Capítulo XI

 

Geoffrey bufó con incredulidad y releyó los papeles que tenía delante. Ante él solo había un montón de cláusulas y de condiciones que, de ser de otro modo o quizá en otras circunstancias, no hubiera aceptado. De hecho, incluso en aquellos momentos todo aquel papeleo le parecía una auténtica locura. Pero... tenía que hacerlo porque, en realidad, eso era lo que había ido a buscar a casa de los Meister: ayuda.

—¿Te ves capaz de hacerlo, Geoffrey? —Marcus se acercó a él y le quitó los papeles de las manos para poder estudiar bien su reacción. Se le veía concentrado, serio, era cierto, pero mucho más sereno de lo que había estado en mucho tiempo.

Eso le alegró. Ver a Geoffrey así, después de tanto tiempo en las sombras era como ver un milagro. Y pensar que todo era por una muchacha... Marcus sonrió, reconfortado y sacudió la cabeza para contemplar a su mejor amigo. Aún se le veía dudar, pero la reticencia inicial había desaparecido.

—Puedo encargarme de cualquier negocio, Marcus. —Empezó, con suavidad y se cruzó de brazos, sin dejar de mirar el contrato—. Y acepto las cláusulas que me prohíben beber. Son... lógicas —argumentó y sacudió la cabeza, molesto consigo mismo. Tener que llegar a esos extremos era vergonzoso para su ego pero... así estaban las cosas—. Y el sueldo me parece bien, también.

—¿Estás seguro de que quieres hacer esto, Geoff? Las habladurías... bueno, tampoco te van a hacer ningún bien.

Geoffrey dejó escapar una carcajada y se encogió de hombros. Después se acomodó en la silla y releyó los términos del contrato. Si aceptaba aquel trabajo... se vería libre de muchas cosas, de muchos errores y, posiblemente, de muchas penurias. La idea de volver a trabajar le atraía, era cierto, pero sabía que eso también significaría sacrificar mucho tiempo y, posiblemente, lo que le quedara de reputación. Aún así... quería hacerlo. Era la única manera de conseguir lo que se había propuesto y aunque sabía que si se lo pedía a Marcus directamente se lo daría, prefería hacerlo por sí mismo.

Suspiró profundamente y cogió la pluma, con la que jugueteó unos segundos entre sus largos dedos. Aún no sabía si realmente iba a funcionar... pero tenía que arriesgarse. A fin de cuentas, Emily le había dejado claro que estaba harta de las palabras... ¿qué mejor manera había de redimirse que con actos? Regalarle a Shyad, el semental de Marcus del que ella estaba enamorada, solo era el primer paso. Y para ello, tenía que trabajar... en el más puro sentido de la palabra. Esta vez pensaba hacerlo todo bien y para ello, tenía que empezar desde abajo.

Le había costado mucho decidirse a inaugurar una nueva forma de vida pero, curiosamente, estaba ilusionado. Ni siquiera el  miedo al trabajo físico le echaba para atrás, lo cual era un auténtico consuelo. Nunca había trabajado de capataz en una fábrica pero estaba seguro de que podría hacerlo, al igual de que era capaz de muchas otras cosas. Sí era cierto que él prefería los trabajos de oficina, pero... el cansancio le ayudaría a dormir y, por tanto, a dejar las botellas a un lado.

Una oleada de ilusión reverberó en él con una fuerza abrumadora, la sensación de que iba a comenzar de nuevo y de que todo saldría bien le instó a firmar, a no pensar en nada más que en aquello y a decidir el camino a seguir. Tomó aire y tras sonreír, dejó su rúbrica en el papel.

—¿Y bien, Marcus? —preguntó, con una enorme sonrisa dibujada en sus labios, una  que era difícil de borrar—. ¿Cuándo empiezo?

Junto a él, Marcus no pudo contener el gesto satisfecho que llevaba tiempo intentando salir. Por fin, ¡por fin...! Geoffrey había reaccionado y, en contra de lo que todos pensaban, no era para hacer una locura sino para poner en orden su vida. El orgullo sacudió su cuerpo y le hizo aspirar con fuerza, sin poder contenerse. Después sonrió y le ofreció la mano derecha, con total sinceridad.

—Si estás dispuesto, Geoff... Mañana mismo.

—Lo estoy... Por Dios, creo que nunca he estado tan preparado para algo —admitió serenamente y aceptó el ofrecimiento de Marcus. Ambos estrecharon las manos con fuerza, conformes con los cambios que habían tenido lugar en los últimos momentos.

Después, se separaron: Marcus se escabulló hasta su dormitorio donde Rose le aguardaba y Geoffrey, tras sonreír suavemente a la oscuridad, regresó a su casa... a celebrar, por primera vez en años, que su vida tenía una posibilidad de ver la luz.

***

 

Amaneció en rojo, dorado y blanco. Los haces de luz brillaron por las ventanas, despertando cada sentido de quienes dormían en las habitaciones. A veces, el sentido que se desperezaba era un sentimiento hosco, molesto y opaco. Y otras... despertaba algo hermoso, lleno de ilusión... aunque atenazado por el miedo. Como una mariposa en mitad de una borrasca, Emily abrió los ojos y contempló el amanecer que teñía su ventana. Cerró los ojos, se movió para buscar la luz y dejó que ésta acariciara su rostro.

El miedo a un nuevo día y a las consecuencias que éste podría traer, se deshizo lentamente, conforme el oro del sol llenaba cada rincón de la habitación.

Por fin, se atrevió a sonreír. No quiso recordar su sueño, ni los sentimientos que la habían consumido durante la noche. Simplemente, dejó todo eso atrás y se levantó, mucho más serena que en los últimos días. Había decidido enfrentarse a los rumores, a las malas acciones y las mentiras que la rodeaban. Su corazón, aunque joven, le gritaba muchas cosas, y estaba cansada de cerrarle la boca a base de golpes de otros. Si todos decían que Geoffrey, aquel hombre que a pesar de todo, despertaba latidos en su corazón, era culpable... bien, pues ella demostraría que no era así, porque algo tan puro como lo que la instaba a hacerlo no podía estar equivocado.

