Capitulo 9
Peter Jensen se subió las gafas de sol a la frente y se pellizcó la nariz para intentar aliviar la tensión que lo llevaba agobiando durante días. Su serenidad habitual lo había abandonado, y cada vez que estaba a punto de recuperar su estoicismo, Genevieve Spenser lo hacía saltar por los aires.
Ella tenía razón... Debería matarla y acabar con todo de una vez. No se le ocurría otra manera de salir de aquel embrollo, y cuanto más se esforzaba más tensaba la situación. Sabía que tarde o temprano acabaría sucediendo. Todos los miembros del Comité se tomaban con filosofía los daños colaterales. ¿Por qué no podía hacer él 1 mismo?
Podría decirse que era un asunto de orgullo profesional. Si fuera lo bastante bueno en su trabajo, sólo los culpables tendrían que pagar su merecido castigo. Pero nunca se mentía a sí mismo, y sabía que aquello sólo era una parte del problema. Podría vivir habiendo matado a una inocente, siempre que fuera por una causa justa. Los soldados tenían que enfrentarse a situaciones así en todas las guerras.
De lo que no estaba tan seguro era si podría vivir sin Genevieve Spenser en aquel mundo cruel.
El aire era cálido, y el Hombre de Hielo corría el peligro de derretirse. Y no había nada que lo asustara más.
Tras haberse duchado y cambiado de ropa, Genevieve pensó que tendría que haberse quedado en la habitación, a pesar de las puertas electrificadas y la sensación de claustrofobia.
Pero no lo hizo.
Gracias a Dios había caftanes en el armario. Largas prendas con estampados floridos que la cubrían desde el cuello a los pies. Quería tener capas y capas de tela entre su carne y la enigmática y turbadora mirada de Peter Jensen. La ropa interior era un problema de proporciones mayores. Había cajones y cajones llenos de lencería sin estrenar. Prendas diseñadas para modelos raquíticas más interesadas en mostrar sus atributos que en sostenerlos. No pudo encontrar una 34C, y lo más parecido la hacía parecer una modelo de bañadores de la revista Sports illustrated.
Las braguitas eran aún peores. No había más que tangas. Y no supo qué la hacía sentirse más expuesta y vulnerable... si ponerse la minúscula prenda de seda o ir sin ropa interior. Finalmente optó por llevar un tanga; siempre sería preferible a no llevar nada. Al menos el caftán le cubría todo el cuerpo. Había olvidado que Peter podía ver a través de ella, por muy opaca que fuera la tela, y que no se le pasaría desapercibida la provocativa lencería que se había visto obligada a elegir.
Estaba en la cocina, cortando verduras con rapidez y precisión, pero se detuvo un momento para mirarla de arriba abajo.
—Lástima que no hayas encontrado un velo para acompañar ese hábito de monja —dijo—. Sírvete una copa de vino. Es de los viñedos privados de Harry. Hay que probarlo para creerlo.
—No voy a beber la propiedad robada de nadie.
— Entonces tampoco deberías vestir propiedad robada —repuso él—. Mañana por la noche toda la isla saltará por los aires. Más nos vale disfrutar de lo que podamos.
— No estoy de humor para disfrutar de nada.
—Entonces tómate una copa de vino en vez de tus preciosas pastillas. Sé que te gusta el buen vino... Recuerda cómo tuve que llevarte a tu cabina aquella primera noche en el yate. Tenía miedo de que te desmayaras sin que yo interviniese para nada.
— ¿Miedo?
— Porque en ese caso no habría tenido una excusa para besarte.
Genevieve tomó el vino. Peter tenía razón; estaba exquisito. Pero mientras él seguía ocupado con el cuchillo de cocina, ella debería estar explorando el lugar en busca de algún medio de escape.
—No te molestes, hermana —dijo él, sin levantar la vista de las verduras—. Soy muy concienzudo. No hay modo de escapar de aquí, a menos que yo te lo permita. Bébete el vino y relájate.
— ¿Crees que voy a rendirme sin luchar?
