Bravo Portillo y su banda

La primera acción importante de la banda es el asesinato de Pablo Sabater, el Tero, presidente del sindicato textil. Un par de meses antes de acabar con el Tero, la patronal le había pedido a Bravo Portillo que eliminara a Pedro Massoni, un elemento incómodo y agitador del ramo de la construcción que conminaba a sus compañeros a luchar por sus derechos. Le ofrecieron tres mil pesetas por acabar con Massoni. Portillo quiso esmerarse en este primer trabajo de envergadura y para ello contó con la flor y nata de su ya de por sí cualificado personal.

Al caer la noche del 23 de abril, Antonio Soler, Luis Fernández y Octavio Muñoz se presentan en el domicilio de Massoni. Dicen ser policías. Entre protestas del sindicalista, afirman que tienen órdenes de llevarlo a comisaría. Salen de la casa, le indican un coche lejano, con los faros apagados. Fernández y Muñoz lo flanquean, Soler va detrás, haciendo sospechar a Massoni. Pero no lo atacan por la espalda, sino de frente. De las sombras de un portal surge, tropezando, la silueta de Epifanio Casas, el cuarto miembro de la banda enviado por Bravo Portillo. El grupo, con el tropiezo de Casas, se descompone. Fernández se aplasta contra la fachada, Octavio Muñoz salta al otro lado de la acera y Soler, sabiendo lo que va a ocurrir, se agacha. Massoni, que ha visto en la mano de Casas un reflejo metálico, la sombra de un revólver, quiere correr, pero resbala justo cuando suena un estampido y recibe en alguna parte del pecho un golpe seco, rotundo y difuso a la vez. El dolor y el pánico se expanden al mismo tiempo por todo su cerebro. Va a levantarse y suenan unos golpes, otro disparo y la carrera de los falsos policías.

Massoni no murió. Quedó mal herido e incapacitado definitivamente para seguir cumpliendo su oficio de albañil, pero aquel primer trabajo de Bravo Portillo se saldó con un fracaso. Sin embargo, el antiguo comisario tenía rédito y padrinos. Avales. No hizo falta que devolviera las tres mil pesetas que le habían adelantado por su trabajo. Confiaban en él. Y él se hizo merecedor de esa confianza.

En medio de un clima gansteril en el que elementos de la CNT han tomado a su vez las armas, Bravo Portillo pone su mirada en un destacado sindicalista. Y ahí es donde nos encontramos con Pablo Sabater, el Tero.

Fuerte, cara cuadrada de camión y ojos rasgados, penetrantes, Sabater es presidente del Sindicato de Tintoreros de Barcelona, adscrito al Ramo Textil de la CNT. Tiene treinta y cinco años y, una década atrás, a raíz de su participación en los sucesos de la Semana Trágica, había puesto tierra de por medio, bastante tierra, y se había marchado a la África profunda con la idea de no regresar hasta que las aguas volvieran a su cauce. En África, el Tero se ganó la vida cazando cocodrilos. De regreso a Barcelona, se afilió a la CNT y comenzó a trabajar en una tintorería de Pueblo Nuevo. Su incansable actividad como sindicalista y agitador de obreros lo había llevado a ocupar un puesto relevante en la lista negra de la patronal. Ese dato le había aportado una variada colección de detenciones policiales y la imposibilidad de encontrar trabajo. Así que, en aquel momento posterior a la huelga de La Canadiense, subsistía gracias a la pequeña tienda de su compañera, Josefa Ros. Tenían tres hijos. Vivían en el número 274 de la calle Dos de Mayo, frente a la fábrica de cerveza La Bohemia, en la barriada obrera de San Martín de Provensals.

Y allí, en la calurosa noche del 17 al 18 de julio de aquel año de 1919, se presentaron dos coches con los faros apagados. Era poco más de la una de la madrugada. Dos hombres descienden entre las sombras del primer coche, uno del tercero. Sabemos que los dos primeros son Antonio Soler el Mallorquín y Luis Fernández. Del tercer hombre nunca se ha tenido una identidad precisa. Tampoco se supo quién fue el conductor del segundo automóvil. Todo apunta a que el del primero era Arturo Luis Elizalde. Arturo Luis era hijo de un importante industrial del sector automovilístico, se enteró de que iba a cometerse el atentado y quiso colaborar aportando su coche y conduciéndolo él mismo.

