Pestaña en Rusia. Una entrevista

Una vez en Moscú, Pestaña empieza, según sus propias palabras, a llenarse de estupor. Los procedimientos antidemocráticos de los dirigentes soviéticos para manipular y someter a su voluntad las decisiones de los delegados lo dejan perplejo, anonadado. Se concede la palabra, o no, dependiendo de quién la pide. Y dependiendo de quién habla se le otorga un tiempo u otro.

Ángel Pestaña, habituado a los debates libres y un tanto espontáneos de su organización, no da crédito a lo que está presenciando. Él, que pertenecía al grupo de los que pensaban que en Rusia la clase obrera había dado su primer gran paso hacia la liberación, no puede menos que recordar con amargura las palabras de recelo con que Salvador Seguí lo había despedido al iniciar el viaje.

Sin embargo, Pestaña, hijo de tantos reveses, no se resigna a rumiar la bilis. Finalmente, consigue de la mesa del Congreso que le concedan diez minutos, cronometrados, para intervenir. Podríamos decir que el suyo es un discurso que roza lo estrambótico. De entrada, desautorizó al Partido Comunista ruso y trató de quitarle el protagonismo supremo de la revolución. Los traductores balbucean, alguno incluso quiere suavizar los bordes más afilados de sus palabras. Seco, alto y funerario, nariz cubista, corbata de luto, Pestaña, todo entereza, afirma:

«La revolución, según mi criterio, camaradas delegados, no es, no puede ser, la obra de un partido. Un partido no hace una revolución. Un partido no va más allá de organizar un golpe de Estado, y un golpe de Estado no es una revolución».

Y así continuó, caminando por la cuerda floja aquel equilibrista cada vez más asombroso y entero:

«Decirnos que sin el Partido Comunista no puede hacerse la revolución, como aquí se está oyendo hasta el empalago, y decirnos que sin el Ejército Rojo no pueden conservarse sus conquistas, y que sin la conquista del poder no hay emancipación posible, y que sin la dictadura no se destruye a la burguesía, es hacer afirmaciones cuyas pruebas nadie puede aportar».

Pestaña alzaba su nariz escalena para mirar el reloj que pendía como una guillotina entre dos arcos de la sala y volvía a la madeja:

«Si serenamente examinamos lo sucedido en Rusia, no hallaremos en tales afirmaciones ninguna confirmación, por mucho que el cuento se repita. Vosotros no hicisteis solos la revolución en Rusia. Cooperasteis a que se hiciera y fuisteis muy afortunados al lograr el poder. Nada más, compañeros».

No puede decirse que hubiese muchos aplausos cuando Pestaña finalizó de hablar y se quedó flotando en la tribuna como un muñeco severo. El silencio, aunque duró poco, fue sepulcral. Y duró poco porque de inmediato, una vez desalojado el español del estrado, un alto personaje salió a ocupar su lugar y a rebatir, palabra por palabra, punto por punto y coma por coma, sus palabras. El personaje se tomó cuarenta y cinco minutos para destruir el discurso del anarquista español y se llamaba Trotski. La mañana siguiente fue Grigori Zinóviev, el poderoso miembro del Politburó, quien tomó aproximadamente el mismo tiempo que Trotski y los mismos argumentos para rebatir a Ángel Pestaña.

El enviado de la CNT intentó que le concedieran la palabra en algún otro foro. No fue posible. Allí no se estaba para discutir, sino para acatar y aprobar.

Pestaña era consciente de estar asistiendo al nacimiento de algo completamente nuevo. Sabía que por primera vez en la historia del hombre «una nación entera se sacudía el dominio de instituciones y castas históricas y se disponía a organizarse de abajo arriba. Por primera vez también los obreros tomaban el mando o al menos despojaban de él a quienes lo habían usufructuado sin limitaciones». Pero también sabía que aquella revolución «no era ni podía ser la que nosotros preconizábamos».

Años después escribió que no podía aceptar la dictadura de una élite ni «su dogmatismo intransigente y cerrado, su desprecio por la libertad del individuo y el sacrificio de la persona a la divinidad todopoderosa del Estado».

Y, todavía bastantes años más tarde, le contaría a un joven y despierto Ángel María de Lera —futuro novelista, futuro biógrafo de tapas rojas de Pestaña— aquel viaje histórico, azaroso y disparatado que lo llevó al corazón de la Revolución Rusa.

