Capítulo XVI
Mirckwood bufó sonoramente y luchó contra la pajarita que acababa de comprarse y que, debido a las prisas, era incapaz de ponerse. Lo intentó una vez más, pero sus gruesos dedos faltos de práctica no encontraron la manera adecuada de hacer el nudo, así que, tras un incómodo momento, tiró la pajarita a un lado de la calle.
Por supuesto, nadie se atrevió a mirarle y mucho menos, a juzgarle. El barrio donde vivía Emily, un lugar lujoso y de buen gusto, había sido su patio de juegos y su lugar de negocios durante mucho tiempo. Conocía cada rostro, cada recoveco y cada trampa... ya que muchas de ellas habían sido suyas durante un tiempo.
Inconscientemente, su mente retrocedió a unos años atrás, a un tiempo donde su nombre era digno de admirar y no sólo un resquicio de fama, como era ahora. Recordó las miradas sugerentes, las sonrisas llena de complacencia y finalmente, a las mujeres que las dibujaban. Durante un tiempo... lo había tenido todo, absolutamente todo. Pero era imposible que algo tan hermoso durara para siempre y él, como hombre de negocios, lo sabía. Lo que no entendía era por qué, de la noche a la mañana, toda su fama y carisma se habían ido por la borda y sólo porque un don nadie se había metido en su mundo.
Los puños de Mirckwood se cerraron con tanta fuerza sobre el bastón que éste crujió tenuemente. ¡Maldito hijo de puta! pensó fieramente y, aunque sabía que la justicia ya se había cebado con él, quería más. Ansiaba destrozarle hasta que no encontrara una solución más efectiva que la del suicidio. Y solo así, cuando estuviera colgado de una cuerda y balanceándose frente a él, descansaría.
Un leve carraspeo le hizo volver de nuevo a la realidad. Un hombre de aspecto taimado y vestido con ropa oscura, le hizo un débil gesto para que se acercara. Mirckwood asintió, miró a los lados y después, se acercó.
—Le hemos encontrado. Trabaja en la fábrica de los Meister, en la de muebles de la calle Broad. ¿Seguimos con las órdenes, milord?
—Por supuesto. —Espetó Mirckwood y sacó de su billetera un fajo de billetes—. Que sea rápido. Se me está agotando la paciencia.
—Como mande, milord.
El hombre desapareció tal y como había aparecido, dejando a Mirckwood de nuevo solo. Una sonrisa de satisfacción apareció en sus barbados labios y ya no desapareció hasta que la puerta de los Laine se abrió, pocos minutos después.
Como era su costumbre, ignoró a todos los criados y se dirigió directamente a la sala donde solía tomar el té la familia. Había pasado por allí la tarde anterior, pero Emily, fiel a su maldita manía de ignorarle, había huido a casa de los Meister... otra vez. Al final, tendría que tomar medidas más serias.
—Buenos días a todos. —Saludó y esperó a que Josephine se levantara para sonreír—. Señoritas.
—Buenos días a usted también, milord —contestaron Sophie y Joseline, al unísono. Después miraron a Emily nerviosamente y, acto seguido, a su madre.
—Le esperábamos más tarde pero, por favor, siéntese. —Josephine dio un codazo a Emily y esbozó una cariñosa sonrisa—. Emily también deseaba su llegada ¿verdad, cariño?
—Por supuesto —contestó ella, con sorna. Notó la mirada de su madre clavarse en ella, pero la ignoró deliberadamente.
—Niñas, será mejor que dejemos a Emily y a milord solos un rato. —Apremió la mujer y obligó a las dos jóvenes a levantarse y a salir de la habitación.
El silencio se apoderó de inmediato de ésta. Durante unos instantes solo se escuchó el tenue sonido de la cuchara contra la porcelana y la respiración pausada de ambos. Finalmente, fue Emily quien lo rompió. Llevaba varios días dándole vueltas a la cabeza y aunque sabía que no iba a salir bien, tenía que intentarlo... especialmente ahora que sabía que Geoffrey intentaría pedir su mano si Mirckwood desaparecía. Durante un breve instante, los recuerdos de la tarde pasada la asaltaron, así que esbozó una suave sonrisa y dejó que el aire que contenía abandonara con lentitud sus pulmones. Después, se acomodó un rizo dorado tras la oreja y levantó la mirada.
—Milord... he estado pensando mucho últimamente. —Empezó, despacio, pero con la férrea determinación de quien ha luchado contra sus propios pensamientos—. No creo ser la mujer que usted necesita.