Emily se levantó, resoluta y cogió la nota que Rose le había escrito el día anterior. Se apresuró a contestarla, a aceptar su invitación y a rogar, en su fuero interno, que su amistad no se hubiera visto afectada por todo lo ocurrido. Entendería a la perfección que fuera al contrario y que aquella reunión fuera solo para despedirla con cordialidad, pero... era su última oportunidad de arreglar las cosas, no solo con ellos, sino también consigo misma. Después de todo lo que había dicho, de cómo había actuado y del curso de sus pensamientos, incluso ella misma reconocía que no había sido buena compañía. No obstante... se había dado cuenta de su error, y ahora estaba dispuesta a enmendarlo.

Bajó, como cada mañana a desayunar. Sus padres, fieles a su costumbre no se habían despertado todavía así que gozó de unos momentos de tranquilidad antes de que ellos aparecieran. Tenía por delante aún muchas horas hasta que pudiera marcharse y no tenía ni idea de cómo iba a emplearlas, lo que no era nada saludable para sus nervios.

Emily se obligó a tomar aire y a ser práctica o, al menos, a intentarlo. Estaba segura de que su madre había intercedido por ella y que tarde o temprano, alguien vendría a visitarla.

Por supuesto, no se equivocó y apenas una hora más tarde, llamaron a la puerta.

—Querida niña... lamento muchísimo lo que ocurrió en tu presentación. —Madame Blair, quien le había vendido el vestido que llevaba puesto aquel día, entró en la habitación, seguida de Yesén, que permanecía, como siempre, sumida en un eterno silencio—. Pero no tienes que preocuparte de nada. Estos rumores tienden a perderse con el tiempo, especialmente si ocurre algo más. Y créeme, cariño, algo más va a pasar. Siempre lo hace, así que... hazme el favor de sonreír, encanto.

—Buenos días, madame Blair. —Saludó Emily, sorprendida, y se apresuró a hacerlas pasar. No entendía qué hacían allí, pero estaba claro que algo les había impulsado a aparecer por allí—. ¿Qué... qué hacen aquí?

Una mueca sorprendida se dibujó en labios de la mujer. Sin embargo, no tardó en sustituirla por una sonrisa ladeada.

—Vengo por petición expresa de tu madre, querida. Dado el disgusto de la última fiesta... me pidió que nos reuniéramos para escoger el tema de la próxima. A fin de cuentas, toda señorita se merece una segunda oportunidad ¿No crees?

—¿De qué fiesta habla? No tengo pensado organizar ninguna y, además...

—Es suficiente, Emily.

La voz, suave, pero decidid de Josephine llenó la sala con rapidez e hizo que todas se giraran hacia ella. Como era su costumbre, rezumaba elegancia y frialdad. Incluso a aquellas horas de la mañana se la veía radiante, aunque su gesto fuera exactamente igual de impenetrable que en otros momentos.

—Siento no haberte comentado nada hasta ahora, cariño. —Se detuvo junto a ella, la estudió con severidad y asintió, más relajada, al ver que había mejorado—. Visto lo visto, creo que es mejor que celebremos otra fiesta. Callaremos muchas bocas y a ti... te vendrá bien.

—Pero no deseo otra fiesta. —Exclamó ella, sin poder contenerse—. No es necesario callar a nadie, madre. Todo... bueno, pasará, imagino.

—Olvidas que tú no tienes voz ni voto en ese sentido. Tu padre quiere que esa fiesta se realice y así se hará. —Josephine miró a madame Blair y sonrió, más agradablemente—. ¿Qué puedes aconsejarnos?

La diseñadora no contestó de inmediato. Durante unos incómodos segundos en los que sintió todas las miradas recaer en ella, reflexionó y buscó un punto intermedio entre sus propios intereses y los de la joven. Sabía perfectamente que no era ella quien quería la fiesta pero, aún así...  se veía en la obligación de hacerlo.

Frustrada, paseó la mirada por las ventanas cerradas, por las pesadas cortinas de terciopelo y por los excesivos adornos de la habitación: velas, cuadros, pequeñas estatuas de bronce colocadas sin ton ni son... pero que, aunque fuera extraño, encajaba perfectamente con lo demás. Como si de un baile de máscaras se tratara...

—Una fiesta de disfraces—contestó, negándose a pensar en otras opciones. Aquella era, simplemente, perfecta. Sacaría un buen dinero diseñando el traje, y encima, le daría a la joven la posibilidad de una intimidad encubierta a la par que un ápice de diversión—.  Últimamente están muy de moda, milady. 

—Bien, entonces no lo pensemos más. —Decidió Josephine, mientras se sentaba en uno de los sofás que daban a la ventana. Junto a éste, otros dos del mismo tamaño hacían un semicírculo perfecto de color crema que contrastaba enormemente con la madera oscura del resto de los muebles—. La semana que viene celebraremos una fiesta de disfraces. ¿Tienes alguna preferencia en cuanto al tema, querida?

Por increíble que le pareciera y a pesar de su gesto contrariado... sí, su madrastra había formulado esa estúpida pregunta. ¿Para qué?, se preguntó mentalmente, intentando con todas sus fuerzas que la potencia de sus pensamientos no se alzara en voz alta. ¿Para qué me preguntas si sabes que todo esto no me interesa?, la recriminó en completo silencio, mientras sentía que el aire se tornaba viciado, pesado y  opresor. Quiso respirar con fuerza, pero tampoco se vio capaz. Su madrastra tenía ese poder, el de controlarlo todo... incluso algo tan íntimo como su propia respiración.

