Capitulo 5
Genevieve Spenser se estaba convirtiendo en un auténtico fastidio, pensó Peter. Tendría que acabar lo que ella había empezado y arrojar su cuerpo inconsciente por la borda para alimentar a los peces. Pero dudaba que tuviese importancia. Siempre que encontraran huellas identificables de Harry van Dorn en su isla, las autoridades quedarían satisfechas. No se molestarían en cerciorar si también estaba su preciosa abogada.
A menos, naturalmente, que sospecharan algo. Peter no lo creía probable... Era un experto en su trabajo y rara vez cometía fallos. Harry van Dorn había conseguido convencer al mundo de que era un hombre bueno y decente, y pocos eran los que sospechaban lo contrario. Peter se encargaba de que así fuera, y si la muerte de Harry tenía que parecer un accidente, así sería. Aquéllas eran sus órdenes.
Se cambió el peso del cuerpo en los brazos. Sería más fácil arrojarla al agua que pensar en lo que hacer con ella. Las cosas habían ido demasiado lejos... y la realidad era que Genevieve Spenser tenía que morir.
La solución más efectiva e ingeniosa era que la encontraran en la isla, y en lo que se refería a su trabajo, Peter era muy meticuloso, algo que habría sorprendido a su madre, pues siempre había sido muy desordenado. Pero su trabajo requería una atención y una precisión hasta el último detalle. La señorita Spenser iba a morir, pero no era ése el momento.
Podría haberla dejado en cubierta y que Renaud la encerrara en la cabina, pero nunca delegaba un trabajo que pudiera hacer él mismo. Además, Renaud tenía sus limitaciones y le gustaba hacerles daños a las mujeres. No había manera de evitar el destino de la señorita Spenser, pero no había ninguna razón para hacerla sufrir. Después de todo, era un hombre civilizado, pensó burlonamente.
Se cargó el cuerpo al hombro. No era tan pesada como los cadáveres que había cargado durante sus treinta y ocho años. Era extraño, pero una persona inconsciente pesaba menos que una muerta. No tenía sentido, pero así era.
O tal vez fuera el peso de su conciencia cuando tenía que deshacerse de alguien. Salvo que él no tenía conciencia... Se la habían extirpado quirúrgicamente junto a su alma, años atrás.
Con todo, tal vez le quedara algún resto de sensibilidad. De otro modo, no habría dudado con la entrometida señorita Spenser ni sentiría el menor pesar por el trágico futuro que la aguardaba. Era una sensación a la que no estaba acostumbrado. La dejó en la cama de la cabina principal, junto al cuerpo inconsciente de Harry van Dorn. Tenía unas piernas largas y esbeltas, y era muy difícil olvidarse del sabor de su boca. Aún no se explicaba por qué la había besado. Una aberración, un capricho fugaz... No volvería a pasar.
La miró durante un largo rato. Había matado a otras mujeres antes. Era inevitable en un trabajo como el suyo. A veces las mujeres podían ser mucho más peligrosas que los hombres, pero él nunca se había visto obligado a matar a alguien sólo porque hubiera interferido en sus planes. Y no quería empezar a hacerlo ahora, por importante que fuera la misión.
Naturalmente, siempre se podría argumentar que el mundo sería un lugar mejor con una abogada menos. Pero al mirar e apetecible cuerpo de Genevieve Spenser, no estaba seguro de que él mismo pudiera hacérselo creer.
Genevieve se despertó lentamente, dejando que las sensaciones la recorrieran. Al principio experimentó una extraña sensación de alivio, pero fue rápidamente barrida por una inconfundible sensación de peligro. Estaba tendida en una cama junto a alguien... Podía oír su respiración y sentir el cuerpo junto al suyo. El pánico se intensificó. La habitación estaba en penumbra, con una única luz en el extremo opuesto de la cama. Genevieve parpadeó para enfocar la vista e intentó pensar con claridad.
Estaba junto a Harry van Dorn, y su reacción inmediata fue de furia. Pero entonces se dio cuenta de que no estaba dormido, sino drogado. Y ella tenía las manos, tobillos y boca envueltos con cinta adhesiva.
