Las llagas de un país

«Las llagas de un país no pueden curarse con gritos y amenazas; ni tampoco empujando al adversario al abismo con asesinatos. Queremos establecer un sistema de convivencia en el que sea posible la discusión de todos los temas, sin que se perturbe la armonía entre los hombres. El hombre y su pensamiento es lo más sagrado que hay en la tierra. No admitiremos ningún régimen que no respete al individuo. Todo ha de estar al servicio del hombre».

Ese fragmento pertenece a un discurso que Salvador Seguí había escrito poco antes de ser encerrado en el castillo de La Mola. Ahora se lo hacía llegar a algunos de los compañeros de la CNT que seguían en libertad. El Noi del Sucre intentaba hacer valer el peso legendario de su figura entre los activistas que en mitad de aquel año de 1921 se sentían acorralados, sin otra estrategia a la que agarrarse más que a la de los partidarios de las armas.

La situación era angustiosa para muchos de ellos. «Nos sentimos más presos que los que estáis presos, más en peligro y con menos capacidad de movimiento. Ya nadie sabe quién es nadie. Quién está con nosotros, quién con la policía o quién con los dos, es decir, con ninguno».

Todos saben que otra de las armas de Martínez Anido y de Miguel Arlegui es la delación, la compra de voluntades, el chantaje. Manuel Marcos, operario del sector gráfico, muere en un tiroteo con unos compañeros después de haber sido acusado de delator. Lo mismo ocurre con Salvador Coll alias el Mallorca.

No sé a qué sector pertenecía Coll, pero sí sé que después de ser acusado de chivato y de un interrogatorio en el que no logró disipar las sospechas que recaían sobre él, fue conducido a las tapias de Montjuich, puesto de rodillas y asesinado de dos tiros. El primero se lo dieron poniéndole la boca de la pistola encima de la cabeza, es decir, disparándole desde arriba, de modo que la bala le salió por el cuello y fue a incrustársele en el muslo derecho. El segundo disparo lo recibió ya en el suelo, en el parietal izquierdo. Y también sé que unos días después, los compañeros que lo habían matado, por medio de una prueba casual, supieron que Coll era inocente y que jamás había delatado a nadie.

Tampoco en el otro bando reina la serenidad. Todo son sospechas, por todos lados se teme una emboscada. Un crujido metálico se transforma inmediatamente en el clic de un revólver, un silbido callejero en la contraseña de un atentado. Así lo vive frenética e intensamente una noche de verano el destacado somatén José Bertrán y Musitu.

Bertrán y Musitu, antiguo carlista y ahora miembro de la Lliga Regionalista, es un estrecho colaborador de Martínez Anido. En la noche del 23 de junio, Bertrán se dirige a su domicilio conduciendo su propio automóvil. Va acompañado por su hijo mayor, un joven espigado, con flequillo espeso, al parecer no demasiado sagaz aunque sí lo suficiente como para advertir que una motocicleta sigue todos los giros y cambios de dirección del coche de su padre, aunque él sigue a lo suyo.

Es una noche templada y el joven Bertrán se entretiene ofreciendo la palma de la mano a la dulce resistencia del aire nocturno. Sólo cuando el zumbido de la moto se hace demasiado cercano y familiar, José Bertrán se da cuenta de que los siguen. Se lo comunica a su hijo y éste, tranquilamente, se lo confirma. Sí, están así desde que salimos de Aribau. Y sólo entonces, al verbalizarlo, o tal vez al ver la cara de alarma de su padre, el joven advierte el peligro. José Bertrán piensa inmediatamente en el atentado contra Dato, el tiroteo desde la motocicleta, y ordena a su hijo que coja la pistola que hay bajo su asiento. Le grita lo que van a hacer:

«¡Paro y les tiramos!».

«¡Qué!».

«¡Paro el coche y les tiramos!».

«Je».

«Ahí, en la glorieta».

«Je».

