Capitulo 10
Genevieve estaba inmóvil en mitad de la habitación, con los pies desnudos plantados en el frío suelo de baldosas. La noche los envolvía con su silencio, y en alguna parte un hombre indefenso estaba atado y drogado, esperando la muerte a manos del hombre que en esos momentos estaba despreocupadamente sentado en un sillón. Las duras facciones de Peter Jensen parecían inquietantemente hermosas en la penumbra, y Genevieve no podía olvidar el sabor de sus labios carnosos.
Incluso sus ojos azules parecían más cálidos que de costumbre, y recordaban más a un lago tranquilo que al mar Ártico.
Oh, sí. Era hermoso, no podía negarlo. Y ella debía de estar enferma por desearlo de aquella manera.
— ¿Tan estúpida te crees que soy? —dijo.
El se recostó en el sillón y estiró las piernas. También estaba descalzo, y ella no pudo evitar fijarse en que tenía unos pies grandes y bonitos. ¿Qué otros atractivos tenía?
—Los dos sabemos que eres una mujer muy inteligente — dijo él, empezando a desabrocharse la camisa blanca con sus manos bronceadas y elegantes—. No querrás perderte la oportunidad para superarme física o emocionalmente, ¿verdad? Y como no tengo sentimientos, sólo nos queda el piano físico.
— Me has asegurado que tu cuerpo es una máquina preparada para funcionar en cualquier circunstancia. ¿En qué ayudaría eso?
—Échale un poco de imaginación, Genevieve. ¿De verdad crees que todo lo que te digo es verdad? Mentir es una de las tres cosas que mejor hago. Y ya sabes cuáles son las otras dos.
Ella bajó la mirada al plato de comida que no había probado.
— ¿Cocinar? — preguntó, esperanzada.
Matar. Y hacer el amor.
—Pero si eres tan buen mentiroso, ¿cómo sé que eso es cierto?
—No vas a comprobar mi habilidad asesina hasta que sea demasiado tarde, y espero que ni siquiera te des cuenta. Y en cuanto al sexo... Depende de ti.
—Me voy a la cama. Sin ti —declaró, pero no se movió. No podía moverse.
—Eso dijiste antes y sigues aquí. No creo que quieras irte sola a la cama. Si no puedes suavizar mi corazón, siempre podrás intentar vencerme mientras esté concentrado en otra cosa. Incluso es posible que me quede dormido... ¿No es lo que suelen hacer los hombres?
—No mis hombres — dijo ella airadamente.
Él sonrió.
—Tú no tienes un hombre, Genevieve. No lo has tenido desde hace más de tres años, desde que te mudaste a Nueva York. ¿Crees que no te he investigado a conciencia? Sé a qué colegio fuiste, cuándo perdiste la virginidad, qué tomas para desayunar... Sé también que te gustan las películas de acción orientales y el rock’n rol francés. Te graduaste en Harvard, fuiste la tercera de tu promoción y te sacó de quicio no ser la primera. Sé que en la cama te limitas a la postura del misionero, que no te sometes a nadie y que casi nunca llegas al orgasmo. Y que no toleras la lactosa. Vamos, señorita Spenser. Apuesto a que puedo hacerte gritar de placer.
Genevieve se sentía fría y ardiente al mismo tiempo. El conocimiento tan íntimo que Peter había demostrado tener de ella era espeluznantemente inexplicable.
—No, no puedes —dijo con voz temblorosa.
Él se levantó, lo que fue un error por su parte. Cuando estaba recostado en el sillón parecía casi inofensivo, pero erguido en toda su estatura le recordaba lo inútil que sería luchar contra él.
— Siempre puedes usar ese cuchillo de carnicero que escondes bajo el colchón y apuñalarme en mitad del orgasmo. Y así podrías comprobar por ti misma lo excitante que resulta.
—Matarte no sería muy excitante — dijo ella—. Satisfactorio, tal vez, pero no excitante.
Sabía lo del cuchillo, incluso dónde lo escondía. ¿Habría algo que no supiera?
Y si prefieres que vayamos a mi habitación, te facilitaré otro cuchillo —sugirió él—. Lo que sea para ayudarte.
Se acercó a ella, y Genevieve se dijo que era demasiado tarde. Tal vez había sido demasiado tarde desde el momento en que lo vio. Le puso las manos en los hombros y las deslizó tras su espesa melena para unirlas por detrás del caftán.
