Capitulo 8

 

Sorprendentemente, se había quedado dormida. Al despertar, el sol estaba rozando el horizonte, y no pudo recordar dónde se encontraba... hasta que oyó la voz furiosa desde el umbral.

—Creía que estarías planeando tu fuga, no echando una siesta.

Genevieve había cerrado la puerta, aunque debería haber imaginado que era un gesto inútil. Se había quedado dormida en uno de los sillones, y mantuvo la mirada en la reluciente superficie del mar, negándose a prestarle la menor atención a Peter. La casa había sido construida en un montículo y las vistas eran espectaculares, a pesar del muro de piedra camuflado y los tiburones que infestaban aquellas aguas.

—Sé que es mucho pedir que me permitieras cerrar la puerta —dijo en un tono engañosamente suave—, pero sería muy considerado por tu parte llamar antes de entrar.

Peter entró en la habitación. Se había duchado y cambiado de ropa, y Genevieve sintió ganas de abofetearse a sí misma. Tendría que haber aprovechado que estaba distraído para intentar huir, pero en vez de eso se había quedado dormida.

—Menos mal que no lo has intentado — dijo él, volviendo a leerle el pensamiento. ¿Realmente era tan transparente? De ningún modo. Era una excelente jugadora de póquer, como todo buen abogado.

Pero Peter Jensen tenía una habilidad especial para percibir las reacciones ajenas, o quizá la conocía mucho mejor de lo que ella se conocía a sí misma. Genevieve prefería pensar que era un talento innato y no algo personal.

— ¿Por qué no? —preguntó, dedicándole toda su atención—. ¿Esperabas que me diera la vuelta y me hiciese la muerta?

Era una lástima que no contara con esa habilidad para leerle la mente. El rostro de Peter era completamente inexpresivo mientras la idea de la muerte flotaba en el aire.

—La casa cuenta con un sistema de seguridad experimental — explicó—. Si intentas abrir una puerta o ventana, recibirás una descarga eléctrica. Bastante fuerte, me temo. Y no creo que en la isla quede nadie con conocimientos de primeros auxilios.

— ¿Y tú? —le preguntó mordazmente—. Creía que podrías hacer algo.

—No es mi especialidad. Me dedico a cobrar vidas, no a salvarlas.

No había nada que ella pudiera decir ante una declaración semejante.

— ¿Entonces nos quedaremos aquí sentados a esperar que me demuestres tu especialidad?

—El sistema de seguridad también sirve para mantener fuera a los otros. Puedes considerarte afortunada por ello.

—Oh, me siento la mujer más dichosa del mundo.

Los ojos de Peter brillaron débilmente de regocijo.

—Me gustas más cuando contraatacas.

—Mi intención es no gustarte —replicó ella—. A menos que así me permitas marcharme y llevarme a Harry conmigo.

—Me temo que eso no puedo permitirlo.

—No lo creo. Me parece que puedes hacer lo que quieras.

— Me halagas con esa opinión tan alta de mí — dijo él—. Pero tengo un trabajo que hacer, y voy a  hacerlo. Es cuestión de orgullo profesional.

—Entonces, ¿por qué estamos hablando?

—Las puertas y ventanas están electrificadas, y te he advertido de lo peligrosas que son estas aguas. Pero las puertas francesas del salón son seguras, y hay dos piscinas dentro de los muros... una de agua dulce y otra de agua sajada. Tal vez el ejercicio físico te ayude a relajarte.

— No tengo bañador.

— Por esta isla han pasado un sinfín de mujeres. Estoy seguro de que podrás encontrar algo que te sirva. O también puedes ir sin bañador.

—Oh, sí, no hay nada que me guste más que pasearme por ahí desnuda —gruñó ella.

— ¿No crees que estás a salvo conmigo?

—Oh, claro que sí. Tú sólo tienes intención de matarme, no de violarme —espetó con sorna, echándose el pelo hacia atrás. Estaba tan cerca de él que podía ver su expresión incluso sin lentillas. Pero su rostro no delataba ninguna emoción—. A menos, claro está, que pueda seducirte para que me dejes marchar. Peter se echó a reír.

