Capitulo 21

 

Peter esperaba que Genevieve reaccionara con furia e indignación, diciéndole que se fuera al infierno y que jamás volvería a estar en manos de Harry y que encontraran otra manera de detenerlo. ¿Acaso no era ése el trabajo del Comité? ¿Matar a los malos para salvar a los buenos?

Pero no le dijo nada de eso.

— ¿Y qué les has dicho? —le preguntó con una voz mortalmente tranquila.

—Les he dicho que aceptarás. Tendremos un francotirador que eliminará a Harry en cuanto se ponga a tiro. Todo lo que tienes que hacer es mantener la calma.

—Estoy muy calmada —dijo ella—. Respóndeme a una pregunta. ¿Por qué estabas tan seguro de que aceptaría? ¿Por estar enamorada de ti? Peter se estremeció ligeramente. Era el primer golpe emocional que ella conseguía infligirle.

—No estás enamorada de mí —dijo—. Eres demasiado inteligente para eso, y conoces la diferencia entre el sexo y el amor. Aunque tal vez me equivoqué... Ni siquiera sabías dónde tenías el clítoris.

Intentaba avergonzarla, pero no lo consiguió. Genevieve estaba más allá de la ofensa.

— ¿Entonces por qué pensaste que lo haría?

— Porque eres una mujer ingenua y sentimental que cree que puede cambiar el mundo. Por la misma razón por la que has cometido el error de creer que estás enamorada de mí. Eres una romántica que cree que debe estar enamorada para disfrutar del sexo.

—Al menos he dejado de ser «nada especial» — dijo ella fríamente.

Peter ignoró su cáustico comentario.

—Harás lo correcto, por muy peligroso que sea. Siempre lo haces. Por eso en la isla no aprovechaste la huida que te puse en bandeja y fuiste a intentar rescatar a Harry. Y mira adónde te llevó tu osadía. Van Dorn quiere matarte para recuperar su orgullo después de que hayamos desbaratado todos sus planes.

—Y tú vas a permitírselo —era una afirmación, no una pregunta.

—No. Habrá gente protegiéndote, aunque no podrás verlos. Alguien matará a Harry antes de que pueda acercarse a menos de tres metros de ti, y luego podrás vivir feliz para siempre en tu elegante isa de Nueva York.

— ¿No crees que Harry habrá pensado en eso y que él también tendrá francotiradores apostados?

Peter no lo negó.

—Somos profesionales y sabemos a lo que nos enfrentamos. Si no creyera que tenemos una buena posibilidad de salvarte, no les habría dicho que aceptarías.

— ¿Una buena posibilidad? —repitió ella—. Qué conmovedor. ¿Y cuándo ocurrirá?

El se encogió de hombros. Genevieve se lo estaba tomando mucho mejor de lo que había esperado. Estaba aceptando lo inevitable, sin llantos ni súplicas. Con el detalle adicional de que ahora lo odiaba por haberla traicionado.

—Mañana. Harry se pondrá en contacto y fijará las condiciones. Nos hará saber dónde y cuándo.

Genevieve parecía haber empequeñecido, sentada en la cama deshecha con la ropa sencilla y discreta que él le había comprado. Quería gritarle y obligarla a negarse. El Comité no podía forzarla. La decisión dependía solamente de ella. Sólo tenía que decir que no.

—De acuerdo —dijo ella finalmente—. Con una condición.

—No hay condiciones. O lo haces o lo rechazas.

— ¿Dices que estaré protegida? —siguió ella, impertérrita.

—Habrá un equipo especial destinado a garantizar tu seguridad.

— Perfecto. No quiero que tú formes parte de es equipo.

Peter no debería haberse sorprendido, pero así fue.

— ¿Por qué?

—Porque quiero que salgas de esta habitación y que nunca más tenga que volver a verte —su voz era dura e inflexible. Una voz que Peter nunca le había oído antes.

—Me encantaría, pero no puedo. No hasta que llegue el equipo. Harry no dejará de buscarte aunque ya haya tramado su plan, y por tanto no puedo dejarte sola.

—Puedes montar guardia en la puerta. O vigilar desde el coche. Me da igual lo que hagas, pero no quiero verte.

— De acuerdo — aceptó él—. Pero deja la puerta cerrada.