Emily apretó los puños y se clavó las uñas en las palmas, con fuerza. El resquicio de dolor que sintió, apenas un atisbo, la distrajo y la devolvió a la realidad, donde aún esperaban una respuesta.

—Usted ha sido quien ha decidido que es buena idea celebrar otra fiesta—masculló y clavó sus ojos azules, hasta entonces dulces y sumisos, en los de su madrastra. Creyó ver un atisbo de sorpresa en ellos, pero ésta no tardó en desaparecer—. Dejo entonces en sus manos todo lo demás. Y, quiero que sepa, que me desentiendo completamente de este asunto.

—Emily, compórtate. —respondió con severidad Josephine, aunque no hizo amago de levantarse. Su mirada se enfrió más de lo habitual y sintió un cosquilleo en las manos que la instaba a acallar tanta rebeldía—. Si pido tu opinión es, precisamente, porque la necesitamos. No seas tan obtusa como para no brindarnos tu compañía y opinión.

Emily escuchó la palabra "opinión" como una ofensa para sus sentidos. Por primera vez en mucho tiempo, se olvidó de la tristeza que le producía saber que en su casa no era  nadie, ni siquiera nada, y se dejó llevar por algo que nacía desde mucho más adentro. La ira, tan poderosa como una tormenta, floreció con tanta intensidad que durante un momento, la cegó, la dejó sin aliento y llenó su mente de palabras que hacían daño, de gestos que herían. Quería dejarse llevar por ese sentimiento para poder quitárselo de encima porque nunca, nunca, había sentido nada igual. Pero... ¿realmente quería hacerlo?

Sacudió la cabeza, forzadamente y observó a las mujeres que la miraban. Su madre, con severidad, Yesén, con lástima y, finalmente, madame Blair... con turbación. De pronto, sintió unas absurdas ganas de echarse a reír, porque aquello no tenía sentido. Nada lo tenía, en realidad, y estaba cansada de fingir que lo entendía.

—Quizá otro día, madre. —Atinó a contestar, sonrió con una dulzura que no sentía y, antes de que nadie pudiera detenerla, se marchó de la habitación.

***

El té estaba preparado, humeante, caliente y con ese delicioso olor que tanto les gustaba en casa. La habitación también estaba perfectamente recogida: cuatro sillas rodeaban la mesa redonda de madera y, sobre ella, descansaban cuatro tazas de excelente porcelana. El fuego estaba encendido y caldeaba la habitación con suavidad, sin llegar en ningún momento a ser molesto sino, más bien, acogedor. Todo estaba en orden  a falta de sus invitados.

Rose sonrió brevemente. Su mano derecha se apoyó en su vientre y al hacerlo, notó la calidez de la satisfacción campar en su pecho. Aún era pronto para preocuparse por el embarazo, pero ella ya sentía esa necesidad casi imperiosa de protegerse... y protegerle. Tenía gracia porque nunca, en sus años de vida, se había sentido así. Ni siquiera cuando en realidad tenía que hacerlo... salvo en aquellos preciosos momentos, que guardaría con ella el resto de su vida.

Un suspiro henchido de felicidad escapó de sus labios y se perdió en algún punto de la habitación, justo antes de que Marcus entrara en ella. Sus ojos se cruzaron, como de costumbre y Rose sonrió. Sin embargo, esta vez... no sintió complicidad. No notó esa chispa de orgullo que solía brillar en los ojos de su marido, y tampoco vio nada que despertara algo en ella.

La desazón se hizo hueco rápidamente en su corazón y pronto se vio caminando hacia él, apresuradamente. Marcus pareció notar su avance, porque se detuvo, cerró la puerta a sus espaldas y la estrechó entre sus brazos.

—Marcus...

—Estoy aquí, pequeña.—susurró él y buscó la miel de sus labios, tan desesperado por encontrarla que no sintió el miedo de ella.

Él también estaba asustado y lo peor era que lo reconocía. Tenía miedo a perder a Rose, a que ella olvidara lo mucho que habían vivido... y sentido. Su reencuentro con Amanda solo había servido para acuciar ese miedo, porque él también se había dado cuenta de que el tiempo marchitaba muchas cosas y que, quizá, los sentimientos de ella tuvieran fecha de caducidad.

No quería pensar en qué ocurriría si se daba cuenta de ello. Estaba seguro de que en ese preciso momento su vida se iría al traste y de que todo lo demás, dejaría de importar. Pero, ¿cómo decirle todo lo que pasaba por su cabeza? Si confesaba lo que sentía, lo que temía, tendría que contarle lo de Amanda y eso era algo que no pensaba hacer, no hasta que todo estuviera resuelto con ella... y para eso aún faltaba mucho.

—¿Estás bien? —musitó Rose, preocupada. Sus enormes ojos acariciaron cada ángulo de su rostro, cada rincón y cada sombra de él.

Marcus asintió imperceptiblemente y volvió a besarla. La necesidad de ella creció con urgencia, como si el miedo alimentara esa pasión arrolladora. Gimió contra sus labios, cerró los ojos y tembló, como siempre hacía entre sus brazos. No podía evitarlo ni quería evitarlo y aquel momento era ideal para demostrarle su devoción.

Poco a poco sus manos descendieron por su espalda, acariciando con suavidad su cuerpo sobre la ropa. Sintió cada estremecimiento, cada latido de su corazón contra el de él, cada respiración agitada que caía sobre sus labios. Todo era tan perfecto, tan condenadamente ideal que aún le costaba asimilar que era cierto.

—Marcus... —Rose jadeó suavemente y su cuerpo se apretó contra el de él. Sintió su excitación a través de la ropa y, esta vez, no pudo evitar una sonrisa. Al menos eso seguía entre ellos, tan eterno e imperturbable como el tiempo.

