí,andando. —Continuó ella, cada vez más desesperada—. Me gusta mucho andar. Aún así, gracias por su amabilidad pero no quiero molestarle.
—¡Oh, querida! No son molestias. Es el deber de un caballero proteger a las damas... Además, no me perdonaría que le pudiera pasar algo.
Pero tú no eres un caballero, pensó ella, desesperada. Las alarmas de sus sentidos se encendieron en Emily como un incendio en mitad de una fábrica de papel. Quiso apartarse, pero él la tenía sujeta con tanta fuerza que fue incapaz de dar más de dos pasos. El nerviosismo afloró con fuerza y el miedo, también. No obstante, trató de pensar en positivo: estaban en un sitio público y él no se atrevería a hacer nada que pudiera suscitar rumores.
—Por favor, milord, no se moleste. Yo tampoco me perdonaría que usted tuviera que perder su valioso tiempo —suplicó, mientras trataba de zafarse de él con toda la discreción del mundo. Vio su sonrisa ampliarse, y supo que estaba perdida.
—Bueno, querida... se me ocurre una manera de que me compense por tantas molestias. —contestó Mirckwood a su vez y la sujetó con firmeza de la barbilla.
No, no... por favor. ¡No lo hagas!. Gritó, completamente en silencio. Su mirada se enturbió por las lágrimas que no se atrevía a derramar y, gracias a eso, no tuvo que ver su sonrisa de satisfacción. Solo era capaz de imaginar, de sentir y... de esperar. El roce áspero de su mano, el olor a puro y alcohol y la desagradable sensación de ser un juguete en sus manos, conformaron un temor tan profundo como la espera a la que se veía sometida. Vio una sombra, una presión, y el roce de su barba contra sus labios. Las náuseas la sacudieron con fuerza y la obligaron a admitir lo que estaba pasando y que no quería reconocer: Mirckwood la había robado su primer beso.
***
El reloj de hierro forjado rozó el número doce con ambas manecillas y provocó un estallido en la campana que soportaba. Un centenar de cabezas se alzaron sudorosas y llenas de polvo, pero aliviadas. Poco a poco, conforme las agujas abandonaban la seguridad del doce, los trabajadores de la fábrica fueron dispersándose para aprovechar la hora de comer.
Hacía apenas unos minutos que había dejado de llover, así que las calles estaban aún brillantes, húmedas y en algunas ocasiones, resbaladizas. El suave olor a humedad reverberaba sobre todos los demás y llenaba a los ciudadanos de una extraña melancolía.
Geoffrey asió su bastón con más fuerza y cerró la puerta de la fábrica tras de sí. Después cerró los ojos, se apoyó pesadamente contra ésta y sonrió. Apenas llevaba dos días trabajando allí, pero los cambios se habían notado de inmediato. Como acostumbraba a hacer en todos sus negocios, impuso una severa disciplina y a la vez, un montón de alicientes que hacían que la producción aumentara progresivamente. Si seguían a ese ritmo, posiblemente en un par de meses triplicaran los beneficios.
—¿Nos acompaña a comer, capataz? —Ian, uno de los trabajadores más jóvenes, detuvo a los demás y le hizo un gesto para que se acercara
—¿Yo? —Geoffrey parpadeó, perplejo, pero se incorporó de inmediato. Era la primera vez, en años, que alguien le ofrecía su mano para algo que no fuera golpearle. Tragó saliva y asintió—. Sí, por supuesto.
Todo el grupo sonrió y cuando su jefe se acercó, le palmearon la espalda amistosamente. Gracias a él, a su fría lógica y a su manera de hacer, habían notado un cambio radical en sus vidas. Ahora, trabajaban mucho más duro, pero tenían más tiempo para ver a su familia. Además, el nuevo sistema de actuación en caso de accidentes, les parecía mucho más loable. Entonces, ¿por qué no ser amable con él? Si bien era cierto que ellos también eran conscientes de lo que se decía de él, no hacían gala de que lo supieran. Para ellos, aquel hombre significaba un cambio y si los de arriba no le querían, ya lo harían los demás por ellos.
Geoffrey sonrió brevemente cuando sintió la cálida acogida de sus compañeros, desde el más joven, Ian, a los más veteranos del lugar, hombres recios y de gesto adusto que, a pesar de no haber combatido en ninguna guerra, tenían el mismo gesto de solemnidad y la misma fuerza que los generales de los ejércitos.