— Vamos, señorita Spenser — susurró —. Puedo darte el mejor orgasmo de tu vida. Demuéstrame que me equivoco.
Ella levantó el rostro para besarlo, porque sabía que era eso lo que iba a suceder. Sólo para salvar su vida, se dijo a sí misma mientras cerraba los ojos. Aquel hombre era su única posibilidad para salvarse a ella y a Harry. El sacrificio de una virgen al dios de la muerte.
Pero ella no era virgen, y aquello no era un sacrificio. Sintió cómo sus manos le agarraban el caftán a la espalda y lo desgarraban de un fuerte tirón. Una lluvia de botones se desparramó sobre las baldosas mientras su espalda quedaba expuesta al fresco aire nocturno. Las manos le retiraron el caftán de los hombros, bajándolo por los brazos, y ella se quedó con la minúscula ropa interior que se había visto obligada a elegir.
Los ojos azules de Peter le recorrieron el cuerpo mientras sus labios se curvaban en una maliciosa sonrisa.
—Esperaba que llevaras esto —murmuró—. Es mucho más emocionante que no llevar nada.
Ni siquiera respiraba profundamente. Ella levantó una mano y se la puso en el pecho, donde su corazón estaría latiendo en caso de tenerlo. El Suyo propio latía desbocado, mientras que el de Peter latía lenta y serenamente, como una máquina.
— Sí, tengo corazón — dijo él, cubriéndole la mano con la suya y deslizándosela por debajo de la camisa desabotonada. Genevieve esperaba que su piel fuera fría al tacto, pero era cálida, casi ardiente.
—Tienes corazón —corroboró.
El le puso una mano sobre un pecho y ella se estremeció.
—Pero el tuyo está acelerado. ¿Por qué, Genevieve? ¿Me tienes miedo?
— ¿Debería tenerlo?
—Sí. Pero tu corazón no late desaforadamente por eso.
— ¿Crees que late de deseo? —preguntó ella—. No soy tan fácil.
—Eres muy fácil —susurró él contra su boca, rozándola sin llegar a besarla—. Lo único que tengo que hacer es tocarte para que te derritas.
Genevieve se preguntó dónde podría golpearlo, pero él ya le había advertido que una patada en los testículos lo sacaría de quicio. Además, parecía haberse quedado sin fuerzas después de su indignación inicial.
—Me has drogado —lo acusó mientras él le besaba el cuello. Sintió sus dientes contra la yugular y los suaves latidos de su corazón bajo la palma.
—Te estoy drogando ahora —susurró él—. Hay varias de una manera para derribar las defensas de una mujer.
Le apartó el tirante del sujetador para besarle el hombro, provocando que el corazón le diera un vuelco.
—Ya basta —dijo, retrocediendo con dificultad—. Te creo. Puedes excitarme contra mi voluntad sin que tú mismo tengas que excitarse. Estoy impresionada. Seguramente podrías darme una docena de orgasmos, pero no me interesa probarlo. Y ahora deja que me vaya.
Hizo ademán de apartarse, pero él la agarró por la muñeca y tiró de ella. Antes de que Genevieve pudiera darse cuenta de sus intenciones, le había llevado la mano hasta el bulto sorprendentemente duro que se adivinaba a través de sus pantalones de lino.
— ¿Quién ha dicho que no esté excitado? —murmuró—. Simplemente, sé cómo controlar mi cuerpo. Mi sexo puede desearte, pero el resto de mí no está tan desesperado.
Ella intentó soltarse, pero Peter era demasiado fuerte y la sujetó con firmeza, frotándose lentamente contra ella.
— Para — le ordenó—. Estás enfermo.
— Es posible — admitió él—. ¿Por qué no intentas buscar mis puntos débiles?
—No tienes puntos débiles —dijo ella con voz ahogada.
—Nunca se sabe —murmuró, y entonces la besó, atrapándole la mano entre los cuerpos y endureciéndose aún más.
No fue la clase de beso que esperaba, intenso, frenético y poderoso. Fue un beso lento, casi hipnótico, en el que Peter le saboreó a conciencia los labios, la lengua y la piel. La rodeó con el otro brazo y la apretó contra él. Genevieve sintió el lino blanco y holgado contra su cuerpo casi desnudo, el ritmo estable de su corazón contra los latidos erráticos del suyo mientras con su beso profundo e embriagador le demostraba que, efectivamente, podía drogarla sin necesidad de fármacos.