— ¿Crees que no podría hacerlo? —preguntó ella, indignada.

— ¿Seducirme? Sí, sé que podrías hacerlo... y tendríamos dos días para matar el tiempo, si me permites la expresión. Pero ¿supondría alguna diferencia? No. Y la pregunta es: ¿serías capaz de llegar hasta el final?

Genevieve lo recorrió lentamente con la mirada.

— ¿Por qué no? Sabes muy bien que no estás mal... cuando no te haces pasar por un fantasma.

— ¿Que no estoy mal? —repitió él, divertido—. Creo que podrías aspirar a algo mejor.

Su atractivo era innegable, con su pelo negro, largo y rizado por la nuca, sus penetrantes ojos azules y su cuerpo alto y fuerte.

—Los mendigos no pueden elegir —dijo ella.

—No pierdas tu tiempo conmigo, señorita Spenser. Soy un maestro con las armas de todo tipo, incluido el sexo. No tengo sentimientos... Puedo acostarme con una mujer con la misma eficacia con la que puedo matarla, y ninguna de las dos cosas significa nada para mí.

—Nunca he pensado en el sexo como en un arma.

— O eres una ingenua o te estás engañando a ti misma. Y no me parece que seas tan romántica.

Uno a cero para ella, pensó Genevieve. Parecía que, después de todo, no la conocía tan bien. En el fondo era una romántica sin remedio. Se recostó en el sillón y estiró sus largas piernas desnudas.

—Resumiendo... —dijo con su voz más profesional. En realidad apenas había estado ante un tribunal y nunca había tenido que ofrecer un resumen —. No puedo salir de la casa porque las puertas y ventanas están electrificadas, pero sí puedo usar la piscina... ¿Qué impedirá que pueda escapar una vez que esté fuera?

— La piscina está rodeada por una valla electrificada que podría matarte.

Ella tragó saliva.

—De acuerdo. Si consigo superar ese obstáculo, tendría que enfrentarme a tus amigos. Y si consiguiera esquivar a esos sádicos, me encontraría con unas aguas llenas de tiburones. Lo que no me creo que sea verdad, por cierto.

—No me gustaría que acabaras siendo comida para peces —dijo él suavemente—. Mi madre me llevó a ver Tiburón cuando era niño, y no me parece que sea una bonita forma de morir.

— ¿Hay formas bonitas de morir? En cualquier caso, no creo que tuvieras madre. Saliste de un huevo como la víbora que eres.

—Alguien tiene que poner los huevos, ¿no? Pero, si te soy sincero, mi madre tenía mucho en común con una víbora —dijo, dándose la vuelta.

— ¿Eso es todo? —preguntó ella—. ¿Sólo has venido para decirme que hay otras formas de morir y ya te vas?

El se detuvo en la puerta.

—Te estoy avisando de qué formas podrías morir prematuramente. Deberías intentar luchar todo lo que puedas.

— ¿Por qué? ¿Te excita que tus víctimas se resistan?

Había ido demasiado lejos, pero había estado intentado provocarlo desde que lo vio entrar en la habitación. Peter se movió tan rápido que ella no lo vio venir. En un momento estaba junto a la puerta y al siguiente se inclinaba sobre ella, atrapándola entre sus brazos y con el rostro peligrosamente cerca del suyo.

—Más te vale no saber lo que me excita, señorita Spenser —murmuró en una voz sensual y al mismo tiempo amenazadora.

Genevieve levantó la mirada hacia aquel rostro innegablemente atractivo, intentando no mostrar ninguna reacción. ¿Era un ser humano o simplemente un bloque de hielo bajo el ardiente sol del Caribe?

—O quizá crees que ya lo sabes —dijo él. La suavidad de su voz era aún más aterradora en aquel rostro frío y despiadado.

—No, yo...