—No digas nada, Rose, no hace falta—susurró él, con ternura, mientras le apartaba un mechón de pelo rebelde de la cara. Él también había escuchado la puerta sonar, pero no había tenido fuerzas para separarse. Una vez más, sonrió, apoyó los labios sobre los de ella y la besó durante un momento, hasta que los pasos en el recibidor se hicieron más notorios.

Emily sonrió cálidamente cuando vio al matrimonio aparecer tras la puerta. Se les veía felices, unidos... y  eso era algo envidiable, aunque muy hermoso. Ella no estaba acostumbrada a ver sentimientos tan puros como aquellos, porque había nacido en una casa donde éstos habían desaparecido por completo. Y, sin embargo, ansiaba encontrarlos, saborearlos y quizá, incluso compartirlos... siempre y cuando hallara a la persona ideal.

Suspiró quedamente, recompuso su apagada sonrisa y se acercó vivamente a ellos.

—Buenas tardes, amigos míos. —Saludó e hizo una rápida reverencia. La muselina de su vestido verde se arrugó durante un momento pero Emily se apresuró a alisar la tela—. Siento haber llegado tan temprano, pero no podía esperar a verles.

—¡Emily! —Rose le devolvió el saludo con la misma intensidad, pero sus ojos no reflejaron la alegría que pretendía aparentar. Estos se mantuvieron velados durante unos segundos, hasta que la joven consiguió parpadear varias veces, alejando así también los malos pensamientos. Por fin, su conocida frescura salió a relucir, justo cuando notó los brazos de la joven rodearla con timidez—. No es inconveniente que hayas venido antes, nosotros también te echábamos mucho de menos.

—Es cierto —corroboró Marcus, desde el dintel de la puerta y también sonrió, aunque vagamente—. Hacía mucho tiempo que no disfrutábamos de su encantadora compañía... hacerlo durante más tiempo, no será otra cosa que una bendición.

Los halagos llegaron a Emily como un bálsamo para una herida. Sus mejillas se colorearon suavemente y su sonrisa se hizo mucho más sincera. Había echado de menos  los buenos modales, la complicidad que sentía con ellos y, en general, la acogida que siempre tenía en esa casa. Realmente había esperado otra cosa cuando llamó a la puerta, pero ahora que veía lo equivocada que había estado, se vio estremecida por el alivio.

—¿Quieres comer algo, querida?

—Muchas gracias, milady, no quiero ser una molestia pero, lo cierto, es que me encantaría. —Emily notó un pinchazo en el estómago y casi alcanzó a escuchar un hambriento rugido. Sacudió la cabeza con una sonrisa y se apresuró a entrar al saloncito donde normalmente tomaban el té.

La visión de los pastas recién horneadas y de la tetera llena y humeante hizo que su estómago se quejara. No se había dado cuenta pero, en realidad, no recordaba el tiempo que hacía que no tomaba algo más de un bocado. Desde la fiesta había perdido el apetito y si comía, era por mera supervivencia. Pero ahora, curiosamente, si tenía ganas de comer. Quizá tuviera algo que ver con el hecho de que no estaba en casa y de que la libertad florecía según se alejaba de ésta o quizá fuera porque el nerviosismo le daba hambre. El caso era que aquel pastel de fresa le estaba haciendo la boca agua y conseguía que sus pensamientos deambularan erráticamente.

Emily suspiró, sacudió la cabeza y se obligó a concentrarse: quería preguntarles por Geoffrey, pero no se atrevía... y quería disculparse por su comportamiento, pero tampoco tenía agallas para ello. El nerviosismo se concentró en un punto del centro de su corazón y aferró éste con fuerza, hasta que los latidos se volvieron desesperados y extraños. Sin embargo y, a pesar de su juventud, Emily supo salir del atolladero: respiró profundamente, ordenó sus ideas y se obligó a seguir sonriendo. Poco a poco, su corazón se tranquilizó y todo a su alrededor pareció cobrar color de nuevo.

—Emily, tú nunca eres una molestia. —Rose sonrió cariñosamente y apoyó una mano sobre su hombro. Fue una caricia breve, pero llena de complicidad y de buenos sentimientos. Ambas sonrieron a la par—. Ten, come.

—Yo... bueno, quería pedirles disculpas por mi...

—No hace falta, criatura. —Interrumpió Marcus con un gesto y se acercó a ella. Su mirada, casi paternal, se encontró con la de ella, igual de azul pero mucho menos serena—. Es perfectamente comprensible y no vamos a juzgarte por ello.

—Pero, yo... —continuó Emily a pesar de todo pero, una vez  más, tuvo que callar.

Esta vez, no fueron Marcus y Rose quienes interrumpieron a la joven. Fuera, tras la puerta, el brillante sonido del timbre reverberó por toda la casa, silenciando sus conversaciones y aplazando las disculpas. En ese mismo momento, cuando el último eco del timbre desapareció, Emily fue consciente del cruce de miradas de sus anfitriones. Apenas fue un segundo, pero fue suficiente para despertar sus alarmas.

—Otro que ha decidido adelantarse —dijo Rose entre dientes y esbozó una sonrisa cargada de culpabilidad. De hecho, decidió ser completamente franca, así que miró a Emily y se encogió de hombros, con resolución—. ¡Sorpresa!

—¿Qué significa todo esto? —Acertó a preguntar Emily y se giró hacia la puerta en cuanto sintió que ésta se abría.

En realidad, no entendía por qué protestaba. Ella también quería verle y si había ido hasta allí era precisamente con la intención de concertar una cita.  Los Meister se habían adelantado a sus deseos, simplemente, aunque eso supusiera que había perdido tiempo para prepararse mentalmente.

Pero ni siquiera el tiempo pudo prepararla para lo que vio. Cuando la puerta terminó de abrirse dejó ver a Geoffrey, pero... curiosamente, no parecía él. Su ropa, antes mediamente elegante aunque pasada de moda, ahora era poco más que un uniforme de fábrica. La camisa blanca que llevaba ahora se veía mucho más gris, llena de polvo y de algo negruzco que era imposible de definir, y llevaba abierto tres botones. Los pantalones, oscuros y holgados, se perdían dentro de unas botas gastadas de caña alta. Y sobre todo aquello, su rostro, demudado por la sorpresa... y, curiosamente, por el orgullo.