Soler, Fernández y el tercer hombre utilizan la misma táctica que usaron contra Pedro Massoni. En este caso sabemos que la resistencia de Sabater fue mayor. Llaman a la puerta con golpes secos. Al otro lado se oyen pasos. Una voz queda de mujer. Ruido de cajones. Vuelven a llamar, ahora repetidamente. El Tero, desde el interior, seguramente apoyado en la pared cercana a la puerta para evitar un posible disparo a través de la madera, pregunta quién es. A su vez, Fernández pregunta, «¿Pablo Sabater Lliria?». «Sí». «Policía. ¡Abre!». Se oyen pasos en el interior de la casa. Un cuchicheo, y luego la voz del Tero que pregunta «Qué policía». Una patada a la puerta como respuesta y la voz de Soler, «¡Quieto, coño!», presuntamente reprendiendo al autor de la patada. Y al instante, más calmada diciendo, con la boca pegada a la puerta, «Te van a interrogar en comisaría. Unos amigos tuyos han puesto una bomba en la plaza de Cataluña. Abres o la emprendemos a tiros. Y si alguno va a parar a la cabeza de uno de tus hijos, apechuga tú luego con la bala y con el muerto. ¿Te enteras?». Hubo un instante de silencio y después el crujido de la cerradura. Sabater vio el hierro negro, los tubos de los cañones, dos pistolas apuntándole. Estaba descalzo, vestido únicamente con un pantalón. Fernández, sonriendo, según pudo deducir la mujer de Sabater por la entonación de su voz, le dijo que se calzara y se pusiese una camisa. Al fondo de un corto pasillo había luz. Los tres falsos policías verían la sombra de Josefa en la cal del pasillo. El Tero apenas tardó unos segundos en ponerse unas alpargatas y abotonarse la camisa. Repentinamente, quizás percibiendo un movimiento sospechoso, uno de los matones, no se sabe cuál de ellos, lo agredió. La mujer oyó un ruido brusco, un insulto. Gritó. Fue a asomarse al pasillo pero uno de los hombres le apuntó con un arma y volvió a entrar en el dormitorio. Un niño había comenzado a llorar. Quizás fuese en aquella refriega cuando, siguiendo el informe de la autopsia, el Tero perdió un diente a consecuencia de un golpe propinado con un objeto contundente, la culata o el cañón de una pistola casi con toda seguridad. También constaba en el informe forense que le habían atado con fuerza las manos a la espalda. Josefa encontraría unas gotas de sangre en el suelo instantes después, cuando calmó el llanto de su hijo menor y, después de oír abrir y cerrar la puerta de la calle, salió definitivamente del dormitorio. Llegó temblando a la entrada de la casa, que en ese momento no era más que una bolsa de aire vacío y latente, una bocanada de olores oscuros. Se asomó a la única ventana frontal y vio alejarse lentamente dos coches con los faros apagados, doblando la esquina de La Bohemia. Pablo Sabater iba en el asiento delantero del segundo automóvil, entre el conductor y el copiloto, y aunque todo evidencia que desde el primer instante había sospechado de ellos y de la suerte que podía correr en sus manos, las sospechas se convertirían en una evidencia de lo que iba a suceder cuando comprobó que los automóviles se dirigían hacia las afueras y una serie de almacenes y descampados se sucedían en aquella negrura desmadejada y profunda que transcurría al otro lado del cristal. Tal vez el Tero intentara algo entonces. Es de suponer que un hombre como él no esperaría hasta el último momento para rebelarse. La autopsia mostró numerosos golpes y contusiones en su cuerpo. Se encontraron esquirlas de vidrio hincadas en su pierna derecha, a la altura de la pantorrilla. Ese pie estaba descalzo y la alpargata que le correspondía no fue encontrada cerca del cadáver, sino a unos cientos de metros de distancia, lo cual hizo suponer que en medio de una disputa el sindicalista golpeó con la pierna una ventanilla o el cristal frontal del coche, atravesándolo —aquí aparece el recuerdo de Scorsese o de Coppola, aunque el desgraciado copyright es del Tero—. El forcejeo debió de ser duro. También cuando lo sacaron del coche. Las uñas del Tero, a pesar de haber tenido las manos atadas a la espalda, conservaban restos de pintura negra, probablemente del automóvil del que había sido obligado a salir, y dos de ellas estaban rotas, casi arrancadas. Lo condujeron por la carretera de Montcada al Camp del Arpa una explanada desabrida llena de matojos secos, y allí le dispararon seis veces. Sus verdugos estaban irritados por la resistencia de Sabater. Dos de los disparos fueron mortales de necesidad. Había estrellas y ladridos de perros a lo lejos. El aire era dócil, casi eterno, como suele serlo en las noches de verano. Su mujer estuvo buscándolo por distintas comisarías de Barcelona. En unas le dieron mal trato verbal y en otras fueron más humanitarios, pero en ninguna tuvo noticias del Tero. Dio parte al sindicato. Nada. Ni rastro. Fue dos días después cuando supo lo ocurrido. En un rincón del periódico leyó que un hombre de mediana edad, moreno y corpulento, había sido encontrado muerto con signos de violencia en el Camp del Arpa, cerca de Torre Baró. Comprendió instantáneamente que los hombres que se habían llevado a Sabater no eran policías y que el cadáver del que hablaba el periódico no era otro que el de su Pablo.