Ella asintió, como si no confiara en su voz para seguir hablando. Peter agarró su café frío y se dirigió hacia la puerta, pero Genevieve lo llamó antes de abrir.

— Sólo una pregunta más. ¿Anoche sabías esto y por eso te acostaste conmigo? ¿Para conseguir que hiciese lo que tú quisieras?

Estaba empezando a hacer conjeturas, y Peter no podía consentir que llegara al fondo del asunto. Genevieve tenía que ser fuerte o jamás sobreviviría. Necesitaba la furia, no el dolor. De modo que hizo lo mejor que podía hacer por ella. Mentir.

—Sí —respondió. Ella asintió, y él cerró la puerta al salir.

 

El televisor estaba desenchufado y alguien había arrancando el cable de la antena. Genevieve lo enchufó de todas formas, y en la pantalla apareció la imagen granulada de un canal que emitía anuncios.

Se tumbó bocabajo en la cama de Peter. No iba a acercarse a la suya después de que él la hubiera poseído en ella. Permaneció tendida sobre las sábanas arrugadas, viendo cómo le enseñaban a ganar una fortuna con las inversiones inmobiliarias, a blanquearse los dientes y a usar unos extraños artilugios de cocina. Aprendió a limpiarse su inexistente acné, a quitarse diez años de encima, a maquillarse y depilarse, a cortarse ella misma el pelo y a hacer álbumes de recortes.

Pero no le dijeron cómo seguir adelante con el corazón destrozado.

Sí salía viva de aquello, haría su propio anuncio, algo así como Cincuenta formas de matar a tu amante. Empezó a idear algunas, pero no encontró ningún placer en las fantasías violentas. Atarlo a la vía del tren o arrojarlo a los tiburones estaría muy bien, pero no podía pensar en armas y explosiones. Muy pronto tendría que enfrentarse con esas amenazas reales.

Durmió un poco, no porque estuviese cansada, sino porque no quería permanecer despierta. Tal vez, estuviera deprimida. ¿No dormía demasiado la gente deprimida? Tenía una buena razón para estarlo: el hombre al que amaba la enviaba a la muerte.

Al menos tenía claro que lo amaba. Peter se había equivocado al atribuirle la inteligencia para no enamorarse de él. Era una estúpida, porque incluso después de su traición seguía amándolo. Quería matarlo, pero no quería que muriera. Quería que saliera de allí sano y salvo, y ésa había sido la mitad de la razón para echarlo.

La otra mitad era que si Peter se quedaba, ella corría el riesgo de ponerse a llorar y de suplicarle. Y era demasiado digna para hacer algo así.

 

Harry van Dorn estaba impecablemente vestido con unos pantalones blancos, una americana azul marino y una camisa Oxford azul del mejor algodón egipcio. Siempre le gustaba ofrecer su mejor aspecto cuando lo estaban filmando. Su pelo rubio le caía perfectamente ondulado, después de pasar por media docena de peluqueros y estilistas. Se calzó los suaves zapatos de piel, sin calcetines, y ensayó su radiante sonrisa una vez más ante el espejo antes de salir al inmenso vestíbulo.

Todos los focos y cámaras estaban preparados, y los niños ya habían llegado. Formaban un atajo de rostros patéticos, pero los había elegido precisamente por su pobreza. Eran los seres más inútiles y despreciados del mundo, enfermos y agonizantes, y una gran cantidad de sus donaciones se malgastaba en prolongar sus miserables vidas. Todos eran feísimos, y Harry detestaba la fealdad. Casi todos eran de color, de todas las razas oscuras que pululaban por el país. Había una niña de pelo rubio y piel pálida, pero tenía los ojos hundidos y la delgadez propia de una portadora del SIDA. Harry no pensaba tocarla, ni a ella ni a ningún otro, pero los mataría a todos si no conseguía lo que quería.

—Es muy amable por su parte, señor Van Dorn —le dijo la mujer que los acompañaba. Tenía veintipocos años, era un poco rolliza y estaba enamorada de él. Siempre revoloteaba a su alrededor cuando Harry hacía sus visitas de rigor para repartir sonrisas y regalos entre los niños y consolidar la imagen filantrópica con la que engañaba al mundo.

Incluso había tenido la osadía de sugerirle que tomaran un café juntos para hablar de los niños. Era una trabajadora social muy simpática, aunque Harry no recordaba su nombre.