Emily tuvo que hacer acopio de todas sus fuerzas para apartar la mirada de él. Si antes creía que su corazón latía desbocado era porque no conocía la verdadera fuerza de sus latidos. Era incapaz de sentir otra cosa, salvo su continuo y desesperado golpeteo contra su piel, contra las barreras que la instaban a no confiar. Tragó saliva y dejó escapar el aire que contenía. Sus mejillas se arrebolaron rápidamente y evidenciaron lo mucho que le perturbaba ese trozo de piel desnuda. Por un lado, quería olvidar lo que había visto y lo indecente que resultaba aquello y, por otro, su parte más sombría y desconocida la instaba a mirarle, a memorizar cada gota de sudor que caía por su pecho. Sintió, como nunca antes, crecer calor en ella, un maravilloso candor que viajaba por sus venas... hasta los lugares más insospechados.

—Sé que llego pronto pero quería... —Se detuvo de inmediato al ver a Emily, pero continuó con aplomo—. ... cambiarme de ropa. Buenas tardes, milady.

—Buenas tardes, milor —contestó ella a su vez y se levantó, lentamente. No podía dejar de mirarle. Era extraño, pero lejos de avergonzarse por lo que veía, un aristócrata hundido en la miseria, se sentía bien. Veía en él algo que antes no estaba ahí y que ahora constituía un seguro en él. Fuera lo que fuera, le agradaba.

Fue él quien apartó la mirada de ella y fue solo para dirigirse a Marcus.

—Necesito cambiarme. ¿Puedes dejarme algo? —preguntó a media voz y trató de ocultar el temblor de sus manos.

Dos días sin beber y ya creía haber conquistado el mundo... aunque tuviera que pagar consecuencias tan horribles como la de temblar continuamente, o la de sentir que todo giraba a su alrededor. También tenía ganas de maldecir. Y de gritar. Pero, curiosamente, se sentía mejor que en mucho tiempo. Sabía que en realidad todo se debía a sí mismo y a su no tan espontánea decisión de no beber. El trabajo que le había ofrecido Marcus llevaba implícita esa cláusula, aunque él ya lo hubiera decidido de antemano. Y ahora, allí estaba, sobrio y luchando contra una marabunta de sentimientos y de sensaciones que luchaban por hacerse con él.

—Sube conmigo, anda. —Marcus sacudió la cabeza, sonrió a ambas mujeres y tiró de su amigo en dirección a la escalera que subía al segundo piso. Cuando la puerta se cerró tras ellos, se giró hacia  él—. Trata de no babearme el suelo, Geoff.

—Está...vaya, preciosa. —Atinó a decir y no pudo evitar girarse hacia la puerta, quizá para buscar otro destello dorado de su pelo—. No pensé que hubiera llegado ya.

—¿Quieres tranquilizarte? Pareces un mocoso asustado —contestó Marcus a su vez, burlonamente, mientras abría la puerta de su habitación—. No te va a comer, idiota.

—No la tientes ¿quieres?

Una carcajada, ronca y franca, resonó por la habitación durante un momento. Casi un segundo después otra muy diferente le acompañó, pero ésta también estaba llena de nerviosismo y de  una extraña alegría.

—Todo irá bien, idiota. —Marcus sonrió ampliamente y le ofreció una de sus camisas, un chaleco y algo que, en general, no desentonara tanto en una ocasión como aquella.

—Lo sé. No puede ir de otra manera —musitó a su vez Geoffrey y cogió el montón de ropa—. Es imposible que la fortuna me odie tanto. Y si resulta ser así.... empezaré a mirar los pactos con el diablo de otro modo.

—Puede ser interesante, Geoff, no cierres la puerta a esa negociación. —Se burló Marcus una vez más, mientras se alejaba hacia la puerta. Cuando llegó a su altura, le palmeó el hombro con fuerza y sonrió—. Te veo abajo, amigo.

Geoffrey asintió de manera ausente y empezó a desvestirse con rapidez. El ansia que sentía por ver a Emily empezaba a hacer mella en él: sus movimientos estaban descoordinados y cuanto más deprisa quería hacer algo, más lento iba. Era frustrante y le ponía de mal humor, porque retrasaba el momento en que volvería a verla.

No pudo evitarlo. Bastó ese atisbo de pensamiento para retroceder en sus recuerdos al momento en que había entrado por la puerta. Emily estaba encantadora y nada, ni nadie, podía desmentir algo como aquello. Sus recuerdos fluyeron con suavidad y, como una caricia, rozaron lo que él no se atrevía: vio, en el fondo de su fantasía, su piel blanca, suave y satinada. Recordó la intensidad de sus ojos, la ternura de sus labios al entreabrirse. Vislumbró su pelo, oro recogido en perlas, seda prohibida en sus manos. Y sintió, una vez más, que su corazón se conmovía ante la inmensidad de lo que provocaba en él. Era un sentimiento desconocido y a la par, tan curiosamente familiar en él que le costaba ponerle nombre. En realidad, no quería hacerlo. No quería admitir nada de todo aquello porque hacerlo sería ponerle punto y final. Por eso... dejó que las palabras se deshilvanaran en su mente, que desaparecieran como humo llevado por el viento. Solo quedó en su pecho la sensación, la magia creciente... la fantasía que, una vez más, le impulsó a ser inocente y a bajar las escaleras.

Cuando, por fin, lo hizo y llegó al comedor, sintió que los continuos golpeteos de su corazón contra el pecho iban a terminar por hacerle daño. Tomó aire profundamente, se pasó una mano por el pelo y, finalmente, abrió la puerta. De inmediato escuchó a Emily reír y responder en su hermoso tono de contralto a algo que Marcus le había dicho. El ambiente que tenía ante él no era el más relajado del mundo, pero tampoco podía decir que fuera tenso. En realidad, se acercaba más a la expectación que a otra cosa.