—¿A qué se refiere, querida? —Mirckwood enarcó una ceja, carraspeó ruidosamente y se soltó el primer botón de la camisa.
Una maraña de pelo cano brotó rápidamente e hizo que Emily apartara la mirada y contuviera una mueca de asco. ¿Cómo un simple gesto podía ser tan repulsivo en él? Sacudió la cabeza, bebió un sorbo de su té y suspiró profundamente antes de buscar en su mente las palabras adecuadas.
—Creo, milord, que yo no puedo darle lo que requiere en una esposa.
—¿Y qué se supone que quiero de una esposa, Emily? —Rió él y apoyó su mano derecha en su barriga. Después encendió su puro y llenó la estancia de humo, denso y perturbador.
—Silencio, compromiso, lealtad. —Se detuvo un momento y sonrió, para sí—. Obediencia. Y sinceramente, milord, dudo que pueda satisfacer tantos deseos.
—Oh, no se dé tan poco valor, querida. Según tengo entendido, gracias a su estancia en Rosewinter usted tiene esas cualidades... y más. Pero no se preocupe, no espero que todo esté a mi gusto al principio. Soy consciente de que usted es una señorita sin experiencia... así que deje de preocuparse. Nosotros somos mucho más sabios que usted, y sabemos lo que la conviene.
—Difiero, milord —contestó Emily, rápidamente. Se obligó a ir más despacio, así que una vez más, usó la taza de té como excusa para guardar silencio—. Estoy segura de que usted necesita a una mujer con mucha más experiencia. Y así se lo haré saber a mi padre. No queremos cometer un error ¿verdad?
Mirckwood enarcó una ceja, apartó el puro de su boca y se inclinó peligrosamente hacia la joven.
—¿Insinúa que no quiere casarse conmigo?
—Hablar de matrimonio me parece muy precipitado aún. Por eso quiero lo mejor para usted —contestó, sin variar el tono de voz, sin dejar que él entendiera su miedo.
—Emily, querida, está en la edad ideal para casarse. De hecho, todas las jóvenes de su edad están ya comprometidas. ¿Acaso quiere que piensen que es una solterona? O peor, querida, una de esas mujeres que no quieren conseguir hombre. —Mirckwood esbozó una sonrisa de suficiencia y regresó a su puro—. Sé que está asustada pero, créame, esto es lo mejor para usted.
Antes de que se diera cuenta de lo que hacía, Emily bufó sonoramente y dejó la taza de porcelana sobre la mesita con demasiada fuerza. El té se derramó sobre ésta, empapando el delicado mantel blanco.
—¡El matrimonio me resulta repulsivo! —Dejó escapar, frustrada—. Todo lo que he oído acerca de él me parece horrible y no estoy preparada para asumir tal responsabilidad. Además, quiero... quiero dejar este asunto zanjado, milord, porque me da muchos dolores de cabeza.
—Mucho me temo que eso no es algo que usted pueda decidir. —concluyó por ella Mirckwood, que se levantó y se acercó a ella. Después la cogió del hombro y apretó, con la suficiente fuerza como para que ella contuviera un quejido—. De todas maneras, hablaré con su padre de inmediato.
—Pero...
—Tranquilícese, Emily. —Mirckwood esbozó una cruel sonrisa y se apartó un tanto, solo para dirigirse hacia la puerta—. No añore mi ausencia, querida. Solo voy al piso de arriba.
Emily notó de inmediato que un sudor frío la recorría. Durante un breve instante, un solo pensamiento, lo único que pasó por su cabeza fue la idea de levantarse y suplicarle que no lo hiciera. Aún sentía los golpes de la última paliza y no necesitaba un recordatorio de esta.
Sin embargo, no fue capaz de decir nada. Se limitó a observar su corpulento cuerpo desaparecer tras la puerta... y a rezar para que su padre tuviera un destello de compasión.
***
Cristopher suspiró profundamente en cuanto escuchó los pasos de Mirckwood resonar por la escalera. Se quitó las gafas, pasó una mano por su rostro y sirvió dos generosas copas de licor. Sobre la mesa de caoba, un fajo de papeles sin firmar llenaba el espacio. Bastaba solo una mirada para darse cuenta de que eran pagarés falsos, o en su defecto, vacíos y devueltos. Su economía estaba por los suelos y si no hacía algo pronto, todo el mundo lo sabría.
Sacudió la cabeza, dio un largo trago a su copa y se giró en cuanto la puerta se abrió. Trató de sonreír, pero solo logró una mueca.
—Creí que venías a ver a Emily.
—Ya la he visto. —Espetó Mirckwood y se dejó caer sobre uno de los sillones—. Tenemos que hablar.