Algo muy parecido a eso fue el breve diálogo entre padre e hijo antes de que Bertrán y Musitu detuviera en seco el automóvil y bajase del mismo a la par que sacaba de un bolsillo de su chaqueta una pistola de calibre pequeño. Su hijo tardó unos segundos más, algo parecido a una eternidad, en descender del coche. Cuando lo hizo ya habían sonado los dos o tres primeros disparos de José Bertrán, unos estallidos agudos, casi alegres que no fueron advertidos por los dos ocupantes de la motocicleta. Éstos, como luego declararon, se dieron cuenta de la situación de peligro más por la postura de tiro —muy ortodoxa— de Bertrán y Musitu que por las inaudibles —para ellos— detonaciones de la pistolita.

El conductor, que respondía a las iniciales APA y cuyo nombre no he podido rastrear, comprendiendo que no les quedaba otra opción que la huida, aceleró a fondo. La motocicleta, rajando la madrugada, rebasó el automóvil justo cuando el hijo de Bertrán bajaba y apuntaba. Inmediatamente después vino el primer disparo que salía de su revólver, y el segundo, y otro. El hijo de Bertrán corría, exaltado, eufórico detrás de la motocicleta sin dejar de disparar, y así lo hizo hasta que el piloto trasero del vehículo se hizo un punto rojo en lo hondo de la calle —la brasa de un cigarrillo que fumaba un ogro lejano— y su tambor se quedó sin ninguna bala. Pero justo en ese momento, cuando padre e hijo habían vaciado su munición y la noche, en un repliegue de animal, parecía que iba a recobrar su silencio más profundo, sonó un nuevo disparo. Y, como si un eco disparejo devolviera el ruido, oyeron otro, y otro. Sólo que ahora los disparos no iban dirigidos contra la motocicleta sino contra el hijo atolondrado de Bertrán, contra el automóvil y contra el propio Bertrán.

Éste le gritó al hijo que se ocultara en un portal mientras él, agachado, casi gateando, se acercaba al automóvil e intentaba encontrar una cajita con doce balas que, según recordaba, había dejado en algún lugar del vehículo semanas atrás. Alzó la cabeza para ver si su hijo le había obedecido y justo en ese instante vio cómo el joven caía herido en la boca del portal al que pretendía entrar. Bertrán salió del coche a la carrera, llamaba a su hijo, oyó unas voces, unos gritos a su espalda. Se giró y quedó paralizado.

Dos policías le apuntaban. Dos policías. Los guardias, viendo la distinguida indumentaria de Bertrán, también empezaron a no comprender. Cruzaron balbuceos, Bertrán y los policías, los policías y Bertrán, mientras, sin que Bertrán dejara de mirar a los guardias y sin que éstos dejaran de apuntar a Bertrán, se acercaban al portal ante el que había caído el joven.

«¡Papá! ¡Policía! ¡Me han disparado, papá!».

«Han sido ellos».

El joven miró desconcertado a los policías, sin entender, y éstos preguntaban con la misma sorpresa:

«¿Quiénes son ustedes? Le estaban disparando a una moto».

«¿Por qué le tiraban a esa moto? ¿Qué ha pasado aquí?».

«¿Que qué ha pasado? Que ustedes han matado a mi hijo y casi me matan a mí es lo que ha pasado».

«¡Estoy vivo, papá! ¡Papá! ¡No me voy a morir, papá!».

Nadie entendía nada. Y lo cierto es que tuvo que transcurrir toda la noche para saber que los ocupantes de la motocicleta eran dos somatenes que, después de una reunión y viendo ir solo el coche de Bertrán y Musitu, habían decidido seguirlo a modo de escolta. Ante los disparos de Bertrán y su hijo no habían contemplado otra opción más que la huida. Por su parte, los policías, atraídos por los disparos, al doblar una esquina habían visto a dos hombres en la oscuridad, disparando, un coche cruzado en la acera. Les pareció evidente que eran dos pistoleros de la CNT. Siguiendo la lógica que entonces imperaba, antes de preguntar, dispararon.