Al principio, la conversación se estancó un poco en el tema de los negocios, pero gracias a esa percepción que Geoffrey había desarrollado con el paso de los años, pronto se encontraron hablando de temas que solo concernían a los amigos: familia, dinero, líos de faldas...
Tras alejarse de la fábrica y callejear durante unos minutos, el enorme grupo de trabajadores llegó a una pequeña plaza a orillas del Támesis. A su alrededor se reunían diversos comercios, entre los que destacaban un pequeño restaurante, una sombrerería y, al otro lado de la fuente que adornaba la plaza, una coqueta cafetería.
Era la primera vez que Geoffrey estaba allí, así que, mientras los demás decidían dónde y qué comer, se entretuvo en observar el lugar. En lo primero que se fijó fue en las pequeñas flores que crecían enroscadas junto a la fuente y después, en lo que tenía justo enfrente: unas escaleras de madera que subían, una barandilla llena de hiedra y pequeñas macetas, y tras ellos, a una pareja que se besaba.
Durante un momento, creyó que se había vuelto completamente loco. Parpadeó varias veces, incrédulo, antes de sentir cómo la ira más visceral llenaba cada poro de su piel, cada resquicio de su alma. No podía ser cierto, no podía estar pasando...
Geoffrey bufó sonoramente, dejó caer el bastón e, ignorando el dolor que sentía en la rodilla, cruzó la plaza a grandes zancadas. Lo único que era capaz de ver en aquellos momentos era a Emily, su dulce e inocente Emily, en brazos de uno de los mayores hijos de puta que el infierno había mandado a la tierra. La necesidad de apartarle de ella, de mirarle a los ojos y de terminar con él fue tan intensa que sintió que todo su cuerpo se preparaba para ello, se tensaba y en cada latido, gritaba su furia.
—¡¿Se puede saber qué pretende?! —Emily se apartó rápidamente de Mirckwood, con el asco y la rabia grabada a fuego en su rostro. Sin embargo, no llegó muy lejos, pues éste la sujetó de nuevo y volvió a apretar su boca contra la de ella.
La reacción de la joven no se hizo esperar: trató de empujarle, de apartarle de ella y de separarse de ese asqueroso olor que desprendía porque las náuseas subían por su garganta, y ella no estaba muy dispuesta a tener que contener su vómito. Por fin, tras unos segundos de impotencia, Emily consiguió clavar las uñas en su pecho y retroceder un par de pasos. Estaba completamente pálida y en sus ojos se adivinaba un asco tan profundo como el que sentiría al meter la nariz en los pozos de las cloacas.
Fue más de lo que él estaba dispuesto a soportar. Obvió el intenso dolor de su rodilla y subió los escalones de dos en dos, hasta llegar a ellos. Cuando lo hizo, dejó escapar un gruñido y tiró de Mirckwood hacia atrás, con una fuerza de la que nunca había hecho uso, pero que estaba ahí, como si hubiera estado esperando a ese preciso momento para ser liberada. Sentía sus manos temblar y ser recorridas por un cosquilleo de adrenalina que solo le empujaba a hacerse ver y a alejarle de la joven.
—¡Metete en tus asuntos, escoria! —Mirckwood se giró hacia Geoffrey completamente fuera de sí. Sus ojos, habitualmente taimados y acuosos, ahora estaban tan llenos de ira y rabia que no repararon en quien tenía delante. Se limitó a empujarle contra la barandilla, asqueado.
Geoffrey retrocedió rápidamente y no esperó otra oportunidad. Cuando vio que Mirckwood se abalanzaba sobre él, como un rinoceronte ante su presa, supo que llevaba mucho tiempo deseando hacer aquello. Sonrió ferozmente y cuando estuvo a su alcance, le golpeó con fuerza en el primer lugar al que tuvo acceso. En ese momento se escuchó un sonoro y escalofriante crujido, un lamento y el inconfundible sonido de la sangre al caer a borbotones.
—Largo. —Le espetó con frialdad, disfrazando su voz con otro tono, mientras se giraba hacia Emily y le daba la espalda a Mirckwood. Por lo visto, su uniforme de trabajo había servido como disfraz, lo que le daba mucha ventaja en aquellos momentos—. No te lo diré más veces, estúpido. Deja a la señorita tranquila si no quieres terminar con los dientes en el estómago. —Gruñó de nuevo, amenazante y se giró parcialmente.