—¿Sobre qué? —Su voz sonó mucho más débil de lo que pretendía, así que carraspeó y sacudió la cabeza—. No vendrás a decirme que nuestro acuerdo...
—No. No es eso. El acuerdo sigue en pie pero... tendríamos que aclarar algunos puntos sobre Emily.
—¿Qué ocurre?
—Creo que alguien le ha metido en la cabeza ideas equívocas sobre el matrimonio. —Mirckwood suspiró profundamente y sacó uno de sus famosos puros—. Tengo la sensación de que los Meister tienen algo que ver con ello. Han debido hablar, y ahora Emily piensa que puede tener un marido a su gusto.
Cristopher sacudió la cabeza, inquieto. Tamborileó con cuidado sobre los papeles y suspiró, antes de enfrentarse a su inquietante mirada.
—La meteré en cintura, no te preocupes. Limitaré sus visitas a los Meister y... hablaré con ella, desde luego. Es evidente que mi hija está muy equivocada respecto a según qué cosas.
—No esperaba otra cosa de ti, viejo amigo. —Mirckwood esbozó una amplia sonrisa y dejó que el humo se disipara entre ellos. Después vació la copa de licor de un trago y la dejó sobre la mesa—. Estaremos en contacto.
—Por supuesto —musitó Cristopher, que también se levantó. No para acompañarle a la puerta, sino para cambiar el rumbo y desviar la mirada hacia la habitación de Emily.
Espero solo unos minutos, el tiempo suficiente como para que Mirckwood cerrara la puerta principal y él se dirigiera, sin demora, en busca de su hija. La encontró sentada en su habitación, con la mirada perdida en lo que había más allá de la ventana.
Cristopher suspiró al sentir que su corazón se encogía, solo un poco. A pesar de todo, seguía siendo su hija... aunque apenas le costara venderla para conseguir una vida mucho mejor para Josephine y para él mismo.
—¿Emily? —La llamó, con suavidad. Cuando la joven se giró hacia él, entró y cerró la puerta tras de sí—. Tenemos que hablar.
—He de imaginar que Mirckwood ha hablado con usted. —Emily asintió para sí, dejó el libro que tenía entre las manos sobre la repisa de la ventana y cruzó las manos sobre su regazo.
—Efectivamente. ¿Puedo saber qué ocurre? Tengo entendido que no estás de acuerdo con nuestros planes.
—Padre... —Emily tomó aire, pero su mirada se tornó derrotada—. No deseo su compañía, de ningún modo.
Una oleada de lástima reverberó en Cristopher, pero no se dejó guiar por ella. El dinero estaba muy por encima de toda esas tonterías sentimentales. Frunció el ceño y se sentó frente a ella.
—Acostúmbrate a él. —Le espetó, bruscamente—. Es tu sino como mujer.
—¿Y si hubiera otro camino? —contestó, desesperada—. Otro hombre, quizá. O cualquier otra cosa que no implique pasar toda mi vida con él.
—¿Otro hombre? —Cristopher frunció el ceño con dureza y se levantó—. ¿Cómo que "otro hombre", Emily? ¿De qué mierda hablas?
—Es solo... una manera de hablar. —Se apresuró a contestar Emily, que había palidecido rápidamente—. Me refería a que puede haber muchos candidatos.
—¡No, Emily! ¡No los hay! —Gritó, furioso. Como un animal acorralado, Cristopher empezó a caminar de lado a lado, enloquecidamente—. Los únicos pretendientes aceptables los hemos escogido tu madre y yo. Y creo que el dinero que me he gastado en tu educación debería hacerte entender que los hijos obedecen a sus padres... y las hijas, aún más. No tienes criterio para decidir con quién casarte, así que ¡yo elegiré por ti y tú, a cambio, sonreirás! —Se detuvo para coger aire y miró a Emily, que se había ido marchitando con cada una de sus palabras—. Quieras o no su compañía es lo que hay. Fin de la discusión.
—No quiero casarme con él. —Repitió Emily, a pesar de saber que no era buena idea contestarle.
El primer golpe sí lo esperaba. Le dio tiempo a girarse pero no a esquivarlo. El dolor recorrió sus hombros rápidamente y la hizo ahogar un grito. El segundo, no lo vio venir, así que la derribó. De pronto, dejó de escuchar con nitidez y de ver con claridad. Solo era capaz de notar el dolor en las costillas, en las piernas y brazos... y, sobre todo, un dolor hosco e inimaginable en el corazón.