El Pestaña que hablaba con Lera en vísperas de las elecciones de 1936 era un hombre maduro, con los ojos ya un poco borrosos, sin aquella intensidad de carbón que habían tenido en su juventud y primera madurez. Ancho, más forrado que vestido con un traje de paño oscuro, con su eterno chaleco y corbata negra, lejos del escuálido adolescente que no paró de cruzar el país en busca de trabajo y justicia. Rozando la cincuentena pero ya envejecido, a poco más de un año de distancia de su muerte.

Desengañado de tantas cosas y ya siendo líder del Partido Sindicalista, en vísperas de sumarse al Frente Popular para aquellas elecciones del 36 en las que saldría elegido diputado. Revolucionario todavía, o casi, aunque con la CNT dejada atrás. «Como seguramente la habría dejado Seguí. De haber vivido. Y estaría ahora aquí, en este partido político, o en otro que él hubiera creado, o a saber si con su amigo de siempre, Companys, en la Esquerra Republicana».

En aquel encuentro entre Pestaña y Ángel María de Lera, uno de los muchos que tuvieron, Lera entrevistó a Pestaña sobre aquel viaje que definiría, al menos por un tiempo, la postura de la CNT con respecto a la Revolución Soviética.

Estaban sentados en los bajos de un edificio, un local vasto y destartalado que le habían cedido al Partido Sindicalista por aquellos días. Había una mesa en mitad de la estancia, sin sillas ni nada que sirviera de acomodo a su alrededor, una lámpara de pie al fondo y dos viejos sillones de cuero en los que estaban sentados.

El veterano sindicalista recordaba para el incipiente escritor las interminables deliberaciones de aquel Congreso, el galimatías maratoniano, extenuante y finalmente absurdo:

«Si hubieras visto de qué manera se llevaban las deliberaciones… Las sesiones se prolongaban hasta el agotamiento físico de los congresistas. Se hablaba y se hablaba sin cesar, pero era como si hablaras a sordos o predicaras en desierto, porque nadie entendía, y había que recurrir a las traducciones, que eran lentas y confusas, muy confusas», miraba Pestaña la mesa, su dedo índice dibujando el borde, como si estuviera recordando un sueño.

«Y cuando mayores eran el cansancio y el aburrimiento, hacía su aparición en la asamblea alguno de los gerifaltes, así, con sus maneras, te puedes imaginar, ¿verdad? Bueno, pues ocupaba la tribuna y durante una hora o más se ponía a lanzar una catarata de palabras que no sabías lo que significaban hasta mucho después, por las traducciones, cuando el tema se daba por suficientemente discutido y ya se había pasado a otro».

Le pregunta Lera, con sus veinticuatro años y su frente de frontón resplandeciendo sobre sus ojos vivos, quiénes eran esos gerifaltes. Y Pestaña responde calmoso:

«¿Los gerifaltes? Eran Zinóviev, Radeck, Trotski y el mismo Lenin. Trotski era como una tormenta, Lenin como una maza…».

«¿Y es verdad que se os pedía a todos los delegados extranjeros que respondieseis a un cuestionario por escrito y que una de las preguntas era qué opinabais de Lenin?».

«Eso es, sí».

Según Lera, Pestaña se quedó mirando fijamente las costuras del brazo de su sillón, como cuando miraba el mecanismo de los relojes, antes de repetir:

«Eso es. Una opinión sobre Vladimiro Ilich Lenin».

Y según el futuro novelista, Pestaña continuó con la vista fija en cualquier menudencia del asiento, sin que la castellanización del nombre de pila del líder soviético tuviese el más mínimo asomo de ironía.

«Y es cuando escribiste aquello», intenta animarlo Lera.

«Eso es».

«Dos palabras. Nada más».

«Dos palabras. Y una coma».

«Autoritario, absorbente. Eso pusiste».

«Eso mismo. Lo que pensaba».

«Mucho valor, ¿no, Ángel?».

«Lo que pensaba, nada más».

Humildad forrada de hierro, orgullo forrado de humildad, como la de aquellos hombres que en la infancia había visto bajando a las minas, sencillos y sin embargo aficionados a la grandilocuencia, o por lo menos al tufo de la leyenda:

«Y por eso me hizo llamar. Ya ves tú. Fui uno de los pocos delegados extranjeros a quien Lenin quiso conocer —se encogió de hombros el viejo luchador, casi sonrió—, allí, en aquellos salones por los que parecía que todavía respiraba el zar, con las paredes con aquel merengue del rococó, Ángel, para que lo hubieras visto. Aquello es para que tú lo hubieras visto y lo hubieras escrito, lo mismo que tantas otras cosas que vi».