Pero ella nunca había sido una mujer que buscara el olvido y el desahogo en el sexo. Las aventuras pasionales siempre traían problemas, y Peter tenía razón: durante los tres últimos años no había tenido sexo. Aunque las cosas tampoco podrían ponerse mucho peores a esas alturas. La vergonzosa e ineludible realidad era que iba a acostarse con él. Podría intentar que desistiera o convencerse a sí misma de que no quería hacerlo, pero la sentencia era otra muy distinta.
Iba a hacer el amor con el hombre que iba a matarla. ¿Qué locura enfermiza era aquélla?
Pero eso no sería hacer el amor. Simplemente se acostaría con ella, y ella se lo permitiría para demostrar una opinión.
No pretendía demostrar que Peter pudiera hacerle el amor y permanecer frío e impasible, desde luego. Cualquier hombre sería capaz de algo así. Pero sí podría demostrar que no era tan todopoderoso como se creía. Usaba el sexo como arma, pero ella no sentiría nada.
Ni siquiera con un hombre tierno y cariñoso sentía más que un pobre atisbo de placer, y no iba a cambiar con su asesino, por muy bueno que se creyera en la cama.
El se retiró, y ella se dio cuenta de que seguía frotándose contra la mano atrapada, con un ritmo ligero y casi imperceptible que se propagaba por ambos cuerpos.
— ¿Crees que no puedo hacerlo? —le susurró él con un indicio de sonrisa.
Genevieve había olvidado cómo podía leer sus pensamientos. La furia sólo sirvió para avivar el fuego que le consumía el estómago.
— ¿Que no puedes hacer qué? ¿Seducirme? Me parece que no tengo mucho que decir al respecto. Harás lo que te plazca, con o sin mi consentimiento. Lo que no puedes conseguir es que me guste.
—Sí —replicó él—. Sí puedo. En cualquier momento y lugar. Vamos a tu habitación.
Ella se quedó demasiado perpleja para reaccionar, aturdida por la tranquila firmeza de su voz. Peter la condujo hacia las sombras, y ella no se resistió; sacó los pies del caftán y lo siguió. Al final ¿qué importaba? Las cosas se habían descontrolado desde días atrás, y ella había seguido luchando. Al menos estaba segura de que ganaría aquella batalla.
El la soltó cuando llegaron a la habitación a oscuras. Encendió la luz del cuarto de baño y dejó la puerta ligeramente entreabierta para que una rendija de luz iluminara el dormitorio. A continuación, se quitó la camisa y la arrojó sobre la pequeña estatua de la bailarina.
—No me gustan las cámaras —dijo, volviéndose hacia ella.
— ¿Hay una cámara en esa estatua? Entonces no debe de ser un Degas.
—Probablemente lo sea. Harry no tenía reparos en destruir las obras de arte para su propio beneficio. Había cámaras por todas partes. A Harry le gustaba saber lo que pasaba a su alrededor, y tampoco le importaba tener público.
— ¿Por qué hablas en pasado? Todavía no está muerto, ¿verdad?
—No que yo sepa. Dudo que Renaud se atreviera a desobedecer mis órdenes. Vamos a la cama.
Tenía un físico tan espectacular como Genevieve se había temido. La mayoría de los ingleses eran pálidos y flacuchos, pero Peter tenía una piel bronceada que le cubría unos músculos bien definidos, y ella ya había palpado esa carne fuerte y cálida.
—Ahora entiendo por qué te vales del sexo cuando las otras armas te han fallado —dijo ella—. Eres muy atractivo. A las mujeres les debe de resultar muy difícil resistirse a ti. Y a los hombres — añadió.
—No lo uso como último recurso, Genevieve — dijo él—. Vamos a la cama.
Empezaba a sentirse demasiado expuesta, así que cruzó la habitación hasta la gran cama de matrimonio y se deslizó bajo las sábanas.
—No —dijo él. Apartó las sábanas de un tirón y las arrojó al suelo—. Túmbate de espaldas.