—Estos niños reciben tan pocas alegrías, que estarán encantados de visitar su finca en el lago Arrowhead para el carnaval que ha organizado. Nunca salen del hospital ni de la ciudad, por lo que un día en las montañas será maravilloso para todos ellos.

—Es un placer para mí, señorita... — dejó deliberadamente la frase sin terminar, para demostrarle lo poco que se fijaba en ella. La sonrisa de la mujer vaciló un poco.

—White. Jennifer White.

A Harry no le gustaba el nombre. Se parecía demasiado a Genevieve, y era difícil mantener su encantadora sonrisa cuando estaba pensando en ella.

—Será un honor acompañar a estos niños. Y si se nos hace tarde, haré que mi personal los atienda como es debido y los devuelva mañana por la mañana. — el rostro de Jennifer White se contrajo en una repentina expresión de inquietud.

—Pero ¿no estábamos hablando de una tarde tan sólo, señor Van Dorn?

— Hace falta una hora para llegar a las montañas de San Bernardino desde aquí. No tiene que preocuparse por nada, señorita White. Mi personal está altamente cualificado para cuidar de ellos.

—En ese caso, yo también voy.

—Me temo que no. Tiene que volver enseguida al hospital... Ha surgido un problema —no le había costado mucho conseguirlo. El hospital infantil de St. Catherine recibía mucho dinero de él, y en los dos últimos años ni siquiera habían tenido que hacer la vista gorda ante los niños heridos que él les enviaba. Sus gustos habían cambiado, pero en cualquier momento podría desear un poco de inocencia infantil, por lo que siempre mantenía abierta esa posibilidad.

—Entonces quizá debería llevarme a los niños y dejarlo para otro día — sugirió ella nerviosamente.

— Señorita White, ¿de verdad cree que estos pobres chicos no estarán completamente seguros conmigo y mi personal? —le preguntó con su mejor sonrisa. Como era de esperar, aquella vaca estúpida se derritió.

—Oh, claro que no. Sólo decía que... Bueno, no quiero abusar de su amabilidad.

—No es ninguna molestia —le aseguró él—. Uno de mis chóferes la llevará de vuelta al hospital para que pueda ocuparse de todo. Mientras tanto, yo me llevaré a estos pobres críos a que pasen el mejor día de su vida en mi casa del lago.

Ella seguía protestando mientras uno de sus hombres la sacaba por la puerta, y Harry esperó a que su voz se hubiera apagado antes de volverse hacia los niños.

Chasqueó con los dedos, y el equipo de rodaje empezó a filmar. En Los Angeles se podía encontrar de todo por un precio, y tener a un equipo particular que grabara todo cuanto él quisiera, por desagradable que fuera, resultaba sorprendentemente barato. Las drogas, las prostitutas y los ambientes elegantes mantenían satisfechos a los miembros del equipo, y cuando alguno empezaba a perder interés en los lujos era muy fácil sustituirlo.., una buena medida para que los demás se mostraran más obedientes.

—Hace un hermoso día primaveral aquí, en Los Angeles —dijo, dirigiéndose a la cámara—. Diecinueve de abril, para ser exactos. Ustedes saben que tenía muchos planes para hoy, pero por alguna razón se han desmoronado. No me inquieta especialmente mi fracaso... las sospechas son una cosa, demostrar algo sería imposible. Por tanto acepto con elegancia mi derrota —mostró sus dientes en una afable sonrisa—. Han conseguido desbaratar mis planes, sin ni siquiera comprender lo que intentaba lograr. Puede haberles parecido un poco duro, pero el nuevo orden mundial habría sido mejor para todos.

Miró a los niños desgraciados. No le gustaban los niños, salvo los que eran guapos y no lloraban demasiado cuando los tocaba. Los críos no parecían responder al famoso encanto de Van Dorn. Era como si pudieran ver a través de sus bromas y sonrisas.

Los perros tampoco le gustaban. Tal vez los perros y los niños eran más inteligentes que el resto de las personas. O tal vez él no se molestaba lo suficiente en intentar engañarlos. En cualquier caso, aquel horrible grupo de chiquillos esqueléticos lo estaba mirando con desconfianza.

—Soy un hombre muy comprometido con las obras de caridad —continuó—. Y ésta en concreto es muy importante para mí... cuidar de niños moribundos y hacer que sus últimos días de vida sean un poco más alegres.