No pudo seguir hablando porque el beso la acalló. No fue un beso suave y seductor como el que le había dado antes de dejarla inconsciente. Aquello era extrañamente distinto y fervoroso, y nada tenía que ver con la seducción. Su boca le cubrió la suya, llena de furia y desesperación, y no había nada que ella pudiera hacer salvo permitírselo. Se aferró a los brazos del sillón y hundió los dedos en la tapicería para contener el impulso de tocarlo, como le pedía una alocada parte de su conciencia. Estaba horrorizada por las sensaciones que se arremolinaban en su estómago. Podía reprimirse para no devolverle el beso, pero no pudo impedir que los ojos se le cerraran ni pudo comprender las lágrimas que le abrasaban los párpados. ¿Estaba llorando por él? ¿Por ella? ¿Qué demonios le pasaba?

Y de repente se acabó. El se retiró y la miró con un destello glacial en sus ojos azules. Ni siquiera respiraba con agitación. Ella, en cambio, no podía recuperar el aliento, y el corazón le latía desbocadamente. Parpadeó con fuerza, intentando reprimir las lágrimas.

—No —dijo él—. Más te vale no saberlo.

Se apartó de ella como si fuera un vampiro que le hubiese absorbido la energía vital.

—Voy a echarme un rato. Tú puedes moverte a tu antojo, planear una venganza sangrienta o atreverte a escapar si crees que puedes hacerlo. Lo que más te guste.

Ella no se molestó en darle una respuesta digna.

—Lárgate de aquí — espetó.

—Ya me voy —dijo él, y salió de la habitación.

Genevieve permaneció un largo rato sentada, invadida por una desagradable sensación de incomodidad. Peter había invadido hasta el último rincón de su vida. Había aprendido a pensar con calma y a defenderse, pero últimamente los tranquilizantes se habían ocupado de todo.

Pero se había quedado sin píldoras y su calma interior se había esfumado. Intentó respirar hondo para relajarse, empezando por los dedos de los pies subiendo poco a poco. No funcionó, de modo que empezó por la coronilla, intentando recordar lo que había aprendido sobre los chakras y las técnicas de meditación. No hubo suerte. Consiguió relajar los miembros, pero el recuerdo del beso acompañaba cada respiración. De alguna manera Peter se había introducido en ella, y no sabía cómo exorcizarlo.

¿Cuántas personas se habían enfrentado a la muerte? Ella lo había hecho en dos ocasiones. La primera había sobrevivido, por poco, y se había convertido en una persona más fuerte. Pero ahora era distinto. En esta ocasión no se enfrentaba a una locura furiosa y cegadora, sino a una amenaza tan fría, calculadora e inteligente como ella misma.

Aunque eso significaba que fuera a rendirse. Sería una ingenua si creyera que Peter Jensen no iba a hacer lo que debía, y ella nunca había sido una ingenua. La bondadosa fachada de Peter no conseguía ocultar un corazón desalmado.

Antes había sido un fantasma, y ahora era un ángel caído. Aquel hombre era como un camaleón, capaz de transformarse en todo lo que quisiera, y la había convencido de que su personalidad era letal.

Se levantó del sillón y se dispuso a abrir las puertas correderas, pero en el último segundo retiró la mano. Peter le había dicho que las únicas puertas seguras eran las del salón.

Podía haberle mentido para intentar asustarla, pero no era probable. Y en cualquier caso, si se quedaba un minuto más en aquella prisión con aire acondicionado, se pondría a gritar.

No podía creerse que Peter se sintiera atraído por ella. Sus besos obedecían a una razón mucho más fría y deliberada. La intención era desarmarla y des- concertarla. Lo había conseguido la primera vez porque la había pillado desprevenida. Aunque tampoco en esa segunda ocasión lo había visto venir. Peter era un especialista con toda clase de armas, según le había dicho, y el sexo era una de ellas. No era extraño que el último beso la hubiera dejado confusa, temblorosa e indefensa.

Aquello le recordó a Harry. ¿Dónde lo tendrían encerrado? No podía huir sin él y abandonarlo a su suerte. Pero era un hombre grande, y no podía moverlo si estaba inconsciente.

¿Y adónde irían? Estaban en una isla privada, y aunque dudaba que estuviesen rodeados de tiburones no se sentía dispuesta a comprobarlo. Ella también había visto Tiburón y prefería recibir una bala en la cabeza. Pero eso no ocurriría. Iba a salir de ella. Con Harry. Y si tenía que echar a Peter Jensen a los tiburones, que así fuera.