En medio, entre el asesinato de Sabater y su publicación en el periódico, se produjo otra muerte. Bravo Portillo quería hacer méritos en aquel arranque de violencia extrema. Así que encargó a Epifanio Casas que acabase con otro cenetista especialmente incómodo para la patronal. Se trataba de José Castillo, un miembro del comité nacional de la CNT.

Epifanio Casas, acompañado de otros dos sicarios, fue en busca de Castillo. Tenían ficha de él, sabían por dónde se movía. Lo avistaron cerca de su domicilio, pero había mucha chiquillería a su alrededor, mujeres, bullicio. Divididos, cambiando de acera e incluso de gorra o sombrero a cada poco, siguieron sus pasos hasta una barbería de Sants. Allí se produjo un suceso que de nuevo recuerda a los mejores gánsteres de Hollywood.

Epifanio y sus dos compinches llegaron a la vitrina del establecimiento cuando Castillo estaba tumbado en el sillón del barbero, relajado y con la cara cubierta de jabón espeso. Uno de los matones se quedó en la puerta, mirando hacia ambos lados de la calle. Epifanio y el otro, con las pistolas en la mano, entraron en el local. Castillo abrió los ojos extrañado de la inmovilidad repentina del barbero y vio a los dos hombres. Quizás llegó a adivinar lo que iba a suceder, aunque el primer disparo ya había sonado. Ese primer tiro reventó el espejo. El segundo, el tercero, el cuarto, llenaron la barbería de un estruendo alegre, oloroso, loco, y el local entero pareció saltar en las mismas esquirlas y gotas que el espejo y la sangre de Castillo. Luego vino un silencio infinito de uno o dos segundos, un océano en el que el barbero creyó ahogarse, y después un disparo más, y otro. Y ya no estaban los matones, ya todo había pasado, igual que si hubiera transcurrido un año y todo estuviese ya fabricado con la bruma rara de los recuerdos, de lo que no se sabe a ciencia cierta cómo ni cuándo ocurrió. El barbero, chocando los dientes, temblaba casi al mismo compás que el cuerpo de Castillo. La mano del anarquista colgaba con un estertor moribundo, un disparo, tal vez aquel primero que había reventado el espejo, había entrado por su mejilla derecha y había salido por la izquierda. La sangre bajaba entre la espuma jabonosa haciendo unos surcos caprichosos, un pequeño laberinto de nata y fresa, mientras una isla creciente y roja se expandía rápidamente por el babero que cubría el pecho del anarquista.

De ese modo quedaba inaugurado el terrorismo de la patronal, conocido a partir de entonces como el Terrorismo Blanco. Pablo Sabater y José Castillo fueron sus primeras víctimas mortales. Bravo Portillo se había convertido en el pope de aquella situación violenta. Aquel hombre de aspecto insignificante y apariencia de discreto oficinista volvía a sentirse en su lugar. Igual que cuando había combatido a los independentistas en la jungla de Filipinas o, ya en Barcelona, desde su puesto de comisario, había sembrado el pánico entre los sindicalistas.

Sólo que ahora tenía enfrente un enemigo difícil, espoleado, herido. Ocho mil obreros indignados acudieron al entierro de Sabater. Las autoridades militares esperaban el incendio. La patronal lo deseaba. Estaba armada, respaldada, dispuesta a resistir ataques y huelgas y a responder con el lock out a las presiones de los trabajadores. Continuaba declarado el estado de guerra, habían sido encarcelados a esas alturas del año casi cincuenta mil sindicalistas y las organizaciones obreras estaban debilitadas. Deseaban que el rival diera un paso adelante, reducirlo.

Salvador Seguí comprendió la estrategia con un solo golpe de vista. Escribió y habló. Se reunió con dirigentes anarquistas propensos a la respuesta violenta y a todos les recalcó que no mordieran el anzuelo.

«El Tero, Castillo, las palizas en los calabozos. Todo eso es un señuelo. Nos quieren en la calle, violentos, atacando. Quieren excusas para emplearse a fondo. Vamos a usar la cabeza. Vamos a ser fuertes. Más fuertes que ellos. Vamos a vencerlos».