La única suerte fue que a la mañana siguiente, cuando el violento embrollo quedó aclarado, el hijo de Bertrán y Musitu pudo seguir diciendo aquellas palabras que, según los policías, no dejó de repetir hasta que llegaron a la casa de socorro. Estoy vivo, papá. Estoy vivo. Y que una semana después abandonaba el hospital, renqueante y, efectivamente, vivo.

Tanto el asesinato gratuito de Coll el Mallorca en las tapias de Montjuich como el estrafalario suceso de Bertrán y Musitu dan la medida de la situación. Cualquier cosa era posible, en cualquier momento podía aparecer un par de individuos dispuestos a matarte y cualquiera que te rodeaba podía ser un delator. La preocupación del Noi del Sucre no era gratuita. Ni se debía a un debilitamiento de sus convicciones o a la neurastenia que se había apoderado de él en el castillo de La Mola, como algunos decían. Quienes lo conocían no daban crédito a las campañas de difamación.

Pero sí parecía evidente que, por el momento, el hecho de haber aislado en aquel lugar remoto a Seguí había sido un acierto rotundo de Martínez Anido. El Noi del Sucre era probablemente la única personalidad con fuerza suficiente como para haber controlado en aquel tiempo la situación dentro de la CNT. Sin él, el movimiento anarquista seguía dando dentelladas feroces al anzuelo lanzado por el dúo Anido-Arlegui.

Sólo un día después del tiroteo de Bertrán y Musitu es Pedro Vandellós quien se las ve con la muerte. Cuesta creer que se tratara de una réplica. Vandellós, aquel que participó en el fallido atentado al lado de Acher el día de la entrega de la bandera bordada dando muestras de gran sangre fría, era un individuo esquivo al que la policía no se cansaba de seguirle el rastro, en vano.

Cambiaba continuamente de hábitos, aunque mantenía uno de manera permanente, casi obsesiva. Dedicaba el día a la lectura, siempre escondido en lugares inverosímiles, palomares, sótanos, bodegas, arrabales, y sólo al caer la tarde abandonaba su escondrijo para cumplir su trabajo, que no era otro que el de cobrar las cuotas del sindicato entre los trabajadores. Hecho lo cual desaparecía sin que nadie supiera dónde dormiría esa noche.

La tarde del 24 de junio fue diferente. Aseguran que lo delataron. También que la policía llevaba semanas interrogando no sólo a los obreros que le liquidaban la cuota, sino a sus familiares, niños incluidos. Les presentaban fotos de Vandellós y les preguntaban si sus maridos, padres, hijos, se veían alguna vez con ese individuo, si lo habían recibido en su casa, si lo habían visto alguna vez.

Poco importa cómo sucedió, el hecho irremediable para Vandellós fue que esa tarde, al salir de un telar de San Andrés donde había cobrado la cuota a varios compañeros, se vio encañonado por dos policías. Lo condujeron a comisaría. Allí lo distrajeron con preguntas sobre el atentado del día de la bandera y otros asuntos. Incluso le preguntaron si sabía quién era el Hombre del Impermeable Gris. Y lo acusaron de ser él mismo. Vandellós niega, impasible. Lo conminan a colaborar bajo amenaza de tortura. Pasan unas cuantas horas y ni la confesión ni la tortura llegan. Alrededor de la una de la madrugada un guardia le comunica que lo ponen en libertad. Vandellós se sabe condenado. Sale a la calle y todo es amenaza. Es astuto, toma todo tipo de precauciones. Pero los cazadores también están avezados en el oficio. Cuando camina pegado a una tapia frente a la fábrica de galletas La Esperanza recibe un ráfaga. Cae y muere.