—Esto no terminará así, perro. —Le escuchó decir, mientras se alejaba en dirección a su carruaje. A su alrededor, mucha gente empezó a señalarle y a murmurar, así que se dio más prisa en ocultar su nariz rota y su vergüenza.
Apenas unos segundos después, Geoffrey escuchó el inconfundible sonido del carruaje al avanzar por la gravilla. Solo cuando éste despareció, se permitió respirar. Su corazón aún palpitaba acelerado y la adrenalina aún bullía con fuerza, quizá por eso no se dio cuenta de que tenía a Emily apoyada contra su pecho. Cuando lo hizo, sintió que le temblaban las piernas, pero solo pudo apretarla más contra él porque al menos uno de los dos debía estar entero.
—¿Estás bien, Emily? —musitó roncamente, contra su pelo. El olor al perfume que se echaba inundó sus sentidos, y por un momento, se imaginó lejos de allí, muy lejos... pero con ella, siempre con ella.
—¿Lo estoy? —Emily levantó la cabeza hacia él, aliviada. Tenía los ojos llenos de lágrimas, pero una sonrisa trémula se dibujaba en sus labios—. Gracias a Dios que estabas aquí, yo... —Se detuvo, confusa, y volvió a apoyarse contra él, débilmente.
Aún no podía creerse lo que acababa de pasar. Por su mente pasaron varias imágenes, recuerdos, del beso, y sintió que su estómago se revolvía de nuevo. ¿Cómo había sido capaz ese cerdo de besarla? ¿Acaso ella le había dado pie a algo semejante? ¡Por el amor de Dios, si lo único de lo que tenía ganas era de escupirle!
Emily se estremeció con fuerza y se aferró más a Geoffrey. Era consciente de que su comportamiento era del todo inadecuado, pero no podía evitarlo. Desde el momento en el que había aparecido y lo había reconocido, había anhelado perderse entre la seguridad de sus brazos para escapar de Mirckwood. Lo que nunca hubiera imaginado era que golpearía a este, pero, lejos de sentirse contrariada, se alegraba profundamente. Sabía, por supuesto, que ese incidente la traería un montón de problemas pero, visto lo visto, merecía la pena.
—Emily... no podemos quedarnos aquí. —Geoffrey se resistió durante un largo momento pero, finalmente, la sujetó de los brazos y la apartó—. Hay mucha gente y... créeme, los rumores no son lo que quiero para ti. Tengo un caballo a dos calles aquí, sé que no es apropiado, pero te llevaré donde me pidas.
—Yo... le dije a Mirckwood que iría a comer a casa de los Meister—contestó ella, apresuradamente y le soltó. Sus mejillas se tiñeron de rosa y el nerviosismo que sentía se hizo más evidente—. Pero le mentí, así que... por favor, necesito ir a casa.
—¿Estás bien? —Geoffrey frunció el ceño, preocupado y tiró de ella con suavidad para alejarla del grupo de curiosos que se asomaban a la ventana de la cafetería. Vio a sus compañeros hacerle una señal que él imitó, aunque no se acercó a ellos—. ¿Qué hacías con ése... con Mirckwood?
Escuchar de nuevo el nombre de Mirckwood hizo que temblara más evidentemente. De pronto, recordó a la carabina que les acompañaba, así que se giró en su busca, pero comprobó, con rabia, que había desaparecido. Desde luego, el condenado de Henry lo tenía previsto hasta el último detalle.
—Tengo ganas de vomitar—admitió débilmente y, en cuanto pasaron la primera esquina que separaba la plaza de las calles, se detuvo y se apoyó en la pared. Después, se llevó la mano a la boca y se la limpió con la manga, con gesto asqueado—. Mirckwood va a ser mi prometido... y mi madrastra quiere que pase más tiempo con él.
—Que eso... ese hijo de Satanás ¡¿Va a ser tu prometido?! —estalló, sin poder contenerse. A su lado, dos monjas que salían de una vivienda se santiguaron rápidamente y apretaron el paso. Geoffrey frunció el ceño a cambio y dio un golpe en la pared, frustrado. Después, se obligó a tomar aire, varias veces—. Quizá, si le cuentas a tu madre lo que acaba de ocurrir... cambie de parecer. Porque es una jodida locura.