—No, pero preferiría no tener que pasarme las próximas horas persiguiéndote por la casa. No hay escapatoria, señorita Spenser —el cuchillo destelló con una precisión mortal—. Cuanto antes lo aceptes, mejor para todos. ¿Por qué no fingimos que somos dos personas normales, atrapadas en una hermosa isla por un par de días?
—No me gustan los juegos imaginarios.
—Haz un esfuerzo —la animó con una voz tan fría y cortante como la hoja del cuchillo.
— ¿Y si no qué? ¿Me matarás?
El se apartó sus largos cabellos negros del rostro anguloso y la miró con ojos entornados.
—Eres demasiado insolente. ¿No crees que deberías intentar agradarme en vez de irritarme?
— ¿Supondría alguna diferencia?
—Posiblemente no.
—En ese caso tienes razón: más me vale disfrutar de lo que pueda. Y hacerte enfadar es uno de los pocos placeres que me quedan.
—No tiene por qué ser el único —dijo él, clavándole la mirada. Estaba tan cerca, que Genevieve pensó que podía leer la expresión de sus ojos azules.
Algo en lo que ni siquiera quería pensar.
—Quiero mi bolso —dijo, cambiando de tema—. Necesito mis gafas o mis lentillas.
—Créeme, no querrás ver lo que se avecina.
Algo restalló en su interior, haciéndole bajar bruscamente la copa de vino. Por desgracia, la cocina de Harry estaba equipada con una sólida encimera de granito, y la copa se hizo añicos.
—Creo que he perdido el apetito —dijo—. Me voy a mi habitación. Avísame cuando sea hora de morir.
— Estás sangrando — observó él, ignorando su comentario.
Ella se miró la mano. Los cristales rotos le habían cortado la piel, y la sangre manaba abundantemente por las heridas.
—Lo siento... ¿Quieres que te la derrame encima?
Peter no le hizo caso y se acercó a ella tras dejar el cuchillo. Ella empezó a retirarse, irritada por su exasperante serenidad, pero él la agarró del brazo y tiró de ella, haciendo que el caftán le rozara íntimamente las piernas. No había resistencia posible. Era un hombre demasiado fuerte.
—Estas heridas necesitan puntos de sutura — dijo él.
—Es una lástima que no haya ningún centro de urgencias por los alrededores. Supongo que tendré que desangrarme hasta la muerte y ahorrarte el placer de liquidarme.
—No es tan grave, Genevieve —dijo con una enervante sonrisa—. Vivirás un día más para seguir quejándote.
Un día más... Nunca la había llamado por su nombre de pila. Y lo había envuelto con su voz de una manera insoportablemente íntima y personal.
—Prefiero «señorita Spenser»
—Tus preferencias son mi prioridad — respondió él. La sacó de la cocina, y ella desistió de seguir luchando. Le había cubierto la herida con un paño para impedir que la sangre goteara en el suelo de Harry. ¿Por qué molestarse si de todos modos aquel suelo no tardaría en desaparecer?
Intentó resistirse cuando la metió en un inmenso dormitorio, pero él la hizo entrar en un gran cuarto de baño y la sentó sobre la tapa del inodoro antes de ponerse a buscar en los armarios. Genevieve lamentaba la pérdida del vino más que el dolor en la mano. Pero lo que más lamentaba era que Peter la agarrase para impedir que huyera.
Dejó de pensar en ello y miró por la ventalla al cielo nocturno del Caribe. Hacía una noche preciosa, ideal para el encuentro de los amantes bajo la media luna, no para esperar la muerte. Cuando volvió a mirar a Peter, éste ya casi había acabado de venderla la herida.
—No es tan serio como parece —dijo él—. La próxima vez que estrelles una copa de cristal contra una encimera de granito, recuerda soltarla más rápido.
La próxima vez. Le soltó finalmente la mano, y ella la retiró, mirándolo. Se sorprendió al ver una expresión extrañamente amable en sus ojos.
—Deja de provocarme, Genny. No te hará ningún bien.