Unos peones lo encuentran al amanecer. Casi tan rígido y tan metido en sí mismo como siempre. Pronto se corre la voz de su muerte. Sin embargo, el protagonista macabro de ese día va a ser Ramon Archs. Ya saben, la antítesis del Noi del Sucre dentro del movimiento anarquista, el cerebro que primero organizó el fallido atentado contra Martínez Anido en el entierro del inspector Espejo y quien luego se encargó de coordinar el de Eduardo Dato.

Si sobre la detención de Pedro Vandellós puede haber una pequeña duda y es imposible conocer con absoluta certeza si fue debida a la delación de un compañero, en el caso de Archs todo es certidumbre. Fue un miembro de la CNT (el nombre no lo sé) y confidente de la policía el que le tiende una emboscada y lo cita en la mañana del 25 de junio en la plaza de la Universidad. Archs llega allí en tranvía. Altivo, sus ojos vacunos, el bigote con los extremos apuntando a las nubes. Sólo ha dado unos pasos en dirección al anónimo compañero cuando tres hombres caen sobre él, lo tiran al suelo y, a golpes, lo reducen.

Entre un revuelo de curiosos, es introducido en un automóvil. Lo conducen a la comisaría de Vía Layetana. Se sabe que lo llevan a un calabozo del fondo del edificio. Allí, esposado, solo, Archs permanece sentado en el suelo. Unas horas después la puerta se abre y Archs recibe la peor visita. Una figura enjuta, seca. Miguel Arlegui. Arlegui ha decidido torturar personalmente al escurridizo anarquista.

No se conocen los detalles del tormento. Sí los resultados, y en base a ellos es fácil imaginar cómo fue todo. La enorme brutalidad que se desarrolló a lo largo de las siguientes treinta y seis horas. Ramon Archs apareció tirado en la calle Vila i Vilá al amanecer del día 27, es decir dos días después de ser detenido. El cadáver presentaba numerosas heridas de arma blanca y estaba cosido a tiros. La hermana de Archs, Amor, apenas pudo reconocer el cuerpo. Tenía la cara machacada, aplastada por los golpes.

En tres días, Martínez Anido y Miguel Arlegui habían acabado con dos de los más duros y buscados activistas de la CNT. El general y su ayudante estaban de enhorabuena. Como se sabe, tenían el aval del Gobierno e incluso el del propio rey, pero a partir de entonces aún van a tener más autonomía.

La guerra de Marruecos seguía una escalada feroz. Hombres de toda España van a morir allí, siempre y cuando no dispongan del dinero suficiente para pagar su cuota y librarse del reclutamiento. La situación barcelonesa empalidece ante aquella creciente sangría, pasa a un segundo plano. Recuerden que es la época del desastre de Annual y que los rumores terribles de lo que allí ha ocurrido va propalándose de boca en boca hasta que se conoce la realidad y ésta es aún más espantosa de lo que habían anunciado los bulos. Cientos de soldados sitiados en una fortaleza, a casi cincuenta grados, sin agua, van bebiendo primero las existencias de vinagre, la tinta de las oficinas, su propia orina endulzada con azúcar y puesta a enfriar al frescor de la noche para disminuir la repugnancia. Luego, después de rendirse y de recibir la promesa de ser respetados, viene la matanza. Serán despiadadamente torturados y asesinados, los oficiales quemados vivos. En apenas cuatro horas son asesinados dos mil quinientos españoles y mil quinientos soldados indígenas adscritos al ejército de España. Pocas semanas después, el desastre se repetirá en el Monte Arruit. En esta ocasión la masacre se salda con tres mil hombres muertos.

Puesta la atención en otro lugar, el africanista Martínez Anido se siente con las manos aún más libres. Y no desaprovecha la ocasión. Son semanas de una gran dureza. La ley de fugas, culminada por somatenes o pistoleros del Libre, no deja de aplicarse y cada vez que se hace se publica una nota oficial:

Ha sido hallado muerto un hombre que, comprobada su identidad, figuraba en las listas de la policía como atracador y pistolero de acción peligrosísimo, perteneciente al sindicato anarquista.