—Mucho me temo que no, milord. —Negó, desolada—. Mi madrastra quiere que pase esto.
—Mira que lo dudo. —Le espetó, mientras tanteaba en su bolsillo en busca de su petaca. Al no encontrarla, recordó con nitidez que ya no bebía, así que a cambio, sacó un cigarro de su pitillera.
Fue incapaz de no advertir la sorna y el sarcasmo con que él hablaba y verle allí, tan evidentemente preocupado por ella, le provocó una encantadora sonrisa. Mucho más respuesta, le instó a caminar junto a ella, aunque lentamente.
—Ella es quien concierta estas "citas", milord. E incluso las carabinas que usamos las contrata Mirckwood bajo la predisposición de mi madrastra. No es algo que yo pueda cambiar.
—Su madre es idiota—masculló él entre dientes y dio una calada a su cigarro. Era incapaz de creer que aquella lagarta vestida de mujer pudiera hacer semejante atrocidad a Emily. Sacudió la cabeza, molesto y bufó, sin poder contenerse.
—Es posible. —Dejó escapar una suave risita que hizo que él la mirara con curiosidad y que, finalmente también sonriera.
—El caballo está ahí, junto a la fábrica en la que trabajo. —Señaló, prudentemente. Vio que ella se sorprendía por su declaración, pero que se abstenía a comentar nada. Él dejó escapar el aire, aliviado y se acercó al animal, un robusto caballo de tiro, que había vivido mejores tiempos.
En realidad, hubiera preferido enormemente no tener que usar el caballo de Ian. Si hubieran sido otras horas, el carruaje que había alquilado ya estaría en la puerta, pero... tendría que conformarse con lo que tenían.
—Gracias por rescatarme de Mirckwood. —Emily se acercó al caballo, lo arrulló suavemente y después, miró a Geoffrey, con una sonrisa agradecida.
—No tienes que darlas. Debería darlas él, por no haberle roto nada más. —Gruñó y desató al animal—. Lamento mucho que...bueno, ni el caballo ni la silla son de lo mejor que hay. —Geoffrey esbozó una triste sonrisa y se rascó la nuca. También intentó peinarse, en la medida de lo posible, pero llevaba el pelo lo suficientemente largo como para que fuera una tarea casi imposible—. ¿Me permites ayudarte?
—Por supuesto —aceptó ella y sonrió ampliamente cuando notó sus manos rodearle la cintura. Durante un momento, el azul de sus ojos se encontraron con los suyos, y ella notó un vuelco en el estómago. Sonrió tímidamente, hasta que sintió en sus nalgas la calidez del cuero de la silla.
No pudo evitarlo. Su cercanía era demasiado como para soportarlo y salir indemne. Sus manos se quedaron ancladas en su cintura y sus ojos, en los de ella. Una profunda y poderosa corriente eléctrica estremeció a ambos y los aisló de todo lo demás. Si había algo que realmente mereciera la pena a su alrededor, desapareció y solo quedó el azul de sus ojos, la suavidad de sus manos apoyadas contra sus antebrazos y esa sonrisa, llena de timidez, de dulzura.
Geoffrey tomó aire profundamente y tras humedecerse los labios, se obligó a soltarla. Le costó un mundo, todo su mundo, pero al final consiguió apartarse de ella.
—Te llevaré a casa—musitó, con la voz mucho más suave de lo que él pretendía. Por el amor de Dios, una mirada de Emily y ya hablaba como un muchacho imberbe, qué cruz—. Intentaré callejear y que no te vean conmigo.
—No se preocupe, milord. No estamos lejos de casa. —Sonrió ella y se acomodó sobre el caballo. Sin embargo, cuando vio que él pasaba las riendas hacia delante y echaba a andar, frunció el ceño. Recordaba perfectamente su dolor de rodilla y su cojera, y temía que al intentar llevarla a casa se hiciera daño. Hizo amago de bajarse, pero bastó una mirada de él para disuadirla.
Efectivamente, el dolor no tardó en aparecer. La adrenalina que le había sostenido durante la última media hora se deshizo como una nube en medio de un huracán. Toda la ira, la rabia y esa sensación de poder que le había arrullado desapareció y solo dejó un dolor constante y agudo que nacía en su rodilla y que se extendía hacia arriba.