No supo cuanto tiempo pasó, pero agradeció el momento en el que Cristopher se apartó de ella.
—No entiendes nada, Emily. —Cristopher tomó aire pesadamente y retrocedió paso a paso, hasta la puerta—. Si no te casas con él, vivirás como una campesina, como si te hubieras abierto de piernas ante el primer labriego que te hubiera piropeado. Y no, cariño, no es así. Tú representas el honor de esta familia... y como tal, debes cumplirlo.
Emily dejó escapar un sollozo amargo y se encogió más sobre sí misma. El dolor la llenaba, la escocía... al igual que cada palabra. Una parte de ella quería luchar, levantarse y decirle que no iba a dejar que su destino fuera escrito por otra persona... y la otra, temerosa, le suplicaba que terminara con aquella tortura.
Pasaron los minutos y la joven no se movió. Sus pensamientos poco a poco se desdibujaron y cuando escuchó que su padre se marchaba, cerró los ojos.
***
La noche cayó con una suavidad inusual. El cielo, completamente despejado, brillaba en su oscuridad, apenas iluminado por las luces de la calle que, conforme pasaba el tiempo, se hacían más intensas.
Geoffrey sonrió cuando una ráfaga de aire, algo más cálida de lo habitual, le revolvió el pelo. Por primera vez desde hacía semanas, se sentía cómodo con la ropa que llevaba y eso se notaba en cada gesto: levita nueva, oscura y perfectamente cosida. Chaleco gris oscuro y camisa blanca. Incluso el sombrero de copa era nuevo. Todo había salido de su bolsillo, pero estaba más que contento... a fin de cuentas, no todos los días podía ir a una celebración como a la que asistía esa noche.
Había pasado dos días sin saber de Emily y eso le había costado muchas horas de sueño y muchas frustraciones. Las preguntas sobre qué habría podido pasar le atosigaban constantemente, hasta el punto de cometer una locura. No había servido para nada, por supuesto, pero el hecho de ver que la joven estaba bien, aunque fuera a través de una ventana y en la lejanía, le había tranquilizado un tanto. Afortunadamente para sus nervios, Emily le había escrito esa mañana. Era una nota apresurada, pero para él había sido como un bálsamo tranquilizante.
Geoffrey sonrió, acarició de nuevo el papel y tras tirar lo que quedaba del cigarrillo, se giró hacia Marcus, que permanecía junto a él en completo silencio.
—Sé que ir a la ópera a verla es arriesgado. —Empezó Geoffrey, pero se encogió de hombros en cuanto notó a Marcus mirarle—. Pero no tengo otra opción... ella misma me ha pedido que asistiéramos. ¿Cómo íbamos a negarnos?
—¿Y planeas esperarla aquí, en la mismísima puerta? —Marcus enarcó una ceja y sacudió la cabeza, contrito. En ese mismo momento, Rose apareció del interior, con una sonrisa.
—He conseguido que nos digan qué palco van a usar los Laine —comentó, casualmente—. Solo nos ha costado unas libras de más.
Marcus sonrió levemente, tiró de su mujer hacia él y la besó con suavidad. A cambio, Rose se ruborizó y escondió la cabeza en su pecho cuando le escuchó susurrar algo. Las cosas entre ellos habían cambiado significativamente, pero ambos estaban mucho más cómodos de lo que pudieran haber pensado. Tras el miedo, había llegado la calma y ahora sus sentimientos afloraban con mucha más facilidad y con más fuerza. Incluso había servido para reforzar su relación.
—¿Hay alguna posibilidad de que nos sentemos cerca? —Geoffrey guardó la carta de Emily en uno de sus bolsillos, mientras sonreía inocentemente—. No en el mismo palco pero si quizá...
—No te preocupes, Geoff, yo me encargo de eso—aclaró Marcus rápidamente, después hizo un gesto para que ambos entraran—. No creo que tarden mucho en llegar, así que será mejor que estemos prevenidos.
No se equivocó. Apenas veinte minutos después, los Laine al completo entraron en el teatro. Tras ellos, también entró Mirckwood, con una sonrisa condescendiente.
El palco que los Laine habían solicitado era uno de los principales. Bajo ellos, el escenario se extendía completamente a oscuras, esperando el momento idóneo para iluminarse y mostrar su espectáculo.
Emily entrecerró los ojos y, solo cuando notó que Mirckwood no la miraba, se atrevió a mirar en derredor. Le bastó una mirada para sonreír, aliviada. El conocido cosquilleo de emoción trepó por su columna vertebral e inundó su corazón de oscuros deseos. Sabía que no podía ir de inmediato a verle, así que contuvo sus ansias hasta que la soprano llenó con su canto el lugar. Ella siempre había disfrutado mucho con la música pero, en aquellos momentos, era incapaz de prestar atención al espectáculo, ni siquiera cuando un tono especialmente alto resonó en sus oídos.