Pueden ustedes darles las vueltas que quieran a esas frases. Eran las que el Noi del Sucre empleó una y otra vez a lo largo de aquellos días, en las reuniones clandestinas, en los cafés, en las octavillas, en las casas de los compañeros anarquistas, en la de Layret.

Ante el desgobierno general y con el país sumido en un colapso político y económico, se convocaron elecciones. Se celebraron el 1 de junio de aquel convulso 1919. Francesc Layret resultó elegido diputado, junto a Gabriel Alomar, como miembro del Partit Republicà Català.

Layret lleva meses colaborando con la CNT como abogado. Se niega a ser representante oficial del sindicato. Por mucho que estime la labor de los sindicalistas y la considere esencial en la evolución política de España y Cataluña, el anarquismo no está dentro de su horizonte político. Su ideario está unido cada vez de modo más indisoluble al nacionalismo, algo que los anarquistas, cuando no lo esquivan lo desprecian.

Por otra parte, Layret, que siempre se había declarado admirador del Partido Laborista británico, después de oír los ecos de la Revolución Rusa, se va acercando cada vez más a un socialismo radical. Igualitario. Y entiende que el primer peldaño de la igualdad es la justicia. Su despacho de abogado está abierto a los que más lo necesitan, y en esos tiempos los anarquistas se encuentran entre ellos. Layret los sabe atacados, encarcelados, asesinados, y después de una larga conversación con el Noi del Sucre pone su despacho a disposición del sindicato anarquista. La condición es que nunca cobrará, que no será representante oficial de la CNT y que atenderá sólo los casos especiales, cuando alguien de confianza de la organización, es decir, Seguí, se lo pida.

La idea de unos sindicatos fuertes que contribuyan a la dignidad de los trabajadores, a su cultura y a la toma de una sólida conciencia social une a Layret y a Seguí. Sin embargo, los hechos que vienen produciéndose en los últimos tiempos son vistos desde perspectivas diferentes por cada uno de ellos.

Seguí, el anarquista formado en la calle, juvenil miembro de aquellos radicales Els Fills de Puta, está —ya se ha dicho— en desacuerdo con las respuestas violentas que parte de sus compañeros llevan a cabo. Mientras, Layret, el inválido hijo de la alta burguesía, el estudiante aplicado y provechoso, disculpa sutilmente el uso de la fuerza. No cree en la violencia como solución pero sí la justifica.

Así se lo hace saber a Seguí en una tensa reunión en la que Lluís Companys, como tantas veces, intenta ejercer de mediador.

El Noi del Sucre niega con la cabeza, sonríe, intenta mostrar su incredulidad. Layret, con vocación de busto, observa la gesticulación de Seguí, su ironía. Éste apela a la inteligencia de Layret.

Se sabe que hablaron sobre esa cuestión, y se conocen los argumentos e incluso algunas de las palabras que utilizaron. El diálogo, si así se lo puede llamar, que hubo entre ellos debió de ser muy parecido a éste:

«Siempre, siempre te supuse inteligente, Layret…».

«Suposiciones…».

«… y no puedo entender, no me puede entrar en la cabeza cómo una persona inteligente…».

«… eso es lo que sobran, suposiciones…».

«… que alguien con tu lucidez no alcance a ver…».

«… lo que este pueblo necesita son hechos, Seguí».

«… cómo nos puede perjudicar… ¿Hechos?».

«Eso es. Hechos. No suposiciones…».

«¿Es que no es un hecho…?».

«Ni suposiciones ni palabras ni paciencia…».

«Mírame, Layret. ¿No te parece un hecho…?».

«Te miro…».

«¿No te parece un hecho tener el aplomo y la valentía de resistir…?».

«Naturalmente, pero ¿hasta cuándo? Te miro y ya no sé lo que veo, Seguí».

«¡Qué!».

Es probable que Companys, pañuelo blanco de seda, manos de pianista tratase de mediar:

«Vamos a calmarnos. A bajar el diapasón, camaradas, hermanos, fratelli».

«¡Cálmate tú!».

«¿Yo? Acabaré por pagarla yo. No tenéis razón ninguno de los dos aunque la tengáis los dos».

El Noi del Sucre miraba fijo a Layret:

«¿Que no sabes lo que ves?».

Un momento de silencio, el suficiente para que Layret, en su sillón, parpadease con lentitud.

«Sí. Sé lo que veo. Pero a veces no me gusta».

«¿Lo dices por mí? ¿O es que te piensas, crees que a mí me gusta lo que veo cada día?».