Geoffrey apretó los dientes con fuerza y sus manos se tensaron en torno a las riendas. El caballo apreció el cambio de tensión, porque durante un momento cabeceó, inquieto. Sin embargo, bastaron unos susurros por parte del que le guiaba para tranquilizarlo. Poco a poco, las calles más concurridas y conocidas de Londres fueron sustituidas por pequeños callejones que, lejos de ser húmedos y oscuros, no tenían tantas visitas. Sí era cierto que componían el camino más largo, pero así se alejaban de miradas indiscretas y de los tan temidos rumores. Sin embargo, pasados diez largos minutos, Geoffrey se dio por vencido y se detuvo para masajearse la rodilla.
—En qué momento se me ocurrió ir a la guerra —comentó, con sorna, mientras presionaba con fuerza en el lugar donde más le dolía.
—Milord, si no es un problema... ¿Por qué no sube usted al caballo? —Emily le miró, claramente preocupada. Sus ojos le contemplaban con tristeza, porque no entendía aún muchas cosas de las que los hombres hacían—. De verdad, yo puedo ir andando.
—No digas tonterías, Emily. —Le espetó él, con brusquedad, y se incorporó—. Soy perfectamente capaz de llevarte hasta tu casa.
Emily sacudió la cabeza, de la misma manera que hacía su madrastra cuando ella se equivocaba en algo. Cuando se dio cuenta de la similitud, se detuvo y, a cambio, bajó del caballo con torpeza.
—Maldita sea, sube al caballo. —Geoffrey se detuvo, se giró hacia ella y frunció el ceño con fuerza—. No me hagas esto.
—Si usted es un cabezón, yo también.—contraatacó y alzó la cabeza para mirarle con intensidad. En su vida había sentido semejante ramalazo de inconsciencia ni de rebeldía, pero verle así, tan condenadamente terco, despertó unos instintos muy desconocidos para ella—. Además, tengo edad suficiente como para ir andando donde me plazca.
—No...—Tuvo que obligarse a mantener la boca cerrada y a no dejar escapar ninguna barbaridad. Por el amor de Dios, ¿es que esa muchacha no pensaba nunca?—. No me obligues a subirme a ese caballo y a sentarte en mis rodillas, Emily—amenazó, con un tono de voz que delataba que iba muy, muy en serio.
Hazlo, Geoffrey, hazlo si te atreves, pensó ella en su fuero interno y, de inmediato, notó como un estremecimiento de placer subía por su columna vertebral. La intensidad de su pensamiento, de la impureza de lo que sentía, desató en ella una necesidad casi angustiosa de verlo cumplido. Se ruborizó, se humedeció los labios y sonrió, brevemente.
—No creo que se atreva, milord—contestó ella con suavidad, pero su sonrisa se había ampliado y ahora distaba mucho de ser inocente y suave. De hecho, se parecía mucho más a la que pondría un lobo si pudiera sonreír.
Había suficiente intención en esas palabras como para saber que le estaba provocando. Emily acababa de lanzarle el guante y él, por Dios, estaba más que dispuesto a recogerlo... porque la sola idea de tener a la joven tan cerca de él le volvía loco. De hecho, maldita fuera, su corazón se aceleraba solo de pensarlo.
Las dudas le acariciaron y, tras unos segundos, hicieron que sintiera como un chiquillo atontado. Precisamente por eso, se dejó llevar. A fin de cuentas no había nadie por allí y tal y como pintaba el día, no creía que nadie fuera a descubrirles. De un solo movimiento, Geoffrey pasó las riendas hacia delante, subió al caballo con cuidado y después, levantó a Emily para acomodarla justo delante de él.
La sensación fue maravillosa. Su calidez, el olor de su piel recién bañada, a lavanda y miel, y la suavidad de su pelo acariciándole el pecho. Aquello... lo que estaba sintiendo, lo que hacía que su corazón amenazara con estallar, debería estar prohibido. Era imposible que Emily, que apenas llegaba a ser mujer, le torturara con tanta facilidad.
—¡¿Pero qué se supone que hace?! —Emily trató de poner distancia entre ellos, desesperada, porque podía notar cada músculo contra ella, y casi podía inhalar el aliento de Geoffrey. Un estremecimiento de placer la acunó e hizo que sus intentos de apartarse de él perdieran fuerza—. Nos meteremos en un lío si nos pillan así, milord.