La cámara se movió hacia los rostros infantiles. Harry no sabía qué edades tendrían... posiblemente todos por debajo de los doce años. Sus cortas edades serían un aliciente más para conmover a la gente de buena fe.

— No me gustaría que nada les ocurriera a estos niños, pero las carreteras de las montañas pueden ser muy traicioneras, y en algunos tramos ni siquiera hay barreras de seguridad. El vehículo que los transporta podría salirse de la carretera si alguien no tiene el suficiente cuidado, y me gusta pensar que soy un hombre muy prudente.

Casi esperaba que los críos empezaran a llorar y gimotear al oír la amenaza, pero ninguno de ellos parpadeó siquiera.

—Tengo que admitir que me siento herido en mi orgullo. Y me duele realmente tener que renunciar a algo por lo que tanto he trabajado. Pero lo haré, sin armar ningún escándalo, y seguiré donando mi dinero a las causas perdidas, de modo que no tienen de qué preocuparse. Pero necesito una cosa, y si no la consigo, estos niños van a pasarlo muy mal. Los accidentes ocurren. He oído que ver a alguien ardiendo vivo es una visión espantosa. Y si un coche se despeña por un barranco, es muy probable que arda en llamas si hay supervivientes. Siempre llevo gasolina extra en mis vehículos, por si acaso —le sonrió a la cámara—. Voy a llevarme a estos niños a mi finca del lago Arrowhead, y no se crean que podrán llegar ustedes primero. Es una fortaleza bien armada, y cualquiera que intente entrar volará por los aires. Oh, y es posible que no sepan de qué lugar estoy hablando. Tengo muchas propiedades en el lago Arrowhead y en Big Bear, y les costará algún tiempo adivinar de cuál se trata. Aquí tiene los detalles que estaba esperando, señora Lambert. Haremos un intercambio. Ustedes me traen a la señorita Genevieve Spenser, y yo suelto a los niños sin que sufran el menor rasguño. Se preguntará por qué quiero a la señorita Spenser. Muy sencillo. Porque ya me he cargado a todas las fulanas que han intentado jugar conmigo, y ella es la única que queda suelta. Y no me gusta. Es como si a uno le echaran sal en la herida. ¿Sabe a lo que me refiero? —hizo una pequeña pausa—. La mataré, que no le quepa la menor duda. La Regla de Siete tendrá que reducirse a la Regla de Uno, y le aseguro que no me gusta. Ustedes eligen, media docena de mocosos que de todas formas van a morir o una abogada menos en el mundo. ¿Conoce ese chiste? «Cómo llamaría a cien abogados en el fondo del mar? Un buen comienzo». Sé cuál será su elección, porque en realidad no tiene elección. Le haré saber dónde tendrá lugar el intercambio.

El cámara estaba bien entrenado y sabía cuándo cortar la grabación.

—Enviadle el vídeo y conseguid una respuesta. ¿Está claro?

Era una pregunta innecesaria. Todo su personal sabía lo que les pasaría si le fallaban, y la muerte de Takashi era un recordatorio muy reciente. Todos se apresuraron a garantizar que cumplirían con su deber, y Harry les dedicó una sonrisa amistosa antes de volverse hacia los niños.

— Vamos, pequeños. Nos vamos de excursión.

Una niña de color, alta y flacucha, la que menos le gustaba a Harry, se había erigido en líder del grupo.

—No queremos ir contigo.

—Vaya, qué lástima —dijo él, divertido—. Por que no sois más que un puñado de críos, y yo tengo a veinte hombres fuertes que harán todo lo que les ordene. Así que haced lo que os digo y subíos a la maldita limusina de una puñetera vez.

—No diga palabrotas —dijo un niño más pequeño.

—Tienes razón, te ruego que me perdones. Seguid a mis hombres y daréis un bonito paseo en coche por las montañas.

—¿Y si no lo hacemos? —preguntó la cabecilla del grupo.

Qué fácil sería romperle su asqueroso cuello, pensó Harry. Tal vez devolviera sólo a cinco niños en vez de seis.

—¿Cómo te llamas, pequeña? —le preguntó.

—Tiffany Leticia Ambrose.

Tiffany. Un nombre muy curioso para un pedazo de basura.