Layret miraría a Seguí con aquellos ojos imperturbables que observamos en sus fotos. Profundos. Viendo otra realidad, un mundo más allá de sus limitaciones. Oyendo casi sin oír las palabras del Noi del Sucre:

«No se puede dar ni una palabra de apoyo a los violentos, ni un aliento, nada. Y menos desde aquí, hundido en ese sillón de cuero, rodeado de tus libros…».

«No, Seguí. No emprendas ese camino».

«… con tu formación… ¿Que no te lo diga? Piensa. Piensa en esa gente que mañana no tendrá qué comer, viendo a sus familias…».

«¿En quién crees que pienso si no?».

«… y a los que la patronal irá aplastando, haciéndoles pagar…».

«¿Es que pienso en mí? ¿Eso crees?».

«… haciéndoles pagar por las bombas que pongan otros…».

«Nunca defenderé que nadie mate, pero lo entiendo…».

«… y haciéndoles pagar por los asesinatos que otros cometan en su nombre… Vamos, Layret. No estarás de acuerdo, pero tiene que notarse, lo tienen que saber todos, oírtelo decir, una, cien, un millón de veces».

«Bien. Pues oye lo que te digo. Se lo van a hacer pagar de todos modos. Tanto si se están mano sobre mano y son dóciles como si matan».

«La violencia le está siendo rentable a la patronal. Y los nuestros, todos, tienen que saberlo. No lo van a hacer en mi nombre».

«Olvídate de tu nombre, Seguí, Noi del Sucre, Salvador, qué más da».

Seguí estaba desanimado. Vivía aquellos días como un animal acorralado. Por un lado y por otro lo veían negar con la cabeza, levantar la barbilla e increpar a quienes, según él, con cada acto violento estaban dinamitando las fuerzas del sindicalismo. Y así, negando con la cabeza, levantando la barbilla o alzando las cejas en uno de sus gestos característicos aún escucharía las últimas palabras de Layret:

«Precisamente lo cómodo, desde aquí, desde este sillón de cuero que tanto te molesta, sería decirles: aguantad, sed pacientes, santos».

Y contestaría:

«Te equivocas de medio a medio, Layret. Hay que responder con inteligencia. Eso es lo único rentable. Parece mentira que tenga yo que venir a recordártelo. Y otra cosa: si en algún momento, algún día, alguna noche, bebido o dormido, me oyes decir que hay que ser dócil, entonces que venga uno de esos reprimidos gubernamentales tuyos y me dispare a mí, antes que a nadie».

Los reprimidos gubernamentales. El Noi del Sucre se refería a la controvertida, abucheada, atronadora y, desde algún rincón, también aplaudida intervención que Layret había tenido en el Congreso de los Diputados.

En el Diario de Sesiones, con fecha de 7 de agosto de 1919 quedaron recogidas las palabras que el nuevo diputado Francesc Layret i Foix lanzó desde la tribuna de oradores y que al finalizar el pleno provocaron un leve alboroto en la calle de San Jerónimo. Allí, cuando bajo un calor inclemente, Layret se dirigía apoyado en sus muletas hacia el vehículo que lo estaba aguardando —rigurosamente ataviado con su traje negro, chaleco y corbatín estrangulante— fue increpado por un grupo de partidarios de Antonio Maura que le devolvían sus frases más hirientes mezcladas con insultos y amenazas.

En su discurso, Layret había divido a la clase trabajadora de Cataluña y de todo el mundo en dos corrientes fundamentales. Una partidaria de la evolución dentro de los cauces legales y otra «que cree que con estas vías legales los obreros no conseguirán nunca la transformación de la sociedad» porque los gobiernos y la burguesía recurrirán siempre a poderosos medios para dominarlos, obligándolos a «acudir a los procedimientos violentos hasta llegar a predicar el atentado personal y el régimen del terror».

Decía Layret que para poder juzgar a esos obreros había que conocer la realidad en la que vivían. «Debo deciros que el que una tendencia u otra domine no depende de los obreros, depende de los gobernantes». Achacaba indolencia a la clase política y no resulta complicado imaginar con qué indignación sería mirado desde los conservadores, y mayoritarios, bancos.

«Es muy fácil levantarse en esta Cámara contra los atentados personales. ¿Quién no protesta contra ellos?».

No se recoge en el Diario de Sesiones, pero algunos testigos afirmaron tiempo después que desde un lado y otro del hemiciclo se oyeron varias respuestas furtivas: «¡Tú!». «¡Tú y tus amigos!». «¡Tu gente, tullido!». «¡Vosotros, cómplices!».