—Me has obligado, Em. —musitó él, tan cerca de su oído que casi podía rozarlo con sus labios—. Te advertí que era preferible que caminara... y ahora, hazme el favor de no moverte.
Geoffrey rezó para que esta vez entrara en razón y le obedeciera. Si no lo hacía, tendría un serio problema... porque no sabría explicarla el por qué de semejante turbación en él. De hecho, nunca había agradecido tanto que las mujeres londinenses llevaran tantas capas de ropa.
—Yo no le he obligado —susurró ella, tan agitada como él y con las mejillas tan encendidas como sus hermosos ojos—. Solo he dicho que debería de cuidarse más y que yo podría caminar.
—Me sigues dando la razón. —Rió él e, insolentemente, la estrechó más contra su cuerpo. Una nueva oleada de placer le alcanzó de lleno y le hizo temblar.
—Es usted un desvergonzado. —Emily también sonrió y en vez de girarse y darle la espalda como pensaba, se quedó mirándole. Si él consentía en su descaro ella podía hacer lo mismo. Pronto comprobó que, curiosamente, se sentía cómoda siendo así.
—Me alegro de que te hayas dado cuenta. —Geoffrey sonrió, le apartó un mechón de pelo de la cara y acarició su mejilla con la yema de los dedos— Aún estás a tiempo de dejarme bajar del caballo y quedarte tú en él.
En realidad, no quería decir eso pero su acusado sentido de la caballerosidad se había impuesto a sus deseos. Lo que quería, lo que anhelaba, era perderse en ella, en esos labios que estaban haciendo trizas su autocontrol. Por Dios, necesitaba probarla y comprobar que un beso suyo era pura ambrosía y que, tal y como pensaba, le daría de nuevo la vida.
—En todo caso, seré yo quien baje del caballo. —Emily se cruzó de brazos, se acomodó sobre él y le desafió con la mirada—. Como ya le he dicho, mis dos piernas están perfectamente sanas.
—Bien, entonces está todo dicho —contestó él y espoleó al caballo, que echó a andar perezosamente por entre las calles.
El resto de la travesía fue cómoda, aunque silenciosa. Ninguno de los dos sentía la necesidad de llenar el silencio con palabras ya que se limitaban a disfrutar uno de la compañía del otro. Además, cada uno se veía inmerso en sus propios demonios, esos que habían nacido del roce de sus cuerpos. El cosquilleo que les recorría y que les instaba a tocar, a explorar la piel que no conocían era intenso y cruel, porque sus sentidos, mucho más despiertos en aquel momento, no dejaban de gritar que aquello era una locura.
Poco a poco, las calles de Londres fueron ampliándose y a llenarse de suntuosos jardines llenos de arcadas de granito. Las verjas que los delimitaban también estaban llenas de detalles, de pequeñas filigranas que indicaban que estaban en un barrio rico.
—Será mejor que no vayamos más lejos —aconsejó Geoffrey, mientras detenía al caballo, poco antes de llegar a la calzada principal—. No quiero que te metas en un lío por mi culpa—aclaró, al ver su gesto contrito. Después, desmontó con un gruñido cargado de dolor.
—No me importaría hacerlo—confesó ella, con una sonrisa llena de timidez y de sinceridad absoluta. Gracias a él, su día había empezado de nuevo y necesitaba saber que él entendía ese pequeño detalle.
—No... digas eso. —Geoffrey sacudió la cabeza y tras fruncir el ceño, la ayudó a bajar del caballo. Sus manos se anclaron en su cintura con firmeza y tuvo que hacer un esfuerzo considerable para conseguir apartarse de ella—. Ten cuidado y... no dejes que tu madrastra haga contigo lo que quiera.
Emily suspiró quedamente y asintió. La felicidad que había sentido se esfumó rápidamente y todas las preguntas que había dejado aparcadas durante su pequeño escarceo, regresaron con más fuerza. Cuando Geoffrey desapareciera, tendría que volver a la realidad, a los problemas... y a su vida con Mirckwood.
—Eso intentaré, milord —musitó, contrita y desvió la mirada. No soportaba la idea de decirle adiós tan pronto. El dolor que recorría su corazón era intenso, extraño y tan confuso que no sabía qué hacer con él—. Y usted... cuídese esa pierna.
—¿Nos veremos mañana? —Geoffrey la cogió de la muñeca con delicadeza para evitar que se alejara más de lo que ya lo estaba haciendo—. Teníamos... una cita. ¿Te acuerdas?