— Bueno, Tiffany, si no cierras la boca, serán tus amiguitos quienes lo paguen. ¿Me has entendido?

Cualquier otro chico se habría deshecho en 1ágrimas, pero ella se limitó a asentir y a retroceder, y Harry los miró a todos con su encantadora sonrisa.

—Entonces, ¿estamos todos de acuerdo? ¿Nos vamos a las montañas?

Sin esperar respuesta, se alejó y dejó que el grupo lo siguiera, como un rebaño en dirección al matadero.

 

Cuando Genevieve despertó, la mañana estaba muy avanzada... Lo supo porque los infoanuncios habían dejado paso a ridículos dibujos animados. Ni siquiera era un Manga decente, pensó con la mente medio dormida. Entonces oyó unas pisadas agudas, unos golpes en la puerta, y supo que era hora de levantarse. ¿Sería un buen día para morir?

La mirilla había sido tapada por algún huésped, pero pensó que Peter no dejaría que nadie peligroso se acercara a la puerta. Abrió, y se encontró con una mujer de aspecto elegante y belleza serena, casi sobrecogedora.

—Soy Madame Isobel Lambert —se presentó con una sonrisa, pronunciando su apellido de una manera afrancesada aunque su acento parecía británico—. Soy la jefa de Peter y directora del Comité. ¿Puedo pasar?

Genevieve abrió del todo sin pronunciar palabra, y resistió el impulso de comprobar si el coche de Peter seguía aparcado en la acera, con Peter en su interior.

Madame Lambert medía un metro sesenta y cinco, aproximadamente, y ni siquiera con sus tacones de aguja era más alta. Pero a pesar de estar descalza, Genevieve sintió como si aquella mujer se cerniera sobre ella.

—Lamento no poder ofrecerle una silla o un poco de café —se disculpó con voz temblorosa— Pero no dispongo de muchas comodidades, como puede ver.

Isobel Lambert miró la cama que había compartido con Peter, y Genevieve tuvo ganas de gritar. ¿Acaso todos los miembros del Comité tenían un sexto sentido?

Se sentó en la cama donde había dormido ella sola, y dejó que la mujer pensara lo que quisiera. Se había acostado con la ropa puesta y se sentía sucia y desarreglada. Madame Lambert se sentó en la otra cama, cruzó sus elegantes piernas por los tobillos y sacó un cigarro.

— ¿Le importa? Acabo de volver a empezar.

La habitación ya olía a tabaco, y a Genevieve no le importaba.

—No creo que sea el humo lo que me mate — dijo con ironía—. Adelante.

— No va a morir, señorita Spenser.

—Llámame Genevieve. No hay ninguna necesidad de andarse con formalismos cuando vas a entregarme a un asesino.

Madame Lambert sonrió.

—Peter me dijo que eras una luchadora. Eso es bueno. Si hubieras sido una cría inútil y llorona, ni siquiera habría considerado esta opción.

—Puedo llorar —sugirió Genevieve al instante—. Dame un minuto y verás cuántas lágrimas soy capaz de derramar —era cierto. Durante los últimos días había estado al borde del llanto, pero era demasiado pragmática para ceder a las lágrimas.

—Creía que Peter había dicho que estabas de acuerdo — dijo Madame Lambert, en cuyo rostro se reflejó la preocupación a pesar de no tener ni una sola arruga. ¿Cuántas inyecciones de Bótox habría absorbido aquella piel perfecta?

— ¿Tengo elección?

—Claro que la tienes, pero no puedo decir lo mismo de los seis niños a los que Harry tiene intención de matar si no te entregamos.

Genevieve sintió náuseas. ¿Todavía podían empeorar las cosas?

—No hay elección —murmuró.

Madame Lambert asintió.

—El intercambio tendrá lugar en su complejo del lago Arrowhead. No sé por qué ha elegido ese sitio... Sólo hay dos carreteras principales que conduzcan hasta allí arriba.

—Tal vez piensa que le permitirás marcharse tranquilamente.

—Eso ocurrió en el pasado. En este negocio hay que tomar decisiones muy discutibles, Genevieve, y a veces el mal consigue salirse con la suya. Pero Harry van Dorn no va a escapar contigo ni con los niños. Eso te lo prometo.

—¿Habéis encontrado ya a Takashi?

Una sombra casi imperceptible cubrió fugazmente el rostro de Madame Lambert.