—Te preocupas demasiado por mí — espetó ella. Nadie la llamaba Genny a esas alturas de su vida. Era el diminuto propio de alguien más joven, más alegre y más ilusionada. Alguien que aún se creyera capaz de cambiar el mundo.
Aquella chica había desaparecido mucho tiempo atrás.
—La verdad es que sí —admitió él—. Y ahora ven conmigo y come algo o te llevaré por la fuerza y te ataré a la silla para obligarte a comer.
Ella sabía que cumpliría con su amenaza y que además disfrutaría haciéndolo, y no estaba dispuesta a darle esa satisfacción ni ninguna otra, de modo que se levantó. Descalza medía casi un metro ochenta, pero él era mucho más alto.
—Tú ganas —murmuró—. Pero siempre ganas, ¿verdad?
—No siempre —respondió él con expresión sombría.
Hacía lo que tenía que hacer, se recordó Peter mientras la brisa nocturna le agitaba los cabellos en el patio. Seguía órdenes y muy rara vez tenía algún motivo para cuestionarlas, ni siquiera durante la tiranía de Harry Thomason. Madame Lambert era mucho más pragmática, y Peter podía confiar que las órdenes que vinieran de ella estaban más que justificadas.
Estaba bien entrenado. Era un verdadero artista en su trabajo, y podía hacer que el fallecimiento de Genevieve Spenser fuera una obra maestra.
Fallecimiento... Qué palabra tan ridícula para una ejecución. Aunque tampoco era exactamente una ejecución. Era un daño colateral, como las víctimas de una guerra. Pero Genny no era un soldado, sólo alguien que se había cruzado en su camino. Apenas había probado la comida que él había preparado. Unas semanas más así y perdería los siete kilos que tan exquisitamente moldeaban su cuerpo. Por desgracia, no tendría más semanas.
Conocía lo bastante bien el cuerpo de las mujeres para saber su peso exacto. Genevieve quería ser como una de las amantes anoréxicas de Harry. Y él mismo estaría mejor si lo fuera. El cuerpo fuerte y redondeado de Genevieve se estaba convirtiendo en una obsesión cada vez más incómoda. Verla con aquel bañador había aumentado aún más su desasosiego, y como mayordomo de Harry sabía qué tipo de lencería llenaba los cajones. ¿Llevaría una prenda de cintas y encaje bajo aquel ridículo caftán? ¿O no llevaría ropa interior?
Ninguna de las dos posibilidades lo reconfortaba. Genevieve estaba haciendo lo posible por ignorarlo, y él se contentaba con permitírselo. Su apetitoso cuerpo no era tan complicado como su carácter.
Era un cúmulo de contradicciones, todas ellas fascinantes. Se valía de pastillas para sofocar cualquier emoción no deseada. No tenía miedo físico... Había luchado contra Renaud y contra él mismo sin un solo momento de duda. Peter sabía que actualmente no tenía pareja, y que hacía mucho que no la había tenido, lo que significaba que extraía sus satisfacciones de su carrera profesional. Y sin embargo, cada vez que la tocaba o besaba, ella reaccionaba con una intensidad desbordada.
No debería haberla besado. Había permitido que la tentación le nublara el juicio, y ahora estaba pagando las consecuencias, porque deseaba volver a besarla con una necesidad tan fuerte que llegaba a ser dolorosa. No iba a tocarla. No había sido tan imprudente desde que estuvo en el internado al que lo mandó su madre de niño. Todos los hombres de la familia Wimberley habían pasado por el mismo colegio, incluido su abuelo, el doctor Wilton Wimberley.
Fue él quien se había encargado de que el joven Peter recibiera la mejor educación posible. Una educación que se correspondiera con los refinados valores sociales tan preciados para su madre, quien se había casado con un hombre inferior a ella y que no había pasado un sólo día sin arrepentirse. Peter nunca había podido entender cómo una mujer tan remilgada y mojigata como su santa madre había acabado con un bruto como Richard Madsen. Al menos su padre había encontrado una salida natural a su agresividad: cuando no estaba pegándoles a su mujer o a su hijo rebelde, se dedicaba a atizar a los criminales y delincuentes. Era policía en Londres, sin ninguna pretensión ni ambición en la vida, y había rechazado ascenso tras ascenso sólo para castigar a su madre.