—¿Una taza de té, Geoff?

—Por favor —contestó a Rose con una sonrisa, aunque sus ojos no se centraron en ella, si no en la mujer que estaba al lado. Durante un breve instante, dudó en dar el siguiente paso pero apenas su mente vislumbró este ápice de miedo, le instó, casi con violencia, a continuar adelante. Por eso, sonrió brevemente a la joven y la cogió de la mano para, segundos después, besar sus nudillos enguantados.

—Yo... también quiero, a ser posible. —Emily mantuvo la mirada de Geoffrey durante el tiempo que esta duró. Sintió un placer inmenso al sentir su calor tan cerca de ella y notó como se desperezaba el cosquilleo de su pecho que aparecía cuando él estaba. De pronto, sintió la absurda necesidad de sonreír.

Frente a ellos, Marcus y Rose sonrieron y terminaron de llenar sendas tazas. Después, bastó una mirada cómplice para que ambos supieran qué era lo que tenían que hacer. El primero en reaccionar fue Marcus, que sacó su reloj de plata del bolsillo y frunció el ceño.

—Si me disculpáis un momento, tengo que subir al estudio. Roger está a punto de subir con unos papeles que tenemos que firmar y no podemos posponerlo ¿verdad, Rose?

—No, no podemos. —La mujer sonrió ampliamente y se levantó, con un inequívoco brillo de felicidad en los ojos—. Son el contrato de compra de una finca equina. Marcus confía en mi juicio para seleccionarlos y vamos a abrir un nuevo negocio de cría. Seré, además de su mujer, su socia —continuó, con auténtico regocijo.

—En realidad, miente. —Marcus sonrió y se acercó a Rose—. No es que confíe en su juicio... es que no quiero separarme de ella.

Ante su respuesta, Rose se ruborizó y apoyó la cabeza en su pecho durante el instante en el que él la abrazó. La sensación de que algo iba mal se desdibujó un poco y fue sustituida por la emoción de emprender algo nuevo... y por el hecho de saberse una conspiradora.

—No os preocupéis, no tardaremos en bajar. —Continuó hablando Rose, mientras se dirigía a la puerta a paso vivo. Tras ella, Marcus la imitó y pronto cerraron la puerta con suavidad.

El silencio se apoderó de la habitación con su habitual pesadez e incomodidad. No había ni un solo movimiento, ni un aleteo, nada que revelara que allí dentro había dos personas.

Geoffrey suspiró y clavó la mirada en el té ambarino que tenía entre las manos. Observó la taza, la fina porcelana, los detalles dorados que la recorrían... hasta que no hubo nada más en lo que fijarse. Sin poder evitarlo, miró a Emily de reojo: ella también contemplaba con fijeza su taza de té. Un nuevo suspiro y su mirada reparó en los detalles de la alfombra. Y después, en la exquisita manufactura de la mesa.

Cuando Emily terminó su té y dejó la taza en la mesa, se giró precipitadamente hacia ella.

—¿Más té, milady?

—Sí, por favor. —Emily cogió la taza vacía y se la ofreció, sin añadir nada más. A fin de cuentas... ni siquiera sabía cómo empezar con todo aquello.

—¿Azúcar, limón? —musitó, mientras sujetaba la tetera con más fuerza de la debida. Aún notaba su pulso vacilar y no estaba dispuesto a derramar el té... ni a hacer el ridículo.

—Con tres terrones serán suficiente —contestó ella a su vez, y cogió también la taza. Una vez más, la habitación se sumió en el más profundo de los silencios. Suspiró más sonoramente y sacudió la cabeza. No podían seguir así—. ¿Y bien?

—Pensé que no me hablaría en toda la tarde. —Geoffrey sonrió, aliviado—. Siento la encerrona, de verdad, pero no podía esperar a que... se volviera a poner en contacto conmigo. Como ve, preferí arriesgarme a esto.

Emily sonrió a modo de respuesta. No era lo que pretendía en un principio pero, simplemente, surgió así, natural, inocente.

—Ignoraba que tuviera tantas ganas de hablar conmigo, milord —contestó con suavidad y se ruborizó. Después, dejó la taza de té sobre la mesa y le miró, con detenimiento—. Aunque sí es cierto que yo también... quería hablar con usted. La última vez que nos vimos me dijo que podía preguntarle lo que quisiera a fin de desmentir o corroborar los rumores que corrían sobre usted. Quisiera saber si esa oferta sigue en pie.

—Por supuesto que sigue en pie. Emily, contestaré a todo lo que me pida, sea lo que sea. No oculto nada, por mucho que el mundo se empeñe en ello—contestó él y se pasó la mano por el pelo. En sus ojos se veía la determinación, pero también un atisbo de rencor y de desolación.

La joven apretó los labios y apartó la mirada. Las preguntas se agolpaban con fuerza las unas sobre otras y no sabía por dónde empezar. Había tantas cosas que necesitaba saber, tantos rumores, tantas respuestas inconclusas... Sacudió la cabeza, frustrada, y se obligó a buscar un punto por dónde empezar. La primera pregunta se materializó en su mente y, aunque sabía que no era un buen comienzo, dejó que fluyera.

—¿Es cierto que mató a su mujer?

El miedo se hizo evidente en cada uno de sus gestos. Geoffrey se tensó bruscamente y sintió que las náuseas le sacudían con fuerza. La necesidad de huir y de no volver a salir de casa amenazaron con dominarle, pero algo en su interior, como el eco de una promesa le obligó a permanecer quieto, pálido y completamente crispado. No obstante, su voz surgió con suavidad, con una serenidad asombrosa.

—Sí.