«El deber del Gobierno —siguen las actas— el deber del Gobierno es buscar soluciones. ¿Y cuál es la conducta que han seguido los gobernantes? La contraria a la que debían seguir. Porque han detenido a los dirigentes obreros sin procesarlos. Se necesita mucha abnegación, mucha fe en el ideal, mucho espíritu de sacrificio por parte de estos hombres que por predicar sus esperanzas se ven condenados a la cárcel la mayor parte de su vida, sin haber cometido jamás delito alguno, sin que ni siquiera se les procese, sin que les tomen declaración».

La incomodidad provocaba un oleaje lento en la Cámara, toses rompiendo la humareda de habanos, posturas forzadas, gente que abandonaba el pleno hablando en voz alta. «¡Una mente enferma dentro de un cuerpo enfermo!».

Pero la voz enérgica de Layret, con su marcado acento catalán, seguía implacable.

«A estos hombres que se ven encarcelados, que se ven perseguidos, que quieren ampararse en la ley… se les contesta con la suspensión de garantías constitucionales y con el estado de guerra… estos hombres están en una encrucijada, entre la represión del Gobierno y la desconfianza que sienten hacia ese elemento terrorista que se va infiltrando en el proletariado y que les dice: “Las leyes que la burguesía os da son mentira, porque los gobiernos faltan a estas leyes, no las cumplen. Nada conseguiréis por medios pacíficos, ni por medios legales, es preciso que os impongáis por el terror, ya que produciendo el pánico en el Gobierno y en las clases directoras, entonces conseguiréis las reformas que pedís”. Y ellos, en su fuero interno, han de confesar que frente a la conducta del Gobierno no encuentran argumentos para contestar. La violencia llama a la violencia y siempre un acto de violencia por parte del Poder es contestado por los de abajo con otros actos de violencia».

Así iba a ser. Y uno de los afectados va a ser el inefable Manuel Bravo Portillo. La indignación popular por el asesinato de Castillo y sobre todo del popular Pablo Sabater había intentado ser sofocada desde algunas instancias gubernamentales. El sector de la policía no comprado por la patronal dio un paso al frente al detener el 25 de agosto a Luis Fernández.

Fernández, que, como sabemos, había participado en el asesinato fallido de Pedro Massoni y en el no fallido de Sabater, fue presionado en los calabozos. Amenazado con ser encarcelado en un pabellón con reclusos anarquistas. El hombre sonreía, mostrando una mella esquinada y profunda. Portillo le había dicho, a él y a todos los cabecillas de la banda, que estaban protegidos por las altas esferas, pero a Fernández le vino un asomo de duda. Detrás de la sonrisa estaba su insolencia natural, sí, pero también un atisbo de recelo. Y así, probablemente llevado por la idea de que su delación no tendría ningún efecto más allá de librarlo de un posible linchamiento, a lo largo de un duro interrogatorio se avino a dar el nombre de Bravo Portillo como máximo responsable del grupo con el que venía actuando. También dejó entrever que un coronel de la policía, Álvarez Caparrós, estaba implicado, como protector directo de Portillo.

Al menos de momento, nada de aquello sirvió para nada. Si acaso para enervar más aún a los dolidos compañeros del Tero.

Con el propósito de contemporizar e intentar crear un aire de normalidad en el que las asociaciones de obreros deberían sentirse menos acosadas, las autoridades levantaron el estado de guerra el 2 de septiembre.

Bravo Portillo, después de varias conversaciones con autoridades policiales y del Ejército, no se había alterado demasiado por la detención de su cómplice, o así intentó demostrarlo. Nadie percibió en él ningún síntoma de nerviosismo o preocupación. Aplomado, continuó con su vida normal, prometiendo a sus patronos que seguiría cumpliendo su trabajo con el mismo esmero y contundencia que hasta entonces.

Y así avanzaba aquel verano sangriento de 1919. Ya casi al final del mismo, en la mañana del 5 de septiembre, Bravo Portillo, como cada día, abandonó a pie su domicilio, situado en el Paseo de Gracia. Se entretuvo mirando el escaparate de un comercio que había en los bajos de su casa, La Dalia. Desde el otro lado de la vitrina recibió el saludo de su dueño. Portillo, según aquél, le devolvió el saludo con una inclinación de la cabeza y un atisbo de sonrisa que apenas hizo oscilar las enhiestas puntas de su bigote.

Subió caminando hacia el barrio de Gracia. Hay quien afirma que se dirigió allí para visitar a una amante. Es probable. Lo que sí consta es que esa tarde había establecido una cita en un piso de la calle Córcega, donde tenía alojada a una mantenida. Todo indica que el hombre era bastante propenso al trasiego sexual. En cualquier caso, ya pasado el mediodía, Portillo fue visto por algunos testigos subiendo a un tranvía en la parte alta de Vía Augusta.