Emily Wimberley Madsen se había esforzado al máximo por su único hijo. Le había enseñado a hablar con un acento de clase alta, aunque él adoptó el tono callejero de su madre sólo para enfadarla. Ella le había gorroneado a su padre el suficiente dinero para mandarlo a los mejores colegios, sin darse cuenta de que los niños podían ser salvajemente crueles con los recién llegados. Peter había tenido que hacerse un hueco a base de puños, y cuando lo enviaron a Kent Hall ya se había convertido en un peligro para todo el que se cruzara en su camino.
Los demás internos no tardaron en averiguarlo y poner distancias. Su madre no podía entender por qué nunca lo invitaban a sus casas; le costaba aceptar que un inadaptado como Peter Madsen jamás podría tener amigos.
Peter nunca se molestaba en pensar qué habría pasado si las cosas hubieran sido distintas en el colegio. Daniel Conley tendría que habérselo pensado mejor, pero su padre era un miembro del Parlamento con demasiado dinero, y él tenía un ejército de aduladores que obedecían sus órdenes como buenos soldados. Daniel era un chico grande y corpulento, mientras que Peter no alcanzó su peso completo hasta que dejó la escuela. Con diecisiete años era bajo y delgado, pero mucho más peligroso de lo que Daniel podía sospechar.
Daniel lo superaba en veinte kilos, y con dos de sus esbirros sujetándolo no había mucho que Peter pudiera hacer salvo soportar el dolor y la humillación.
Pasó una semana en la enfermería. Nadie preguntó nada. El padre de Daniel era uno de los mayores donantes de la escuela, y Peter no había presentado ninguna queja. La próxima vez que Daniel Conley intentó acorralarlo en los servicios de la tercera planta, Peter le rompió el cuello. Lo habría matado a sangre fría si la ira no lo hubiese cegado. Desde aquel día, Daniel Conley vivía como un parapléjico mantenido por la fortuna de su padre.
Unos hombres de aspecto temible se habían llevado a Peter, cubierto con la sangre de Daniel y de una docena de sus amigos. No tenía ni idea de dónde lo llevaban, y cuando la furia se desvaneció supo que aquellos hombres iban a matarlo en algún sitio tranquilo. Nadie intentaba matar a los hijos de los políticos y salir impune. Lo hundirían en alguna ciénaga y sus padres nunca sabrían lo que había sido de él.
No se equivocó en lo último, aunque sí en lo demás. Nunca volvió a ver a Emily y Richard Madsen... lo que fue un beneficio adicional a su temprano reclutamiento por un grupo que operaba en la sombra y al que se conocía únicamente como «el Comité».
El Comité tenía otros nombres. Nombres oficiales que sirvieran como tapadera y que nada tenían que ver con el trabajo desempeñado. Los superiores reconocían el talento cuando lo veían, y el joven Peter Madsen había demostrado ser más que una promesa.
Había, sido entrenado, educado y pulido. Era un tirador de primera, e igualmente letal con otra docena de armas. Sabía hablar cinco idiomas con fluidez y hacerse pasar por gay, americano, escandinavo, inglés o alemán. Podía matar sin escrúpulos y permanecer oculto durante años hasta que fuera el momento de atacar. Lo habían elegido sabiamente cuando reconocieron su potencial, y él les había servido bien en su causa noble y sangrienta.
Incluso se había casado, brevemente, en un intento fútil por llevar una vida normal. Y porque Thomason había pensado que sería un mejor agente si había algo que le importara. Thomason no se había dado cuenta de que Peter ya era uno de los mejores y de que tener una esposa en casa nunca podría influir en su trabajo.
Oyó que ella había vuelto a casarse con un dentista. Se había cansado de estar sola, y él no podía culparla. No había tenido la suficiente imaginación para ver que su marido era algo más que el supuesto representante farmacéutico que decía ser. Sin duda sería mucho más feliz en su casita de Dorking. Seguramente estaría embarazada a esas alturas.