—No. Pero es duro de matar. Aún no he perdido la esperanza.

—Me salvó la vida.

—También te la salvó Peter —señaló Isobel—. Varias veces, de hecho.

—También iba a matarme. ¿Por orden tuya, quizá?

— Sí — admitió ella, sin molestarse en parecer arrepentida—. Te aseguro que fue una orden muy difícil, y me alegro de que eligiera ignorarla.

— Ahora se me ofrece una forma nueva de morir.

Madame Lambert se levantó y apagó el cigarro medio consumido en el cenicero.

—No vas a morir —repitió—. No si yo puedo evitarlo. Tenemos un chaleco antibalas para ti, como medida de precaución. Habrá francotiradores por todas partes, y dispararán en cuanto tengan oportunidad. Harry no podrá acercarse a ti.

— ¿No habría que llevar también unos cuantos médicos, por si acaso?

—Siempre nos ocupamos de eso —replicó Madame Lambert, mirándola fríamente.

— ¿Te ha dicho cuáles son mis condiciones?

— ¿Te refieres a Peter? Sí, me ha dicho que no quieres que él participe. No deberías dejar que unas emociones más propias de la adolescencia se interfieran en algo que podría marcar la diferencia entre la vida y la muerte. Peter es un tirador de primera... No podrías contar con nadie mejor para protegerte.

—Gracias, pero no —dijo ella—. Y no soy una adolescente sentimental. Simplemente, no me gusta que me utilicen.

— ¿Quién ha dicho que las emociones adolescentes sean las tuyas? —Preguntó Madame Lambert con una sonrisa—. El intercambio será hoy a las tres de la tarde. Se espera un banco de niebla en las montañas. Mientras tanto, ¿por qué no te arreglas un poco y te llevo a desayunar?

—No tengo mucha hambre — mintió ella, resentida por la sugerencia de que se arreglara. Ciertamente su aspecto no podía compararse con la perfección de Madame Lambert, pero unas semanas atrás ella también había presumido de esa perfección. De ser una diosa con ropas de diseño, zapatos caros y peinados perfectos, había pasado a estar descalza, sucia, despeinada y sin una gota de maquillaje—. De acuerdo — añadió débilmente—. Siempre que no tenga que encontrarme con nadie que me quite el apetito.

—Peter ya está de regreso a Inglaterra —le aseguró Madame Lambert—. Me temo que no dejó ningún mensaje.

Genevieve se levantó sin alterar su expresión. No importaba que le hubiese dicho a Peter que se fuera. El muy bastardo la arrojaba a los lobos y la abandonaba para no tener que presenciar cómo la devoraban.

—Estaré lista en media hora —dijo con voz calmada.

—Muy bien. No tenemos prisa —respondió Madame Lambert, sin intención de moverse.

— ¿Podría tener un poco de intimidad?

—No seas tonta, niña. Los americanos sois demasiado pudorosos. Te prometo no mirar. Pero no vamos a perderte de vista en las próximas horas.

— ¿Por si acaso cambio de idea?

—Siempre puedes cambiar de idea. Harry van Dorn ha sufrido unos cuantos reveses y no va a dejar nada al azar. Quiere vengarse por haber perdido sus objetivos, y matar a Takashi y a Peter no es suficiente para él.

—¿Qué? —exclamó ella, sin intentar ocultar el pánico.

Madame Lambert le ofreció una sonrisa reconfortante.

—Harry cree que Peter murió en la isla. Si supiera que sigue vivo, preferiría cazarlo a él antes que a ti.

—Entonces, ¿por qué no dejas que vaya él en mi lugar? —preguntó Genevieve. No era lo que realmente quería, pero Peter tendría más posibilidades de sobrevivir que ella.

— Porque Peter es mucho más valioso si Harry cree que está muerto.

— Y porque yo soy prescindible.

—Yo no he dicho eso. Puedes cambiar de opinión, si quieres.

— ¡Deja de repetirme eso! Sabes que no cambiaré de opinión. Tu quizá puedas vivir con la muerte de seis niños pesando en tu conciencia, pero yo no.

—Créeme, niña. Mi conciencia soporta un peso mucho peor —dijo Madame Lambert, volviendo a sacar el paquete de tabaco.

—Pensándolo bien, sí me importa que fumes — dijo Genevieve—. No quiero morir oliendo como un cenicero.