¿Qué haría si intentaba escapar?, se preguntó Genevieve. ¿Saldría corriendo tras ella para castigarla? O, aún peor, ¿la dejaría marchar? Se tumbó de espaldas contra las almohadas, y por una vez se alegró de no poder ver bien. Ojala estuviera bebida o aletargada por las pastillas. El se movió hasta el costado de la cama, metió la mano bajo el colchón y sacó el cuchillo de carnicero.
—Por si lo necesitas—dijo, dejándolo sobre el colchón, al lado de Genevieve—. Puedes usarlo con total libertad.
— ¿Eso te excita? — preguntó ella, furiosa.
—No digas tonterías. Eres tú quien me excita, y lo sabes.
— Podría apuñalarte.
—Podrías intentarlo. Pero creo que ni siquiera te acordarás de que tienes un cuchillo a tu alcance. No querrás hacer nada para detenerme.
Ella extendió el brazo y agarró el cuchillo por el mango de madera. La hoja era de acero alemán... traspasaría fácilmente la piel de Peter. Su hermosa piel bronceada.
— Ponme a prueba — lo retó en tono agresivo.
El fue hasta la puerta, la cerró y se volvió para mirarla desde los pies de la cama.
—Eso voy a hacer.
A Genevieve no le gustaba nada la situación. Se sentía fría y ardiente a la vez, tendida sobre una cama sin más protección que un conjunto de lencería destinado a seducir, cuando seducir era lo último que deseaba en esos momentos. Se obligó a sí misma a observarlo mientras se desnudaba. Nunca se había sentido cómoda mirando a hombres desnudos, y menos aún a los que estaban excitados.
Pero en esa ocasión no podía apartar la mirada. Peter era espectacular, y ella se preguntó cómo la afectaría eso. Cuanto más atractivo fuera un hombre, más egoísta era en la cama, o al menos así había sido en su limitada experiencia. De ser cierto, Peter Jensen iba a ser el peor amante que hubiese tenido en su vida.
—Eres muy valiente, Genevieve —murmuró él—. Preferirías estar con los ojos vendados, ¿verdad?
—No soy tan pervertida.
—No lo sé... Deberías estar sorprendida.
Se movió con tanta rapidez y elegancia que ella ni siquiera se dio cuenta de que se estaba acercando. Le agarró la mano con la que aferraba el cuchillo y se tumbó sobre ella. Genevieve pudo sentir cómo la tocaba por todas las partes de su cuerpo. La piel ardiente contra su corazón desbocado, las largas piernas desnudas contra las suyas, la erección encajonada entre sus muslos, el rostro cerniéndose sobre ella, la boca demasiado cerca...
—Creía que no te preocupaba el cuchillo —dijo ella, reuniendo los últimos restos de resistencia.
— No hay nada malo en ser precavido — replicó él, llevándose su muñeca a la boca para besarla—. Pero no vas a apuñalarme, Genevieve. Sabes lo que vas a hacer, quieras o no.
Ella apretó automáticamente el mango del cuchillo, y él respondió apretándole la muñeca. No podía responderle, puesto que no tenía respuesta. El sujetador no era más que un resto de encaje y no tardó en desaparecer. Lo siguiente fue el tanga, que Peter arrancó de un tirón.
—Eso está mejor —murmuró—. Así estamos igualados.
Ella cerró los ojos, aterrorizada, aunque no sabía de qué tenía miedo. Peter no iba a hacerle daño, aunque estaría menos asustada si fuera eso lo que esperara de él.
—Acabemos de una vez —consiguió decir—. Me estoy aburriendo — un gemido ahogado traicionó sus palabras, pero tampoco había esperado engañarlo.
—Como quieras —dijo él. Y sin más advertencia le separó las piernas y se introdujo en ella de una manera tan repentina, que la dejó perpleja y sin aliento.
Ninguno de los dos se movió por unos momentos
— ¿Por qué no me sorprende que estés mojada? —murmuró él, mirándola fijamente.
Ella intentó pensar algo que decir, lo que fuera. Sentía sus fuertes manos en las piernas, tirando de ellas para rodearse las caderas. Ella se estaba aferrando a la sábana, y una vez que él tuvo sus piernas rodeándolo, le agarró las manos y se las puso en los hombros.
—Será mejor que te agarres a mí, señorita Spenser. Esto va ser muy movido.
No iba a funcionar, pensó ella. Apenas la había besado ni tocado. No había cumplido con los preliminares básicos. Y sin embargo estaba húmeda y excitada, como nunca lo había estado antes.