Intentó sentarse, haciendo un ruido ahogado contra su mordaza. Había alguien en el extremo de la habitación, leyendo, pero no podía verlo claramente, y él no levantó la mirada cuando ella se colocó en posición sentada ni prestó atención a los ruidos que hacía.
Levantó las manos para intentar arrancarse la mordaza, pero la cinta le rodeaba la nuca y los dedos no pudieron agarrar el resbaladizo material. Emitió otro sonido de exasperación, y en esa ocasión el hombre levantó la mirada, vio que estaba despierta y siguió leyendo.
Habían sido días muy difíciles, y Genevieve no estaba dispuesta a consentir que la ignorasen. Sacó las piernas por el lateral de la cama, pero era más alta de lo que había pensado y acabó despatarrada en el suelo.
Las manos que la levantaron eran fuertes y frías. Ella ya se había imaginado a quién pertenecían antes incluso de encontrarse con la mirada de Peter Jensen. Lo miró con todo el desprecio y la ira que permitía la cinta adhesiva.
La ligera sonrisa de Jensen no ayudó a calmarla.
—Debe de ser muy duro para una abogada no poder hablar — dijo con voz suave.
Genevieve tenía los tobillos tan juntos, que apenas podía tenerse en pie. Sólo podía sostenerse gracias al agarre de Jensen, pero aun así se soltó de un tirón y acabó otra vez en el suelo. Si hubiera tenido la boca libre, lo habría mordido en los tobillos.
Él volvió a levantarla.
—No se canse, señorita Spenser. Compórtese y todo será mucho más fácil para usted.
Ella no se sentía capaz de creerlo. Por un momento pensó que iba a devolverla a la cama, pero en vez de eso la arrastró a través de la habitación y la dejó en el pequeño sofá. Ella volvió a levantar las manos para quitarse la cinta.
—Si se la quitó, le dolerá —dijo él.
Ella siguió tirando, de modo que él le apartó las manos, agarró la cinta y se la arrancó de un fuerte tirón. Genevieve pensó que el grito de dolor se oiría en todo el barco y que despertaría a su cliente drogado, pero lo único que se oyó fue un gemido ahogado cuando la cinta se despejó de su rostro, llevándose algunos pelos. Jensen le tiró la cinta al regazo.
—Lo siento —dijo, sentándose frente a ella y retomando su libro.
— ¿Que lo siente? —repitió ella con voz ronca—. ¿Qué es lo que siente? ¿Haberme secuestrado, drogado y atado con cinta adhesiva, maldito hijo de perra?
—Tengo otro rollo de cinta y no dudaré en usarlo —le advirtió él tranquilamente—. Compórtese, señorita Spenser.
— ¿Todo esto le parece divertido? —espetó ella—. Tiene usted un sentido del humor muy peculiar.
—Eso me han dicho —afirmó él con una media sonrisa—. Le quitaré la cinta si se queda ahí sentada y no hace ruido. Tengo trabajo que hacer.
—Es usted un idiota.
Aquello atrajo su atención, pero no bastó para afectarlo.
— ¿Lo soy? —preguntó, dejando el libro.
El cerebro de Genevieve trabajaba a toda prisa.
— Sé que no esperaba tenerme en el barco al llevar a cabo su plan. Intentó deshacerse de mí por todos los medios. Pero ahora que estoy aquí, ¿no cree que debería aprovecharse de mí?
El se recostó en el sillón, observándola.
— ¿Y cómo podría aprovecharme de usted? ¿Quiere unirse a nuestra banda?
—No se haga el tonto. Cualquier imbécil podría ver cuál es su plan.
— ¿Y cuál es?
—Ha secuestrado a uno de los hombres más ricos del mundo, y está claro que lo ha hecho por dinero... No tiene pinta de terrorista. Sin embargo, tendrá que negociar las condiciones del rescate, y para eso, yo soy su mujer.
— ¿En serio? —murmuró él—. ¿Y por qué cree que no soy un loco terrorista embarcado en una sangrienta cruzada?
—Viste demasiado bien para ser un terrorista.