Vio su sonrisa como un destello de esperanza que iluminó su corazón. En ella había sinceridad, anhelo y una felicidad similar a la de él. Por lo más sagrado, Emily quería verle... a él, a un hombre que, durante años, no había sido bien visto por nadie.
—Sería imposible olvidarlo.
Emily sonrió suavemente y, tras hacer una gentil reverencia, regresó a casa.
***
El frío de la madrugada caló en su cuerpo como una lluvia invernal. El sol aún no había aparecido en el horizonte, pero él ya llevaba varias horas levantado, porque había sido incapaz de dormir.
Marcus se colocó bien el sombrero de copa y sacó un cigarro de su pitillera. Después, miró a los lados y tomó aire profundamente, mientras estudiaba la zona en la que se encontraba: un barrio elegante, pero que no entraba dentro de la zona ni de aristócratas, ni de nuevos ricos. Por lo que veía desde allí, había bastantes cafeterías y varios comercios que, pese a ser temprano, ya estaban abiertos. Era evidente que aquella zona pertenecía a una burguesía acomodada y eso, en cierta manera, alivió un poco el malestar que sentía. Esperó unos minutos más antes de sacar el reloj. Eran apenas las ocho de la mañana. ¿Dónde se había metido aquella condenada mujer? Tenía que solucionar lo que tenían entre manos pronto, porque lo único que deseaba con fuerza era volver con Rose, abrazarla y quitarse de encima aquella incómoda sensación que le producía verse con Amanda a escondidas. Diez largos minutos después, una mujer de aspecto elegante, rubia y de inteligentes ojos azules, se acercó a él.
—Siento la tardanza, Marcus, pero... tuve problemas para llegar. —Amanda hizo un vago gesto que abarcaba toda la calle, antes de colocarse bien la capa que llevaba sobre los hombros. El vestido que se adivinaba debajo distaba mucho de los que ella había llevado cuando estaba casada con él, ya que era de peor corte y de una calidad bastante inferior. Sin embargo, sabía cómo llevarlos para que quedaran elegantes—. ¿Qué te parece? Creo que es un buen lugar... discreto y elegante. Es lo mejor que he podido encontrar.
—Sabes que me fío de tu criterio, Amanda —contestó Marcus, mientras miraba a los lados de nuevo. No vio a nadie conocido... lo que alivió el peso que sentía en su corazón. Maldita sea, ¿por qué no le contaba a Rose todo lo que estaba pasando? Sería mejor para los dos y él no se sentiría tan... desgraciado. Pero había una promesa, y su honor, era sagrado—. Dime dónde tenemos que ir.
La sonrisa de Amanda se ensanchó rápidamente y señaló en una dirección. Después, esperó a que él le ofreciera su brazo, como de costumbre, para apoyarse en él mientras caminaba. Cuando lo hizo, acarició con sus largos dedos su antebrazo, cariñosamente, pero no se atrevió a hacer nada más.
El tiempo de ser cariñosos el uno con el otro había pasado de largo y ahora... bueno, solo quedaba lo que tenían y lo que se esforzaban por guardar. No era mucho, cierto, pero había sido suficiente como para que él acudiera a su llamada. Había sido una lograda victoria y ella no podía estar más orgullosa de sí misma. A fin de cuentas, eso significaba que, a pesar de sus errores durante el matrimonio, él seguía queriéndola... al menos de una manera.
Caminaron lentamente entre la bruma de la mañana, hasta llegar a una calle más estrecha que la principal, pero que, curiosamente, estaba llena de negocios, unos abiertos y otros aún cerrados. El olor a pan recién hecho flotaba sobre ellos y hacía que la necesidad de comprar algo se intensificara. Sin embargo, Amanda no se detuvo en ninguno de esos locales. De hecho, se encaminó a una puerta oscura, cerrada y de aspecto mucho más pobre que las demás.
—Es aquí—susurró ella teatralmente y acarició la aldaba en forma de león con reverencia. Después metió la llave en la cerradura y empujó la puerta.
—¿Estás segura de que quieres hacer esto? —preguntó Marcus, con suavidad y la contempló largamente. Al escucharle, ella sonrió ampliamente y tiró de él hacia la oscuridad.
—Sí, Marcus, esto es, precisamente, lo que quiero hacer.