Portillo no completó el trayecto previsto. Conocía bien su oficio y por mucho que mantuviese la calma nunca andaba relajado, y mucho menos descuidado. Así que, situado al fondo del tranvía, vio cómo dos individuos de aire sospechoso lo miraban de reojo, retirando la vista cuando eran sorprendidos. El expolicía, disimuladamente, montó la browning M1911, con sus iniciales grabadas en la empuñadura que llevaba en el bolsillo de la chaqueta. Vigiló a los dos sospechosos a través del reflejo de la ventanilla.

En la primera parada, cuando el tranvía ya se ponía en marcha, Bravo Portillo saltó del vehículo. Con la mano metida en el bolsillo de la chaqueta se quedó mirando a los dos individuos, que, dudando, se alejaban con el armonioso chirrido del tranvía.

A partir de ahí, caminó rápido, a veces cambiando súbitamente de rumbo y de acera, girándose. Es probable que atisbara el peligro, pero no por eso varió sus planes. Bravo Portillo era un hombre seguro de sí mismo. Cuando, ya en la calle Córcega, pasó el cruce con la de Bruch, un tendero lo vio volverse sobre sí mismo dos veces, aminorar el paso, levantarse el sombrero un momento y aplacarse con la palma de la mano la calva, el pelo de los parietales. Al parecer tomó aire y se sintió aliviado.

Pero al entrar en el portal donde vivía su amante se topó con el brusco movimiento de una sombra que se lanzaba hacia él. La del hombre que lo estaba esperando para asesinarlo.

Portillo actuó con rapidez. Tal vez vio la sombra antes de que le disparase, o tal vez reaccionara con una velocidad pasmosa para un hombre de su apariencia una vez que se produjo la primera detonación. El caso es que a los testigos ambas cosas les parecieron simultáneas, es decir, el disparo y la aparición de Portillo corriendo por la acera.

El expolicía tomó instintivamente el sentido contrario al que traía al llegar. Uno puede imaginar su carrera alocada, la mano metida en el bolsillo de la chaqueta cogiendo su pistola, intentando sacarla en el nudo de tela que se había formado con el movimiento mientras a su espalda oía la carrera del hombre que le había disparado y que lo perseguía, probablemente a muy poca distancia, dudando éste entre disparar a la carrera o detenerse para hacer blanco. Pero ese hombre no estaba solo. Bravo Portillo vio, llegando desde la conjunción de la Diagonal con la calle Córcega, a los dos individuos del tranvía, que, al verlo, empezaron a correr hacia él. Fue entonces cuando sonaron al menos cinco disparos. Provenían del primer perseguidor, de uno de los hombres del tranvía y también del arma del propio Portillo, que en esos momentos, cuando todos los curiosos corrían a refugiarse en portales y comercios, rodaba por el suelo, dejando en la acera sus primeros manchones de sangre, aunque, según todos los indicios posteriores, esa sangre vertida no era consecuencia de ninguno de los disparos sino del golpe recibido en la cara al intentar cambiar bruscamente la dirección de su carrera. Y así lo indica el hecho de que Bravo Portillo se levantase con rapidez y, después de un primer instante de desorientación, reemprendiese la carrera con la misma velocidad.

Abandonó la calle Córcega y entró en la de Santa Tecla, con los tres perseguidores a muy corta distancia. Allí se volvió a oír una sarta de disparos, cuatro, seis, ocho. Desde un terrado, un albañil adolescente que seguía la escena excitado y atónito vio cómo Bravo Portillo se doblaba sobre sí mismo. Uno de los disparos le había alcanzado en la ingle derecha. Con una mano, según la versión del chico, se presionaba la herida, con la otra hizo varios disparos, quizás dos, quizás tres, contra sus perseguidores, que ya estaban a quince o veinte metros de distancia.

Portillo reunió fuerzas y, cojeando, trató de refugiarse en una carbonería, pero el destino quiso que el dueño hubiese enfermado la noche anterior y el portón estuviera cerrado. El antiguo policía no desmayó en su afán por salvar la vida y se parapetó detrás de un automóvil estacionado en la puerta de la carbonería. Desde allí disparó una o dos veces más. Se tumbó en el suelo. Con las manos ensangrentadas rebuscaba en sus bolsillos, probablemente munición para su arma. El dolor y la desesperación debían de ser fuertes, porque el experto policía, allí tumbado, había cometido un error básico. Mientras uno de los atacantes golpeaba ostensiblemente una puerta metálica para atraer su atención, por el lado contrario otro se tiró al suelo y disparó contra él por debajo del automóvil. Tres veces. Acertó una, y fue suficiente.