El se echó a reír. Lo hizo como si no se riera muy a menudo, lo cual no era extraño. Genevieve no creía que los extorsionadores fueran muy cómicos.
— ¿De qué lado va a estar, señorita Spenser? ¿Del mío o de Harry?
—Usted quiere dinero, y yo quiero que Harry no sufra ningún daño. Puedo encontrar una solución que nos beneficie a todos. Y ahora, ¿por qué no me quita el resto de la cinta para que podamos negociar? Sabe muy bien que no soy una amenaza física para usted.
—Oh, yo no estaría tan seguro — repuso él, pero de todos modos se levantó, sacó una pequeña navaja del bolsillo y se inclinó para cortar la cinta de los tobillos.
Genevieve aprovechó la ocasión y descargó los puños atados en su cabeza. O al menos lo intentó. Ella agarró por las muñecas con una sola mano mientras le liberaba los tobillos, sin molestarse en mirarla.
—Es una pérdida de tiempo, señorita Spenser. Y sólo servirá para enfadarme. Es un barco... no hay escapatoria posible, salvo saltar al agua. Y he oído que hay tiburones por aquí.
—Creo que estaría más segura con ellos —murmuró. El le cortó la cinta que ataba sus muñecas, y ella se dio cuenta de que estaba usando la navaja del Ejército Suizo que había escondido en su sujetador. No iba a pensar cómo la había encontrado, y decidió que si alguien iba ser un cebo para los tiburones ése sería Peter Jensen.
— ¿Es Jensen su verdadero nombre? —le preguntó cuando él volvió a sentarse y se guardó la navaja en el bolsillo.
— ¿Importa eso? He usado muchos nombres distintos Jensen, Davidson, Wilson, Madsen...
— En otras palabras, su madre no sabía quién era su padre.
Nada más decirlo deseó haberse mordido la lengua. Estuvo a punto de agarrar la cinta que tenía en el regazo y colocársela otra vez sobre la boca. El hombre sentado frente a ella era un lunático, y llamar fulana a su madre no era lo más apropiado. La expresión de Jensen no delató ninguna emoción.
—No es usted muy buena abogada, ¿verdad, señorita Spenser? Un buen abogado sabe cuándo mantener la boca cerrada.
Ella no dijo nada, y tras un momento de tensión se relajó ligeramente.
—En realidad, sí sé quién fue mi padre... por desgracia —siguió él—. No le habría gustado nada. Tenía muy mal carácter. ¿Le apetece un poco de té? Ella parpadeó con asombro.
— ¿Qué?
— ¿Le apetece un poco de té? —repitió él—. La droga que le suministré hace que la boca esté seca y pastosa, y además ha estado amordazada. Quiero estar seguro de que su boca funcione bien.
Genevieve sintió su mirada en los labios y se pasó nerviosamente la lengua por ellos. El no la había besado... ¿o sí?
— Preferiría una copa.
—No es prudente beber alcohol después de las drogas y sus tranquilizantes. Esas pastillas no son buenas para usted, ¿sabe?
Ella no debería sorprenderse de que supiera lo de sus tranquilizantes. No era más que otra violación de su intimidad.
—La vida es muy estresante —dijo ella—. Y eso era antes de que me secuestraran y abusaran de mí.
—No se haga ilusiones. Nadie ha abusado de Usted. Todavía.
—No tiene gracia —espetó ella—. Si ser raptada y drogada no es sufrir abusos, no sé lo que es.
—Oh, pensé que se refería a algo más sexual.
Ella se ruborizó. Fue algo muy extraño, porque no estaba acostumbrada a ruborizarse. El comentario de Jensen había sido casual y desinteresado, y sin embargo le había provocado una ola de calor en las mejillas. Tenía la piel muy pálida, y sólo Dios sabía cuántas drogas le habían suministrado. No era más que una reacción a...
— ¿Se ha puesto colorada, señorita Spenser?
—Una abogada jamás se pone colorada, señor Jensen — declaró ella con severidad—. ¿Por qué no me dice lo que quiere para que podamos llegar a un acuerdo?