Siempre la misma nota, siempre las mismas palabras, ya fuesen referidas a un verdadero pistolero cenetista o a un pacífico militante del sindicalismo. Fue un verano duro y sangriento. El poder de Martínez Anido alcanza su máxima cota. Sí, pero a partir de ahí, sólo cabe descender. Y así ocurre. Detrás del escenario, entre bambalinas, se dan los primeros pasos para que llegue el principio del fin.

En agosto, Antonio Maura, que había rechazado el ofrecimiento de Alfonso XIII de formar Gobierno tras el asesinato de Dato, acepta ser jefe del Consejo de Ministros. La crisis de Marruecos hace que el veterano político se convierta por quinta y última vez en presidente del Gobierno.

Los empresarios catalanes acogen con agrado al nuevo equipo ministerial. En ese gobierno de concentración está Francesc Cambó al frente del Ministerio de Hacienda, en Gracia y Justicia el tiroteado Bertrán y Musitu. La clase dirigente catalana sueña con un nuevo periodo de esplendor en el que las reivindicaciones de los obreros serán debida y contundentemente contestadas desde el Gobierno. La Lliga es una barrera de contención para una clase trabajadora deslumbrada por falsos mesías y una amenaza constante para Madrid. Ahora, formando parte de la maquinaria gubernamental, no puede sino beneficiar a sus cachorros.

Salvador Seguí tiene las ideas claras sobre el papel de la Lliga y del catalanismo. Y lo dice, lo escribe, lo hace público. No importa que los nacionalistas acérrimos, obreros incluidos, confundiendo Lliga y orgullo catalán, lo pongan en la picota. Nadie, si no es por medio de las balas, va a hacer callar al Noi del Sucre:

«La política patrocinada por la Lliga ha pretendido, y en parte logrado, dar a entender a toda España que en Cataluña no existe otro problema que el suyo: el regionalista.

»Esto es una falsedad; en Cataluña, después del problema social, que no es catalán, sino universal, existe el problema que tienen planteado otros pueblos de Europa. El problema de libertad y descentralización administrativa, que todos los hombres liberales del mundo aceptamos. Ahora que, este problema no lo representa la Lliga, puesto que si lo representara Cambó no habría sido ministro en un poder centralista.

»La Lliga Regionalista no es una agrupación política en el sentido honrado de la palabra, sino un conglomerado de hombres de negocios que “hacen política” para arrancar del Poder público determinadas concesiones a favor de sus industrias y negocios sin conceder ninguna importancia a las ideas que dicen defender.

»Que se dé a Cataluña la autonomía, que se dé, si se quiere, la independencia, pero ¿sabéis quiénes serían los primeros en no aceptarla? Nosotros, no; de ninguna manera. Procuraríamos entendernos como fuese con la burguesía catalana. Los primeros en no aceptar la independencia de Cataluña serían los mercaderes de la Lliga Regionalista. La misma burguesía catalana que está dentro de la Lliga sería la que no la aceptaría de ninguna manera.

»Además, está demostrado que no les interesa este problema; ellos lo utilizan como trampolín…».

El Noi del Sucre, encarcelado o no, continúa siendo un auténtico problema para la patronal catalana más intransigente. Algunos empiezan a arrepentirse de que lo hubieran enviado a La Mola. Aquel castillo, pura paradoja, se ha convertido en su mejor defensa. Nadie es capaz de atravesar sus muros. Echarle estricnina en la comida, sobornar a un soldado, comprar a uno de los incomparables compañeros de cautiverio. Acabar con el Noi del Sucre, protegido por la propia autoridad, es imposible.