Se puso el bañador que más piel cubría, al que desafortunadamente le faltaban los tirantes, y se dirigió hacia la piscina, donde dejó que el agua fresca le barriera los restos de las drogas y del pánico. Podía conseguirlo. Podía luchar... Había aprendido a no ser una víctima.

Nadó hasta el extremo menos profundo de la piscina y se puso de pie para tirar de la parte superior del bañador a una altura más recatada.

—Es una lástima —la tranquila voz de Peter Jensen emergió de las sombras—. Esperaba que la gravedad prevaleciera.

Estaba tendido en la tumbona, bajo un toldo que lo protegía del sol.

— ¿Cuánto tiempo llevas ahí? —preguntó ella en tono acusatorio—. Me dijiste que ibas a echarte una siesta.

—Y eso hice, hasta que empezaste a chapotear en el agua. No sabía que tuvieras tantas energías.

Genevieve sentía sus ojos fijos en ella. Estaban ocultos por unas gafas de sol, por lo que no podía saber qué parte de su cuerpo estaban mirando ni en qué estaba pensando. Fuera lo que fuera, deseó estar cubierta de la cabeza a los pies. Pero no iba a permitir que la intimidara.

—Tenía que despejarme la cabeza —dijo, sosteniendo la mirada.

— ¿Debería preocuparme por algo? — le preguntó él en un tono irritantemente jocoso.

—Sí —respondió ella tajantemente—. Deberías.

Peter no cometió el error de echarse a reír, pero ella supo que deseaba hacerlo. Un punto para los chicos buenos, pensó. Tal vez empezaba a atisbar cómo funcionaba su mente tras aquel rostro impasible... El esperaba que echara a correr como un conejo asustado, intentando cubrirse el cuerpo. Pero en realidad no tenía ningún problema con su cuerpo. Simplemente tenía más curvas de las que deseaba. Aquellos siete kilos de más se concentraban en sus caderas, y era tristemente cierto que la ropa sentaba mejor en piernas delgadas y pechos planos. Pero en aquellos momentos sólo llevaba un minúsculo bañador, y aunque se sentía un poco expuesta no iba a salir corriendo.

Se sentó frente a él, cruzando sus piernas desnudas, y se echó el pelo mojado por detrás de los hombros.

— ¿Cuánto tiempo me queda de vida?

No lo pilló desprevenido, naturalmente. Dudaba que nada pudiera sorprenderlo.

—Estás muy combativa, ¿no?

—No voy a quedarme sin hacer nada. ¿Cuál es tu plan? Me gustaría saber de cuánto tiempo dispongo.

— ¿Por qué? ¿Tienes que hacer las paces con tu conciencia?

—Creo que eso sería un problema para ti, no para mí —respondió ella—. Mi conciencia está limpia. He llevado una vida intachable.

—Lamento oír eso. La gente se suele arrepentir por las cosas que no han hecho, más que por lo que han hecho, y no me gustaría que a ti te pasara lo mismo.

—Eres muy amable al preocuparte por mí —dijo ella—. Pero de lo único que me arrepiento es haber ido a las Islas Caimán.

El la miró, pensativo.

— Supongo que yo también me arrepiento de eso —dijo finalmente—. Harry habría muerto de todos modos, y tú estarías ahora caminando por la selva en vez de estar hablando con un asesino a sangre fría.

— ¿Es eso lo que eres? ¿Un asesino a sangre fría?

—Mis venas son de hielo, señorita Spenser.

Ella no lo dudaba.

— Tal vez fuera así como tenía que suceder. Tal vez mi destino sea detenerte y salvar a Harry.

El se recostó en la tumbona, y ella supo que tras las gafas de sol sus ojos estaban cargados de exasperación.

—Cree lo que quieras.

— ¿Cuánto tiempo me queda? ¿O tienes miedo de decírmelo?

Los labios de Peter se curvaron en una ligera sonrisa, y Genevieve lamentó haberse fijado. Tenía una boca irresistible.