Suspiró, frustrada y arrugó el panfleto con nerviosismo. Apenas unos minutos después, su paciencia claudicó.
—Necesito ir a refrescarme —susurró rápidamente a su madre, que asintió lánguidamente, antes de despedirla.
No fue necesario que nadie más la dijera nada. Miró al palco donde Geoffrey no dejaba de mirarla y sonrió, antes de hacer un imperceptible gesto. Él asintió brevemente, pero esperó a que ella se marchara para desaparecer también.
El pasillo del vestíbulo estaba completamente vacío y en semipenumbra. A cada lado, las cuidadas lamparitas brillaban tenuemente, pero apenas iluminaban nada.
Emily corrió hasta allí y cuando llegó, se giró en busca de Geoffrey. No tardó en reconocerle recortado en la oscuridad. Por un momento, la necesidad de llorar de alivio se apoderó de ella, y más cuando él la estrechó entre sus brazos.
—No pude... no pude escribirte antes —susurró Emily, sin dejar de temblar—. Lamento muchísimo que hayas tenido que esperarme.
—No me importa esperar, Em. Por ti esperaría toda mi vida —contestó con ternura y la besó en la frente, aunque tras un momento de duda, inclinó la cabeza y la besó con más decisión.
La caricia se alargó, como ambos esperaban que ocurriera. La dulzura se tornó en una pasión inconcebible y el ansia, en la única manera de respirar. Sus alientos entremezclados se volvieron gemidos ahogados y solo cuando sus pulmones se quejaron de la falta de aire, se separaron.
—Esto es muy indecente —dijo Emily en voz baja y dejó escapar una risa cristalina y pura—. Les dije que iba al baño ¿sabes?
—Entonces deberías volver antes de que alguien decida que es buena idea venir a buscarte. —Geoffrey jadeó al notar la intensa excitación que le recorría. Si hubiera sido de otro modo, y Emily fuera su mujer... ahora mismo no estaría escuchando palabras, sino sus gemidos de placer—. Nos veremos... en el descanso.
Emily sonrió y tras comprobar que nadie había bajado a buscarla, se puso de puntillas y le regaló un beso. Después acomodó la tela de su vestido de seda verde, se colocó bien los rizos, y huyó escaleras arriba.
Llegó cuando la soprano cantaba su aria favorita. Con una sonrisa llena de secretos, la joven se sentó en su butaca y, ahora sí, prestó toda su atención a la magia de la música. Sin embargo, no tardó en notar que Mirckwood se removía inquieto junto a ella. Molesta, se giró hacia él.
—¿Qué ocurre?
—Por el amor de Dios, creí que la ópera de Londres tenía mejores sistemas de seguridad y que evitaban que los indeseables entraran. —Espetó hoscamente y señaló a Geoffrey con un gesto de la cabeza—. Es indignante.
—Creo que dejan entrar a cualquiera que pueda pagarse su entrada. —contestó Emily, con más frialdad de la que pretendía. En realidad no podía ni quería evitarlo, porque estaba cansada de sus comentarios.
—¡Esa broma es buena, Emily! —Rió Mirckwood y aplaudió—. Desconocía su acertado sentido del humor.
—Sí, claro. —Emily tembló de ira, pero tuvo que limitarse a apretar su ridículo con fuerza. ¿Qué otra cosa podía hacer?—. Hay muchas cosas que desconoce de mí.
—Tiene razón, querida. —contestó y sonrió ladinamente. Después la cogió de la mano y besó sus nudillos—. Afortunadamente para nosotros, pasaremos mucho tiempo juntos.
Las palabras resonaron en su cabeza como una condena pero la joven consiguió contestarle con una sonrisa tirante. El dolor de sus caderas hizo eco de sus pensamientos...y de la última conversación con su padre, por eso, terminó por suavizar su sonrisa, aunque apartó la mano rápidamente.
La ópera continuó fluyendo y llenando de magia los corazones de quienes la escuchaban. Cada palabra, cada nota, se colaba en ellos y les hacían imaginar un mundo mejor, un lugar donde los problemas se solucionaban y donde, en la mayoría de los casos, el final era solo un reflejo de felicidad.