El no respondió. Se levantó y cruzó la habitación para abrir un armario, dejando una pequeña nevera a la vista. Volvió junto a ella y le puso una lata de Tab en la mano. Afortunadamente él mismo se la había abierto, porque las manos le temblaban demasiado cuando se la llevó a los labios.
— ¿No teme que la esté drogando de nuevo? — preguntó él.
— No me importa — dijo ella, apurando la mitad de la lata en un solo trago. Cerró los ojos y dejó escapar un suspiro de satisfacción. Necesitaba tanto algo frío y húmedo, que casi olvidó el deseo de matarlo. Volvió a abrir los ojos y vio que la estaba mirando.
— ¿Qué es lo que quiere?
El dudó un momento, aunque parecía ser un hombre que nunca dudaba de nada.
—Me temo que no hay nada que pueda ofrecerme, señorita Spenser. Tengo un trabajo que hacer.
— ¿Y cuál es?
—Mis órdenes son matar a Harry van Dorn — respondió él rotundamente—. Y a cualquiera que se interponga.
Era una mujer dura, tenía que admitirlo. Sólo el fugaz parpadeo de sus ojos traicionaba su reacción. Creía lo que le había dicho. Era demasiado lista como para no hacerlo.
— ¿Por qué?
—No sé los motivos, y prefiero que así sea. Soy muy bueno en lo que hago, y una de las razones es porque nunca pregunto las razones. Supongo que si me ordenan liquidar a alguien, es porque ha hecho algo para merecerlo.
— ¿Quién lo envía? ¿Quién le ha dado la orden?
—No significaría nada si se lo dijera. Lo crea o no, somos los buenos.
— ¿Los buenos? —repitió ella—. ¿Y van a matar a un hombre inofensivo a sangre fría?
—Le aseguro que no es tan inofensivo como parece.
— ¿Y qué pasa conmigo?
— ¿Con usted?
—Ha dicho que iba a matar a Harry van Dorn y a cualquiera que se interpusiera. ¿Eso me incluye a mí?
Tendría que haberle mentido, pensó Peter. Todo era más fácil si las víctimas no sabían que iban a morir. De lo contrario les entraba el pánico y tenían las reacciones más inesperadas.
— ¿Me creería si le dijera que no?
Ella negó con la cabeza.
—Usted no puede ser de los buenos. Nunca he hecho nada por lo que merezca la pena matarme. Y no quiero morir.
— Muy pocas personas quieren morir.
— ¿Cómo puedo hacer que cambie de idea?
Peter guardó silencio unos momentos. Había estado pensando en eso mismo durante las últimas horas.
—No creo que pueda. Pero le prometo que no sufrirá. Ni siquiera se dará cuenta.
—No lo creo —dijo ella. Dejó la lata vacía y le clavó la mirada tranquilamente—. Si va a matarme, va a tener que emplearse a fondo, porque no tengo intención de ponérselo fácil. Voy a luchar hasta el final.
—Es una batalla perdida, señorita Spenser —le aseguró él, sorprendido de su propia tranquilidad, como si silenciar a los testigos y cómplices fuera una práctica habitual como uno de los miembros mejor preparados del Comité. Era el mejor tirador, extraordinario con el cuchillo y en el combate cuerpo a cuerpo, y nunca demostraba ni sentía ninguna emoción. Era el Hombre de Hielo, y su especialidad era liquidar a todo aquél que representara un mal.
Pero Genevieve Spenser no era malvada. Aquélla era la primera vez que había cometido el error de dejar que la presa equivocada cayera en su trampa, y tendría que vivir con las consecuencias. Estaban en mitad de unas de las operaciones más complicadas que podía recordar. Harry van Dorn tramaba algo, pero el Comité había sido incapaz de averiguar más que unas pocas pistas, a pesar de todos sus recursos y efectivos, Harry estaba obsesionado con el control. Nada se podía hacer sin que él lo supervisara. Tenían que neutralizarlo para siempre, sin intromisiones, para descubrir en qué demonios consistía la Regla de Siete y cómo podían detenerlo.
No podía dejar que la señorita Spenser se marchara. Ya había visto demasiado, y además era una mujer muy inteligente. Sólo era cuestión de tiempo que reuniera suficiente información sobre el Comité y pusiera en peligro las vidas de los hombres y mujeres que lo arriesgaban todo. Era una ecuación con una única solución, le gustara o no.