En las calles de Barcelona ocurre todo lo contrario. El otoño de 1921 continúa siendo un auténtico desfile mortuorio de anarquistas. La ley de fugas es el sistema cotidiano de liquidación y exterminio, aunque a partir del verano de ese año, Anido y Arlegui han perdido ascendencia sobre el Sindicato Libre, que, envalentonado, ha celebrado una gran asamblea y en ella ha decidido empezar a caminar por la senda de un verdadero sindicato. Es decir, proponiendo y exigiendo mejoras laborales a los empresarios y no actuando como coartada de la patronal y muchas veces como meros asesinos a sueldo.

Algunos empresarios hacen llegar a Miguel Arlegui el deseo de que se emprendan correctivos severos contra el Libre. Martínez Anido desoye esas peticiones. Tiene demasiados frentes abiertos. Cree que con los activistas del Sindicato Libre podrá contemporizar. Además, Arlegui hace unos meses que ha ideado un nuevo sistema para disminuir la población anarquista. Al nuevo invento lo llaman La Conducción por Carreteras y consiste en hacer vagar hasta la extenuación a pelotones de presos. Lo cuenta De Lera en su biografía de Pestaña: «Salían al amanecer, en grupos de cuarenta o cincuenta, lloviese, nevase o helara» y, bajo la vigilancia de guardias civiles que se turnaban cada día, caminaban por carreteras perdidas «hasta que, llegada la noche, eran encerrados en el calabozo infecto de algún villorrio, entre piojos y ratas, exhaustos, enfermos, con los pies sangrantes y el estómago vacío. A la mañana siguiente, otra vez el camino». Así día tras día, «¿hasta dónde? ¿Hasta cuándo? Ninguno lo sabía». Semanas después, famélicos, agotados, «eran abandonados en cualquier mísera aldea, sin dinero, sin trabajo».

Los que no eran sometidos a ese peregrinaje recibían el trato tradicional. Una vez detenidos pasaban cuatro o cinco días en celdas infectas y sin saber si les esperaba la prisión definitiva, la libertad o la ley de fugas. Algo que Pere Foix, probablemente basándose en su propia experiencia, recordaría poco tiempo después:

«Permanecer un par de días en los calabozos ya citados es realmente doloroso: la compañía del delincuente común que interroga con desprecio al detenido político o social; los gritos de las prostitutas sueltas por los pasillos y que, cuando pueden, flirtean con los guardias y con algún detenido a través de la reja; la nerviosidad que provoca la detención o el recuerdo del interrogatorio del día anterior y del que quizás espera produce un sufrimiento que sólo sabe quien ha pasado por ese trance. Cuando inesperadamente aparece el sargento acompañado de una pareja de los llamados guardias de seguridad uniformados, grita varios nombres, los que salen del calabozo se preguntan: ¿Qué será ahora?».

Foix contaba cómo luego, los que se libraban de que les aplicaran la ley de fugas, eran conducidos a la Delegación de Atarazanas para ser fichados y fotografiados. Esos retratos que siempre muestran caras de hampones: «Es natural. Tres días sin afeitar y casi sin comida. Muchas horas sin dormir… Si algún día un diario publica esa fotografía, ni él se reconocerá».

Es la rueda que no para de girar. Los diarios seguirán publicando fotografías de elementos sospechosos y noticias, una y otra vez repetidas, sobre cadáveres encontrados en terraplenes, calles, descampados o playas. Sindicalistas tiroteados cuando trataban de huir o empresarios, somatenes o miembros del Sindicato Libre caídos por la saña y la venganza de los pistoleros anarquistas.

El Noi del Sucre, desengañado, reflexiona por escrito sobre todo ello:

«Las víctimas que ha habido de uno y otro lado son nuestras propias víctimas. Son víctimas de la cobardía de la prensa que en lugar de comentar las causas de los atentados, se recrea dando detalles informativos indignos, son víctimas de la cobardía pública, y son víctimas de las partes interesadas, que sólo se alzan para protestar con sinceridad y energía cuando los que caen forman parte de los suyos. El terror ha vencido al alma catalana, que tan serena se creía».

No tardará en experimentarlo en carne propia.