Podría intentar convencerse de que la echaba de menos, pero se estaría engañando a sí mismo. Y Peter no tenía problemas en mentirle a nadie, salvo a sí mismo. La verdad era que apenas podía recodar el rostro de su ex mujer.
Pero sí echaba de menos la certeza de que alguien lo estuviera esperando en aquella casa de campo de Wiltshire. Nunca debió haber comprado la finca. Había sido un capricho; tenía demasiado dinero y nada en qué gastarlo, y estaba cansado de oír que todo el mundo debería aparentar una vida normal. Se compró la casa para buscar una sensación de paz y encontró a una esposa para instalarla en una vida doméstica. No le costó mucho. Sabía cómo seducir a las mujeres para que hicieran lo que él quería con una facilidad demoledora.
Salvo con Genevieve Spenser, quien se mostraba irritantemente imperturbable.
Pero su ex mujer nunca consiguió adaptarse a Wiltshire y acabó abandonándolo. Ahora la casa estaba vacía y Harry Thomason estaba retirado, al igual que muchos de sus amigos... Retirados o muertos. De todos los espías con los que había trabajado, él era el único que permanecía en activo.
Tal vez debería perderse en los bosques de América y olvidarse de todo, como había hecho su viejo amigo Bastien. Pero no podía hacerlo con un trabajo sin acabar y un montón de preguntas sin responder. La Regla de Siete de Harry se cernía sobre todos ellos, y lo poco que habían descubierto ya era bastante horrible. Si los secuaces de Harry habían conseguido sabotear aquella presa de la India, cientos de miles de personas habrían muerto ya. ¿Qué razón podía tener Harry para cometer semejante masacre?
El ataque a los campos petrolíferos era igualmente descabellado. Había elegido los yacimientos más ricos. Era dueño de casi todos ellos, pero había planeado deshacerse de sus intereses antes de hacerlos estallar. ¿Por qué?
Harry parecía más interesado en el control y la emoción que en los beneficios económicos. La jugada era descubrir los planes, y con la presa india había habido suerte. Si la destrucción de los pozos petrolíferos se llevaba a cabo, las consecuencias mortales no serían tan catastróficas, pero las repercusiones en el mercado financiero se extenderían por todo el globo. Tal vez fuera aquello lo que Harry tenía pensado. Un caos orquestado hasta el último detalle que le ofreciera la posibilidad de tomar cartas en el asunto, armado con una información privilegiada que le permitiera ganar una fortuna.
Harry van Dorn tenía más dinero del que pudiera gastar, y los registros de sus cuentas bancarias no reflejaban pérdidas recientes. No había sido difícil descubrir las fábricas donde se explotaba a los obreros y cuya existencia ignoraban las organizaciones humanitarias, al igual que las redes de prostitución infantil en el sureste asiático. Pero esos negocios eran muy lucrativos, y Harry no necesitaba más dinero.
Y sin embargo lo quería. Peter sabía que su apetito era insaciable, aunque no se había imaginado que ese apetito incluyera también el dinero. El Comité se arriesgaba mucho al eliminar a Harry antes de averiguar sus planes.
Confiaban en que su endiosado ego le impediría delegar responsabilidades importantes y que nada ocurriría sin su consentimiento. O al menos eso esperaban.
Mientras tanto, Harry moriría en un trágico accidente. Y cualquier prueba o elemento externo serían borrados con rapidez y eficacia.
Elementos externos como la mujer que estaba sentada tranquilamente frente a él. Tal vez creía que Peter no pudiera cumplir con su amenaza. De ser así, no era tan lista como parecía. Matar a Genevieve Spenser formaba parte de un sangriento día de trabajo. Ni más ni menos.
—Parece que no te gusta cómo cocino —dijo él.
—No tengo mucho apetito.
— Tampoco has probado el vino, a pesar de ser un vino excelente.
—Tú tampoco lo has probado.
— ¿Crees que está drogado o envenenado? Te aseguro que no. Si no bebo, es simplemente porque...