—No pongas esa cara de susto, cariño. Se supone que te tiene que gustar —dijo él. Se retiró un poco y volvió a penetrarla, provocándole un débil jadeo.
—No quiero... —empezó a protestar ella.
—Sí, sí quieres.
Sí, quería. El empezó a moverse, muy lentamente, como si la única parte implicada fuera lo que tenía entre las piernas y entre las de Genevieve. Ella cerró los ojos, intentando ignorarlo, pero Peter estaba en todas partes. Encima de ella, debajo de ella, dentro de ella...
Se dijo a sí misma que no importaba. Peter sólo intentaba demostrarle que tenía razón, pero ella podía resistirse y luchar contra la creciente respuesta de su cuerpo. Contuvo la respiración y cometió el terrible error de abrir los ojos.
Peter tenía las manos a ambos lados de ella y le clavaba la intensa mirada de sus ojos azules mientras mantenía el ritmo de sus embestidas.
—Vamos, señorita Spenser — susurró—. Demuéstrame que estoy equivocado. No quieres llegar al orgasmo conmigo dentro de ti. No quieres darme esa satisfacción. Quieres contenerte y privarme de ese placer, ¿verdad? Quieres demostrarme que soy un imbécil y un arrogante. Puedes retener esa parte de ti, ¿verdad? Quieres hacerlo, ¿verdad?
¿Cómo podía estar haciéndolo, moviéndose con tanta lentitud dentro de ella, con las manos en la cama, sin tocarla, y provocándola con sus suaves susurros?
No pudo responderle porque no sabía lo que le estaba preguntando.
—Tienes los pezones endurecidos, señorita Spenser. ¿Cómo se explica eso si hace calor en la habitación?
Ella volvió a cerrar los ojos, pero al mismo tiempo le rodeó el cuello con los brazos y tiró de él. El cuerpo de Peter estaba ardiendo y cubierto de sudor, pero sus latidos seguían estables y regulares.
Genevieve empezaba a perder el control. Sus temblores eran cada vez más fuertes y no podía hacer nada por impedirlo. Era como si su cuerpo ya no le perteneciera. Peter se había hecho dueño del mismo y podía hacer lo que quisiera. Sabía que si se relajaba la inundaría una oleada de placer, y entonces Peter quedaría satisfecho y la dejaría en paz.
Pero no podía hacerlo. No podía dejarse llevar. No le daría a Peter la satisfacción de la victoria. La tensión la recorría en una creciente espiral, y Genevieve se aferró a él, clavándole las uñas en un desesperado intento por mantener el control.
— ¿Quién va a ser el ganador, señorita Spenser? —le susurró él al oído—. ¿Tu cuerpo o tu mente?
Ella podría haberle respondido sin dudarlo, pero se había quedado sin voz. Peter había incrementado el ritmo, y ella recibía sus continuas embestidas porque no podía hacer otra cosa. El le tomó las caderas y la levantó para empujar aún más en su interior, húmedo y resbaladizo. Genevieve quiso gritar, pero sólo le salió un gemido ahogado.
—Creo que lo deseas —dijo él con voz suave y serena—. Te estás conteniendo, pero lo deseas. Sólo es una muerte temporal... nada permanente. Dámelo, Genevieve. Dámelo ahora.
No debería haber sido así. Una descarga eléctrica la traspasó como un rayo, arqueándole el cuerpo sobre la cama. Echó la cabeza hacia atrás al tiempo que abría la boca para gritar. El le puso una mano sobre el rostro para silenciarla, y ella se perdió en las convulsiones que la sacudían. No podía respirar, y le mordió la mano con fuerza mientras su cuerpo se disolvía en los destellos que se perdían en la noche, hasta que no quedó nada en absoluto.
No podía moverse. Sólo podía quedarse allí tumbada y recuperar el aliento mientras volvía a la realidad. A la habitación a oscuras, a la cama desecha, al hombre que tenía encima y dentro de ella. Al notar que aún estaba erecto abrió los ojos, aturdida.
Peter la estaba mirando, escrutándola con sus ojos azules, y su respiración era tranquila y sosegada.
— ¿Te importaría soltarme la mano? —le preguntó en tono amable y cortés.