—¿Así, sin más? —Emily miró a Geoffrey, horrorizada. La simpleza de su respuesta y su escalofriante verdad la recorrieron con fuerza. Sin poder evitarlo, se levantó, furiosa consigo misma, por haberse dejado engañar—. Entonces, milord, se acabó. No necesito saber nada más.

—¡¿Y ya está?! ¿Esas son sus preguntas? —Geoffrey se levantó, tan furioso como ella. Apretó los puños y los mantuvo en los costados, haciendo acopio de una innegable voluntad. Nunca le había levantado la mano a una mujer pero, por Dios, estaba a punto de hacerlo—. ¡Vuelve a darles crédito a sus mentiras! Al final, Emily Laine, es usted como todas las demás. —Siseó y clavó su fría mirada en la de ella. Vio en sus ojos dolor, uno tan profundo como el suyo propio pero esta vez, no le importó tanto.

—¡Acaba de confesar, maldita sea! —Estalló también ella y dejó que un par de lágrimas brotaran y se deslizaran por sus mejillas. Le siguieron otras muchas y pronto sintió que el frío de la desdicha recorría cada poro de su ser. ¿Por qué había tenido que salir de Rosewinter? ¿Por qué absolutamente todo tenía que torcerse?

No pudo contenerse. La fría ira y la crueldad de las mentiras se clavaron como alfileres en su alma, provocando un dolor que no tenía cura. Dio dos zancadas y pronto, se vio acorralando a Emily contra la pared de la salita. Vio su rostro demudar en miedo, en un pánico irreverente y absoluto. Y, sin embargo, mantenía su mirada fija en la de él.

—Sí, Emily, maté a Judith. ¿Qué versión has oído? ¿Que la disparé, que se suicidó o que la maté a golpes? —Una sonrisa helada se dibujó en sus labios, mientras se inclinaba hacia ella—. ¿O  han inventado alguna teoría nueva?

—A g-golpes. —Atinó a contestar Emily, débilmente. La idea de gritar pidiendo ayuda resonó urgente por su cabeza, pero el miedo no dejó que las palabras huyeran de sus labios. Se limitó a rezar, mientras temblaba frente a él.

—A golpes... —Geoffrey bufó sonoramente y apartó la mirada. Una carcajada amarga surgió de su garganta, tan oscura como triste—. No, Emily, no. Maté a Judith, pero nunca le puse un dedo encima. La dejé embarazada. Y murió en el parto. —Un estremecimiento de culpa, tan intensa como el miedo, le recorrió con violencia—. Soy un asesino, pero no como te han contado.

Emily notó que las lágrimas que caían se volvían mucho más ardientes, como si quisieran quemarla por no haberle creído. Asumía que podía estar mintiéndola, que todo aquello podía ser solo otro de sus montajes... pero en su interior, en el fondo de su alma, sabía que aquella respuesta, que esa crueldad, era completa e irremediablemente cierta. Y la dolía, porque nadie merecía pasar por aquello. Sintió una punzada de culpabilidad y vergüenza y, de golpe, quiso abrazarle, consolarle y decirle que no había tenido la culpa de amar. Que, a veces, algo hermoso se tuerce y se enturbia sin que nadie pueda arreglarlo. Quiso decir muchas cosas y, a su vez, quiso permanecer en silencio. No obstante las preguntas que corroían su inocencia pugnaban por salir... y era imposible detenerlas.

—¿Y qué me dice de su afición al opio, a las...prostitutas y al alcohol?

Geoffrey se apartó de ella y tomó aire. Le costaba hacerlo, porque cada exhalación era dolorosa, intensa e insoportable. Se llevó una mano al pecho, allí donde dolía y cerró los ojos. Escuchó la pregunta como un eco que venía de lejos, pero se apresuró a contestarla. A fin de cuentas él se había metido solo en ese lío, aunque nadie le había dicho lo doloroso que podía llegar a ser.

—Es cierto que bebo...bebía. —Se corrigió y sacudió la cabeza, agotado—. Y es cierto que perdí mucho dinero apostando. En cuanto al opio... no lo he probado.

—Pero no es eso lo que afirman—respondió ella y se acercó a él, movida por un hilo mucho más fuerte que los rumores o el miedo. Un hilo invisible, pero fuerte como el destino.

—Ya, me lo imagino. —Geoffrey sintió la mano de ella apoyarse en su hombro y, de golpe, todo dejó de importar. Sus recelos se esfumaron como si nunca hubieran estado y solo tuvo ganas de arrodillarse, de dejarse abrazar y de dar gracias por esa nimiedad que, para él, era tan inmensa—. Pero eres tú quien tiene que decidir qué hacer con todo esto. Yo... ya no puedo más. Soy incapaz de dar más de mí.

—¿Por qué... ha decidido contarme todo esto?

—Porque quiero creer que tengo una oportunidad—musitó él, con voz ronca—. Porque necesito, ansío, creer que no soy un criminal. No a tus ojos.

Las palabras calaron en ella con suavidad. Cada sentimiento que las acompañaba impactó de lleno en su pecho y se expandieron por cada latido, por cada inhalación, como una corriente de fuego. Su corazón se llenó de ternura, de pureza... y de él, también de él. Quizá por eso su mano se deslizó lentamente hacia la de Geoffrey y la rozó como una tímida mariposa antes de echar a volar.

—No entiendo cómo le han podido hacer esto —susurró, mientras tiraba de su brazo con suavidad. Él se giró y ella se estremeció al ver su torturada mirada—. No soy capaz de comprenderlo.

—A la gente le gusta mucho este tipo de cosas. Cuanto más morbo, Emily, mejor. Y yo... —Suspiró profundamente y se pasó la mano por el pelo, antes de volver a mirarla—. Imagino que lo fomenté con mi comportamiento. Tras la muerte de Judith es cierto que me di a la bebida y al juego. Prácticamente me arruiné... y no pasaba un día sobrio. Todo eso duró mucho más de lo que yo hubiera deseado y la gente... terminó por magnificarlo. Añadieron sus propias versiones, a cada cual más sórdida... porque yo ya no podía luchar, no podía desmentirlo.