— ¿Porque estás de servicio? —concluyó ella en tono burlón—. Dios me libre de apartarte de tus deberes. De hecho, envenenarme sería una buena idea. Confío en tu promesa de no hacerme sufrir. Y tampoco me parece mal si estás intentando que pierda el conocimiento... Como ya sabes, no tengo el menor reparo en usar fármacos.
—Entonces ¿por qué no estás bebiendo?
Ella lo miró fijamente a los ojos.
— Porque no quiero hacer ninguna estupidez que dé la excusa para tocarme, muchas gracias.
— ¿No te gusta que te toquen?
—Tú no.
Era falso, y ella lo sabía muy bien porque giró la cabeza y perdió la mirada en el jardín. Pero Peter no era tan cruel como para jactarse de ello. De hecho, le importaba muy poco lo irresistible que era. Siempre estaba representando un papel, ya fuera como el criado que ofrecía o no favores sexuales o como el mando blando y devoto que hacía el amor de la manera más simple y aburrida posible. Lo hacía sólo para que su ex mujer llegara al orgasmo, pensando que hasta ahí podía esperarse de un aburrido vendedor farmacéutico de clase media, pero él no se permitía pasar de un simple desahogo físico. Nunca lo hizo, sin importar que su pareja fuese una tímida ama de casa o un sádico pervertido. El control lo significaba todo.
— Prometo que no tocaré — declaró, levantando las manos—. A no ser que me lo pidas tú.
Ella lo miró con una expresión de asombro.
—Oh, por favor, tócame —se burló —. Tiemblo de deseo al pensar en tus manos estrangulándome. He conocido a muchos depravados para los que la muerte es el grado máximo de excitación, y asesinar a alguien en mitad de un orgasmo es algo incomparable. ¿Alguna vez lo has probado?
— ¿A qué orgasmo te refieres, al tuyo o al mío? —murmuró él.
El ligero rubor que cubrió las mejillas de Genevieve evidenció su farol. Tenía pecas. ¿Cómo podía estar tan obsesionado por una mujer con pecas? No, no era obsesión. Era tan sólo... distracción.
— ¿Has pasado mucho tiempo con depravados? — añadió, ya que ella no parecía dispuesta a responder a la primera pregunta.
—No siempre he trabajado para una prestigiosa firma de abogados en Park Avenue —dijo ella con voz serena—. Empecé con la ilusión de salvar el mundo, trabajando en la oficina del defensor público y con el fiscal del distrito al norte de Nueva York.
— O sea, que al principio no vestías de Armani y Blahnik —repuso él—. A menos que vengas de una familia rica.
Genevieve pareció sorprendida.
—El dinero se perdió hace generaciones. Y de joven era demasiado idealista para preocuparme por las cosas materiales.
— ¿De joven? No me pareces precisamente vieja y hastiada... ni aunque estuvieras dispuesta a acostarte con Harry para hace tu trabajo. Te aseguro que no te habría gustado. Harry tiene unos gustos muy peculiares que es mejor que no sepas —añadió. Genevieve se lo habría tenido merecido si Harry le hubiera puesto las manos encima, pero se alegraba de que no hubiera pasado nada. En ningún momento había querido que Harry la poseyera, ni siquiera cuando permanecía en las sombras como un fantasma o cuando le servía su condenado Tab.
Tendría que haberla arrojado por la borda aquella primera noche y dejar que se ahogara o se alejara a nado. Así al menos habría tenido una oportunidad para sobrevivir. Ahora no tenía ninguna. Ella levantó la mirada hacia él.
—Reservo mi actividad sexual para cuando no estoy de servicio.
— ¿Estás ahora fuera de servicio? —le preguntó sin pensar. Genevieve Spenser podía ser muy peligrosa, aunque por suerte ni ella misma lo sabía.
—Si por algún milagro Harry y yo salimos de ésta, pienso cobrarle un montón de horas extras.
— Estoy seguro de ello — dijo él sin poder evitar un tono jocoso—. Las probabilidades de que Harry sobreviva son nulas, pero si tú consigues escapar deberías cobrar tu factura, desde luego. Yo de ti engrosaría esa factura todo lo posible.