Genevieve aún le estaba mordiendo la mano, y se apresuró a soltarlo. No se había dado cuenta de lo que estaba haciendo, y se quedó horrorizada al notar el sabor de la sangre en la boca. El se apartó y se tumbó a su lado, sudoroso pero aparentemente insensible.
—Lo siento, no he usado un preservativo — dijo—. Normalmente prefiero no correr riesgos.
—Dadas las circunstancias, no creo que importe mucho.
Por desgracia la respuesta le salió en un susurro ahogado, no con el tono displicente que le hubiese gustado. Aquello respondía a la pregunta. Había estado tan absorta en sus propias reacciones que ni siquiera estaba segura de que Peter se hubiera molestado en acabar. La humedad que le corría entre las piernas le dijo que sí había acabado. Se volvió para mirarlo, y le puso una mano en el pecho. El corazón seguía latiéndole con el mismo ritmo pausado. Sus miradas se encontraron, y él esbozó una sonrisa a modo de disculpa.
—Te lo advertí —dijo.
—Sí, me lo advertiste —corroboró ella, mirándolo fijamente a los ojos. Decían que los ojos eran las ventanas del alma, pero en aquel caso no había alma alguna.
Consiguió erguirse con dificultad, y se sentó, aunque se sentía débil y temblorosa. Tenía que apartarse de él, aunque para ello tuviera que arrastrarse por el suelo. Peter había tenido un orgasmo, de eso no había duda, pero seguía excitado. No se había vaciado por completo. Había demostrado que tenía razón. Podía llevarla al orgasmo con un mínimo placer físico por su parte.
Y ella no quería que volviera a demostrárselo.
—Voy al cuarto de baño —dijo.
—Por mucho que te laves, no podrás borrarme, Genny —dijo él suavemente mientras cerraba los ojos. —No podrás hacerlo nunca.
Ella no respondió. No había nada que decir. Peter tenía razón. Tenía razón en todo.
Agarró una sábana del suelo y se envolvió con ella. Peter no se movió. Debía de haberse quedado dormido, un signo sospechoso de que tal ‘vez fuera humano, después de todo. No importaba. Se sentía perdida y exhausta. Lo único que quedaba de ella era una chica empapada envuelta en una sábana, vagando por una casa a oscuras al filo del amanecer, sabiendo que aquél era un buen día para morir. Dejó la sábana al borde de la piscina y se sumergió en el agua, sintiendo que la envolvía como los brazos de una madre.
Y se hundió para dejar que el agua se cerrara sobre su cabeza.
La chica ya debería de estar muerta si Peter hubiera cumplido las órdenes, pensó Madame Lambert mientras tomaba un sándwich de huevo. Había sido una drástica decisión, pero necesaria. Una de esas horribles decisiones que un comandante en jefe tenía que tomar por una causa justa.
Tal vez Peter no había recibido sus instrucciones. No había respondido a la última transmisión. Quizá estuviera demasiado ocupado, o quizá había decidido desobedecerla... algo que nunca había hecho. Acataba las órdenes como un robot, sin lamento ni placer, Con su alma y conciencia congeladas en un bloque de hielo.
Ojala la hubiera desobedecido. Esperaba que por una vez Peter se guiara por su instinto más que por las órdenes. Isobel no había tenido más remedio que dictar esa orden. Si Peter se retrasaba en su cumplimiento o decidía no matar a la chica, tal vez hubiera tiempo para demostrar que la chica era inofensiva.
Tiempo. Se les estaba acabando. Tenían otra pista de la Regla de Siete... Takashi O’Brien estaba infiltrado en la residencia principal de Harry y había encontrado una conexión con una mina de diamantes en África que empleaba a miles de trabajadores. La mina era propiedad de Harry, quien no había hecho el menor esfuerzo por desligarse de la misma. Si la destrucción planeada se llevaba a cabo y se producía una matanza, nadie pensaría que Harry estaba detrás, y él perdería una fortuna.
Entonces, ¿por qué lo hacía si no era por dinero? ¿Deseo, venganza, aburrimiento? ¿O todo eso a la vez? Harry era como un niño mimado al que le gustaba destrozar juguetes caros y las grandes explosiones.
Isobel había descubierto finalmente cuándo tendrían lugar algunas de esas explosiones. El veinte de abril. Y aquel dato la estremecía hasta los huesos.