—No tengo miedo de nada —dijo con su tono más amable—. Sería mejor si lo tuviera.

— ¿Cuánto tiempo?

El dejó escapar un suspiro.

—La operación habrá acabado mañana por la noche. ¿Te sientes mejor al saberlo? Normalmente la gente está más tranquila si no saben cuándo van a morir.

— Entonces no deberías haberme dicho que vas a matarme.

—No creo haberlo dicho con esas mismas palabras.

El significado estaba muy claro. A menos que hayas cambiado de opinión.

—Me temo que no tengo ese privilegio.

—Entonces ¿a qué estás esperando? ¿Por qué no acabas de una vez? —nada más preguntarlo se arrepintió. Cuanto más tiempo tuviera, más probable sería encontrar un modo de escapar.

—Lo siento, pero tengo que respetar mi plazo de tiempo, no el tuyo.

Genevieve deseó tener una mínima parte de su gélida tranquilidad. No parecía haber manera de penetrar en él... ni provocándolo ni ignorándolo.

— ¿Y si me pongo a llorar y te suplico que me dejes en libertad? —le preguntó, aun sabiendo que jamás haría algo así.

—No lo hagas, por favor —fue su única respuesta.

— ¿Te resultaría más difícil si lo hiciera? Estoy dispuesta.

El no dijo nada, y ella se preguntó si sería el primer signo de debilidad. O quizá estuviera simplemente aburrido. Lo más probable era lo segundo, y ella estaba perdiendo el tiempo intentando razonar con él.

—Me gustaría ver a Harry —dijo bruscamente.

— ¿Por qué?

—Para asegurarme de que está vivo.

— ¿Y eso qué importa? Un día o dos no van a suponer ninguna diferencia.

—Importa —respondió. Ella también podía ser enigmática. Si no fuera porque él podía leer sus pensamientos con asombrosa claridad...

— Si Harry está muerto, no tendrás que incluirlo en tu plan de fuga. Yo de ti no pensaría mucho en él. Su destino está sellado y no hay nada que puedas hacer para cambiarlo. Concéntrate sólo en ti misma.

—Creía que mi destino también estaba sellado, corno a ti te gusta expresarlo.

El sonrió.

—Soy bastante trágico. Es parte del trabajo.

Un repentino escalofrío le recorrió la espalda a Genevieve.

—Tienes frío —observó él—. Y se está haciendo tarde. Por mucho que odie sugerirlo, deberías cambiarte el bañador por otra cosa mientras preparo algo de comer. Lo digo porque tiendes a provocarme un efecto bastante... lujurioso.

Otra vez se estaba burlando. Pero ella no estaba de humor para aguantarlo.

—Sí, claro. Eres un manojo de deseos frustrados.

—No lo soy.

Había algo en su voz que la detuvo y que le hizo mirarlo atentamente. Pero no había nada que ver. Sus ojos seguían ocultos por las gafas de sol y ella aún no había aprendido a escrutar más allá de su coraza.

—No creo que...

—Piensas demasiado —la interrumpió él—. Deja de intentar provocarme y ve a vestirte. Créeme, soy insensible a todo.

Ella podía creerlo. Al menos de momento. Otro escalofrío le recorrió la piel desnuda, y se dio cuenta de que estaba comportándose como una estúpida. Ningún hombre se había rendido jamás ante su supuesta belleza, y el primero no iba a ser desde luego un asesino despiadado y carente de sentimientos. Por muy apetitosos que fueran sus labios. Se levantó con toda la dignidad que pudo, pero el intento resultó patético al tener que tirarse hacia arriba del bañador sin tirantes. Podía sentir la mirada de Peter siguiendo sus movimientos.

—Espero que sepas cocinar —le dijo ella—. Me muero de hambre, y no tengo intención de morir con el estómago vacío.

Se alejó sin mirar atrás. Por una vez él le había permitido tener la última palabra.

 

— ¿Puedes darme más de eso?

La voz de Harry sonaba lenta y somnolienta, arrastrando pesadamente las palabras, pero sirvió para darle un susto de muerte a Renaud, que estaba sentado en el exterior del cobertizo mientras fumaba un cigarro.