Los agresores desaparecieron de inmediato. La calle Santa Tecla quedó durante unos instantes sumida en silencio profundo. El joven albañil pudo oír, como si de una apacible mañana de domingo se tratara, el rodar lejano de los tranvías, el destartalado paso de una camioneta por la calle Córcega e incluso un nervioso revoloteo en un palomar vecino. Allá abajo, el menudo hombre de negro continuaba caído al lado del automóvil. Aunque ahora ya no rebuscaba nada en sus bolsillos. Tenía la cabeza ladeada y, ya olvidado del dolor en la ingle, hacía una especie de lentos y desbaratados movimientos gimnásticos con sus piernas, como si torpemente estuviese aprendiendo a nadar en aquel charco de sangre o tratase de pedalear en sueños.

Bravo Portillo fue llevado con un hilo de vida hasta la Casa de Socorro del Paseo de Gracia. Su estado era agónico y no consta que durante el trayecto, realizado en una camioneta de reparto de harina, dijese palabra alguna. Murió a los pocos minutos de llegar al centro médico, envuelto en polvo blanco y sin que los doctores de guardia pudieran hacer por él otra cosa que retirarle del rostro y del traje negro las manchas de harina más evidentes. Había llegado el fotógrafo y Portillo debía estar presentable.

Dos días después, Mundo Gráfico publicaba un reportaje con varias fotos de Bravo Portillo. Una de ellas era un retrato de un par de años atrás en el que el antiguo servidor del orden aparecía con ojos disparejos y su cara infantiloide, como un niño que se hubiese disfrazado de hombre mayor, con un bigote prusiano postizo y disimulando una calva lisa, también infantil, con una cortinilla de pelo negro.

El reportaje seguía con una foto de la fachada donde había vivido Portillo y en la que podía verse el letrero de La Dalia, el local ante cuyo escaparate el expolicía se había detenido al salir de su casa por última vez. Había una instantánea del portón de la carbonería de la calle Santa Tecla donde había encontrado la muerte. Un grupo de curiosos se esforzaba por sacar la cabeza y salir en la fotografía, en medio de la cual aparecía el carbonero, sacado de la cama por el acontecimiento. En el suelo estaba marcado con una equis el lugar donde Bravo Portillo había quedado tumbado haciendo sus torpes prácticas de natación, buceando en la muerte podría decir un amante de la prosa fácil.

La foto que cerraba el reportaje y que le daba importancia al mismo se ocupaba ya del cadáver de Portillo. El policía aparece tumbado en una camilla, la cabeza echada hacia atrás, la escasa pelambre despeinada y el bigote desbaratado. Todo lleva el desaliño de la muerte. La pechera está manchada de sangre y la chaqueta revuelta. Los ojos cerrados, fingiendo que se hace el muerto. A su alrededor, como si se tratase de un equipo de fútbol macabro, posan cinco hombres más un sexto que queda desenfocado y casi fuera de campo. Tres son sanitarios, los otros dos guardias, uno de ellos con la gorra de plato puesta, el otro con cara de circunstancias y bigote con puntas engomadas, como al muerto le gustaba llevar el suyo. Entre los sanitarios podría decirse que hay división de opiniones. Uno de ellos, rubicundo y lozano, aparece jovial, mirando a la cámara, contento de haber estado allí para la ocasión. Otro, fino y con aire intelectual, mira el cadáver con los brazos cruzados y aire de trascendencia, enfrentado a los abismos del ser y la nada. El último, situado junto a la cabeza de Bravo Portillo, mira hacia abajo interesado, como si todavía esperase que el antiguo policía tuviera algo que decir o viese un extraño signo en las manchas de sangre de la camisa. Al pie de la composición, con gran profusión de comas, se nos informa que a Portillo no le pudieron «ser prestados los auxilios de la ciencia, por haber fallecido, al entrar en el benéfico establecimiento, a causa de dos disparos, que le hicieron traidoramente sus agresores».

La hoja con el retrato último de Portillo corrió por toda Barcelona. Se asegura que en algunos establecimientos y tabernas donde se reunía la flor violenta de los anarquistas fue usada en el retrete con fines higiénicos. Por salones de mejor alcurnia la estampa se recibió con condolencia y con rabia, en pocos sitios con pena. En ninguna parte con sensación de orfandad.

Las autoridades comprometidas con el Terrorismo Blanco y la patronal de esa cuerda recibieron la noticia como un duro revés, aunque no con desesperación. Bravo Portillo dejaba su organización bien estructurada, y también un heredero de la confianza de la patronal. El conocido barón de Koënning.