Peter habría hecho algún cínico comentario sobre la cremación. Pero Peter no estaba allí, y Madame Lambert no era Peter. Se limitó a guardar el tabaco en su bolso Hermes... un artículo tan caro que ni siquiera Genevieve habría podido permitirse, y lo cerró.

—Como desees. Pero no te voy a dejar sola.

—Tú misma —dijo ella, y se encerró en el cuarto de baño.

No fue hasta que no acabó de ducharse cuando se dio cuenta de que no había llevado su ropa limpia al baño. Agarró la diminuta toalla y fue a buscarla, mandando la modestia a tomar viento. Madame Lambert no iba a fijarse en su cuerpo con interés lascivo. Y seguramente Peter tampoco lo había hecho. Todo había formado parte de su trabajo. Madame Lambert había hecho la cama y estaba tendida sobre la almohada, descalza. La ropa estaba pulcramente doblada a los pies de la otra cama. Genevieve pensó «al infierno», y se quitó la toalla.

—Seguramente te estés preguntando lo que Peter pudo ver en mi — dijo en tono despreocupado mientras se ponía las braguitas blancas y el sujetador—. Y la respuesta, naturalmente, es nada de nada. Sólo estaba haciendo su trabajo.

Tenía marcas en la piel, y lo sabía. No sólo el mordisco en el cuello o las raspaduras en el pecho. Todo su cuerpo estaba impregnado de él, y no podía desprenderse de su esencia por mucho que intentara lavarse. Estaba en su interior, respirando a través de la piel y acelerándole los latidos.

—Eres muy joven —dijo Madame Lambert en tono alegre—. Pareces una adolescente que acaba de descubrir el sexo.

Genevieve se estaba abrochando los vaqueros. Se detuvo y la miró.

—Escucha, voy a arriesgar mi vida por vosotros, pero no tengo por qué escuchar tus comentarios indulgentes.

—Tienes razón. Había olvidado lo que es ser joven y estar enamorada.

— Tendrás que preguntárselo a otra persona. Yo no estoy enamorada.

Madame Lambert no dijo nada. Pero su sonrisa felina lo decía todo.

 

Harry odiaba a los críos. Los niños saludables y guapos eran una cosa, pero aquéllos eran enfermizos, horribles y repugnantes. No sabían mantener la boca cerrada, y durante las curvas y giros de la carretera 330, uno de ellos había vomitado sobre la tapicería de cuero de la limusina blanca. Fue la gota que colmó el vaso. Harry no viajaba con ellos en el asiento trasero, naturalmente. Iba junto al chofer, en un asiento mucho más incómodo a lo que él estaba acostumbrado. Y los mocosos no se callaban.

—¿No puedes aislar el ruido ahí detrás? —le preguntó al chofer.

—Lo siento, señor. Esta limusina en particular no está insonorizada.

— ¿Y tampoco puedes hacer nada con el olor?

El chofer se encogió de hombros. No parecía atemorizado por su jefe. Poca gente le tenía miedo, y menos esas personas que habían destrozado su hermosa Regla de Siete.

Había superado la decepción inicial y ahora tenía un nuevo objetivo: destruir al Comité y a todos sus miembros, y para ello ya había reunido refuerzos muy poderosos. El grupo en la sombra era una amenaza para todos sus valores... la libertad empresarial, el derecho a divertirse como quisiera, la democracia. Iba a hundirlos a todos, hasta el último de ellos, entonces podría reconstruir una nueva Regla de Siete, más grande y gloriosa.

Porque aquello era personal. No era sólo la destrucción de sus planes o la infiltración de Jack OBrien y Peter Jensen en su vida privada. No habían jugado limpio, aunque ¿qué se podía esperar de unas personas que no habían tenido las mismas ventajas que él?

Iba a disfrutar como nunca con Genevieve Spenser. Primero, porque Jack-Takashi había intentado por todos los medios apartarlo de ella. Segundo, porque Peter Jensen se revolvería en su tumba. Hacer sufrir a la mujer sería lo mejor si no podía hacer sufrir al hombre que lo había traicionado. Incluso podría ser mejor.

Pero antes tenía que librarse de esa asquerosa panda de chiquillos.

— Para el coche — ordenó.

Y el chofer pisó a fondo los frenos.