Una hora y cuarto después, los cantantes desaparecieron tras las bambalinas y dejaron la sala en completo silencio. Tal y como Emily esperaba, toda su familia se levantó y se dirigió escaleras abajo, hacia el enorme vestíbulo del teatro. Allí, en pequeños grupos, se habían reunido varios aristócratas que Emily conocía de vista. Sin embargo y, aunque le hacía ilusión hablar con gente que no fuera de su círculo, no podía evitar escrudiñar las escaleras en busca de los Meister.
Finalmente, tras diez minutos, les vio aparecer... y no pudo evitar una sonrisa. Vio primero a Rose, que llevaba un precioso vestido azul de media manga coronado de brillantes. Junto a ella, Marcus, con el pelo recogido en una larga trenza y con su habitual porte elegante. Y Geoffrey... no podía ser mejor. Acostumbrada como estaba a verle, vestido con el uniforme de trabajo o con ropa mucho menos elegante, no pudo contener un suspiro. Estaba irremediablemente atractivo. Su pelo rubio, perfectamente cortado a la moda, parecía brillar bajo las escasas luces y sus ojos, perfectamente azules y clavados en ella, hacían que temblara como una niña. Estaba... elegante, como nunca le había visto.
—¡Stanfford! —Mirckwood se adelantó, llevando a Emily de la mano, posesivamente—. Qué sorpresa verle por aquí, no sabía que aún pudiera permitirse esto.
Geoffrey frunció el ceño a modo de respuesta y tras tranquilizar a Marcus y a Rose, se acercó, con las manos metidas en los bolsillos, insolentemente.
—Resulta que sí... me han vendido medio asiento, ya que usted ocupaba uno y medio. He aprendido a ahorrar ¿sabe?
—Bueno, es el fruto de comer bien a diario. —Mirckwood sonrió ampliamente, regodeándose—. Está claro que a usted no le favorece nada el comer de las sobras de otro. —Dejó escapar una carcajada y sacudió la cabeza—. Pero dígame... ¿Qué hace aquí? ¿Buscar a otra futura lady Stanfford? Porque, sinceramente, creo que se ha equivocado. Las prostitutas... están fuera.
—Milord, está siendo usted muy desagradable. —Intervino Emily, con suavidad. Su mirada se tornó desesperada al notar que Mirckwood la atraía hacia él, sin que pudiera hacer nada para remediarlo.
La ira de Geoffrey fue latiendo poco a poco, conforme las manos de aquella bestia tocaban a Emily. Sin embargo, supo contenerse a tiempo, aunque su voz se tornó gélida.
—Déjelo, milady, ahora que no tiene comida entre las manos, tiene que entretenerse con algo.
—Stanfford, no se le ocurra hablarle a mi hija. —Cristopher apartó a su mujer con suavidad y enfrentó a Geoffrey—. Ni la mire, siquiera. Suficiente tuvimos con su última visita a nuestra casa. Le exijo que mantenga las manos alejadas de cualquier cosa que pertenezca a mi familia.
—¡Ah! Ahora resulta que Emily es una "cosa". —Geoffrey se adelantó un par de pasos, furioso—. Maravilloso, Laine. Es usted una fuente de compresión y amor, sin duda.
—Bueno... —Cristopher sonrió a su familia y después, a Mirckwood—. Es mucho mejor que ser un putero y un asesino. ¿No cree?
Fue más de lo que Geoffrey pudo soportar. La ira, la impotencia y sobre todo, la brutal vergüenza, le dominaron como nunca antes. Todo ocurrió como parte de un sueño: el cruce de miradas, la sonrisa sardónica de quienes acompañaban a Emily, su mirada horrorizada... y el impulso que necesitó para abalanzarse sobre Cristopher. Rápidamente, le cogió de la pechera, lo empujó y lo empotró contra uno de los espejos del vestíbulo. Cegado por la ira, levantó el puño y... alguien lo detuvo. Marcus, más rápido que él, le sostenía con fuerza.
—Laine, me parece que está siendo muy desconsiderado. —Marcus jadeó por el esfuerzo y consiguió que Geoffrey retrocediera un par de pasos—. Creí que un hombre instruido como usted no daría cuenta de semejantes rumores. Quizá usted no sea tan sagaz como pensaba y yo debería retirarme de algunos negocios que entrañan cierto riesgo. ¿No es así?
—Milord... estoy segura de que esto no es más que un malentendido. —Intervino Emily, rápidamente. Se acercó a ellos y trató de calmarles—. Mis acompañantes han bebido más de la cuenta, así que yo misma me disculpo por su comportamiento. —Se giró hacia su padre y tras coger aire, continuó—. Lamento decir estas cosas, padre, pero su comportamiento deja mucho que desear.