— ¿Qué demonios...? —espetó, poniéndose en pie—. Se supone que estabas grogui.

Harry conocía bien el poder de su encanto, y le dedicó a aquel francés su mejor sonrisa. La sonrisa que le habría granjeado la confianza y amistad de presidentes y empresarios paranoicos por todo el mundo, y ante la que un rufián como Renaud no podría ser inmune. Debía de haber trabajado en el yate, pues le resultaba vagamente familiar, pero Harry rara vez prestaba atención al personal.

—Oh, vamos, hace falta algo más que esa bazofia para dejarme fuera de combate. Ni siquiera sirve para colocarse. ¿No tienes algo más fuerte?

Lo habían atado a una silla en el pequeño cobertizo, y estaba rígido e incómodo. Una afrenta más que se ocuparía de cobrarse con sus debidos intereses cuando llegara el momento. Aquel pequeño francés sólo sería uno de muchos.

—Estás loco, tío —dijo Renaud, apoyándose contra el marco de la puerta—. Van a matarte.

Harry volvió a sonreír.

—Soy más duro de matar de lo que cree la gente.

—No sabes con quién te las estás viendo.

—Es verdad, no lo sé. ¿Se pide un rescate por mí?

Ya sabía la respuesta a esa pregunta. Había llegado a la deducción de que aquello no era una operación económica, sino una ejecución. No se molestó en buscar la razón. Había demasiada gente y organizaciones que querían matarlo, y sería imposible recordarlas a todas. Lo único que importaba era cómo salir de allí. Y para ello necesitaba a Renaud.

—No se trata de dinero —dijo el francés.

—Siempre es por dinero, amigo mío —repuso harry—. Tú debes de ser piscis, ¿verdad?

— ¿De qué narices estás hablando?

Idiotas, pensó Harry.

— Tienes que haber nacido a finales de febrero o principios de marzo.

— Oh, te refieres a esa basura astrológica. Pues para que lo sepas, nací el día de Navidad.

—Qué apropiado —dijo Harry—. Entonces tu ascendente debe de ser piscis. En cualquier caso, parece que podemos trabajar juntos.

Renaud soltó una carcajada.

—Esas drogas funcionan mejor de lo que crees. Te han vuelto loco.

A Harry no le gustaba que lo llamaran loco. Era un insulto que lo volvía un poco... inestable. Pero en su situación actual no había mucho que pudiera hacer, así que lo pasó por alto. Por ahora.

—No me pareces el tipo de hombre que se aferre a unos principios morales —dijo—. ¿De verdad te pagan lo suficiente para librarte de mí? Porque te puedo asegurar que yo tengo más.

— Ni siquiera sabes quién está detrás de esto — dijo Renaud—. Esa gente no comete fallos, y no les gustan los traidores. No podrías pagarme lo suficiente para ayudarte... Estaría muerto en cuestión de horas.

— Seguro que eres un hombre dispuesto a asumir ese riesgo — insistió Harry, y nombró una cifra que le abrió los ojos como platos a Renaud. Naturalmente, no pensaba pagarle ni un centavo, pero bastaba para tentarlo.

— Estás realmente loco — murmuró Renaud.

Harry se permitió un momento para imaginarse cómo le sacaría las tripas a aquel francés, y volvió a sonreír.

—Tengo el dinero. Y quiero vivir. ¿Lo dudas? Tengo tanto dinero que puedo protegerte de tus jefes. Puedo enviarte a algún lugar donde nunca te encontrarán —una tumba, pensó. Aquel francés era condenadamente estúpido.

—No estoy solo en esto —dijo Renaud, cuya expresión empezaba a dar muestras de flaqueza—. Somos dos los que nos encargamos de drogarte y hacer guardia.

—Si quieres compartir el dinero, es cosa tuya — dijo Harry—. Pero estoy seguro de que no tendrás ningún problema en librarte de los obstáculos.

Renaud sonrió por primera vez. Una sonrisa horrible y torcida.

—En eso tienes razón —admitió—. Puede que sea piscis después de todo.

Harry asintió.

—No lo he dudado ni por un segundo, amigo mío.