«Estuvisteis hablando, Lenin y tú».

«Por medio de un traductor, sí. Eso ya en una sala más recogida, con menos apariencia».

«¿Y por qué camino fue la conversación?».

«No, más que una conversación, fue otra cosa. Lenin me estuvo escuchando. No se puede decir que fuese una conversación porque estuvo atento a lo que yo decía, pero muy reservado».

«Hermético».

«Más que hermético, inescrutable. Y eso porque yo hacía hincapié en asuntos como la libertad individual y la democracia de abajo arriba, que eran cuestiones que quedaban al margen del plan que aquel hombre se había trazado para su revolución. Claro, hay que fijarse en que era el sucesor de Pedro el Grande y jefe de un imperio muy desigual que se extendía por dos continentes… lo que yo le decía podía parecerle un asunto de importancia menor. ¿Por qué ese empeño en hablar tanto de libertad? Pero no era un asunto menor».

«Lo tuyo eran las objeciones líricas de un soñador, así lo vería desde su posición».

«Dentro de su mentalidad pensaba que qué podía esperarse del libre albedrío de unos millones de mujiks, esos campesinos de Tolstói, analfabetos, siervos de la gleba hasta ayer. Era todo tan difícil —Pestaña hace un gesto de desconsuelo, suspira—, es todo tan difícil».

«Lo continúa siendo», el escritor alza la barbilla en un gesto de interrogación.

Pestaña afirma, concentrado, sin parecer escuchar a su interlocutor, que vuelve a hablarle:

«Y lo continuará siendo».

«Para eso estamos aquí. Para que sea menos difícil, a los que vengan, a los hijos de los hijos de todos los pueblos, pero aquello, ya sabes lo que le dijo a Fernando de los Ríos que fue con la misma cuestión que yo, ¿no? Como si fuésemos puritanos».

«Sí. Libertad ¿para qué?».

«Para qué. Ese hombre, Lenin, tenía que aprovechar todos los materiales a su alcance, fueran cuales fueran su origen y calidad, para su obra. No le importaban los medios, sino el fin. Pero yo estaba allí para defender que todos los individuos debíamos tener los mismos derechos y obligaciones y que la libertad de cada uno es sagrada. Yo estaba allí para eso, para dar la opinión de mi organización y conocer la suya, la de ellos».

«En las cosas pequeñas tampoco te quedaste callado. Lo digo por lo de los zapatos y todo aquello».

«Eran cosas pequeñas pero que señalaban otras grandes. Yo había visto cómo en el hotel los delegados suyos, gente importante y con mentalidad burguesa, dejaban los zapatos en la puerta de su habitación, para que se los lustrasen los trabajadores del hotel…».

«¿Le dijiste eso a Lenin?».

«Sí».

«¿Y qué te respondió?».

«Nada. Me miraba. Le dije eso como le podía haber dicho otras cosas. El vodka que pedían y cómo lo hacían, tratando a los trabajadores como a criados, o el dinero que vi ir de una mano a otra, bajo cuerda. Cosas que yo preferiría no haber visto, porque emprendí aquel viaje con una esperanza muy grande. Y vi que allí se estaban haciendo cosas muy importantes, pero también vi que eso no tenía nada que ver con nosotros, con nuestra CNT, y así lo transmití. Ya desde allí dejé caer algo».

«Cosas que no sentaron bien en un sector del sindicato».

«Y cómo iban a sentar si esos a los que te refieres eran filocomunistas, aunque entonces estuviesen con nosotros, militando y aún con puestos muy importantes en la CNT».

«Gente como Arlandis, Nin…».

«Sí, eran comunistas. Arlandis ya en el año 21 o en el 22 dejó la CNT para ingresar en el Partido Comunista Obrero Español, aquel partido paralelo al PCE. Y los otros, Andreu Nin, ahí lo tienes fundando un partido comunista como el POUM, igual que Joaquín Maurín, que a algunos ya se les ha olvidado que fue secretario general de la CNT entonces, a primeros de los años veinte. Fíjate, allí empezó a extenderse parte del veneno, antes de la FAI y lo que vino después. Ahí empezaron a haber problemas serios entre nosotros».

«Pero, volviendo a Rusia…».