Esta vez, fue Geoffrey quien deseó haber sido más rápido. Frente a él, y sin que pudiera evitarlo, Cristopher sujetó a su hija de la barbilla y la golpeó con fuerza. De inmediato, Emily cayó al suelo y se hizo un ovillo, como si supiera lo que venía a continuación.
Geoffrey no supo contenerse. En el mismo instante en el que vio a Emily en el suelo, sintió que todo a su alrededor desaparecía y que ni siquiera la fuerza con la que Marcus le sujetaba iba a ser suficiente.
—¡No vuelvas a tocarla, hijo de puta! —Gritó y antes de que pudieran tirar de él hacia atrás, sujetó a Cristopher contra la pared y se cebó con él.
Un puñetazo, dos, tres... era imposible que parara. La rabia y el profundo dolor que le recorría se habían convertido en lo único que sentía, en lo único que guiaba sus actos. Daban igual los gritos ahogados que sentía alrededor, o las veces que le llamaran. Tampoco importaba que tiraran de él hacia atrás. En aquellos momentos en los que no había razón en él, solo quería causarle tanto dolor a aquel malnacido como él le había provocado a Emily.
—¡¡Quitádmelo de encima!! —Gritó Cristopher, desesperado, mientras trataba de taparse la cara con las manos. Podía ver su locura en la mirada, en cada gesto... en cada golpe que recibía. Y le daba pánico.
Por fin, tras unos segundos de indecisión, Mirckwood tomó cartas en el asunto. Aprovechó su corpulencia para embestir a Geoffrey que, ajeno a todo lo demás, cayó al suelo pesadamente. Fue suficiente para él. Con una amplia y cruel sonrisa, Mirckwood se acercó hasta él y, antes de que Geoffrey pudiera defenderse, le pegó una patada en el estómago.
—¡¡Geoffrey!! —Emily dejó escapar un grito soterrado y, antes de pensar en lo que hacía, se dejó caer a su lado.
—No se te ocurra ponerme en ridículo, zorra —susurró Mirckwood rápidamente y tiró de ella hasta que la levantó. Después, apartó a Marcus de un empujón y ante la mirada de todos, le dio una patada a Geoffrey en la rodilla.
El grito de dolor que resonó por el pasillo puso los pelos de punta a más de uno. Pero Geoffrey era incapaz de escuchar nada. Ni sus propios gemidos de dolor, ni las risas de Cristopher y Mirckwood, ni siquiera las amenazas de Marcus... ni los sollozos de Emily. Para él, todo se reducía al dolor, a la brutal intensidad de su pierna herida. Ni siquiera la vergüenza o la rabia era tan intensas.
De pronto, notó que alguien le ayudaba a levantarse. Sacudió la cabeza, incómodo y parpadeó bruscamente hasta que reconoció a Rose a su lado.
—Vamos, Geoff. Las autoridades tienen que estar al llegar —susurró ella rápidamente y tiró de él con toda la suavidad que pudo.
—Perfecto, lo que necesitaba. —Gimió él y se apoyó en Marcus, que había reaparecido a su lado. El dolor reverberó de nuevo en él y sintió las náuseas sacudirle con una fuerza inusitada—. La rodilla... por favor, por Dios...
—Lo sé, lo sé. —Interrumpió Marcus y le sujetó con más fuerza—. Vamos al médico.
—Emily... joder, ¿y Emily? —preguntó, desesperado, y trató de volver sobre sus pasos para llevársela. No podía dejarla allí, de ninguna manera.
Sin embargo, no consiguió ir muy lejos. En cuanto soltó a Marcus y apoyó el pie, sintió que una ráfaga de dolor, que pronto se tornó en suplicio, trepaba por toda su pierna hasta hacerle caer de rodillas.
Durante un momento, su mirada se enturbió bruscamente. Era incapaz de ver nada, de sentir nada más que el atroz dolor que pulsaba en él. Las voces a su alrededor se distorsionaron hasta convertirse en un tosco eco y las imágenes, se desdibujaron hasta desaparecer por completo.
Sabía que estaba a punto de perder el conocimiento, pero era incapaz de no dejarse llevar a su negrura. Solo quería cerrar los ojos, hacerse un ovillo y olvidar, olvidar todo aquél destrozo. Sin embargo, al cabo de un momento, algo le hizo reaccionar: la voz de Emily llamándole, desesperada, ahogada por otras muchas voces que tiraban de ella hacia atrás.