—Estoy especializada en batallas perdidas — dijo ella—. No voy a morir, y tampoco Harry. En cuanto a usted, ya no estoy tan segura —se levantó y se estiró como una gata mientras le sonría dulcemente—. Mientras tanto, creo que me daré una ducha y me pondré algo más cómodo antes de seguir con nuestras negociaciones.
El no se movió. La puerta de la cabina estaba cerrada, y ella no podría llegar muy lejos.
—No tenemos nada que negociar, señorita Spenser — le recordó.
—No estoy de acuerdo. Hay mucho dinero en juego, y si cree que Harry es una especie de monstruo maligno, puedo decirle que se equivoca. Mi intuición nunca me engaña con las personas, y Harry van Dorn puede ser un ricachón arrogante y supersticioso, pero está a años luz de ser malvado. No estaría matando a un ser inocente, estaría matando a dos, y no creo que quiera hacerlo. No cuando la alternativa es ganar tanto dinero, que sus misteriosos jefes no podrán encontrarlo nunca.
— Me encontrarían — dijo él—. Y todo el mundo a bordo de este yate sabe cuál es la misión. Lo siento, pero aunque quisiera dejarla marchar, no podría. Renaud o cualquiera de los otros se enterarían, y pueden ser mucho más... brutales que yo.
Vio la inquietud en sus ojos y sintió una extraña punzada en el pecho. No podía ser culpa o remordimiento. El jamás se permitía albergar esas emociones, sin importar cuáles fueran las circunstancias.
— Si usted lo dice... —dijo ella despreocupadamente—. Eso no significa que no vaya a intentarlo. Dígame, ¿la puerta está cerrada o puedo entrar y salir a mi antojo?
—Está cerrada.
— Pues haga el favor de abrirla — exigió ella—. Me gustaría volver a mi habitación y cambiarme de ropa.
El supo lo que iba a intentar, seguramente antes que ella misma. Habría funcionado en circunstancias normales, pero ella no tenía ni idea con quién estaba tratando ni se imaginaba que su cuerpo delataba sus intenciones. Lo mejor era acabar cuanto antes, pensó mientras se levantaba.
—No lo creo —dijo. La agarró y le dio la vuelta con facilidad, retorciéndole el brazo a la espalda. Un segundo más tarde la tenía en el suelo, con una rodilla en el pecho, Mientras ella lo miraba enmudecida de espanto.
Madame Lambert dejó su PDA en la mesa, junto a su copa de vino. Se enorgullecía de tomar en público las decisiones más difíciles. Estaba disfrutando de una cena solitaria en un tranquilo restaurante, cerca de la oficina, y no tenía ningún problema en enviar y recibir la información que necesitaba.
No, no estaba disfrutando de su comida solitaria, se corrigió a sí misma. Agarró la copa de vino y tomó un sorbo. En esos momentos no estaba disfrutando de nada. Acababa de mandarle una orden a Peter Jensen para que liquidara a la joven que se había entrometido en la misión. Y sentía náuseas sólo de pensarlo. Peter lo haría, sin duda. Lo haría de la forma más humana posible. Pero cada muerte, por justificada que estuviera, dejaba una herida psicológica que nunca terminaba de cerrarse. La muerte de un inocente sería mucho peor. Pero el tiempo se les acababa, y Harry van Dorn no cedería bajo ninguna presión ni amenaza. La única solución era matarlo.
Ese era el problema de los sociópatas como Harry, pensó Isobel mientras tomaba otro sorbo de vino. La tortura no servía de nada cuando a la víctima le gustaba tanto el dolor físico, y ni siquiera alguien con la experiencia de Peter podría doblegar- lo. Además, esa clase de actos tenían un precio muy alto. Una ejecución limpia era una cosa. La tortura era otra muy distinta, y había un límite para lo que la psique humana podía aceptar. Temía que Peter Tensen estuviera alcanzando su límite.
Matar a la chica lo llevaría más allá del borde. Pero no había otro remedio.