«Volviendo a Rusia, pues, ellos, los filocomunistas que teníamos entre nosotros, dieron un vuelco en un pleno que se celebró en Lérida, por sorpresa, y decidieron enviar una nueva delegación a Rusia. No estaban conformes con lo que yo dijera, claro».

«Dejaste Rusia con un sabor amargo».

«No tanto. Eso de amargo es quizás mucho, porque allí estaba jugándose el futuro de la clase obrera y había aciertos también. Una sensación contradictoria, eso sí que tuve. Pero de inmediato, bueno, después de algún tumbo, ya estaba en lo mío, en lo nuestro».

«En Moscú te ofrecieron dinero para hacer el viaje de vuelta».

«Sí, pero lo rechacé, con amabilidad, pero lo rechacé».

«Lo daban a todos los delegados, era legal».

«Todo lo legal que fuera. Pero hay cosas por encima de lo legal o de lo no legal. Los únicos que lo rechazamos fuimos dos españoles. Fernando de los Ríos y yo mismo».

«Es curioso».

Ángel Pestaña, asiente, pero piensa en otra cosa. La luz de la habitación va menguando. Está cansado. La República bulle, los antiguos adversarios vuelven a unirse bajo el amparo del Frente Popular. Cualquiera diría que el tren de la vida, lejos de ir calmándose, a cada paso cobra más velocidad. No hay tregua o al menos no la ha conocido nunca ese viejo luchador. Un brillo, sin embargo, ilumina sus ojos fatigados, su nariz es mortuoria, su voz un poco pastosa al recordar:

«Hice el viaje de vuelta por Italia. Llegué a Milán, y allí me detuvo la policía italiana. Me quitaron todos los documentos que llevaba. De la cárcel de Milán me llevaron a la de Génova. En todas partes lo mismo. Porque al llegar a Barcelona, como estaban las cosas, me volvieron a detener».

«Un regreso a casa malo y un recibimiento igual de malo».

Se encoge de hombros Pestaña, porque ni piensa en aquello ni en su momento le dio demasiada importancia:

«Sí, pero en todo el trayecto, en todo el viaje, y en esos días de cárcel en Italia había una idea que me venía y que no paraba de rondarme la cabeza».

El brillo de la pupila aumenta, Pestaña, afirma:

«Me acordaba de Seguí. Me acordaba de sus palabras, lo que había dicho en nuestro congreso, cuando todos, el noventa por ciento, estábamos deslumbrados por el paraíso rojo».

«Y él no».

Un silencio. Ángel María de Lera observa a aquel hombre pensativo, que suspira fuerte, con una ligera negación de cabeza.

«No, él no. Él, en eso, vio más lejos de lo que otros veían. O veíamos».

«No se dejó deslumbrar».

«No sólo eso. Lo argumentó, y dio razones en un discurso que luego tendrían que haber repartido a cada uno de nuestros afiliados. Aunque habría dado lo mismo. Cada cual ve lo que está predispuesto a ver y nada más».

«Atacó a la Revolución Rusa».

Hace una mueca Pestaña, de confusión. Tose, busca un orden en lo que quiere decir.

«Más que atacar, defendió. Defendió el sindicalismo. Dijo que todo el desbarajuste que había ocurrido en Rusia era consecuencia de no tener un sindicalismo que controlase la producción, la distribución y el intercambio de productos entre la ciudad y los campesinos. Las posibilidades de cualquier revolución, vino a decir casi con estas palabras que te digo, pasan necesariamente por una masa de trabajadores organizada en sindicatos de estructura industrial y económica. Y al final, con aquella voz suya y esa pose que al principio tanto me chocaba, dijo que encomendar eso a partidos políticos como el ruso equivalía a encerrarse en el círculo vicioso de la dictadura, por mucho que la quisieran disfrazar añadiéndole el adjetivo de proletaria».

«Tuvo algo de clarividencia. Lo vio desde muy lejos, en el tiempo y en la geografía».

«Sí, pero, fíjate, lo mejor, lo que me rondaba en todo el viaje, era una frase más sencilla, algo que dijo en medio del discurso como si nada: No basta soñar con revoluciones. Qué te parece. Cuánta razón tenía. Cuánta verdad en tan pocas palabras».

Pestaña hace un gesto afirmativo, leve, después de pronunciar las últimas palabras aquella tarde, que tal vez fuese ya noche, en aquel salón casi tan destartalado como un hangar.