Trató de llamarla, pero solo fue capaz de gemir ahogadamente y de abrir los ojos. Lo que vio, le revolvió el estómago profundamente: Mirckwood tiraba de ella hacia atrás, mientras la joven forcejeaba con todas sus fuerzas para acercarse a él... para ayudarle, a pesar de todo.
Una vez más, trató de levantarse, pero el dolor no le permitió enfocar la mirada. Un nuevo latigazo de dolor le sacudió con fuerza, con saña, hasta arrancarle un grito desesperado que reverberó en todo el pasillo.
—Geoff se ha desmayado. No podemos hacer nada más ahora —contestó Rose y buscó con la mirada a Emily, inquieta. La vio sentada en uno de los bancos, sollozando amargamente y con Mirckwood pegado a ella. En ese momento, también vio llegar a la policía—. Han llegado, Marcus.
Marcus levantó la mirada y masculló algo que no terminaba de sonar bien. Se arregló como pudo la ropa y se acercó a los dos hombres que ya hablaban con Mirckwood y Cristopher.
—¡Ese hombre se me echó encima, oficial! —Cristopher señaló a Geoffrey, mientras contenía, exageradamente, la sangre que caía desde su ceja—. Sin duda ya saben quién es. Todo el mundo lo sabe.
—Por el amor de Dios, deje de exagerar. —Marcus miró con frialdad a ambos hombres y después, se giró hacia la policía—. No pienso consentir que os le llevéis —amenazó, en voz baja, pero cargada de una frialdad tan abrumadora que el propio oficial se incomodó.
—Pero tengo que hacerlo, milord.
—¡Maldita sea! ¡No puede ni levantarse! —Estalló Marcus y señaló a Geoffrey, que había palidecido mortalmente, aunque no apartó la mirada del policía—. Póngale una puñetera multa y yo se la pagaré, pero exijo, exijo, que se le deje regresar a su casa.
Al escuchar a Marcus, Cristopher sonrió de medio lado y sacudió la cabeza. Después se levantó, se acercó a los policías y, cuando fue a abrir la boca, se vio mirando directamente a los gélidos ojos de Marcus, que brillaban por la furia contenida. Amilanado, retrocedió un paso.
—Laine, si quiere mantener en pie sus malditos negocios, deje de fingir y dígale a estos amables señores que aquí no ha pasado nada. —masculló, amenazante.
—C-claro. —Cristopher parpadeó rápidamente, mientras en su cabeza, la maldad y la codicia luchaban a muerte. Finalmente, fue esta última quien se alzó con la victoria—. Solo ha sido un incidente aislado.
—¿Incidente aislado? —Intervino Mirckwood y enfrentó a Marcus—. Debe estar bromeando ¿verdad?
—No, Henry. Incidente aislado. —Cristopher le miró de manera significativa, aunque se estremeció de pánico al ver su gesto hosco.
—Hablaremos más tarde, Laine. —Espetó él a modo de respuesta y tras hacer un gesto a los demás, cogió su abrigo y desapareció tras las puertas.
Geoffrey parpadeó desesperadamente y trató de mantener la mirada fija en los tres hombres que discutían frente a él. Pese a todo, el dolor no le permitió seguir la conversación, así que sacudió la cabeza, desesperado, mientras un par de lágrimas caían por sus mejillas.
Sentía que su rodilla iba a desprenderse en cualquier momento. El dolor era atroz y tan intenso como cuando recibió el disparo en Crimea. A su alrededor, todo parecía desdibujarse, desaparecer y reaparecer con colores brillantes. Sentía su pulso latir en los oídos, exactamente igual que si tocaran tambores en una maldita sala vacía. Nunca, nunca, había sentido tanto dolor.
—Rose, por favor... necesito un médico. —Gimió, entre temblores.
—¡Marcus! —Rose sacó su abanico rápidamente y lo movió para darle un poco de aire fresco. Después se giró para mirar a su marido y comprobar que, como siempre, arreglaba la situación. Vio los billetes terminar en el bolsillo del oficial, y acto seguido, a Marcus regresar junto a ella—. Necesitamos un médico con urgencia, su rodilla...
—Vamos, viejo amigo. —Marcus sostuvo a Geoffrey con fuerza y tras asegurarse de que le tenía bien sujeto contra él, echó a andar con grandes dificultades—. Todo se arreglará, ya lo verás.
Geoffrey trató de sonreír con amargura, pero ni siquiera consiguió algo tan sencillo. Su pensamiento estaba muy lejos de allí, lejos del dolor y de la humillación, pero terriblemente cerca de la vergüenza... y de Emily. No había podido protegerla y eso era, definitivamente, mucho más doloroso que cualquier herida.