Ella entornó los ojos. Eran de un cálido color marrón, mucho más bonitos sin lentillas. La prefería sin maquillaje. Tenía una hermosa piel clara, y las pecas que salpicaban sus mejillas y nariz resultaban tentadoramente eróticas.
— ¿Y tú? — le preguntó ella.
Peter estaba tan distraído por sus pecas que había olvidado de lo que estaban hablando. Algo muy poco frecuente en él...
— ¿Cómo dices?
— ¿Tú te prostituyes en tu trabajo?
—Ya te he dicho que empleo el sexo como un arma. ¿Qué te sugiere eso?
— Creía que casi todos tus objetivos eran hombres. ¿No supone eso un problema en tu trabajo?
Peter no quiso responder a la pregunta implícita.
— Estás siendo muy sexista, señorita Spenser. Las mujeres pueden ser tan letales como los hombres.
— ¿Alguna vez has matado a una mujer?
—Sí —respondió, agradecido de que hubieran cambiado de tema.
— ¿Qué significó para ti?
—Un trabajo.
— ¿Te acuestas con ellas antes de matarlas?
Estaba jugando a un juego muy peligroso y no le gustarían las consecuencias. Pero estaban atrapados en aquella prisión de lujo, se hacía tarde y él empezaba a sentirse tan inquieto como ella.
—A veces —respondió—. Si es necesario.
— ¿Y con los hombres?
—A veces —repitió—. Si es necesario.
A Genevieve se le daba muy bien ocultar sus reacciones.
— ¿Te has acostado con Harry van Dorn?
— No es mi tipo, afortunadamente.
Ella guardó silencio por unos minutos, y a él le resultó imposible adivinar sus pensamientos.
—No te entiendo —dijo finalmente—. Pero tampoco sé por qué me esfuerzo. No me suelo relacionar con asesinos bisexuales.
—Yo no soy bisexual. Simplemente hago lo que haya que hacer.
— ¿Tienes orgasmos cuando te acuestas con alguien por trabajo?
Peter estuvo a punto de esbozar una sonrisa.
—Naturalmente. El sexo no es más que una respuesta física. Puedo hacer que mi cuerpo haga lo que sea sin que mis sentimientos interfieran.
—Dijiste que no tenías sentimientos.
— ¿Eso dije? Bueno, es cierto. Digamos que usar el sexo como un arma no es más íntimo que usar un nombre falso y aprender cómo responder al mismo. Es una habilidad como cualquier otra, y yo la uso cuando la ocasión lo requiere.
—No creo que sea posible —dijo ella.
¿Cómo podía ser tan estúpida? ¿Acaso no sabía que él buscaba cualquier excusa para ponerle las manos encima?
—Claro que es posible. ¿Quieres que te lo demuestre? —le sugirió, casi riéndose al ver su expresión.
Genevieve se levantó de la silla.
—Me voy a la cama.
«Deja que se vaya», se ordenó Peter. «Cierra tu maldita boca y deja que se vaya».
— ¿No sientes curiosidad? —se sorprendió preguntándole—. Creía que no ibas a rendirte sin lucha. Demuéstrame que estoy equivocado y derrite mi corazón de hielo con el fuego de tu pasión.
— Que te den — espetó ella, furiosa.
—Eso mismo estaba sugiriendo.
Genevieve debería haber huido cuando aún tenía la posibilidad. Para ser una mujer de carrera era sorprendentemente estúpida. O eso, o bien le gustaba jugar con fuego.
—Me estás tomando el pelo —dijo ella.
Los dos sabían que hablaba en serio, aunque Peter no sabía por qué lo estaba haciendo. La deseaba, de eso no había duda, pero había deseado a otras muchas mujeres y no tenía por qué responder a una erección.
Tal vez también él deseaba jugar con fuego.
Tal vez creía que todo sería más fácil si se acostaba con ella.
O tal vez estaba buscando una razón para salvarla. Pero aunque quisiera, no podía hacerlo.
«Aléjate», pensó.
—Ven aquí —dijo.