Emily maldijo en su fuero interno a  todo aquél que había tenido un papel en aquel espantoso teatro. Ahora entendía a la perfección cada gesto que había tenido con todo el mundo y, lejos de asustarse, le apoyaba. Geoffrey era una víctima del destino y no era justo que los demás se cebaran con él. Sacudió la cabeza, sonrió y señaló a las tazas vacías.

—¿Más té?

—¿Qué? —Geoffrey levantó la vista de golpe y sacudió la cabeza, incrédulo, cuando entendió que ella seguía allí, con él—. ¿No vas... a salir corriendo?

—No soy una cobarde —contestó ella con aplomo y cogió la tetera con firmeza, después le miró y volvió a sonreír—. ¿Azúcar o limón?

—Azúcar, por favor —contestó en voz baja aún sin salir de su asombro. Una breve sonrisa asomó en sus labios, aunque no llegó a su cénit. Aún temía que todo aquello fuera una mera ilusión, una quimera de su mente—. Emily... me gustaría poder verte una vez más. Tengo algo que darte, un...regalo. Si me permites concretar una cita, te lo agradecería profundamente.

La joven sirvió las tazas en silencio, mientras recapacitaba sobre lo que él acababa de decir. En su fuero interno sabía que otra cita sería arriesgar no solo su persona, sino también su corazón, pero... ¿qué más daba? A pesar de todo el daño que se habían hecho, ella seguía sintiendo mariposas en el estómago y nada, ni nadie, iba a quitarle tan maravillosa sensación. Ni siquiera su propia conciencia.

—¿Un regalo? —Emily sonrió de manera traviesa, como una niña. Después se sentó en el sofá y le hizo un gesto para que se sentara junto a ella—. ¿Qué es?

—Es una sorpresa. —Geoffrey aceptó su invitación y se sentó junto a ella, tan cerca que sus piernas se rozaron con suavidad. Él notó un estremecimiento de placer y ella, a cambio, se ruborizó y sonrió—. Podríamos vernos en un par de días, si es lo que quieres. Yo puedo ir donde quieras, donde te encuentres más segura.

—¿En Hyde Park? ¿Dónde nos encontramos el otro día? —preguntó ella e intentó, con esa suavidad que la caracterizaba, templar un poco la amargura que impregnaba sus palabras. Sus palabras no consiguieron lo que pretendía pero su mano, que se apoyó suavemente sobre su brazo, sí.

Fue tan solo una mirada. Un gesto puro, lleno de calidez y intensidad. El cruce de sentimientos, de palabras no dichas y de sensaciones que amenazaban con desbordarse, estalló ante ellos y provocó que todo lo que había a su alrededor desapareciera. Solo había lugar para la proximidad, para la lucha interna de los "no debería" y de los "lo necesito". Solo les separaban unos segundos, un pequeño mundo que podía cambiar sus vidas de un plumazo, un pequeño retazo de dudas que permanecía en los escasos centímetros del vacío. Solo tenían que atreverse a cruzar ese espacio, esa pequeña barrera.

Geoffrey se estremeció suavemente y dejó que el dorso de su mano acariciara su mejilla. Vio con dolorosa nitidez que ella sonreía y se humedecía los labios, tentándole a abandonarse a un peligro mucho mayor que su propia locura. Como una sirena que le llamaba desde las profundidades de un océano de plenitud y al que él no quería resistirse.

Sonrió, bajó el pulgar hasta rozar sus labios y... se detuvo. La puerta que tenía en frente se abrió y, mientras se apartaba de ella, maldijo el momento en el que sus mejores amigos hacían aparición. Bufó sonoramente y se cruzó de brazos.

—Sentimos mucho habernos retrasado. —Rose miró a Geoffrey inocentemente y se sentó frente a él—. Era mucho más papeleo del que esperábamos.

—Demasiado. —Marcus apoyó a su mujer y se sentó en el reposabrazos del pequeño sillón. Después la besó en la coronilla—. Pero ahora podemos continuar con esta magnífica tarde ¿no creéis?

—Sintiéndolo mucho, yo debería marcharme ya. —Emily señaló el reloj de pared que ya apuntaba horas tardías y negó con la cabeza—. Mi madre me espera en casa con otro compromiso —continuó y se levantó, junto a los dos hombres.

—Deja que te acompañe a la puerta. —susurró Geoffrey rápidamente y se interpuso al ver que Marcus iba a hacer lo mismo. Tuvo la imperante necesidad de gruñirle, pero se contuvo y tras hacer una reverencia a la joven la siguió hasta salir de la habitación. Cuando cerró tras de ellos, suspiró y contempló a la muchacha—. Entonces... ¿En un par de días y por la tarde? Emily, dime una hora y allí estaré.

La joven se giró lentamente y le miró con detenimiento. La tensión entre ellos era evidente, pero no desagradable. Simplemente estaba allí, no resuelta, como una frase a medio terminar y que decide el fin de un libro. Tras un momento de silencio, Emily sonrió.

—A las seis, milord. Al lado del Serpentine. Si lo desea, podemos hacer un picnic allí y tomar un té tardío—propuso, mientras sonreía a Scott, que se apresuró a abrir la puerta principal. Fuera, un carruaje con el sello de los Laine, un lirio y un martín pescador, esperaba a la sombra.

Geoffrey asintió con un cabeceo  y una tímida sonrisa. Después apartó a Scott con suavidad, sujetó la puerta mientras salía e hizo una reverencia. Emily, a cambio, dejó escapar una cristalina carcajada antes de salir y le dedicó una mirada llena de inocencia, de verdades ocultas y de secretos que deseaba que solo él descubriera.